Los niños bajaron los brazos cansados, habían estado agitándolos sin
cesar, llenos de entusiasmo primero, aun sin obtener respuesta, después
llevados probablemente por la costumbre y la ambición infantil; habían estado
agitándolos una hora por lo menos, con las bocas pegadas a los cristales
empañados, sobre los que dejaron marcas de besos húmedos; habían frotado la
nariz contra la ventanilla, agitado los brazos hasta que Katia dijo a su
hermano: «No puedo más, venga, ya está», y Aleksei asintió, como si fuese el
momento de acabar rindiéndose, el momento de poner fin a la despedida. Nuestro
coche avanzó otro poco, las luces de freno de la pequeña camioneta que teníamos
delante se apagaron. Bajo el paso elevado, en la penumbra, un hombre de
uniforme nos indicó que nos acercáramos y extendió ambos brazos de golpe.
Paramos en seco, el motor traqueteó y se ahogó. Llevábamos cuatro horas así en
las que habríamos recorrido tres metros, puede que diez. A pocos metros de
nosotros debía de estar el puente Bornholmer, de eso estaba segura, sólo que no
podíamos verlo, pues la estrecha carretera atravesaba una construcción sencilla
y ancha que ocultaba todo lo que estaba por llegar. A la pequeña camioneta le
indicaron que se desviara hacia un lado y la condujeron a una vía cercana. Las
farolas centellearon y fueron encendiéndose una tras otra. En la fila de la
derecha una se quedó a oscuras. Me pregunté cuándo se harían las reparaciones
en aquel lugar. Tal vez de noche, entre las doce y las dos. Vimos claramente la
sombra que teníamos delante, vimos cómo se acercaba hasta desaparecer bajo el
capó para trepar por él poco después, cómo se deslizaba a lo largo del
parabrisas, sobre nuestros rostros y cómo, finalmente, engullía el coche sin
miramientos, engullía todo lo que encontraba ante sí, la sombra de aquel tejado
ancho, del edificio que pasaba por encima de la carretera y nos tapaba la
vista. Un edificio todo de cartón y chapa ondulada. Hasta que el sol que
teníamos ante nosotros se ocultó entre las casas y volvió a resplandecer desde
lo alto, en la ventana de la torre de vigilancia, como si quisiera seducirnos y
prometer que ya mañana volveríamos a verlo, en el Oeste, con sólo seguirle, y
en ese momento desapareció dejándonos allí, en la penumbra, con algunas trazas
de fuego en el cielo, y las sombras no sólo nos engulleron a nosotros, sino a
toda la ciudad que quedaba a nuestras espaldas cuando Gerd apagó su cigarrillo,
respiró hondo, retuvo el aire y me dijo que hacía ya diez años que se había
preguntado cuándo iba a venir yo por fin; silbó entre dientes, como de pasada,
pero por entonces yo acababa de conocer a esa persona, continuó, y ahora podía
decírmelo, en ese instante, pues yo estaba sentada en su coche y mi camino no
conocía más que esa dirección y yo ya no podía bajar, dijo riéndose, siempre me
había imaginado en sus brazos, desnuda.
Gerd se encendió otro cigarrillo,
sujetó el filtro con la lengua por la parte de abajo, arrancó el motor, lo
apagó, lo volvió a arrancar; el cenicero rebosaba, recogí las colillas con la
mano y las metí en una bolsita de plástico que había cogido por precaución, por
si los niños se mareaban. La que se mareó en ese momento fui yo. No quería
estar desnuda en brazos de Gerd. Me había resistido con éxito a la idea hasta
ese instante en que él, con un ligero silbido entre dientes y un par de
palabras inofensivas, había echado por tierra todo mi esfuerzo. Ni siquiera el
hecho de encontrarme en su coche, que mis hijos ocupasen el asiento trasero,
besasen los cristales y estuviésemos atravesando aquel puente me resultaba
excitante.
