Hace unos dos siglos que reina
entre los extranjeros que nos atrevemos a escribir sobre la Unión Soviética y
Rusia la obligación, que Vladímir Bukovski no duda en calificar de «moda
tonta», de comenzar siempre con consideraciones generales sobre la historia de
Rusia, sobre el carácter de este país de llanos inmensos y los efectos de la
geografía en el genio del pueblo y de sus gobernantes. Ya sea por gusto hacia
lo exótico, o hacia la teoría de los antecedentes, o por «complacer a una intelligentsia
que no quiere reconocer en el monstruo soviético al hijo legítimo de sus ideas,
el caso es que en estos libros la invasión mongola ocupa más espacio que las
recetas del socialismo científico, hasta el punto de que resulta que Iván el Terrible
fundó el Estado soviético y Pedro I dispuso la colectivización».[1]
Bukovski tiene toda la razón y,
sin embargo, hay que empezar por algo de geografía, evitando todo determinismo,
sea telúrico, climatológico, étnico o histórico. Si Rusia se parece en algo a
Estados Unidos, es en su inmensidad, en su horizontalidad. En Europa
occidental, en un espacio reducido se amontonan las diferencias, no solamente
entre Francia e Inglaterra, sino también dentro de cada país, entre Alsacia y
Lorena, entre Provenza y el Languedoc, entre Capcir y Cerdaña. Estados Unidos
no es así. Rusia no es así: con excepción de las conquistas tardías del sur, el
país no es sino un llano gigantesco surcado por ríos inmensos que encuentran
pocos obstáculos a su curso lento y ancho; un llano ligeramente ondulado sobre
miles de kilómetros, con sus campos, sus bosques, sus pueblos, sin que nada, ni
los Urales, que no forman ninguna frontera entre Europa y Asia, venga a romper
su monótona majestad. Esa monotonía tiene su belleza en un infinito que podría
ser americano, que no tiene nada que ver con la Europa del noroeste o del
Mediterráneo.
No me atreveré a discurrir sobre la psicología colectiva de los pueblos, ni tampoco a comparar el mundo finito del griego de Atenas con el mundo infinito del ruso de la antigua Russ.[2] Ciertamente, ese océano terrestre no tiene límites y da la impresión de infinito, un infinito más desprovisto de fronteras que el mar, porque el mar tiene riberas. Históricamente, esas inmensidades vacías ofrecieron una posibilidad muy concreta, nada psicológica, de movimiento perpetuo, de marcha sin fin, de libertad de irse, de perderse, de olvidarlo todo: patria chica, trabajo, familia. La palabra «prostor», sin equivalente exacto en nuestras lenguas, por su carga emocional describe bien ese sentimiento peculiar del «libre espacio», tan angustiante como el «libre albedrío»: angustia del hombre perdido en la inmensidad del llano desmedido.