Antonio B. el Ruso, ciudadano de tercera

Prólogo

 

Volver, al cabo de tantos años, sobre Antonio Bayo, es recuperar el calvario de su vida y la oscura noticia de su muerte. Esta vez, su infantilismo ya no se hinchará contemplando el segundo nacimiento de su libro en los escaparates y sintiendo el acoso de los medios. Y es que estamos hablando de un hombre que, desde su nacimiento, fue perseguido por la forma más lacerante de nuestra injusticia social hasta hacer de él un despojo humano.

Yo nunca había escrito una novela-biografía contada por su propio protagonista. Supe de su existencia a través del periodista Ángel Ortiz Alfau: «Acabo de conocer a un hombre que asegura tener una vida apasionante y busca que alguien se la escriba». ¿Qué me movió a conocer a ese hombre? ¿La curiosidad? ¿Quizá la posibilidad de un cambio de registro narrativo?

 Corría 1973. Nuestro encuentro tuvo lugar una mañana en el Arenal bilbaíno. Se llamaba Antonio Bayo y llevaba quince años viviendo, con tres hijos, en un piso de su propiedad en el barrio de Santutxu. Era de mediana estatura. Trabajaba de guarda de obras; pura ironía: defendía ahora la propiedad ajena quien, hasta su asentamiento en Bilbao, había arrastrado una vida de continuos robos para poder comer. Fuerte, más bien rechoncho, a pesar de sus cuarenta y pocos años se advertía que su cintura carecía de flexibilidad, su cuerpo era como un bloque sin gracia; al propio Antonio le oiría referirse a esta característica suya: «Me fallan las bisagras». Vestía algo así como un traje nuevo de domingo, chaqueta y pantalón color ladrillo, y desabrochado el cuello de su camisa de tonos fuertes. Su pelo… ¡ah, su famoso pelo rubio-rojizo que, a su nacimiento, inspiró a una mujer su apodo de «el Ruso»!... , abundante y espeso, peinado infructuosamente contra el cráneo. Sus ojos, azules, pequeños y bastante juntos, emitían el recelo de quien ha recibido muchos palos en su vida. Le faltaban el dedo pulgar de la mano izquierda y el índice y el corazón de la derecha, consecuencia de uno de sus desastres. Con todo, su persona en conjunto no mostraba el menor asomo de inseguridad:

«He leído el libro de Papillon…, me lo han leído…, lo hemos leído entre dos… y mi vida de perseguido por la justicia no tiene nada que envidiar a la suya», me dijo muy serio, con el más absoluto convencimiento.

Aquella primera charla –más bien interrogatorio por mi parte– sentados en un banco, duraría alrededor de una hora, tiempo suficiente para quedar yo convencido no sólo de que eran ciertas las barbaridades que me contaba sino también de que en su cabeza no cabía que un libro, cualquier libro, pudiera contener mentiras… y su relato iba a estar en un libro. Un claro hecho me lo confirmaba: aquel hombre no tenía la menor duda de la autenticidad de la historia de Papillon hasta en sus más insignificantes detalles, quizá porque el fenómeno libro ocupaba, en su escala de valores, el lugar de los mitos; y porque, en su inocencia, y fuera de sacralizaciones, no concebía que en un libro se encerrara una ficción. Me llegó a decir:

–Mi vida ha sido tan dura y tan cabrona, que quien la lea llorará como nunca ha llorado. Me han tratado como a un perro: he sufrido como nadie. Mi libro se venderá como rosquillas.

A lo que repuse:

 –Amigo, si yo me pusiera a inventar desgracias, la vida de Papillon y la tuya juntas parecerían cuentos para niños.

No es que no me creyera, para no creer en algo primero hay que admitir que ese algo existe o ha existido en alguna parte, al menos en nuestros sueños. Era lo otro, su concepción del libro como biblia revelada por un dios que no miente. Además, me convencí de que este hombre carecía en absoluto de imaginación. Aunque, tras el relato que me haría de su vida, comprobé que poseía una portentosa memoria.

