Prólogo
Volver, al cabo de tantos años, sobre Antonio Bayo,
es recuperar el calvario de su vida y la oscura noticia de su muerte. Esta vez,
su infantilismo ya no se hinchará contemplando el segundo nacimiento de su
libro en los escaparates y sintiendo el acoso de los medios. Y es que estamos
hablando de un hombre que, desde su nacimiento, fue perseguido por la forma más
lacerante de nuestra injusticia social hasta hacer de él un despojo humano.
Yo nunca había escrito una novela-biografía contada
por su propio protagonista. Supe de su existencia a través del periodista Ángel
Ortiz Alfau: «Acabo de conocer a un hombre que asegura tener una vida
apasionante y busca que alguien se la escriba». ¿Qué me movió a conocer a ese
hombre? ¿La curiosidad? ¿Quizá la posibilidad de un cambio de registro
narrativo?
Corría 1973. Nuestro encuentro tuvo lugar una mañana en el Arenal
bilbaíno. Se llamaba Antonio Bayo y llevaba quince años viviendo, con tres
hijos, en un piso de su propiedad en el barrio de Santutxu. Era de mediana
estatura. Trabajaba de guarda de obras; pura ironía: defendía ahora la
propiedad ajena quien, hasta su asentamiento en Bilbao, había arrastrado una
vida de continuos robos para poder comer. Fuerte, más bien rechoncho, a pesar
de sus cuarenta y pocos años se advertía que su cintura carecía de
flexibilidad, su cuerpo era como un bloque sin gracia; al propio Antonio le
oiría referirse a esta característica suya: «Me fallan las bisagras». Vestía
algo así como un traje nuevo de domingo, chaqueta y pantalón color ladrillo, y
desabrochado el cuello de su camisa de tonos fuertes. Su pelo… ¡ah, su famoso
pelo rubio-rojizo que, a su nacimiento, inspiró a una mujer su apodo de «el
Ruso»!... , abundante y espeso, peinado infructuosamente contra el cráneo. Sus
ojos, azules, pequeños y bastante juntos, emitían el recelo de quien ha
recibido muchos palos en su vida. Le faltaban el dedo pulgar de la mano
izquierda y el índice y el corazón de la derecha, consecuencia de uno de sus
desastres. Con todo, su persona en conjunto no mostraba el menor asomo de
inseguridad:
«He leído el libro de Papillon…, me lo han leído…, lo hemos leído entre dos… y mi vida de
perseguido por la justicia no tiene nada que envidiar a la suya», me dijo muy
serio, con el más absoluto convencimiento.
Aquella primera charla –más bien interrogatorio por
mi parte– sentados en un banco, duraría alrededor de una hora, tiempo
suficiente para quedar yo convencido no sólo de que eran ciertas las
barbaridades que me contaba sino también de que en su cabeza no cabía que un
libro, cualquier libro, pudiera contener mentiras… y su relato iba a estar en
un libro. Un claro hecho me lo confirmaba: aquel hombre no tenía la menor duda
de la autenticidad de la historia de Papillon
hasta en sus más insignificantes detalles, quizá porque el fenómeno libro
ocupaba, en su escala de valores, el lugar de los mitos; y porque, en su
inocencia, y fuera de sacralizaciones, no concebía que en un libro se encerrara
una ficción. Me llegó a decir:
–Mi vida ha sido tan dura y tan cabrona, que quien la
lea llorará como nunca ha llorado. Me han tratado como a un perro: he sufrido
como nadie. Mi libro se venderá como rosquillas.
A lo que repuse:
–Amigo, si yo
me pusiera a inventar desgracias, la vida de Papillon y la tuya juntas parecerían cuentos para niños.
No es que no me creyera, para no creer en algo
primero hay que admitir que ese algo existe o ha existido en alguna parte, al
menos en nuestros sueños. Era lo otro, su concepción del libro como biblia
revelada por un dios que no miente. Además, me convencí de que este hombre
carecía en absoluto de imaginación. Aunque, tras el relato que me haría de su
vida, comprobé que poseía una portentosa memoria.