Katia se tapó la nariz y preguntó si podía bajar la ventanilla. Asentí
pasando por alto el resoplido de Gerd. Durante mucho tiempo había pensado que
Gerd me eximía de escuchar sus deseos por consideración, a sabiendas de que yo
no quería que me tocase. Más adelante albergué la esperanza de que, en la
medida de lo posible, él se hubiese olvidado de mi cuerpo. Tal vez no del todo,
pero al menos podía intentarlo, un intento que yo le había agradecido, pero que
ahora él ni siquiera se planteaba o que fracasó en ese mismo instante. Aquella
persona, cuyo nombre él seguro que no había olvidado, pero que no mencionaba,
se había convertido en el padre de mis hijos. Pero no era ésa la razón por la
que Gerd de pronto me repugnaba. Me repugnaba que no quisiera reconocer por qué
estábamos en su coche; sólo estábamos allí para pasar ese puente, puede que
además hubiese algún otro motivo, pero en ningún caso era ocupar juntos un
mínimo espacio sin que nos molestasen. De fuera entró un aire fresco, olía a
gasolina y un poco a verano, ya más bien a noche y a un frío inminente.
Penumbra. Un policía de uniforme se acercó al coche y se agachó por el lado de
Gerd para ver mejor el interior del vehículo. Su linterna iluminó levemente
nuestros rostros, lucía débil y centelleante, como si se fuera a apagar de un
momento a otro. Comprobó nombres y caras uno por uno. Devolví la mirada a un
rostro lívido de frente baja y ancha, tenía los ojos hundidos y los pómulos los
aprisionaban en sus cuencas, era un rostro pomerano, amplio y chato, que ya no
parecía joven, aunque todavía lo fuera. El policía golpeó la puerta trasera con
la linterna y dijo que no podíamos estar allí con la ventanilla abierta. Las
ventanas debían permanecer cerradas por razones de seguridad. Tras comprobar la
documentación de Katia y Aleksei dijo: «Bájense». Mi puerta se atascó, la
sacudí hasta que se abrió de golpe y salí del coche.
–No –me espetó el hombre uniformado por encima del techo–, usted no,
sólo los niños.
Volví a sentarme y me giré.
–Tenéis que bajaros –repetí agarrando la mano de Aleksei y apretándola
fuertemente.
Él la soltó. Mi mano se deslizó en el vacío. Sólo entonces noté que
temblaba. Las puertas del coche se cerraron de golpe. El hombre dijo algo a los
niños que no entendí, señaló nuestro coche, meneó la cabeza y dio unas
palmaditas en el hombro delgado de Aleksei, después vi cómo los niños le
seguían y desaparecían en el interior de aquel edificio bajo. Sobre la ventana
oscura brillaba un fluorescente. Esperé a que se encendiera alguna luz, pero la
ventana permaneció a oscuras. Quizá dentro hubiese una persiana, o que una fina
capa de algo impidiese ver el interior. Sólo era posible mirar de dentro hacia
fuera, como a través de los cristales cobrizos del Palacio de la República. El
rey miraba hacia fuera y podía observar a su pueblo, mientras que desde el
exterior la gente veía cristales opacos que no podían atravesar, cegados por su
brillo. Si estuvieran a la misma altura que el rey y sus ventanas, a la altura
del reflejo, al menos podrían verse a sí mismos y toparse con su mirada, franca
y curiosa. Sólo que ellos, la gente humilde, estaban abajo, en la plaza. Y
arriba, en los cristales, no se reflejaba más que el cielo. Su mirada no
obtenía respuesta. Sin embargo, los cristales de esta ventana eran
especialmente negros, negro profundo, negro carbón, negro cuervo, cuanto más
los miraba más artificiales me parecían. Sin brillo, sin color naranja. Toda la
luz absorbida desde hacía tiempo. Ni cuervo, ni carbón, ni profundidad, sólo
negro. La ventana no sería más que de pega. Gerd apagó el cigarrillo y se
encendió otro.
–Me gusta este silencio. –Disfrutaba de los minutos a solas conmigo.
