La imagen del sexo en la antigüedad

Fragmentos del Prólogo, de Sebastián Celestino Pérez

 

Una de las preguntas que nos planteábamos antes de preparar el simposio era: ¿a partir de cuándo se puede hablar de sexo, en su acepción erótica, en la historia de la humanidad? La respuesta era tan compleja que decidimos abordar el tema desde los orígenes, aunque carezcamos de imágenes que ilustren su existencia. Partimos de una evidencia biológica: la atracción física en los humanos es un rasgo diferenciador del resto de las especies animales, es lo que se denomina sistema de atracción epigámica, potenciado por nuestra capacidad y deseo de aparearnos constantemente y, por lo tanto, sin un objetivo exclusivamente reproductivo. El trabajo de Manuel Domínguez Rodrigo profundiza en este aspecto, el de la atracción sexual. Todos estamos de acuerdo en que la atracción responde a un patrón universal que en los hombres se centra en el conjunto pecho-hombros/glúteo-pubis, y en las mujeres en senos/glúteo-cadera-pubis, independientemente de otros matices físicos. También parece claro que, si bien en un principio el atractivo físico estaba en función de la potencialidad, en las sociedades modernas industrializadas se tiende a otro modelo de atracción, que tiene un fin más erótico que reproductivo. El autor se centra en la mujer y desarrolla la hipótesis de que, a pesar de las modas que puedan suscitarse en distintas épocas o lugares geográficos, en los que se preferirán mujeres más gordas o más esbeltas, más blancas o más morenas, con más o menos pecho, etcétera, lo que el hombre busca en la mujer es una proporción física basada en la distribución de las grasas, que se mide por un coeficiente 0,7 en la proporción cadera-cintura. Por otra parte, el autor defiende que nuestra evolución es debida a la alianza monogámica, en la que la mujer buscaría al hombre más fuerte mientras que el hombre se inclinaría por la mujer más fértil. Se trata de una hipótesis que no deja de suscitar cierta polémica a tenor del nulo papel que desempeñaría la inteligencia en nuestros antepasados más pretéritos.

Las primeras imágenes de carácter sexual coinciden con el inicio de la expresión artística del hombre en el Paleolítico. Mucha literatura se ha vertido y se sigue vertiendo sobre el simbolismo de los diferentes animales del arte parietal en relación con la reproducción, y que confiere a algunas especies símbolos de masculinidad o feminidad.  Son de gran interés las reflexiones de Manuel R. González Morales sobre las representaciones muebles del Gravetiense, la época de mayor expresividad artística sobre la figura femenina en el Paleolítico, pues es entonces cuando se presentan aspectos que siempre hemos identificado con la fecundidad: seno, vientre y sexo. Alejado de las tesis más tradicionales, aunque éstas sigan disfrutando de una mayor aceptación, el autor nos sumerge en otro concepto de la mujer durante el Paleolítico, que, sin duda, abre nuevas expectativas a la labor que ésta pudo desarrollar en una sociedad de cazadores-recolectores.

El último trabajo de este primer bloque sobre la Prehistoria nos introduce en la denominada arqueología evolutiva, prácticamente denostada en la investigación de nuestro país, como nos recuerdan los propios autores, si bien José Luis Escacena Carrasco ha trabajado intensamente en esta línea en los últimos años. Los principios epistemológicos en los que se amparan los autores suscitan un modelo que sigue los postulados de Darwin y según el cual el cambio cultural del hombre y de la mujer es una consecuencia de la selección natural. De esta forma, la masculinidad se reflejaría, en la Prehistoria reciente, en el carácter guerrero del individuo, máxima expresión de la protección de la etnia. [...]

Un segundo bloque de contribuciones está orientado a indagar sobre la sexualidad en las grandes culturas preclásicas, en las que ya contamos con la aportación de fuentes escritas que nos ilustran con mayor precisión acerca de los hábitos y los ritos desarrollados en torno al sexo. Pero ¿qué grado de libertad sexual tenían las civilizaciones de Oriente Próximo? En este sentido, la contribución de Josep Padró puede suscitar cierta sorpresa, toda vez que el tema del sexo en la rica y profusamente divulgada cultura egipcia se ha abordado en contadas ocasiones. A pesar de la parquedad de las imágenes eróticas en el arte –debemos recordar que los egipcios nunca se representaron comiendo ni haciendo el amor–, sí disponemos de textos de los que se deduce que los egipcios no tenían tabúes sexuales, si bien defendieron la monogamia, excepto la del faraón, como un sistema para mantener la estabilidad social, de modo que el adulterio era un grave pecado recogido en el Libro de los Muertos. Por lo tanto, para analizar la sexualidad en el mundo egipcio, el autor se basa en la rica poesía erótica existente, así como en el famoso Papiro Erótico de Turín, que ya estudió Omlin años atrás. Sabemos que la prostitución era admitida sin tapujos y que, para las clases más favorecidas, existían escuelas donde se formaba a bellas mujeres que, a modo de geishas, solazaban a la clientela con música, poesía y bailes. También la homosexualidad era tolerada, aunque no debemos olvidar que el dios Set, la representación del mal, sodomizó a su hermano Horus, el bien, para que éste no pudiera sentarse en el trono de Egipto, que ostentaba el padre de ambos, Osiris. La importancia de la mujer en estos avatares es bastante marginal, al menos en los imperios Antiguo y Medio, algo lógico si recordamos que, en el mito egipcio de la creación, el dios Atum generó el cosmos tras masturbarse, y así la mano se convirtió en un símbolo de la divinidad.