De hecho, antes de recurrir a otra persona, él había intentado escribir sus andanzas, más bien dictándoselas a su mujer, quien ya había llenado un par de cuadernos de escolar con letra difícil y redacción y ortografía atormentadas. Antonio me los enseñó, estaba ante mí con el resultado del ímprobo esfuerzo y asumiendo el fracaso.

Pero aquel hombre no se inmutó al escuchar mis palabras. Supongo que se preguntaría: «¿Por qué este escritor con gafas, si sabe mentir tanto como dice, se ha molestado en venir para que le cuente mi vida?». Yo estaba en aquel banco por averiguar si la historia que escucharía era tan terrible como me aseguró mi amigo Ángel.

Lo era. Fue aquella una hora muy intensa. En su primera parte, el hombre relató, con monótona media voz, hechos que estaban pidiendo poderosos altavoces. Procedía de La Baña, un pueblo perdido de una de las dos Cabreras (Antonio me lo situó con un «para allá de la India» acompañado de un gesto de lejanía con el brazo), la Baja (la otra era la Alta), provincia de León. La Baña merecía pertenecer a Las Hurdes, era una Hurde desconocida, ignorada por la civilización, una Hurde que no había tenido su Buñuel que la mostrara en un escalofriante documental. Tenía sacerdote, y más vale que no lo tuviera: el de negro pagaba a la madre del niño Antonio un puñado de patatas por sus servicios sexuales. Tenía juez, a varias horas de camino, al que los guardias civiles conducían de continuo a Antonio acusado de robar latas de sardinas, cachos de tocino o una gallina, y el juez lo encerraba en su cuadra un par de días y lo soltaba con la condición de que le trajera un conejo, y cuando Antonio le aseguraba que él no tenía conejos, el juez le redimía recordándole de que en el pueblo había muchos conejos. Tenía un cuartelillo de la Guardia Civil, frecuentado por Antonio más de lo que hubiese deseado, donde le molían a culatazos e incluso llegaron a clavarle alfileres en las uñas. El único empleo en aquel pueblo era el de pastor: doce horas en el monte con el rebaño de otro por un filete transparente de tocino y un cacho de pan; salida vedada a nuestro personaje por su fama da ladrón.

El gran pecado de Antonio era que tenía hambre. Su vida orbitaba alrededor de los alimentos. Era un animal hambriento. Los episodios de esta lógica relación hambre-robo me los refería sin estridencias, como si aquella historia no fuera con él. ¿Era creíble un destino tan truculento padecido a lo largo de sus primeros treinta años y repleto de incontables injusticias sólo explicables en un submundo como aquél? Le hice muchas preguntas, que él contestaba sin un titubeo. Se las formulé cruzadas: ni un solo fallo o contradicción.

¿Por qué se me ocurrió escribir este libro? Literariamente, me atrajo el disponer de un personaje de carne y hueso como alternativa a los habituales míos de ficción. Podría constituir un descanso. Pero, no: el gran motivo que me movió fue la denuncia. ¿Pertenecía a España aquella Cabrera Baja, aquel mísero y desheredado pueblo de La Baña?, ¿y eran españolas aquellas gentes dejadas de la mano de todos los dioses?

Faltaban dos años para que falleciera el Dictador. La sociedad española se reponía arduamente de la guerra y la posguerra. Asomaba un tiempo nuevo cargado de esperanzas y de reivindicaciones pendientes. Empezaba a abrirse camino la palabra para desterrar el silencio. La palabra.

Grabé su largo relato en mi casa de Getxo durante un mes; Antonio llegaba por las mañanas, hacíamos un descanso al mediodía para comer con mi familia, y otra sesión por la tarde. Vertía su chorro de vivencias sin orden cronológico, según acudían a su recuerdo, y yo había de adelantarme a engrasar mi trabajo posterior interrumpiéndole con incontables preguntas: ¿en qué año ocurrió eso?, ¿no me dijiste ayer que…?, ¿qué edad tenías entonces?, lo de tus dedos, ¿fue antes o después de…?