Preguntarán a Katia y a Aleksei por qué queríamos pasar al otro lado, se
llevarán a cada uno a un cuarto sin ventanas, lo sentarán en una silla y le
dirán: «Queremos saber algo y nos tienes que decir la verdad, ¿te enteras?». Y
Katia asentirá, y Aleksei se mirará los zapatos. «Mírame», le dirá el
funcionario a Aleksei dándole palmaditas en la espalda como si fuese un
compañero, un colega, alguien de confianza. Y no sabrá que por mucho que
levante la cabeza, Aleksei sólo le verá borroso, pues sus gafas ya no le
sirven. A Aleksei le gustaba mirarse los zapatos, pues eran lo que estaba más
lejos de sus ojos y, sin embargo, eran suyos, sabía exactamente cómo eran sus
zapatos. Puede que el funcionario le amenace, que le tire del brazo para que
Aleksei no olvide todo lo fuerte que es alguien como él. Tal vez fuesen tres,
cinco, toda la habitación podría estar llena de agentes de uniforme, oficiales
de la Volkspolizei, miembros del
servicio secreto del Este, la Staatssicherheit,
soldados del puesto fronterizo, superiores, novatos, auxiliares… pero en ese
caso cada individuo perdería autoridad. ¿Qué quiere hacer vuestra madre al otro
lado? ¿Hace tiempo que conoce a ese hombre? ¿Le quiere? ¿Habéis visto si la
besa? ¿Y ella a él? ¿Cómo se besan? ¿Queréis tener un padre del Oeste como ése?
¿Os ha traído regalos? ¿Cuáles? Así que es un capitalista, ¿no? Silencio. ¿Qué
iba a responder Aleksei a eso? Sólo había respuestas incorrectas. Sentí un
pinchazo trémulo al final de mi columna, podría llamarlo espanto, pero sólo era
un pinchazo. Respuestas incorrectas. Ni siquiera eso sabía Aleksei, tal vez las
intuyera. ¿Nos retendrían? ¿De qué servían los papeles, el permiso, si se
limitaban a hacerme desaparecer sin dejar rastro y metían a los niños en un
centro de menores? Adopción forzosa. Había rumores al respecto. Sobre todo los
enemigos del país, pero también los enemigos de la democracia socialista y en
especial quienes se marchaban voluntariamente, los que huían, eran aquellos
cuyos hijos el Estado decidía proteger para siempre y sin dejar rastro. Más
adelante siempre podrían decir que fallecí de una embolia pulmonar. Lo podían
decir de quien quisieran. Las historias apenas diferían entre sí, sólo cambiaba
el nombre del protagonista. ¿Para qué tendrían que inventar aquí nada con un
poco de imaginación? Nadie podría demostrar que yo no había montado ningún
escándalo ni que estaba sana, puesto que las verdades no son más que
invenciones, pero consensuadas, sólo Gerd podría probarlo. Mientras él no fuese
de los suyos era bueno que estuviese allí, en el coche, y que el vehículo fuese
suyo. Mantener a raya el pinchazo al final de mi columna, que no quemase. Él no
podría desaparecer sin más, pues el rey tendría dificultades, grandes
dificultades, nosotros no éramos tan importantes para ellos, tampoco Aleksei,
ni Katia. Peces pequeños. Pececillos. Bien es cierto que habían abandonado el
grupo, que ya no nadaban a favor de la corriente, pero eran tan diminutos que
pasaban inadvertidos. ¿Qué creéis que os espera en el capitalismo? Eso es lo
que la profesora le había preguntado a Katia hacía ya pocas semanas, tras
retenerla después de clase para mantener una conversación a solas. ¿Acaso no
creéis en la paz? Katia, seguro que te acuerdas, ¿no? ¿No querías ayudar a los
niños pobres de Vietnam? ¿No trajiste arroz y recogiste material para reciclar?
¿Quién es entonces el responsable de la miseria en Vietnam? Di, ¿quién tiene la
culpa? ¿Quién permite que los niños de este mundo mueran de hambre? ¿Acaso no
has aprendido nada en el colegio? ¿Y en preescolar? ¿Y en la guardería? ¿No
sabéis que el capitalismo es vuestro enemigo? Katia había llegado a casa con
los ojos hinchados. No quería que otros niños muriesen de hambre por nuestra
culpa, no quería venir a vivir con quienes permitían que los niños muriesen de
esa forma. Estuvo llorando media noche. Seguro que les estaban interrogando del
mismo modo. Vuestro futuro padre… ¿qué es lo que hacía? No, carpintero no
exactamente. Un capitalista. Sí, un enemigo. ¿Y qué pasó con vuestro verdadero
padre? ¿Qué le ocurrió?
Golpeé la ventanilla.