La aportación de Jesús-Luis Cunchillos a este volumen se nos antoja de una enorme importancia, no ya porque introduce textos desconocidos sobre el tema del amor erótico en las culturas del Levante mediterráneo, sino porque ilustra cómo, gracias al descubrimiento de Ugarit y a la ingente documentación recuperada en las tablillas allí depositadas, se ha podido demostrar la contraposición del dios Baal con el Yahvé bíblico, una contraposición esencial para entender la idiosincrasia judeo-cristiana, que tanto influirá en la cultura occidental con la definitiva irrupción del cristianismo en los últimos años del Imperio Romano. Baal y su esposa Astarté, así como los cultos con los que se les asocia, son la imagen positiva del sexo, mientras que el Yahvé bíblico se presenta como el represor de cualquier actividad sexual fuera del matrimonio, que siempre ha de tener como objetivo la concepción. Son innumerables los hechos que nos transmite la Biblia en los que se imponen castigos desmesurados a los pueblos que mantienen los cultos a Baal, se los desprestigia y se califican sus ritos como orgías. Por ello los cananeos, de fuerte raigambre baalista, aparecen como los más denostados de la Biblia. En realidad, el monoteísmo cambió la visión festiva, fecundadora y erótica del sexo, acabando a sangre y a fuego con cualquier atisbo de reactivación (valga el ejemplo de Elías, que extermina de la manera más indigna a todos los sacerdotes de Baal). Pero tampoco debió de ser fácil imponer una ley tan rigurosa a un pueblo acostumbrado a esos ritos paganos; baste recordar que, a la más mínima duda sobre el poder sobrenatural de Moisés como interlocutor de Yahvé, los judíos decidieron construir un becerro de oro para adorarlo, y no podemos olvidar que el toro, como ya se ha dicho anteriormente, era la representación del dios Baal. Otro rasgo de las religiones monoteístas es que los dioses carecen de esposa, un detalle de suma importancia para entender el pobre papel de la mujer en estas creencias.

Los datos de los que disponemos para esbozar un mínimo acercamiento a la imagen del sexo en la península ibérica durante la Protohistoria, en particular en la cultura ibérica, son realmente parcos en representaciones. Lourdes Prados ha desarrollado este complejo tema a través de la representación del monumento orientalizante de Pozo Moro, en la provincia de Albacete, cuya iconografía oriental, concretamente fenicia, es innegable y debe asociarse a la mitología existente. Más interés suscita la representación de los numerosos exvotos que se han recogido en los santuarios ibéricos, algunos de ellos desnudos y, en el caso de los masculinos, itifálicos (es decir, con el pene en erección). Esta demostración ante la divinidad ha sido interpretada por la autora como un rito de paso, tal vez de la adolescencia a la juventud, lo que explicaría la numerosa presencia de estas figuras de bronce en las cuevas-santuario del mundo ibérico.