Al cabo, dispuse de un volumen de hechos que me absorbieron y conformaban una auténtica novela. Mi papel se reduciría a simple escribiente de ellos, a narrarlos como mejor supiera, a transmitir con otras palabras el mismo impacto que yo había recibido con las suyas, y siempre me ha gustado dar vida a cosas y personas sobre el papel. Otro aliciente, ya dije, fue el descanso de no tener que crear un mundo: me lo daban hecho.

Tanto si se trata de narrar una ficción como un tema real, le elección del estilo y el lenguaje es fundamental. Y ello queda estrechamente vinculado a la voz elegida como narradora, bien la de un personaje o la del autor omnisciente. No lo dudé: sería la voz del propio Antonio. Sin embargo, el resultado no podría calificarse de autobiografía. ¿Biografía, entonces? Tampoco: yo, el autor, me filtraría en aquella vida sin intentar interpretar nada, sólo contar, contar. Las interpretaciones, en su caso, procederían del propio Antonio. Prevalecerían la autenticidad, la desnudez. ¿Quién era yo para hacer literatura de aquella realidad tan candente que vino a mis manos y me las quemaba? Quise desaparecer. De ahí, que hube que ser consecuente con otras dos decisiones:

Primera: como, por suerte, yo no conocía la Cabrera Baja, me negué a conocerla, sería el propio Antonio quien me la mostrara, nos la mostrara. Él no nos hablaría de la cultura de aquella tierra, de su humedad y temperatura medias, de su historia o monumentos, orografía, economía, costumbres populares… Su voz nos hablaría de uno de los productos irremediables de la Cabrera Baja: Antonio Bayo.

Segunda: ¿cómo conseguir que el texto transmisor de la historia alcanzara la altura de su pureza? ¿Cómo hacer que el paso del medio oral al escrito no fuera un salto sino un deslizamiento? Ya que el libro no iba a ser escrito por Antonio, sino que éste sólo hablaría, había que conseguir que ese mensaje no fuera traicionado por ese texto. El texto habría de ser lo más inadvertido posible. Lo más oculto. Que no estorbara. Que el trasvase fuera cristalino, transparente. Y lo más próximo a la transparencia es la invisibilidad. ¿Un lenguaje invisible?

Ya solos la grabadora y yo, empecé por distribuir en fichas todo aquel barullo. Las ordené. Luego pasé un tiempo buscando el tono, como para un instrumento musical. A veces, se encuentra a la primera. No fue así en este caso. No se trata de pulsar teclas o cuerdas sino de escribir las primeras líneas. Realicé muchos ensayos para el primer párrafo. Y al leer un día bajo el bolígrafo…

 

Me llamo Antonio Bayo, pero cuando madre me echó al mundo, una mujer que estaba allí dijo: ¡Leches, si es rubio como un ruso!... Así que no vaya usted por las Cabreras preguntando por Antonio, porque desde entonces todo el mundo me conoce por el Ruso.

Ahora tengo seis años y madre me dice:

Súbeme una berza.

 

…supe que ya lo tenía.

La redacción del libro me llevó ocho meses. Cuando puse los mil folios en las manos mutiladas de Antonio, los miró por arriba y por abajo, quizá con orgullo de estar allí dentro, y se los llevó. Hablé con él al día siguiente. Transcribo lo que, tiempo después, diría a la prensa:

 

«Cuando Ramiro me dio los papeles mecanografiados, yo no me reconocía. Tuvimos casi una enganchada. Le dije: este libro no sale p´alante, que éste no soy yo».

 

El mío era el segundo libro que Antonio leía en toda su vida; el primero fue Genoveva de Brabante, e ignoro si le gustó. ¿Qué le encontró a mi texto? Sospecho que demasiada economía de palabras, demasiada brevedad. Su mujer y él lo compararían con sus cuadernos, tan melodramáticos, tan pastosamente lacrimógenos y folletinescos en los que cada escena se alargaba sin freno. Curiosamente, mi elección de un estilo invisible impedía que Antonio se viera allí… Bueno, la verdad es que apenas tuve que discutir con él, entrar en detalles literarios… ¡tenía Antonio tantos deseos de ver publicada su vida! No aceptó el libro, me aceptó a mí. Supongo que luego explotaría en casa.