De hecho, antes de recurrir a otra persona, él había
intentado escribir sus andanzas, más bien dictándoselas a su mujer, quien ya
había llenado un par de cuadernos de escolar con letra difícil y redacción y
ortografía atormentadas. Antonio me los enseñó, estaba ante mí con el resultado
del ímprobo esfuerzo y asumiendo el fracaso.
Pero aquel hombre no se inmutó al escuchar mis
palabras. Supongo que se preguntaría: «¿Por qué este escritor con gafas, si
sabe mentir tanto como dice, se ha molestado en venir para que le cuente mi
vida?». Yo estaba en aquel banco por averiguar si la historia que escucharía
era tan terrible como me aseguró mi amigo Ángel.
Lo era. Fue aquella una hora muy intensa. En su
primera parte, el hombre relató, con monótona media voz, hechos que estaban
pidiendo poderosos altavoces. Procedía de La Baña, un pueblo perdido de una de
las dos Cabreras (Antonio me lo situó con un «para allá de la India» acompañado
de un gesto de lejanía con el brazo), la Baja (la otra era la Alta), provincia
de León. La Baña merecía pertenecer a Las Hurdes, era una Hurde desconocida,
ignorada por la civilización, una Hurde que no había tenido su Buñuel que la
mostrara en un escalofriante documental. Tenía sacerdote, y más vale que no lo
tuviera: el de negro pagaba a la madre del niño Antonio un puñado de patatas
por sus servicios sexuales. Tenía juez, a varias horas de camino, al que los
guardias civiles conducían de continuo a Antonio acusado de robar latas de
sardinas, cachos de tocino o una gallina, y el juez lo encerraba en su cuadra
un par de días y lo soltaba con la condición de que le trajera un conejo, y
cuando Antonio le aseguraba que él no tenía conejos, el juez le redimía
recordándole de que en el pueblo había muchos conejos. Tenía un cuartelillo de
la Guardia Civil, frecuentado por Antonio más de lo que hubiese deseado, donde
le molían a culatazos e incluso llegaron a clavarle alfileres en las uñas. El
único empleo en aquel pueblo era el de pastor: doce horas en el monte con el
rebaño de otro por un filete transparente de tocino y un cacho de pan; salida
vedada a nuestro personaje por su fama da ladrón.
El gran pecado de Antonio era que tenía hambre. Su
vida orbitaba alrededor de los alimentos. Era un animal hambriento. Los
episodios de esta lógica relación hambre-robo me los refería sin estridencias,
como si aquella historia no fuera con él. ¿Era creíble un destino tan
truculento padecido a lo largo de sus primeros treinta años y repleto de
incontables injusticias sólo explicables en un submundo como aquél? Le hice
muchas preguntas, que él contestaba sin un titubeo. Se las formulé cruzadas: ni
un solo fallo o contradicción.
¿Por qué se me ocurrió escribir este libro?
Literariamente, me atrajo el disponer de un personaje de carne y hueso como
alternativa a los habituales míos de ficción. Podría constituir un descanso.
Pero, no: el gran motivo que me movió fue la denuncia. ¿Pertenecía a España
aquella Cabrera Baja, aquel mísero y desheredado pueblo de La Baña?, ¿y eran
españolas aquellas gentes dejadas de la mano de todos los dioses?
Faltaban dos años para que falleciera el Dictador. La
sociedad española se reponía arduamente de la guerra y la posguerra. Asomaba un
tiempo nuevo cargado de esperanzas y de reivindicaciones pendientes. Empezaba a
abrirse camino la palabra para desterrar el silencio. La palabra.
Grabé su largo relato en mi casa de Getxo durante un
mes; Antonio llegaba por las mañanas, hacíamos un descanso al mediodía para
comer con mi familia, y otra sesión por la tarde. Vertía su chorro de vivencias
sin orden cronológico, según acudían a su recuerdo, y yo había de adelantarme a
engrasar mi trabajo posterior interrumpiéndole con incontables preguntas: ¿en
qué año ocurrió eso?, ¿no me dijiste ayer que…?, ¿qué edad tenías entonces?, lo
de tus dedos, ¿fue antes o después de…?
