Expediente del atentado

La apuesta

  

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Todos los hombres a lo largo de una vida son capaces de alzarse al menos una vez hasta el heroísmo y de rebajarse al menos otra hasta la abyección. Sólo unos cuantos, urgidos por sus demonios, lo hacen fatalmente en el curso de un mismo día.

Arnulfo Arroyo era uno de estos hombres endemoniados y el jueves 16 de septiembre de 1897, uno de aquellos días fatales. El Observatorio Meteorológico Central aún no se arriesgaba a predecir el clima, pero no se requería de mucha ciencia para pronosticar, en esa época del año y hasta las dos o tres de la tarde en que los aguaceros bíblicos solían desatarse, un cielo despejado en el Valle de México. Al amanecer, que él entrevió por los intersticios de las puertas cerradas del bar-room del inglés Peter Gay, en la esquina de Plateros y el Portal de Mercaderes, una bruma acaso atribuible a su propia obnubilación alcohólica parecía augurar el bochorno. Sin embargo, a las nueve de la mañana en que la comitiva presidencial se disponía a enfilar desde la Plaza de Armas en dirección a la Alameda, un sol ya casi de otoño brillaba oblicuo sobre la capital de la República y no hacía tanto frío ni tanto calor.

El desfile del día de la Independencia estaba a punto de iniciarse. Atenuados por la algarabía de la muchedumbre comprimida en las banquetas, por los vítores de la gente asomada a las azoteas y a los balcones de sus casas, por el clamor de las voces aguardentosas de los parroquianos de la cantina y por el terco diapasón que el licor hacía zumbar en su cabeza, los toques de «atención», «tercien» y «presentar armas» llegaron apenas perceptibles a los oídos de Arnulfo Arroyo. Si registró esos distantes sonidos en su conciencia descompuesta por quién sabía cuántas noches de juerga no fue porque los hubiera escuchado de veras sino porque angustiosamente los esperaba.

 

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Se levantó de la mesa con la venia del hombre que pagaba la cuenta. Pasajeramente lo desconcertó que el tercer comensal, pese a haber cruzado con él la apuesta que en ese momento lo obligaba a irse, no se diera por enterado de su despedida. En el trayecto hacia la calle se detuvo en el baño, que además del canal de los mingitorios contaba con dos escusados, lavabos de porcelana empotrados en planchas de cemento recubiertas de azulejos y agua corriente a voluntad. Esas instalaciones modernas y poco frecuentes en los establecimientos públicos de la ciudad de México, esos lujos destinados sólo a los beneficiarios directos de la arbitrariedad del régimen, eran una de las dos razones por las que Arnulfo Arroyo se alegraba de haber recibido ahí las primeras luces del 16 de septiembre. La otra consistía por supuesto en que desde las puertas ya abiertas del bar-room el desfile discurriría casi al alcance de su mano, a tiro de pedrada e incluso de puñal.

Con las piernas separadas, para garantizarse un mejor equilibrio, orinó los restos del aguardiente que había tomado sin tregua en esa noche de tumultuosos festejos patrios. Se lavó las manos varias veces, sin conseguir limpiarlas de un tenaz temblor debido lo mismo a su mucho miedo que al mucho alcohol. Al remojarse también la cara con la ilusión de que el agua helada le devolvería la sobriedad o por lo menos cierta entereza, Arnulfo Arroyo no tuvo más remedio que ver su imagen en el espejo con marco dorado sujeto por clavos de acero a la pared.

 

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Odiaba los espejos. Había empezado a evitarlos desde la época estudiantil, no tan remota, en que acompañándose con una guitarra plañidera cantaba para granjearse las copas en los tugurios de la calle de Coliseo. Sólo que entonces su reflejo no pasaba de mostrarle las efímeras escoriaciones que le iban infligiendo sus pendencias de cantina, mientras que ahora le echaba en cara implacablemente los estragos irreparables de una vida consagrada con ahínco a la disipación. Ultrajado, como si otro y no él fuera la causa de esos estropicios, Arnulfo Arroyo contempló sus ojos melancólicos hundidos en unas ojeras profundas y azules, su nariz recta afeada por una red de minúsculas venas rojas, su frente en donde a los treinta y tres ya tenía más de una arruga. Luego de secarse con la servilleta que le tendió un empleado evasivo, esforzándose en no mirarlo, un vestigio de vanidad lo llevó a alisar su barba aún negra, de la que sobresalían como pequeñas cimitarras las puntas del bigote, y su cabello abundante y grasiento arremolinado sobre el sucio cuello postizo con el que mal disimulaba la falta de camisa.

Católico a su manera, Arnulfo Arroyo había dejado de ser practicante. Años de traicionar sus convicciones lo adscribían a la secta inconfesable de los que creen más en el Diablo que en Dios. Un impulso atávico lo movió sin embargo a persignarse furtivamente ante el veraz espejo que suscitaba su odio. Después, aunque tenía la boca seca de temor y de ebriedad o acaso porque así la tenía, fingió echar un gargajo en la escupidera del baño y salió con paso resuelto del bar-room.