–¿Qué haces? ¿Por qué le das? Déjalo. –Gerd se reclinó y evitó mi
mirada, tanto temía perder los nervios.
Golpeé la ventanilla.
–Para.
La golpeé dos veces, las mismas que me había ordenado que parara.
Gerd suspiró y yo pasé la palma de la mano por el cristal.
–¿Cuánto tiempo llevan ya ahí dentro? –pregunté mirando fijamente la
ventana negra del barracón.
–No lo sé, no he mirado el reloj, puede que veinte minutos.
–Más.
Gerd no me contestó, siguió fumando. Desde que el hombre con uniforme
de policía había desaparecido con mis hijos, la puerta no se había abierto ni
una sola vez. Nadie había entrado ni salido. La puerta permanecía tan cerrada
que me pregunté si me habría confundido y mis hijos habrían desaparecido por el
interior de un barracón totalmente distinto, uno cuya puerta hubiese perdido de
vista todo el tiempo. O bien sí que habían entrado en aquel barracón, pero
hacía tiempo que habían salido inadvertidamente por otro sitio. Una puerta
trasera. Tal vez un pasadizo subterráneo condujese a una remota comisaría,
directamente al Comité central, a las oscuras bóvedas turquesa de la Staatssicherheit. Desde allí sólo
partiría un camino, el que conducía al calabozo del «palacio de cobre». Puede
que bajo la plaza de palacio hubiese un intrincado laberinto con calabozos
especiales en los que encerrasen a los que huían y a sus hijos para obligarles
a reformarse hasta que estuviesen dispuestos a ser acogidos por familias
socialistas, compuestas por ciudadanos leales al Estado. Familias que acaso ni
siquiera existían. Y yo aquí, esperando a mis hijos en vano.
–Tú también has visto cómo entraban, ¿no? Allí. ¿Ves el barracón? Allí
están. –En mi voz había cierta inseguridad, pero señalé el barracón de
enfrente, con la ventana de pega.
Gerd siguió mi dedo. Se rió, expulsó el aire de golpe, con fuerza y se
encogió de hombros, resignado.
–No lo sé. –Miró a su alrededor–. Son todos iguales.
Los barracones estaban dispuestos en línea recta, todos tenían una
puerta estrecha a la izquierda, una ventana simulada a la derecha y, encima de
la ventana, un fluorescente. Excepto los de los extremos. Hasta donde me
alcanzaba la vista, esas ventanas no eran de pega, de ellas salía luz. Gerd
resopló.
–¿Acaso crees que quieren quedarse a los niños aquí?
Quedarse aquí. Aquí no. En su cabeza Gerd ya estaba allí, al otro lado
del puente. Yo no. Gerd se rió.
–Ya te vale, ¿en serio crees que no tienen nada mejor que hacer que
retener a niños pequeños?
–No sólo a niños pequeños. –Traté de reírme con él, pero no lo logré
del todo–. Con nosotros nunca se sabe...
–¿Con nosotros?
Gerd se volvió a reír y, de pronto, mis ojos se inundaron de lágrimas;
oculté el rostro para que él no las viera.
–En cuanto lleguemos os invito a comer, una ración grande de patatas
fritas. Tengo un hambre…
Estaba restregándome las lágrimas con la manga y me había girado hacia
la ventana para que Gerd encima no se riera de ellas cuando un rostro pastoso
apareció de repente, muy cerca del mío. Otro hombre uniformado golpeó la
ventanilla desde fuera.
–Baje –le oí decir mientras su pulgar apuntaba hacia abajo con
insistencia.
Giré la manivela. El cristal chirrió al introducirse en la ranura.
–Abra el maletero.
Miré a Gerd, que no paraba de sonreír, y sacó la llave del contacto.
–Aquí tiene. –Gerd estiró el brazo ante mí en dirección a aquel
hombre. Éste cogió la llave de la mano abierta y desapareció. Aunque el aire
era agradable, suave y tibio, volví a subir la ventanilla. Se oyó cómo abrían
el maletero. Levantaron cosas, golpearon los bajos del coche. Poco después vi
cómo dos uniformes desaparecían por el interior de un barracón con nuestro
equipaje.