Al cabo, dispuse de un volumen de hechos que me
absorbieron y conformaban una auténtica novela. Mi papel se reduciría a simple
escribiente de ellos, a narrarlos como mejor supiera, a transmitir con otras
palabras el mismo impacto que yo había recibido con las suyas, y siempre me ha
gustado dar vida a cosas y personas sobre el papel. Otro aliciente, ya dije,
fue el descanso de no tener que crear un mundo: me lo daban hecho.
Tanto si se trata de narrar una ficción como un tema
real, le elección del estilo y el lenguaje es fundamental. Y ello queda
estrechamente vinculado a la voz elegida como narradora, bien la de un
personaje o la del autor omnisciente. No lo dudé: sería la voz del propio
Antonio. Sin embargo, el resultado no podría calificarse de autobiografía.
¿Biografía, entonces? Tampoco: yo, el autor, me filtraría en aquella vida sin
intentar interpretar nada, sólo contar, contar. Las interpretaciones, en su
caso, procederían del propio Antonio. Prevalecerían la autenticidad, la
desnudez. ¿Quién era yo para hacer literatura de aquella realidad tan candente
que vino a mis manos y me las quemaba? Quise desaparecer. De ahí, que hube que
ser consecuente con otras dos decisiones:
Primera: como, por suerte, yo no conocía la Cabrera
Baja, me negué a conocerla, sería el propio Antonio quien me la mostrara, nos
la mostrara. Él no nos hablaría de la cultura de aquella tierra, de su humedad
y temperatura medias, de su historia o monumentos, orografía, economía,
costumbres populares… Su voz nos hablaría de uno de los productos irremediables
de la Cabrera Baja: Antonio Bayo.
Segunda: ¿cómo conseguir que el texto transmisor de
la historia alcanzara la altura de su pureza? ¿Cómo hacer que el paso del medio
oral al escrito no fuera un salto sino un deslizamiento? Ya que el libro no iba
a ser escrito por Antonio, sino que éste sólo hablaría, había que conseguir que
ese mensaje no fuera traicionado por ese texto. El texto habría de ser lo más
inadvertido posible. Lo más oculto. Que no estorbara. Que el trasvase fuera
cristalino, transparente. Y lo más próximo a la transparencia es la invisibilidad.
¿Un lenguaje invisible?
Ya solos la grabadora y yo, empecé por distribuir en
fichas todo aquel barullo. Las ordené. Luego pasé un tiempo buscando el tono,
como para un instrumento musical. A veces, se encuentra a la primera. No fue
así en este caso. No se trata de pulsar teclas o cuerdas sino de escribir las
primeras líneas. Realicé muchos ensayos para el primer párrafo. Y al leer un
día bajo el bolígrafo…
Me llamo
Antonio Bayo, pero cuando madre me echó al mundo, una mujer que estaba allí dijo:
¡Leches, si es rubio como un ruso!... Así que no vaya usted por las Cabreras
preguntando por Antonio, porque desde entonces todo el mundo me conoce por el
Ruso.
Ahora
tengo seis años y madre me dice:
–Súbeme una
berza.
…supe que ya lo tenía.
La redacción del libro me llevó ocho meses. Cuando
puse los mil folios en las manos mutiladas de Antonio, los miró por arriba y
por abajo, quizá con orgullo de estar allí dentro, y se los llevó. Hablé con él
al día siguiente. Transcribo lo que, tiempo después, diría a la prensa:
«Cuando Ramiro me dio los papeles mecanografiados, yo
no me reconocía. Tuvimos casi una enganchada. Le dije: este libro no sale
p´alante, que éste no soy yo».
El mío era el segundo libro que Antonio leía en toda
su vida; el primero fue Genoveva de
Brabante, e ignoro si le gustó. ¿Qué le encontró a mi texto? Sospecho que
demasiada economía de palabras, demasiada brevedad. Su mujer y él lo
compararían con sus cuadernos, tan melodramáticos, tan pastosamente
lacrimógenos y folletinescos en los que cada escena se alargaba sin freno.
Curiosamente, mi elección de un estilo invisible impedía que Antonio se viera
allí… Bueno, la verdad es que apenas tuve que discutir con él, entrar en
detalles literarios… ¡tenía Antonio tantos deseos de ver publicada su vida! No
aceptó el libro, me aceptó a mí. Supongo que luego explotaría en casa.
