Retratos personales

Prólogo

 

Retratar, biografiar

 

«Como todo se olvida, le entra a uno angustia de que la obra se vaya a perder. Ése es el sentido de los retratos: el recuerdo» decía Juan Soriano, acaso el pintor retratista más notable de nuestro siglo xx. La «obra» a que se refería era el ser humano. Había en aquel artista una curiosidad por averiguar el misterio de las otras almas, «contar en pintura» los gestos y actitudes, el temperamento y las pasiones de las personas, todo aquello que las hacía únicas. Pero al mismo tiempo, el pincel trabajaba sobre la conciencia de la transitoriedad: lo que veía –dice Soriano– «eran relámpagos de vida». Así, el retrato de Xavier Villaurrutia que realizó Soriano en 1940 ha guardado para nosotros un atisbo de los rasgos específicos del poeta, los mismos que alguna vez recordó Octavio Paz: la discreción, el recato, la circunspección, el decoro: «el amor por las formas se reflejaba tanto en su manera de vestir como en sus endecasílabos».

Retratos personales, secuela natural de Mexicanos eminentes (1999), es una colección biográfica inspirada también en las ideas rectoras de curiosidad y piedad. La integran 26 perfiles que, en su gran mayoría, no habían sido recogidos en libros. Como aquel libro, recurre a una variedad de perspectivas y técnicas biográficas. A veces son meros trazos impresionistas, reflexiones de libros esenciales o apuntes con el melancólico trasfondo del obituario. Hay una larga entrevista y varios ensayos que intentan describir –y a menudo celebrar– la trayectoria completa de un personaje, estableciendo su lugar y significación en la historia mexicana. Más que descubrir fuentes desconocidas sobre mis biografiados, mi propósito ha sido comprenderlos. Comprender no es igual a juzgar, tampoco a explicar. No me erijo en fiscal de mis personajes. «Robespierristas, antirrobespierristas, ¿por qué no me dicen, sencillamente, cómo era Robespierre?», escribió Marc Bloch, y yo he procurado guiarme por esa máxima. Por otro lado, no desdeño las conjeturas psicoanalíticas, pero tampoco creo en las leyes de la conducta. Creo, eso sí, en los atisbos que conectan una minucia infantil con un proceder adulto. Cada individuo es un jeroglífico, pero ese jeroglífico no es del todo indescifrable. La biografía puede iluminarlo y quizá revelar su significado. Hermana menor de la historia y la novela, la biografía participa de ambas: como ciencia, debe apegarse a la verdad comprobable, pero puede y debe volar, con imaginación literaria, para dar vida a los hechos inconexos, ciegos, inertes.

Dividí el libro en seis secciones, que designé sintéticamente: «Crear», «Saber», «Servir», «Ejercer el poder», «Criticar al poder», «Historiar». Es claro que muchos de los biografiados cabrían en varias de esas definiciones: un historiador, por ejemplo, puede ser al mismo tiempo un creador, un sabio, un servidor público y un crítico del poder. La clasificación que utilizo focaliza un aspecto de la persona, el que considero predominante.

«Alguna vez calibrará usted lo que significó su trabajo en Vuelta», me dijo Octavio Paz, meses antes de morir. Fueron 23 años, nada menos, y valoré cada minuto de ellos, pero a treinta años de mi encuentro con Paz y mi incorporación a su revista, los valoro más. Gracias a ese trabajo conocí a tres de los creadores a los que me refiero en la primera sección: de lejos y muy tardíamente, al fotógrafo don Manuel Álvarez Bravo; más de cerca y también, por desgracia, a destiempo, al pintor Juan Soriano; y estrechamente –primero como preceptor literario, fuera de las aulas, y luego como amigo entrañable– al filósofo y escritor Alejandro Rossi. Mi amistad con el poeta y humanista José Emilio Pacheco es anterior. Proviene de mis años mozos en El Colegio de México y ha seguido constante por casi cuarenta años.

Fue Pacheco quien me sugirió conocer a Gabriel Zaid, y esa referencia cambió mi vida, no sólo la intelectual sino la empresarial. La amistad con Zaid fue como un doctorado intensivo y gratuito en administración de empresas. Gracias a él pude sortear una larga y penosa crisis en los negocios familiares y descubrir las posibilidades de amalgamar la cultura libre con el espíritu de empresa: hacerme empresario cultural. Por si fuera poco, además de su crítica de mis textos, fueron Zaid y Rossi quienes me llevaron a Vuelta. Ya en Mexicanos eminentes me había ocupado con alguna amplitud del primero y de manera más sucinta del segundo. Ahora invierto los términos. Incluyo también un nuevo texto sobre Octavio Paz, más redondo, creo, que los publicados en Mexicanos eminentes. La sección «Saber» contiene un pequeño apunte sobre Víctor L. Urquidi, hombre inteligente y adusto que presidía El Colegio de México en el remoto 1969. No olvidaré la bienvenida que me dio a esa institución. Era yo un candidato improbable: provenía de la Facultad de Ingeniería y quería estudiar historia. Otro retrato, ese sí extenso y detallado, lo dediqué a José Luis Martínez, «el curador de la literatura mexicana», hombre bueno, hombre sabio, con quien tuve la dicha de convivir un poco, estos últimos años. Completa el cuadro del «Saber» Rebecca West, la célebre escritora inglesa que, ya casi en la vejez, visitó México en los años sesenta. En contraste con D.H. Lawrence, nos dejó un retrato de México lleno de simpatía, inteligencia y comprensión. Como retratistas del alma mexicana, las mujeres extranjeras como West han sido mucho más fieles que los hombres.