Cumplí el itinerario de los escritores sin editor, realicé envíos y todos me fueron devueltos. Planeta y Plaza & Janés me aseguraron que mi libro jamás podría ser publicado en España. Lo guardé cuidadosamente en un cajón.

No podía haber sido de otra manera en aquel año 1975 en que Franco había de abandonar el poder por un imperativo insoslayable, pero prevalecería el franquismo. Y mi libro atacaba sin medias tintas las instituciones más intocables. Este veto era la medida de seguridad que superaba las que yo había tomado previamente: la ocultación del apellido de Antonio y la sustitución de su verdadero apodo, «el Ruso», por «el Rojo», tanto en la portada de 1977 como en todas las páginas; y el cambio de La Baña, nombre verdadero de su pueblo, por el de Las Piedras. Es posible que con ello no proporcionase a Antonio la protección deseable, en el caso de vernos ambos ante un tribunal, aunque supongo que un abogado podría utilizarlo. Tenía advertido a Antonio del riesgo que entrañaba la publicación. No le importó. Aunque figuraba como un simple personaje que contaba su vida, ni él ni yo pretendíamos ocultar que era mucho más: era la fuente real que puso en marcha todo. Tras el personaje de Antonio había una realidad, personas e instituciones contemporáneas que él atacaba sin pelos en la lengua. Antonio era una realidad insolente, nada impediría que lo convirtieran en víctima una vez más.

Ediciones Albia se interesó finalmente por el libro y lo publicó en 1977. Antonio B. fue entrevistado por los medios y firmó ejemplares con sus manos rotas. Nunca se había visto en una así. Pero en las fotos publicadas siempre apareció de espaldas, y lo mismo en televisión.

La lectura de Antonio B. el Ruso puede despertar las mismas incredulidades que, en su día, Antonio B. el Rojo. ¿Eran posibles tan duras pruebas y, sobre todo, cayendo todas sobre un mismo hombre? Convendrá, pues, que refiera aquí el episodio que vivimos Antonio y yo en León, en la presentación del libro. La organizó la Obra Cultural de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de León, y en la mesa redonda intervinieron el ingeniero jefe del IRYDA, el responsable del Servicio de Obras de la Diputación Provincial, el secretario de los Ayuntamientos de Truchas y Castrillo, una biólogo y un radiofonista… Detallo tanto para indicar la preocupación que habían despertado las denuncias del libro.

En efecto, tras muchas preguntas de ellos y respuestas por nuestra parte, otro de los asistentes se levantó para protestar con no disimulada indignación:

––Nuestras Cabreras no son como asegura ese libro. Pueden ser bastantes cosas, pero nos negamos a aceptar que en la Cabrera Baja haya sucedido nunca el que sus habitantes confundieran un jeep con un animal. Los de esta tierra no aceptamos semejante infundio.

Se refería al episodio en que el gobernador, hacia 1940, realizó un viaje ––¿por qué no safari?–– de reconocimiento por aquella Cabrera Baja en tres jeeps. La comitiva se detuvo en un claro entre casuchas de La Baña y el gobernador vio cómo algunos vecinos se acercaban portando brazadas de yerba y las depositaban ante los morros de los vehículos… ¡para que comieran!

Es indudable que otros participaban de ese enfado. Y entonces pidió la palabra uno de los presentes para declarar:

––El libro no miente, ese triste hecho ocurrió, yo fui testigo de él. Acompañé en ese viaje al gobernador en calidad de cronista oficial y quedé tan asombrado como todos de aquello. Así fue: los lugareños creían que los jeeps eran animales y, para caer bien a sus dueños, los alimentaban.

Confío en que nadie dude de la veracidad del relato de Antonio Bayo. Lo único que lamento es que ya no esté entre nosotros. Lo habría vuelto a pasar muy bien firmando ejemplares de su libro, pues seguramente es más suyo que mío.

 

Ramiro Pinilla

Getxo, 15 de abril de 2007

 

 

 

Antonio B. el Ruso, ciudadano de tercera

 

Me llamo Antonio Bayo, pero cuando madre me echó al mundo, una mujer que estaba allí dijo: «¡Leches, si es rubio como un ruso!». Así que no vaya usted por las Cabreras preguntando por Antonio, porque desde entonces todo el mundo me conoce por «el Ruso».