Cumplí el itinerario de los escritores sin editor,
realicé envíos y todos me fueron devueltos. Planeta y Plaza & Janés me
aseguraron que mi libro jamás podría ser publicado en España. Lo guardé
cuidadosamente en un cajón.
No podía haber sido de otra manera en aquel año 1975
en que Franco había de abandonar el poder por un imperativo insoslayable, pero
prevalecería el franquismo. Y mi libro atacaba sin medias tintas las instituciones
más intocables. Este veto era la medida de seguridad que superaba las que yo
había tomado previamente: la ocultación del apellido de Antonio y la
sustitución de su verdadero apodo, «el Ruso», por «el Rojo», tanto en la
portada de 1977 como en todas las páginas; y el cambio de La Baña, nombre
verdadero de su pueblo, por el de Las Piedras. Es posible que con ello no
proporcionase a Antonio la protección deseable, en el caso de vernos ambos ante
un tribunal, aunque supongo que un abogado podría utilizarlo. Tenía advertido a
Antonio del riesgo que entrañaba la publicación. No le importó. Aunque figuraba
como un simple personaje que contaba su vida, ni él ni yo pretendíamos ocultar
que era mucho más: era la fuente real que puso en marcha todo. Tras el personaje
de Antonio había una realidad, personas e instituciones contemporáneas que él
atacaba sin pelos en la lengua. Antonio era una realidad insolente, nada
impediría que lo convirtieran en víctima una vez más.
Ediciones Albia se interesó finalmente por el libro y
lo publicó en 1977. Antonio B. fue entrevistado por los medios y firmó
ejemplares con sus manos rotas. Nunca se había visto en una así. Pero en las
fotos publicadas siempre apareció de espaldas, y lo mismo en televisión.
La lectura de Antonio
B. el Ruso puede despertar las mismas incredulidades que, en su día, Antonio B. el Rojo. ¿Eran posibles tan
duras pruebas y, sobre todo, cayendo todas sobre un mismo hombre? Convendrá,
pues, que refiera aquí el episodio que vivimos Antonio y yo en León, en la
presentación del libro. La organizó la Obra Cultural de la Caja de Ahorros y
Monte de Piedad de León, y en la mesa redonda intervinieron el ingeniero jefe
del IRYDA, el responsable del Servicio de Obras de la Diputación Provincial, el
secretario de los Ayuntamientos de Truchas y Castrillo, una biólogo y un
radiofonista… Detallo tanto para indicar la preocupación que habían despertado
las denuncias del libro.
En efecto, tras muchas preguntas de ellos y
respuestas por nuestra parte, otro de los asistentes se levantó para protestar
con no disimulada indignación:
––Nuestras Cabreras no son como asegura ese libro.
Pueden ser bastantes cosas, pero nos negamos a aceptar que en la Cabrera Baja
haya sucedido nunca el que sus habitantes confundieran un jeep con un animal.
Los de esta tierra no aceptamos semejante infundio.
Se refería al episodio en que el gobernador, hacia
1940, realizó un viaje ––¿por qué no safari?–– de reconocimiento por aquella
Cabrera Baja en tres jeeps. La comitiva se detuvo en un claro entre casuchas de
La Baña y el gobernador vio cómo algunos vecinos se acercaban portando brazadas
de yerba y las depositaban ante los morros de los vehículos… ¡para que
comieran!
Es indudable que otros participaban de ese enfado. Y
entonces pidió la palabra uno de los presentes para declarar:
––El libro no miente, ese triste hecho ocurrió, yo
fui testigo de él. Acompañé en ese viaje al gobernador en calidad de cronista
oficial y quedé tan asombrado como todos de aquello. Así fue: los lugareños
creían que los jeeps eran animales y, para caer bien a sus dueños, los
alimentaban.
Confío en que nadie dude de la veracidad del relato
de Antonio Bayo. Lo único que lamento es que ya no esté entre nosotros. Lo
habría vuelto a pasar muy bien firmando ejemplares de su libro, pues
seguramente es más suyo que mío.
Ramiro Pinilla
Getxo, 15 de abril de 2007
Me llamo Antonio
Bayo, pero cuando madre me echó al mundo, una mujer que estaba allí dijo:
«¡Leches, si es rubio como un ruso!». Así que no vaya usted por las Cabreras
preguntando por Antonio, porque desde entonces todo el mundo me conoce por «el Ruso».