Una mosca zumbaba en la esquina inferior del parabrisas, una y otra
vez chocaba contra el cristal, su pequeño cuerpo parecía sufrir un golpe seco y
pesado, pero ella no paraba, zumbaba, se detenía por un instante, siguió
zumbando hasta que se estrelló contra el cristal y enmudeció. Volvió a zumbar.
Palpé el salpicadero con la mano y pronto noté el cuerpo vibrante de la mosca
agotada bajo el hueco de la palma. Posé lentamente la mano estirada hasta que
la mosca me hizo cosquillas entre el índice y el anular; mantenía sus delicadas
alitas en constante movimiento, zumbaba, me hacía tantas cosquillas que junté
ambos dedos apretándolos y presioné contra el salpicadero todo lo fuerte que
pude.
La mosca luchaba ansiosa por
arrastrarse, sin poder escapar. El espacio que quedaba entre los dedos y el
salpicadero parecía demasiado grande, todavía notaba su fiero aleteo a
intervalos más largos. Pensé en el líquido blanquecino que salía al apretar. De
pronto algo golpeó con fuerza la ventanilla, sólo podía ver el puño, ningún
rostro, un uniforme, la puerta se abrió. Casi me caigo encima de aquel hombre.
Él me sujetó.
–¿Hay que pedírselo por favor?
–¿Qué?
–Sígame. –El policía me agarró del brazo desnudo y avanzamos
bruscamente. Tropecé con un escalón bajo. Una vez dentro, ante mí se abrió un
pasillo que parecía muy largo para un solo barracón, tal vez condujese por el
interior de dos o tres más. Me empujaron hacia una habitación situada a la
izquierda, donde parecía que ya nos estaban esperando. Tras una mesa estrecha
estaban sentados dos hombres casi idénticos. También ellos vestían uniforme,
pero no eran de la Volkspolizei. No
merecía la pena pararse a pensar a qué cuerpo de seguridad pertenecerían. El
escondite y el engaño eran parte intrínseca del disfraz de los uniformes. Tal
era su parecido que tenían que ser gemelos, o al menos hermanos.
–Siéntese. ¿Abandona el país para casarse con el señor Gerd Becker?
–Sí.
–Van a vivir juntos en Berlín Occidental, ¿no?
–Por supuesto.
–Y su futuro marido ya lo ha organizado todo, ¿verdad? Lleva ya tiempo
viviendo en el piso, ¿no?
–Sí, claro –asentí con firmeza.
Mientras el que estaba a la derecha llevaba a cabo el interrogatorio,
su hermano hojeaba el expediente, parecía estar buscando algo.
–Oiga, todo eso ya quedó registrado en las solicitudes. La semana
pasada estuve en la Staatssicherheit
y allí no hicieron más que preguntarme por el señor Becker.
–¿Ah, sí? ¿Qué interrogatorio?, señorita..., señora Senff. Nelly
Senff. ¿Ya ha estado casada?
–No, ya lo saben.
–¿Tampoco con el padre de sus hijos?
Negué con la cabeza.
–¿Qué?
–No.
–Pero justo ahora va y lo prueba, ¿no?
¿Justo ahora? «Paciencia», me dije, «paciencia, no pierdas los
nervios», y respondí:
–Sí, eso hago.
–¿Y el padre de sus hijos?
Miré fijamente al hermano de la derecha:
–Eso ya lo saben.
–¿El qué? ¿Qué sabemos? ¿No quiere responder?
«Quieren cabrearte», pensé, «no es nada, sólo quieren cabrearte.» ¿Qué
extraña satisfacción obtendrían aquellos pequeños grandes funcionarios de tales
preguntas y respuestas?
–Uno del Oeste luce más,
¿verdad?
Asentí y encogí un hombro. ¿Qué sabría yo de los hombres del Oeste, ni
del hombre del Oeste en sí, ni de sus aptitudes para según qué fines? Gerd
contribuía al engaño, en eso era muy bueno.
–Su madre tampoco se casó. Parece
normal en la familia, ¿no? Unión animal. Hijos ilegítimos. ¿De verdad tenemos
que creernos que usted va a casarse al otro lado?
–No era tan fácil.
–¿Cómo dice?
–En el caso de mi madre. No era tan fácil. Otras leyes, otras
costumbres. Al principio no les dejaron, luego ya no quisieron.
