La apuesta
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Todos los hombres a lo
largo de una vida son capaces de alzarse al menos una vez hasta el heroísmo y
de rebajarse al menos otra hasta
Arnulfo Arroyo era uno de
estos hombres endemoniados y el jueves 16 de septiembre de 1897, uno de
aquellos días fatales. El Observatorio Meteorológico Central aún no se
arriesgaba a predecir el clima, pero no se requería de mucha ciencia para
pronosticar, en esa época del año y hasta las dos
El desfile del día de la
Independencia estaba a punto de iniciarse. Atenuados por la algarabía de la
muchedumbre comprimida en las banquetas, por los vítores de la gente asomada a
las azoteas y a los balcones de sus casas, por el clamor de las voces
aguardentosas de los parroquianos de la cantina y por el terco diapasón que el
licor hacía zumbar en su cabeza, los toques de «atención», «tercien» y
«presentar armas» llegaron apenas perceptibles a los oídos de Arnulfo Arroyo.
Si registró esos distantes sonidos en su conciencia descompuesta por quién
sabía cuántas noches de juerga no fue porque los hubiera escuchado de veras
sino porque angustiosamente los esperaba.
*
Se levantó de la mesa con
la venia del hombre que pagaba
Con las piernas separadas,
para garantizarse un mejor equilibrio, orinó los restos del aguardiente que
había tomado sin tregua en esa noche de tumultuosos festejos patrios. Se lavó
las manos varias veces, sin conseguir limpiarlas de un tenaz temblor debido lo
mismo a su mucho miedo que al mucho alcohol. Al remojarse también la cara con
la ilusión de que el agua helada le devolvería la sobriedad o por lo menos
cierta entereza, Arnulfo Arroyo no tuvo más remedio que ver su imagen en el
espejo con marco dorado sujeto por clavos de acero a la pared.
*
Odiaba los espejos. Había
empezado a evitarlos desde la época estudiantil, no tan remota, en que
acompañándose con una guitarra plañidera cantaba para granjearse las copas en
los tugurios de la calle de Coliseo. Sólo que entonces su reflejo no pasaba de
mostrarle las efímeras escoriaciones que le iban
infligiendo sus pendencias de cantina, mientras que ahora le echaba en cara
implacablemente los estragos irreparables de una vida consagrada con ahínco a
Católico a su manera,
Arnulfo Arroyo había dejado de ser practicante. Años de traicionar sus
convicciones lo adscribían a la secta inconfesable de los que creen más en el
Diablo que en Dios. Un impulso atávico lo movió sin embargo a persignarse
furtivamente ante el veraz espejo que suscitaba su odio. Después, aunque tenía
la boca seca de temor y de ebriedad o acaso porque así la tenía, fingió echar
un gargajo en la escupidera del baño y salió con paso resuelto del bar-room.