Clima de miedo

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Una máscara cambiante de miedo

 

 

            Me remonto a finales de los años setenta cuando, en el Instituto de Artes Contemporáneas de Londres, impartí una conferencia titulada «Climas de arte». Al presentar la conferencia, reconocí lo siguiente:

 

«El título es deliberado, por supuesto. Su objeto es provocar una serie de mecanismos asociativos… con el fin de que “Clima de miedo”, “Clima de terror”, etcétera afloren a la mente sin un gran esfuerzo consciente».

 

            Durante la conferencia surgió otra media docena de variaciones sobre «Clima de miedo». Mi punto de partida, mi preocupación principal en aquel tiempo, era el destino de las artes –y de los artistas– bajo el creciente comercio de la dictadura y la gobernación por medio de una dieta forzosa de miedo, sobre todo en el continente africano, lo que en el habla común se denominaba «la llamada a medianoche». Detenciones arbitrarias. Desapariciones. La tortura como regla y no como excepción. Hasta la manipulación cínica del procedimiento judicial que hacía que un disidente político se encontrase en lo que cabría describir como un banquillo giratorio sin salida, una pesadilla kafkiana que no tenía fin excepto, quizás, en el extremo de una soga, por un crimen del cual el acusado incluso podía no tener la menor idea. Decenios después de aquella conferencia, el mundo tomó nota con amargura de la ejecución en la horca del activista nigeriano Ken Saro-Wiwa y de ocho de sus compañeros después de un proceso irregular y arbitrario, principalmente porque era escritor, pero también porque su causa, el onservacionismo y la ecología, se había convertido en un programa mundial.

            Cuando pronuncié aquella conferencia, Nigeria, mi clientela política más cercana, aún no se había recuperado de la impresión que causó el fusilamiento de tres jóvenes de conformidad con un decreto retroactivo: dicho de otro modo, el crimen del que fueron declarados culpables –tráfico de drogas– no se castigaba con la muerte cuando lo cometieron. Ese asesinato desafiante tenía un propósito: infundir miedo a la población mediante el desprecio deliberado de los más elementales principios de la justicia. Y así siguieron las cosas. Lo ocurrido en Nigeria arrancó de mí dos obras de teatro –A Scourge of Hyacinths [Un azote de jacintos] para la radio y From Zia with Love [De Zia con amor], su versión para la escena–, tanta era la persistencia con que aquel episodio insistía en lacerar mi temperamento creativo. La nación entera quedó profundamente traumatizada. Decían que incluso el ambiente, por lo general carnavalesco, que caracterizaba el lugar principal de las ejecuciones públicas de atracadores a mano armada –a las que llamaban el Show de Bar Beach– se encontraba insólitamente apagado. Tan incierto era el resultado que la multitud se había persuadido a sí misma a creer un rumor según el cual la dictadura militar sólo quería montar una farsa, infundir un poco de saludable miedo en los traficantes, y que indultaría a los jóvenes a última hora. En vez de expresar el habitual coro de escarnio al presenciar la muerte de los odiados malhechores, la multitud había acudido dispuesta a aplaudir el momento del indulto. Cuando el ritual de los últimos auxilios espirituales, el vendaje de los ojos y demás detalles dejó claro que la sentencia avanzaba implacable hacia su final decretado, surgieron de la multitud gritos de «¡No, no, no!». Una vez cumplida la sentencia, durante unos momentos reinaron un silencio y una incredulidad totales; luego la multitud se dispersó, abatida y horrorizada. Los dictadores no habían previsto semejante reacción. No transcurrió mucho tiempo antes de que se prohibieran las ejecuciones públicas y, tras el derrocamiento de aquella dictadura por parte de otra, se revocó el decreto retroactivo.