Ahora tengo seis años y madre me dice:

—Súbeme una berza.

Madre es una mujer alta y delgada, de pocas palabras y agrias, siempre vestida de negro, con blusa metida en la cintura del muletón, madreñas y pañuelo negro a la cabeza. Marchó a América a los diecisiete años con tres mozas del pueblo, a quitar el hambre, y volvió con un hijo de cinco años en la mano y conmigo en el vientre y sin el gallego con el que vivió amontonada. Así es que yo nací en este pueblo de La Baña de puro milagro.

Regreso y le digo:

—No nos queda una berza en el campo.

Nací, como Cristo, sobre pajas, en ese cajón del suelo pegado a la pared donde ya dormían madre y mi hermano Mario, y donde, a partir de entonces, yo dormí también. Creo que mamé, como todo el mundo, pero muchas veces llego a pensar que ella me sacó adelante con berzas. Es el primer olor de este mundo que recuerdo. Es un olor importante en nuestra casa. Tan importante, que si falta aquí no caga nadie.

Madre me mira con dureza y dice otra vez:

—Súbeme una berza.

Cuando el hambre aprieta en casa, madre suele gruñir: «¡Quién me sacó de América para pudrirme en este agujero!». Fue el abuelo quien la llamó. Era el dueño de esta casa donde vivimos, que la había heredado de otros Bayo. En La Baña, todas las casas son iguales, de piedras puestas en seco unas sobre otras. Abajo, una cuadra. Arriba, los cuartos. Nuestra casa no tiene más que uno, grande y con dos ventanas con tapas de madera, ese cajón-cama como único mueble y un hornillo de piedras en el suelo. Mi abuelo pidió al cura que le escribiera la carta a madre. «Vuelve a casa, hija», le ponía. «Ella se ha muerto y me he quedado solo.» Y madre volvió.

Miro bien en nuestro pequeño huerto y no encuentro más que tallos cortados a ras de tierra. Entro en casa y le digo a madre que no hay más berzas. Ella me mira otra vez como si quisiera romperme los ojos con su mirada.

—Súbeme una berza —me dice.

Las Cabreras están en la provincia de León. Hay la Cabrera Alta y la Cabrera Baja, partidas por el puerto de El Carvajal. Mi pueblo está en la Cabrera Baja. Es de casas en forma de cajón, con techos de pizarra sostenidos por cantiagos. Aquí no se ve dinero, porque nadie lo tiene ni se puede ganar en ninguna parte.

Me quedo mirando a madre, sin comprender. Ya le he dicho que no hay berzas. Ella también me mira y me llamo tonto porque sé que me está diciendo algo. A todas horas me pregunto si madre me quiere. Oigo decir a la gente que en La Baña resulta difícil quererse unos a otros. De pronto empiezo a comprender la mirada de madre y un rato después ya sé lo que me está diciendo. Salgo por tercera vez, cruzo el camino que atraviesa el barrio y miro a mi alrededor para que nadie me vea robar en el campo del tío Cayetano.

 

 

Llevo una hora mirando la espalda de madre y esperando me diga algo, pero ella sólo se ocupa de vigilar el cocimiento. Está de rodillas, metiendo leña en el hornillo y removiendo dentro de la gran lata que cuelga con alambres de un cantiago. La casa está llena de humo, buen humo de berza.

Oigo los pasos de mi hermano y le veo entrar, tieso, con su cabeza demasiado grande y sus brazos sin movimiento. Madre se vuelve.

—He hablado con el tío Gabino para que le hagas algo en su casa —le dice—. Que ya lo pensará.

Mario se acerca a ella y se miran.

—Tengo hambre —dice él.

—Hoy dormirás con la tripa llena —dice madre.

—Yo he traído la berza —casi grito, acercándome a ellos.

Madre revuelve el potaje con un palo.

—Sí, él la ha traído —dice.