Preside la sección «Servir» Daniel Cosío Villegas. En 1980 publiqué su biografía y, como otros discípulos suyos, he procurado preservar su recuerdo y seguir, en la medida de mis posibilidades, su ejemplo. El texto que ahora publico pone énfasis en las muchas formas en las que don Daniel sirvió a nuestro país o, para usar una bella expresión que ahora suena hueca, «hizo patria». Lo acompaña un servidor público ejemplar, Fernando Hiriart. Cuando murió, publiqué un obituario sobre este colega ingeniero, no sólo debido a los altos méritos de su carrera profesional como constructor material de México, sino por la razón más natural del mundo: fue el padre de mi gran amigo Hugo Hiriart. ¿Y quién es Rosa Verduzco, dirán los lectores? Una discreta mujer mexicana, michoacana, zamorana, cuya vocación de amor por los desvalidos no palidece frente a la Madre Teresa de Calcuta. No adelanto más.

Dos personajes polémicos integran la sección «Ejercer el poder». Los dos fueron emblemáticos de un México autoritario que justo en los días de su muerte (ambos fallecieron en 1997) comenzaba a orientarse decisivamente hacia la democracia. El primero es Emilio Azcárraga Milmo, el famoso «Tigre». Era y no era como lo pintan. Mi retrato no se detiene en su trayectoria empresarial aunque sí, un poco más, en su intrincada relación, de ejercicio y tensión, con el poder político. Mi interés en su caso ha sido evocar su carácter, los demonios o fantasmas que movían los hilos de su existencia. Fue Azcárraga quien me presentó al legendario líder de los espejuelos negros, Fidel Velázquez. En las oficinas de la CTM, don Fidel me concedió varias horas de entrevista en las que recorrió de punta a punta su longeva vida. Cada existencia tiene al menos una clave que la ilumina, un momento eje en que el destino se prefigura con claridad. Don Fidel me contó en esa charla la tragedia fundadora de su vida, la sorpresiva crisis que fraguó su carácter. Y con pinceladas de humor (a veces negro) reveló algunos secretos de su «estilo personal de gobernar».

«Criticar al poder» y no sólo eso, detestarlo, deturparlo, rechazarlo, injuriarlo, fue la vocación y casi la religión de un personaje inolvidable, el buen anarquista Ricardo Mestre. Desde ángulos distintos al radicalismo de Mestre –y muy distintos entre sí– la «crítica del poder» ha sido también la apasionada vocación del gran periodista Julio Scherer, del valeroso decano de la oposición panista –don Luis H. Álvarez–, y del malogrado político panista, mi recto amigo Carlos Castillo Peraza.

El apartado final, «Historiar», es el más cercano a mi trabajo intelectual. Lo integran ocho personajes. No conocí a Ralph Roeder ni a los hermanos Casasola, pero con ambos tengo una deuda impagable: mucho antes de dar comienzo a mi formación de historiador, leí con provecho la biografía que Roeder publicó sobre Juárez en 1957, y recorrí con fascinación, infinidad de veces, los maravillosos tomos de Historia gráfica de la Revolución Mexicana de los hermanos Casasola. Escribir sobre ellos era un acto de elemental gratitud. Los modestos textos sobre Edmundo O'Gorman y Jean Meyer provienen originalmente de mi libro Caras de la historia (1983). Son notas sobre libros que ya ocupan un lugar privilegiado en el canon de la historia mexicana. Mi entusiasta retrato de Guillermo Tovar y de Teresa, el más joven del elenco, busca suscitar en él una reanimación que sus lectores esperamos. Sobre dos inolvidable maestros míos –Richard M. Morse y Luis González– he escrito antes pero pienso que los retratos que incluyo ahora son más serenos y completos, y quizá más justos.

Todos los retratos menos uno corresponden al siglo xx. La excepción con que culmina el libro es la semblanza de José Fernando Ramírez, historiador y estadista liberal moderado, personaje representativo de nuestro trágico siglo xix a quien he llamado «Héroe de la historiografía». El texto fue mi discurso de ingreso a El Colegio Nacional.

Me doy cuenta, al hacer este recorrido, que he tenido otras buenas razones para evocar e invocar a estas personas: gratitud, reconocimiento, nostalgia, amistad y, en casi todos los casos, admiración. Hay algo quimérico, reconozco, en luchar contra el olvido, el olvido de hoy y el que sobrevendrá mañana. Pero en ese impulso late, desde Plutarco, el corazón de un biógrafo.