Los gemelos me miraron desconcertados hasta que el de la derecha, sin
volver la cabeza, dijo al de la izquierda:
–Judíos.
El de la izquierda hojeó la documentación, golpeó con el índice sobre
una página y murmuró algo que sonó como si dijese: «Así que era eso... pero si
ya no quedan».
–¿Su madre era judía? –El de la derecha me miró fijamente, con la boca
abierta.
–Aún lo es. Sí. No. No es creyente. Ya no. Al menos no en Dios. Cree
en el comunismo, pero eso ya lo saben.
–¿Tú lo sabías? ¿Era famosa?
En cuanto un alemán oye hablar de un judío vivo cree que tiene que ser
conocido. La fama atribuida parecía ser la única posibilidad de escapar de las
propias estrategias asesinas. El que se salvara tenía que ser célebre por el
mero hecho de haberlo logrado. El de la izquierda hojeó el expediente y señaló
distintas páginas con el dedo.
–Su madre nació en el 24, su padre en el 22, pero él murió en Francia
en 1950. ¿Qué pone aquí? ¿Durante el regreso del exilio?
El de la izquierda pasó la página, el de la derecha me miró fijamente:
–... ¿Entonces su abuela volvió a Berlín con su madre embarazada y
usted nació aquí?...
No respondí, al fin y al cabo todo eso tenía que figurar en el
expediente.
–¿Por qué a Berlín?
–Ya se lo he dicho, ahora cree en el comunismo.
–El comunismo no es cuestión de fe –constató el de la derecha.
–¿No?
–No, es una cuestión de
convicciones, de hacer lo correcto. ¿No fue a un colegio socialista? ¿A cuál
fue entonces?
¿A qué colegio iba a haber ido? ¿Creería que aún había colegios para
judíos o que los judíos ni siquiera iban al colegio?
–Mariscal I.S. Konev –dijo el de la izquierda y se rió dándole un
codazo a su hermano.
Éste se cercioró echando un vistazo al expediente, al parecer no
terminaba de creérselo.
–Cinco años antes que nosotros –le susurró el de la izquierda al de la
derecha.
Diploma de buen aprendizaje en la escuela socialista. Puede que en mi
época aún no existieran esos diplomas. Katia tenía un montón de ellos,
otorgados por un buen aprendizaje y un trabajo
social y extraescolar ejemplar, y había insistido en llevárselos, aunque al
otro lado probablemente ya no serían hitos infantiles en la carrera de una
heroína en potencia. Al fin y al cabo no había recogido en vano papel para
reciclar, me había dicho Katia, aunque no supo contestarme cuando le pregunté
de qué le servía eso entonces. Ni siquiera pudieron llevarse los originales de
las notas, les dieron copias, para que el Estado se quedase con lo que era
suyo.
Crucé las piernas y no respondí.
–Pues no parece judía.
–¿Cómo dice?
–Que no parece judía. Bueno, digamos que no es la típica judía, pero
tiene que serlo si su madre lo es.
–¿Y cómo es una judía típica?
–Eso debería saberlo usted, señorita Senff. Senff..., eso es judío,
¿verdad?
No pude reprimir un resoplido.
–Es el apellido de mi madre.
–Suena a alemán –murmuró el de la izquierda y siguió hundiendo el
rostro en un folio rojo del expediente que tenía ante sí.
Me mordí los labios y espiré tan
lento como pude. Traté de convencerme de que si no inspiraba, si en cierto modo
me doblaba un poco haciendo el vacío, un estallido de ira quedaría casi
descartado o, al menos, se vería seriamente dificultado. El de la izquierda se
levantó con el expediente y salió de la habitación, se quedó el de la derecha,
que ya no era el de la derecha, sino el único, el único que estaba sentado a la
mesa frente a mí mientras otros tres, de rango y función supuestamente
irrelevantes, permanecían a un lado, atentos. Sin girar la cabeza ni hacer el
más mínimo gesto seguían cada movimiento desde el rabillo del ojo. Al menos los
míos. El único cerró sus carpetas, hizo una pausa significativa, disfrutó del
silencio por él impuesto, sonrió finalmente con unos ojos sanguinolentos que
luego desaparecieron casi por completo y me miró.