Ahora tengo seis
años y madre me dice:
—Súbeme una
berza.
Madre es una
mujer alta y delgada, de pocas palabras y agrias, siempre vestida de negro, con
blusa metida en la cintura del muletón, madreñas y pañuelo negro a la cabeza.
Marchó a América a los diecisiete años con tres mozas del pueblo, a quitar el
hambre, y volvió con un hijo de cinco años en la mano y conmigo en el vientre y
sin el gallego con el que vivió amontonada. Así es que yo nací en este pueblo
de La Baña de puro milagro.
Regreso y le
digo:
—No nos queda una
berza en el campo.
Nací, como
Cristo, sobre pajas, en ese cajón del suelo pegado a la pared donde ya dormían
madre y mi hermano Mario, y donde, a partir de entonces, yo dormí también. Creo
que mamé, como todo el mundo, pero muchas veces llego a pensar que ella me sacó
adelante con berzas. Es el primer olor de este mundo que recuerdo. Es un olor
importante en nuestra casa. Tan importante, que si falta aquí no caga nadie.
Madre me mira con
dureza y dice otra vez:
—Súbeme una
berza.
Cuando el hambre
aprieta en casa, madre suele gruñir: «¡Quién me sacó de América para pudrirme
en este agujero!». Fue el abuelo quien la llamó. Era el dueño de esta casa
donde vivimos, que la había heredado de otros Bayo. En La Baña, todas las casas
son iguales, de piedras puestas en seco unas sobre otras. Abajo, una cuadra.
Arriba, los cuartos. Nuestra casa no tiene más que uno, grande y con dos
ventanas con tapas de madera, ese cajón-cama como único mueble y un hornillo de
piedras en el suelo. Mi abuelo pidió al cura que le escribiera la carta a
madre. «Vuelve a casa, hija», le ponía. «Ella se ha muerto y me he quedado
solo.» Y madre volvió.
Miro bien en
nuestro pequeño huerto y no encuentro más que tallos cortados a ras de tierra.
Entro en casa y le digo a madre que no hay más berzas. Ella me mira otra vez
como si quisiera romperme los ojos con
su mirada.
—Súbeme una berza
—me dice.
Las Cabreras
están en la provincia de León. Hay la Cabrera Alta y la Cabrera Baja, partidas
por el puerto de El Carvajal. Mi pueblo está en la Cabrera Baja. Es de casas en
forma de cajón, con techos de pizarra sostenidos por cantiagos. Aquí no se ve dinero, porque nadie lo tiene ni se puede
ganar en ninguna parte.
Me quedo mirando
a madre, sin comprender. Ya le he dicho que no hay berzas. Ella también me mira
y me llamo tonto porque sé que me está diciendo algo. A todas horas me pregunto
si madre me quiere. Oigo decir a la gente que en La Baña resulta difícil
quererse unos a otros. De pronto empiezo a comprender la mirada de madre y un
rato después ya sé lo que me está diciendo. Salgo por tercera vez, cruzo el
camino que atraviesa el barrio y miro a mi alrededor para que nadie me vea
robar en el campo del tío Cayetano.
Llevo una hora
mirando la espalda de madre y esperando me diga algo, pero ella sólo se ocupa
de vigilar el cocimiento. Está de rodillas, metiendo leña en el hornillo y
removiendo dentro de la gran lata que cuelga con alambres de un cantiago. La casa está llena de humo,
buen humo de berza.
Oigo los pasos de
mi hermano y le veo entrar, tieso, con su cabeza demasiado grande y sus brazos
sin movimiento. Madre se vuelve.
—He hablado con
el tío Gabino para que le hagas algo en su casa —le dice—. Que ya lo pensará.
Mario se acerca a
ella y se miran.
—Tengo hambre
—dice él.
—Hoy dormirás con
la tripa llena —dice madre.
—Yo he traído la
berza —casi grito, acercándome a ellos.
Madre revuelve el
potaje con un palo.
—Sí, él la ha
traído —dice.