Ya en el entorno geográfico griego, donde se origina nuestra raíz cultural europea, toma cuerpo un sistema religioso propio que, no obstante, es en parte heredero del oriental, de manera que se conforma un sincretismo que con el tiempo creará el Olimpo grecorromano. Como siempre ha ocurrido en los procesos históricos, las civilizaciones más débiles o en periodo de formación han imitado a las más complejas, a las que, en muchos casos, han acabado suplantando. Éste es el caso de la cultura griega, siempre deudora de la esplendorosa cultura de Oriente Próximo, cuyos dioses tomaron atributos de carácter sexual similares a los que encontramos en la mitología oriental. La derivación de Baal en Zeus o de Astarté en Afrodita, por ejemplo, ha sido defendida por muchos investigadores. Para ilustrar esta idea basta con recuperar en estas líneas el mito del rapto de Europa, un claro ejemplo de la legitimación cultural del mundo griego. Aunque existen varias versiones sobre el mito, la más popular es la que reflejó Ovidio en su Metamorfosis y que sirvió de inspiración a pintores de la talla de Boucher, Veronese o Tiziano. La leyenda relata cómo Zeus, enamorado de Europa, se transforma en toro para raptarla y conducirla a Creta, donde se convierte en la primera reina de la isla. Existen varios datos de sumo interés en este mito: en primer lugar, la transformación de Zeus en toro, símbolo, como ya hemos visto, del poder del dios fenicio Baal. En segundo lugar, Zeus debe seducir a Europa, aunque muchas veces esa seducción se convierta en una violación, sólo paliada por el carácter divino del violador. Por último, no podemos olvidar que Europa, quien dará nombre a nuestro continente, era hija de un rey fenicio, Agenor, lo cual constituye un dato de enorme interés para entender la legitimidad que buscaban los griegos para asentar su cultura. De hecho, fue Cadmos, uno de los hermanos de Europa, quien se encargó de enseñar el alfabeto a los griegos. Para Herodoto, que ofrece una visión más histórica, Europa fue secuestrada por marinos cretenses como consecuencia de una venganza, lo cual, en definitiva, no cambia el profundo significado que se intenta transmitir con esta historia.

Cobra así especial interés el trabajo que presenta Marina Picazo Gurina, crítica con las consideraciones que desde el Paleolítico hasta época clásica se han hecho de la denominada Diosa Madre. Esta diosa está directamente relacionada con el ciclo de la vida, en concreto con la fecundidad y la regeneración vital, circunstancia que ha propiciado que en ocasiones se confunda el protagonismo de la diosa con la existencia de sociedades matriarcales, algo que parece estar muy lejos de confirmarse. Para desarrollar su hipótesis, la autora se centra en la cultura cretense o minoica a partir del tratado básico que sobre la religión de esta cultura realizó en su momento Nanno Marinatos. Podemos considerar paradigmático el caso de Creta por considerarse esta cultura, como se apuntaba anteriormente, la primigenia del Mediterráneo. El argumento de la autora parte al hilo del famoso hallazgo en el palacio de Cnosos de la impresión de un sello en el que aparece representada la Señora de la Montaña, una diosa estrechamente relacionada con la Naturaleza. La ausencia, en la iconografía cretense, de representaciones figuradas del poder político lleva a la autora a proponer una estrecha relación entre lo político y lo religioso, por lo que, dada la proliferación de imágenes femeninas, podría deducirse que ese poder político pudo haber sido compartido por igual entre hombres y mujeres. Desde luego, este caso no tuvo continuidad en el resto de las culturas mediterráneas posteriores.

Como es lógico, las aportaciones sobre la sexualidad relacionadas con el mundo grecorromano podrían multiplicar en exceso las páginas de este volumen. Por ello, hemos decido incidir en aspectos poco tratados en los numerosos libros y artículos en torno a este tema. Sobre el sexo en el mundo griego se presentan dos magníficos trabajos de sendos especialistas en la materia, Domingo Plácido y Carmen Sánchez, que lo abordan desde su aspecto social e iconográfico, respectivamente. Ambos coinciden en resaltar la contradicción que existe entre la sociedad moderna que representaba la Grecia clásica en los aspectos políticos, filosóficos y artísticos en general, y su conservadurismo, su primitivismo incluso, en otros aspectos sociales, como el tratamiento de la mujer y del sexo, al menos de la imagen de éste, a pesar del prolijo repertorio que todos conocemos. Domingo Plácido se detiene, especialmente, en la iniciación de los jóvenes atenienses en la vida sexual, pues su preparación influía de manera decisiva en sus futuros quehaceres en la vida social, especialmente la militar. Como es sabido, los jóvenes recibían en los gimnasios y simposios formación física e intelectual a través de relaciones de pederastia con sus maestros, algo que trae inmediatamente a la mente el conocido caso de Sócrates. Es lo que se denomina paideía, un sistema de integración en la vida política y social que se concibe, por lo tanto, como una iniciación sexual. [...]