Luego estamos sentados en el suelo alrededor de la lata y empezamos a comer cuando todavía abrasa el cocimiento. Las tres cucharas se hunden buscando los trocitos de patata perdidos en el agua, antes de buscar la berza.

Luego estamos en la cama, madre en medio para darnos su calor, vestidos, porque no tenemos mantas y hace frío. Madre cambió la manta que teníamos por medio saco de patatas. Siempre duerme de costado y vuelta hacia Mario. Yo me pongo a quitarle los piojos que andan por su espalda y a reventárselos entre mis dedos para que duerma mejor.

 

 

Estoy jugando a las bigarcias con Mario y otros. Casi no podemos dar el golpe a la bigarcia del suelo, de tan oscuro que está. Me toca a mí. Alzo el palo y miro hacia casa y veo al hombre avanzando hacia la puerta. No veo su cara, pero lo reconozco por su altura y por sus grandes hombros. Doy el golpe y lanzo la bigarcia contra él y le pego en un brazo. Se para y espera a que yo vaya a recogerla.

—¿Lo hiciste a propósito?

Es un hombre oscuro y grande como una montaña, con una mueca en la boca que él quiere que parezca una sonrisa y unos ojos en el centro de un redondel negro. Pasa su mano por mis pelos y yo me aparto. Oigo una voz a mi lado.

—Ven.

Es Mario. Me agarra del brazo y quiere arrastrarme. No sé por qué empiezo a llorar, como tampoco sé por qué no quiero que aquel hombre entre en nuestra casa. No es la primera vez que viene. Y no es el único que viene. Aparece una vez por semana. Tampoco sé por qué nunca me he atrevido a levantar el picaporte de madera cuando él está dentro.

Entonces leo en los ojos de mi hermano que sólo hemos comido un cacho de pan en dos días. Y de pronto tampoco sé por qué me abandono a la fuerza de sus brazos que me arrastran de allí. El hombre se llama Tomás, vive en el pueblo y trae, como siempre, un envoltorio en la mano.

Luego oímos la llamada de madre y dejamos la oscuridad donde hemos esperado sentados. La puerta está de nuevo abierta y madre acaba de pelar siete patatas que no había antes en casa.

 

 

En una de las casas viven unos hombres que usan botas como de hierro, contra las que nada pueden ni el agua, ni la nieve, ni las piedras de los caminos. Tiene que ser muy bueno andar con los pies metidos en unas botas tan calientes. Yo no he visto a nadie del pueblo que lleve unas botas así. Aquellos hombres siempre pasean en parejas y con fusiles colgados del hombro. Me siento delante de su casa a ver de cerca sus botas. Uno de ellos está sentado en un banco contra la pared y comiendo pan y sardinas de lata. Come con tantas ganas que no me ve. Si me dieran a elegir, no sé si me quedaría con las sardinas o con las botas. Se llena la boca con grandes trozos de pan y mastica lentamente, pero yo prefiero mirarle las botas. Sí, me quedaría con las botas.

Por las últimas casas del camino aparece una mujer. Es mi tía Petra. Su marido es hermano de madre. Viene del río, con un cesto de ropa contra la cadera. Pasa ante la casa de los hombres de las botas sin mirar al que come sardinas. Él levanta la cabeza y la mira. Tiene la boca llena, pero ha dejado de masticar. Mi tía se para ante mí.

—¿Qué haces ahí sentado como un tonto?

Yo miro y no le digo nada. Entonces me doy cuenta de que me ha visto el hombre de las botas.

—¿No es ése el crío al que llaman «el Ruso»?

Mi tía tarda en volver la cabeza. Luego mira un momento al hombre y le dice:

—Sí.

—Con un pelo tan rubio podría trabajar en las películas —dice riendo el hombre de las botas.

Mi tía me coge de la mano.

—Anda, ven conmigo.

—Si me estaba mirando es que quiere una sardina —dice el hombre de las botas—. Acércate y te doy la última de la lata.

Mi tía y yo le miramos. Nos enseña una sardina puesta sobre un cacho de pan. ¿Por qué no se le ocurre darme aunque sea una sola de sus botas?

