Un mundo sin tiempo

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Una conspiración de silencio

 

 

 

Gödel era […] el único de nuestros colegas que paseaba y hablaba de igual a igual con Einstein.

 

Freeman Dyson

 

En el verano de 1942, mientras una flotilla de submarinos alemanes en formación de ataque navegaba a cierta distancia de la costa de Maine, los habitantes de la pequeña localidad costera de Blue Hill se alarmaron al ver a una figura solitaria, con las manos entrelazadas en su encorvada espalda y la mirada clavada en el suelo, que pasaba las noches caminando por la costa en un paseo en apariencia interminable. A los que se cruzaban con el hombre les sorprendía mucho su semblante ceñudo y su marcado acento alemán. Se sospechaba que tal vez fuera un espía alemán dedicado a enviar mensajes secretos a las naves de guerra enemigas. El misterioso desconocido, sin embargo, no era un agente nazi, sino Kurt Gödel, el mayor experto en lógica de todos los tiempos, un referente en el panorama intelectual de los últimos mil años; y la presa que perseguía no eran los barcos estadounidenses con rumbo a Inglaterra, sino la llamada «hipótesis del continuo», una conjetura elaborada por el matemático Georg Cantor sobre el número de puntos contenidos en una línea. Gödel pasaba las vacaciones de verano con su esposa Adele en el hostal de Blue Hill, aunque apenas se cruzaron con los demás huéspedes. Aparecían a la hora de la cena, pero en realidad nunca se les vio a la mesa. Para los lugareños, el ceñudo semblante de Gödel dejaba entrever oscuras intenciones, aunque la dueña del hostal veía las cosas de forma diferente; para ella, la expresión de su huésped era la de un hombre entregado a sus pensamientos. En todo caso, el matemático no debía de tener muy buena opinión de la hostelera, pues en su día envió una carta en la que la acusaba de robarle la llave de su baúl.1

El lugar al que Gödel regresó en otoño, el prestigioso Instituto para Estudios Avanzados de Princeton, en Nueva Jersey, estaba muy lejos de Blue Hill. Allí ya no estaba obligado a pasear solo ni despertaba las suspicacias de los vecinos. Tenía un compañero de paseos, a la sazón colega del Instituto y su mejor amigo. No había peligro de que su reputación intimidara a su compañero, pues éste, otro refugiado de habla alemana con inclinaciones matemáticas, era el más célebre científico de todos los tiempos, Albert Einstein, cuyos paseos meditativos también habían irritado en su día a los residentes de Princeton.

Un biógrafo escribió: «Desde lejos, [los residentes de Princeton] se reían con discreción y entre dientes de la costumbre [de Einstein] de sorber un helado en la calle Nassau, en su camino de vuelta a casa desde Fine Hall, y se asombraban de sus largos paseos por las calles de Princeton, que resultaban muy poco norteamericanos».2 Incluso, hacia el final de su carrera, ya casi jubilado, Einstein comentaba que su propio trabajo ya no significaba demasiado para él y que mantenía la tradición de ir a su despacho «sólo para tener el privilegio de volver a casa caminando con Kurt Gödel».3 Ironías del destino, no fue el ceñudo Gödel quien en el pasado había dado apoyo indirecto a los submarinos alemanes, sino su sonriente compañero Einstein, pues éste, aunque pacifista valiente y comprometido, había ayudado durante la primera guerra mundial a mejorar los giróscopos usados por la marina de guerra alemana. A la postre, la investigación de Gödel también guardaría relación con los giróscopos, pero el ámbito de éstos era el centro del universo y no las húmedas entrañas de un submarino.