Al comienzo de su trabajo, Carmen Sánchez se pregunta por qué la riqueza descriptiva del sexo en la literatura griega no se corresponde con una igualmente rica representación iconográfica. La autora responde con una importante aportación conceptual cuando argumenta que la imagen del sexo en Grecia estaba restringida al mundo masculino, pues todas esas imágenes eran un producto de la imaginación del hombre y, por lo tanto, estaban pensadas, concebidas y usadas sólo por ellos. En esta falocracia griega, el pene podía ser exhibido en público, ya en la palestra o en el gimnasio, y nunca se reparó en esconder el sexo de los héroes en las esculturas, por no hablar de la construcción de santuarios en los que se ensalzaba el protagonismo del falo, como es el caso del famoso santuario de Dionisos en Delos, en cuya entrada se erigieron dos enormes falos de piedra. Por todo ello, es muy posible, como defiende la autora, que los griegos pensaran que la fertilidad estaba esencialmente depositada en los órganos masculinos, lo que justificaría esa continua exhibición pública. En este sentido, es importante hacer notar cómo la imagen del desnudo masculino aparece en torno al siglo vii a.C., mientras que la del femenino se atestigua casi tres siglos después, a raíz del drástico cambio social surgido tras la guerra del Peloponeso, pero restringido a las diosas, como la famosa Afrodita Cnidia de Praxíteles, considerada el primer desnudo femenino del mundo griego. Por último, para ahondar en la discriminación que la mujer sufrió en la sociedad griega, cabe señalar que nunca pudo participar del simposio, como sí lo hizo la mujer etrusca, o que nunca pudo decidir en las cuestiones domésticas y familiares, como la matrona romana. En el ámbito sexual, lógicamente, también debía de reflejarse esa discriminación; así, en las escenas eróticas que conocemos, salvo en épocas tardías (ilustración 0.1), el hombre aparece siempre practicando el coito en posición activa mientras que la mujer se limita a recibirlo por detrás en una postura cuyo nombre ha trascendido el paso del tiempo.

La imagen del sexo en el mundo romano que propone Fabiola Salcedo Garcés es, como no podía ser de otra manera, heredera de la griega en algunos aspectos. Así, por ejemplo, para los romanos el falo también tenía una fuerza generativa tan importante que era exhibido sin rubor en público en posición itifálica. La novedad es que esa demostración llegaba hasta el punto de erigir grandes falos a las entradas de las ciudades, en los cruces de caminos, en las calles, en las termas, etcétera. Además, era frecuente mostrarlos en las casas y en los objetos de uso doméstico, como las lucernas, y es ingente la cantidad de amuletos en forma de falo recuperados en los yacimientos arqueológicos romanos. Esta circunstancia demuestra esa falta de pudor, pues los niños convivían con estas imágenes no sólo en la calle sino en el espacio familiar. La promiscuidad sexual en Roma podría justificarse por la limitada actividad sexual de las matronas, que no debían comportarse como cortesanas a la hora de hacer el amor, de modo que el hombre llevaba a la práctica sus fantasías sexuales con concubinas o en los numerosos prostíbulos esparcidos por la ciudad. Esta relajación en las costumbres sexuales seguramente influyó en el drástico descenso de los matrimonios en la Roma de Augusto, que optó por perseguir el adulterio y permitir los enlaces matrimoniales con mujeres manumitidas. Otra cuestión de gran interés es la homosexualidad, que parece que cobró especial importancia a raíz de la entrada en Roma de grandes contingentes de esclavos griegos a partir del siglo ii a.C. Sin embargo, mientras que en Grecia la homosexualidad estaba regulada por la paideía, en Roma era una relación de sometimiento entre dueño y esclavo, independientemente de la edad de éste, a quien se le reservaba el papel pasivo en el acto amoroso. Esta práctica debió de generalizarse en los últimos años del imperio, de tal forma que el cristianismo la condenó sin paliativos, tanto en su papel activo como pasivo, convirtiendo la homosexualidad en un motivo de lucha constante hasta nuestros días.

La religión ha sido siempre un factor fundamental a la hora de regular la actividad sexual, por lo que una referencia a ella se antojaba esencial para entender no sólo algunos comportamientos de la sociedad del mundo clásico, sino la propia evolución hacia el cristianismo. Así, indagar en los procedimientos que utilizan las religiones para dominar la vida sexual de sus fieles y sus miembros es el argumento que han utilizado Jaime Alvar y sus colaboradoras, Elena Muñiz y Teresa de la Vega, en un trabajo de gran interés conceptual y sobre el que han profundizado en los últimos años, enmarcado en la compleja dinámica de las religiones mistéricas. Los cultos mistéricos, de origen oriental, calaron en el mundo helenístico y sobre todo romano gracias a la permeabilidad que mostró una buena parte el ejército allí destacado. Tuvieron especial auge los cultos dedicados a Isis/Serapis, a Cibeles/Atis o a Mitra, relacionado este último, una vez más, con la fecundidad del toro, lo cual tal vez justifique el éxito de su culto en la Hispania romana. El entramado religioso de estos cultos no necesitaba de la castidad de sus sacerdotes, tal vez porque muchos de ellos procedían de la magistratura romana. Este argumento podría ser válido para entender la relajación de costumbres sexuales entre los altos dignatarios de la Iglesia en la Edad Media y Moderna, cuando eran los hijos de la nobleza quienes accedían a sus más altas instancias. La idea de la castidad sólo se hace patente a partir del siglo ii, cuando comienza a concebirse como virtud, inspirando, tal vez, al primer sacerdocio cristiano. [...]