Luego estamos
sentados en el suelo alrededor de la lata y empezamos a comer cuando todavía
abrasa el cocimiento. Las tres cucharas se hunden buscando los trocitos de
patata perdidos en el agua, antes de buscar la berza.
Luego estamos en
la cama, madre en medio para darnos su calor, vestidos, porque no tenemos
mantas y hace frío. Madre cambió la manta que teníamos por medio saco de
patatas. Siempre duerme de costado y vuelta hacia Mario. Yo me pongo a quitarle
los piojos que andan por su espalda y a reventárselos entre mis dedos para que
duerma mejor.
Estoy jugando a
las bigarcias con Mario y otros. Casi
no podemos dar el golpe a la bigarcia
del suelo, de tan oscuro que está. Me toca a mí. Alzo el palo y miro hacia casa
y veo al hombre avanzando hacia la puerta. No veo su cara, pero lo reconozco
por su altura y por sus grandes hombros. Doy el golpe y lanzo la bigarcia contra él y le pego en un
brazo. Se para y espera a que yo vaya a recogerla.
—¿Lo hiciste a
propósito?
Es un hombre
oscuro y grande como una montaña, con una mueca en la boca que él quiere que
parezca una sonrisa y unos ojos en el
centro de un redondel negro. Pasa su mano por mis pelos y yo me aparto. Oigo
una voz a mi lado.
—Ven.
Es Mario. Me
agarra del brazo y quiere arrastrarme. No sé por qué empiezo a llorar, como
tampoco sé por qué no quiero que aquel hombre entre en nuestra casa. No es la
primera vez que viene. Y no es el único que viene. Aparece una vez por semana.
Tampoco sé por qué nunca me he atrevido a levantar el picaporte de madera
cuando él está dentro.
Entonces leo en
los ojos de mi hermano que sólo hemos
comido un cacho de pan en dos días. Y de pronto tampoco sé por qué me abandono
a la fuerza de sus brazos que me arrastran de allí. El hombre se llama Tomás,
vive en el pueblo y trae, como siempre, un envoltorio en la mano.
Luego oímos la
llamada de madre y dejamos la oscuridad donde hemos esperado sentados. La
puerta está de nuevo abierta y madre acaba de pelar siete patatas que no había
antes en casa.
En una de las
casas viven unos hombres que usan botas como de hierro, contra las que nada
pueden ni el agua, ni la nieve, ni las piedras de los caminos. Tiene que ser
muy bueno andar con los pies metidos en unas botas tan calientes. Yo no he
visto a nadie del pueblo que lleve unas botas así. Aquellos hombres siempre
pasean en parejas y con fusiles colgados del hombro. Me siento delante de su
casa a ver de cerca sus botas. Uno de ellos está sentado en un banco contra la
pared y comiendo pan y sardinas de lata. Come con tantas ganas que no me ve. Si
me dieran a elegir, no sé si me quedaría con las sardinas o con las botas. Se
llena la boca con grandes trozos de pan y mastica lentamente, pero yo prefiero
mirarle las botas. Sí, me quedaría con las botas.
Por las últimas
casas del camino aparece una mujer. Es mi tía Petra. Su marido es hermano de
madre. Viene del río, con un cesto de ropa contra la cadera. Pasa ante la casa
de los hombres de las botas sin mirar al que come sardinas. Él levanta la
cabeza y la mira. Tiene la boca llena, pero ha dejado de masticar. Mi tía se
para ante mí.
—¿Qué haces ahí
sentado como un tonto?
Yo miro y no le
digo nada. Entonces me doy cuenta de que me ha visto el hombre de las botas.
—¿No es ése el
crío al que llaman «el Ruso»?
Mi tía tarda en
volver la cabeza. Luego mira un momento al hombre y le dice:
—Sí.
—Con un pelo tan
rubio podría trabajar en las películas —dice riendo el hombre de las botas.
Mi tía me coge de
la mano.
—Anda, ven
conmigo.
—Si me estaba
mirando es que quiere una sardina —dice el hombre de las botas—. Acércate y te
doy la última de la lata.
Mi tía y yo le
miramos. Nos enseña una sardina puesta sobre un cacho de pan. ¿Por qué no se le
ocurre darme aunque sea una sola de sus botas?