—No, gracias. Yo le daré de comer en casa —dice mi tía.

Me lleva de la mano, pero vuelvo la cabeza y veo que el hombre de las botas sigue mirando a mi tía y se traga de un bocado todo el pan con la sardina.

Cuando pasamos por delante de mi casa la puerta está cerrada y mi tía me pregunta:

—¿Dónde está Basilia?

—Con el ganado de Dalmacio.

—Así que esta noche ya cenaréis. Pero ahora es mediodía y tienes que comer.

Me siento a gusto con la tía Petra. Me gusta sentir mi mano dentro del calor de la suya. Entramos en su cuadra y ordeña un tazón a la única cabra que tienen y me lo da. En su casa hay una gran cocina y dos cuartos. En uno duerme ella con mi tío Jenaro, y en el otro mis siete primos, en dos camas. Son las primeras que he visto en mi vida. Las ha hecho mi tío, con tablas compradas en la carpintería del tío Hilario.

—¿Me habéis cuidado bien el fuego?

Cuatro de mis primos están sentados en el suelo alrededor del hornillo y de la olla con berza, echando por turno palitos al fuego. Mi tía deja el cestillo de ropa en una banqueta y luego mira la olla.

—Tengo unos cachorros muy listos —dice.

Mis cuatro primos se levantan. Son dos chicos y dos chicas. Los tres que faltan ya son mayores y andan a la escuela. Me siento entre ellos para ver mejor cómo les mira mi tía.

Después llegan el tío Jenaro y los tres de la escuela. Hay también una mesa y un montón de banquetas. De modo que hoy como berza de una olla que está sobre una mesa. Además de las patatas, lleva un cacho tocino, porque el tío Jenaro tiene más tierra que nosotros y mata un cerdo al año. Meto la cuchara en el potaje tan aprisa que mi tío dice:

—¡Cómo carga el jodido! Por algo le llaman «el Ruso».

Mis primos ríen con la boca llena y mi tía acaricia mi cabeza. Mi tío Jenaro es un hombre flaco, con una voz tan ronca que las palabras salen distintas de su boca. La tía suele decir que en años era el mozo más alegre de La Baña, que ahora es otro. Después de la berza, mi tía parte el tocino en siete porciones y nos pone una en cada pan. Mi tío se larga con el último bocado. Desde la puerta le veo coger la azada y marchar hacia su campo. Y cuando mis primos mayores se van también a la escuela, los cuatro pequeños y yo salimos al camino a jugar a las bigarcias, pero mi tía viene detrás y me mete en casa.

—Siéntate.

Me siento.

—No me gusta ver descalza a la familia.

Le veo buscar por los rincones. Se me para delante y mueve la cabeza.

—No tengo nada para ti.

Nos miramos y sé que ella y yo estamos pensando en lo mismo.

—Qué botas las de ese guardia, ¿verdad?

Se arrodilla, me aplasta la cara entre sus manos abiertas y me agarra mis ojos con los suyos.

—Aún eres pequeño, pero quiero empezar a decírtelo, si no te lo dice nadie. ¡Huye de aquí, Antoñito! ¡Huye de La Baña en cuanto tus piernas puedan llevarte lejos! Lo mismo les digo a mis hijos. ¡Salvaos todos de esta miseria!

Me besa en la cara y sonríe.

—Espera un poco.

Se levanta, entra en un cuarto y sale con unos trapos. Se arrodilla otra vez y envuelve mis pies con restos de esas chaquetas que hacen las mujeres con lana de nuestras ovejas. Me pone unas fundas tan bien atadas que puedo andar sin que se me salgan. Estoy acostumbrado a ir descalzo, pero es mejor llevar los pies tapados, aunque no sea con botas como las que tenía aquel hombre.

Como ha trabajado todo el día majando centeno, madre regresa por la noche con un pingo de tocino y medio pan. Hace tres cachos del tocino y otros tres del pan. Madre, Mario y yo cenamos en silencio. Madre no habla. Se ha sentado en una banqueta y no se mueve. Está cansada. Ni siquiera me pregunta dónde he pasado el día, ni si he comido algo.