–Señora Senff, lo que yo no entiendo es por qué mete en la maleta
pasta de dientes y jabón si esta noche llegará al piso de su futuro marido, al
piso de los dos. Mientras nos siga entreteniendo con estas historias estaremos
perdiendo el tiempo. ¿Es que no tiene jabón su prometido, el señor Becker?
Miré a aquel hombre de uniforme inidentificable, sentí cómo la sangre
se me disparaba hacia la cabeza y cerré la boca. La lengua se me pegó al
paladar.
–¿Se ha quedado sin habla, Senff? Vamos, sígame.
Me levanté y seguí al único por un estrecho pasillo hasta otra sala.
Los cuartos no tenían
ventanas. El olor del suelo sintético, sobre el que las suelas rechinaban, era
penetrante y levemente dulzón. Un olor que me recordaba a las carteras
escolares de Aleksei y Katia. Imitación de cuero. Plástico trabajado. Los tres
mismos modelos desde hacía años, casi siempre había sólo dos. Ocre y verde
hoja, la combinación amarillo y naranja no era muy frecuente. Hace años se
supone que había rojo.
Escuché mis tacones sobre el suelo sintético, sentí cómo de pronto, de
forma totalmente inesperada y poco acorde con la situación, adelanté un pie con
cierto brío, un brío que podría asociarse a un movimiento alegre; la falda se
tensó alrededor de mis muslos, casi brinqué, como si fuese de camino a un baile
y me ilusionase ante el inminente acontecimiento. Un hombre uniformado abrió la
puerta, asentí animosa y amable, otro la cerró tras de mí.
Dentro me encontré con unas diez personas, el humo era denso, uno de
ellos me escrutó de arriba abajo, la falda se calmó. Crucé los brazos.
–Siéntese.
–Gracias, no es que esto sea muy acogedor.
–Que se siente –insistió el que tal vez fuera el más antiguo.
Le sonreí en señal de confianza. En aquella habitación no había
ninguna otra mujer. Pensé en visitar a mi tío Leonard en París. Vivía con su
tercera mujer junto al Marais. Con la segunda había vivido en Estados Unidos,
al norte de San Francisco, en una pequeña colina, en mitad del bosque. Por las
mañanas los colibríes llegaban volando al ventanal de su terraza y bebían el
agua azucarada que él les colgaba del tejado en pequeños recipientes. Su aleteo
era tan rápido que se hacía evidente la fugacidad del tiempo. A él le resultaba
tranquilizador. Cuando miraba por la ventana sólo veía bosque, y un poco más
abajo, en invierno, tras los cedros se veía la orilla este del pequeño lago; en
verano solía haber niebla en el valle. La última vez que había visto a mi tío,
hacía tres años, me contó que de vuelta en París, con su tercera mujer, podía
olvidar todo mucho mejor, en momentos buenos también su pasado y, a veces, a sí
mismo. Puede que el tío Leonard se alegrase de verme. Me enseñaría el París que
no sale en las postales, la carnicería Panzer y los andamios, que no se
montaban como los nuestros delante de los edificios, sino que colgaban de unas
maromas desde el tejado. Querría que comiésemos mejillones frescos. Yo
conocería a sus dos hijos estadounidenses, que tenían muchas profesiones, de
todo un poco y del todo nada, como él decía. Parece mentira lo que hace la
libertad con las personas, repetía una y otra vez mirándome con envidia y
lástima a partes iguales, pues yo no parecía disfrutar de ninguna libertad y no
me había quedado más remedio que optar por una carrera científica. A tan poco
de la meta no me apetecía lo más mínimo seguir aceptando órdenes. Pero no
quería hacer el tonto. Tomé asiento.
–¿Es usted química?
–Eso ya lo saben.
–¿Trabajó cuatro años en la Academia de Ciencias?
–Empecé después de la carrera, sí. Pero hace ya dos años que no
trabajo allí. Trabajo en el cementerio.
–¿El cementerio?
–Sí, fue lo último. Por el permiso de salida. –Me sorprendió lo poco
que parecían saber aquellos funcionarios. Durante los últimos meses me habían
hecho esas preguntas muchas veces, y también habían interrogado al respecto a
otras personas de mi entorno; de algunos lo sabía a ciencia cierta, de otros,
lo intuía.