—No, gracias. Yo
le daré de comer en casa —dice mi tía.
Me lleva de la
mano, pero vuelvo la cabeza y veo que el hombre de las botas sigue mirando a mi
tía y se traga de un bocado todo el pan con la sardina.
Cuando pasamos
por delante de mi casa la puerta está cerrada y mi tía me pregunta:
—¿Dónde está
Basilia?
—Con el ganado de
Dalmacio.
—Así que esta
noche ya cenaréis. Pero ahora es mediodía y tienes que comer.
Me siento a gusto
con la tía Petra. Me gusta sentir mi mano dentro del calor de la suya. Entramos
en su cuadra y ordeña un tazón a la única cabra que tienen y me lo da. En su
casa hay una gran cocina y dos cuartos. En uno duerme ella con mi tío Jenaro, y
en el otro mis siete primos, en dos camas. Son las primeras que he visto en mi
vida. Las ha hecho mi tío, con tablas compradas en la carpintería del tío
Hilario.
—¿Me habéis
cuidado bien el fuego?
Cuatro de mis
primos están sentados en el suelo alrededor del hornillo y de la olla con
berza, echando por turno palitos al fuego. Mi tía deja el cestillo de ropa en
una banqueta y luego mira la olla.
—Tengo unos
cachorros muy listos —dice.
Mis cuatro primos
se levantan. Son dos chicos y dos chicas. Los tres que faltan ya son mayores y
andan a la escuela. Me siento entre ellos para ver mejor cómo les mira mi tía.
Después llegan el
tío Jenaro y los tres de la escuela. Hay también una mesa y un montón de
banquetas. De modo que hoy como berza de una olla que está sobre una mesa.
Además de las patatas, lleva un cacho tocino, porque el tío Jenaro tiene más
tierra que nosotros y mata un cerdo al año. Meto la cuchara en el potaje tan
aprisa que mi tío dice:
—¡Cómo carga el
jodido! Por algo le llaman «el Ruso».
Mis primos ríen
con la boca llena y mi tía acaricia mi cabeza. Mi tío Jenaro es un hombre
flaco, con una voz tan ronca que las palabras salen distintas de su boca. La
tía suele decir que en años era el mozo más alegre de La Baña, que ahora es
otro. Después de la berza, mi tía parte el tocino en siete porciones y nos pone
una en cada pan. Mi tío se larga con el último bocado. Desde la puerta le veo
coger la azada y marchar hacia su campo. Y cuando mis primos mayores se van
también a la escuela, los cuatro pequeños y yo salimos al camino a jugar a las bigarcias, pero mi tía viene detrás y me
mete en casa.
—Siéntate.
Me siento.
—No me gusta ver
descalza a la familia.
Le veo buscar por
los rincones. Se me para delante y mueve la cabeza.
—No tengo nada
para ti.
Nos miramos y sé
que ella y yo estamos pensando en lo mismo.
—Qué botas las de
ese guardia, ¿verdad?
Se arrodilla, me
aplasta la cara entre sus manos abiertas y me agarra mis ojos con los suyos.
—Aún eres
pequeño, pero quiero empezar a decírtelo, si no te lo dice nadie. ¡Huye de
aquí, Antoñito! ¡Huye de La Baña en cuanto tus piernas puedan llevarte lejos!
Lo mismo les digo a mis hijos. ¡Salvaos todos de esta miseria!
Me besa en la
cara y sonríe.
—Espera un poco.
Se levanta, entra
en un cuarto y sale con unos trapos. Se arrodilla otra vez y envuelve mis pies
con restos de esas chaquetas que hacen las mujeres con lana de nuestras ovejas.
Me pone unas fundas tan bien atadas que puedo andar sin que se me salgan. Estoy
acostumbrado a ir descalzo, pero es mejor llevar los pies tapados, aunque no
sea con botas como las que tenía aquel hombre.
Como ha trabajado
todo el día majando centeno, madre regresa por la noche con un pingo de tocino
y medio pan. Hace tres cachos del tocino y otros tres del pan. Madre, Mario y
yo cenamos en silencio. Madre no habla. Se ha sentado en una banqueta y no se
mueve. Está cansada. Ni siquiera me pregunta dónde he pasado el día, ni si he
comido algo.