La revolución acostumbra a ser
precipitadamente magnánima. Se apresura a renunciar a muchas cosas. Por
ejemplo, a la palabra «presidio». Y ésta es una buena palabra, una palabra de
peso, nada que ver con ese especie de aborto del DOPR* o con la resbaladiza ITL.[1]
La palabra «presidio» cae desde el estrado del tribunal como una guillotina
apenas frenada y le parte la espina dorsal al condenado en la misma sala de la
Audiencia, rompiéndole toda esperanza. La palabra «presidiarios» es tan
terrible que los demás detenidos, no presidiarios, se dicen entre ellos: ¡Esos
de ahí, seguramente, son una pandilla de verdugos! (Es esta una peculiaridad
cobarde y salvadora del ser humano: el imaginarse que uno todavía no es el peor
ni el más desfavorecido. ¡Los presidiarios llevan números! ¡Serán, por
tanto, criminales manifiestos! ¡A nosotros, a ti y a mí, no nos los van a
colgar..! ¡Esperad, que ya os los colgarán!)
A Stalin le gustaban mucho las
palabras antiguas, recordaba que los Estados podían sostenerse sobre ellas durante
siglos. Sin la menor necesidad proletaria, reinsertaban palabras que
precipitadamente habían pasado por el hacha: «oficial», «general», «director»,
«comandante supremo».[2]
Y veintiséis años después de que la Revolución de febrero hubiese suprimido el presidio,
Stalin lo reestableció de nuevo. Ello ocurrió en abril de 1943, cuando Stalin
sintió que, al parecer, había salido del atolladero. Los primeros frutos
civiles de la victoria del pueblo en Stalingrado fueron: el decreto de
militarización de los ferrocarriles (por el que se sometía a mujeres y niños a
consejo de guerra), y, al día siguiente (17 de abril), el decreto de
instauración del presidio y de la horca. (La horca es también una buena y
antigua institución, nada que ver con el chasquido de un pistoletazo, pues la
horca alarga la muerte y permite mostrarla con todo detalle a una gran multitud
a la vez.) Todas las victorias posteriores fueron abasteciendo el presidio y la
horca de reemplazos de condenados: primero del Kubán* y del Don, luego de la
Ucrania de la orilla izquierda,[3]
de Kursk,* Orel* y Smólensk.*[4]
Los tribunales seguían a los ejércitos, colgando a unos públicamente sobre la
marcha y mandando a otros a los campos de presidiarios recién creados.
El primero de ellos fue,
evidentemente, el de la mina nº 17 de Vorkutá* (y pronto los hubo también en
Norilsk* y Dzhezkazgán).* El objetivo casi no se disimulaba: se trataba de dar
muerte a los presidiarios. Era una máquina de exterminio declarada, pero,
siguiendo la tradición del Gulag, de acción prolongada para que los condenados
sufrieran más y trabajaran aún un poco antes de morir.
Los instalaron en «tiendas» de
siete metros por veinte, habituales en el Norte. Revestidas de tablas y
cubiertas de serrín, estas tiendas se convertían en una especie de barracones
ligeros. En una tienda de éstas cabían ochenta personas si dormían en vagonkas,[5]
y cien si lo hacían en catres continuos. Presidiarios, instalaban doscientos.
¡Pero no se trataba de
apiñamiento![6] Era, tan
sólo, el uso razonable de la superficie habitable. A los presidiarios se les
había establecido una jornada laboral de veinticuatro horas divididas en dos
turnos de doce, sin día de descanso. Por tanto, siempre había un centenar de
ellos en el trabajo y otro centenar en el barracón.
Un cordón de guardias con sus
perros rodeaba a los presidiarios durante el trabajo. A éstos les pegaba todo
el que quería, y les daban ánimos con las metralletas. De camino a la zona ya
podían los soldados soltar por capricho unas ráfagas de metralleta contra la formación,
que nadie les pediría cuentas por los caídos. Desde lejos era fácil distinguir
una exhausta columna de presidiarios de una columna de presos corrientes por el
aturdimiento y la dificultad con que los primeros se arrastraban.
Sus doce horas de trabajo se
contaban con toda exactitud. (Los que machacaban guijo a mano bajo las
ventiscas polares de Norilsk tenían derecho, en doce horas, a diez minutos para
calentarse.) Y las doce horas de su descanso se utilizaban del modo más
absurdo posible. A cuenta de estas doce horas, los conducían de una zona a
otra, los hacían formar y los registraban. Una vez en la zona de reclusión,[7]
los introducían inmediatamente en una tienda, que nunca se ventilaba y que
carecía de ventanas, y los encerraban dentro. Durante el invierno se condensaba
allí un aire de una hediondez, una humedad y una acritud tal que una persona no
habituada no habría podido soportar ni dos minutos. La zona de reclusión era
aún menos accesible a los presidiarios que la zona de trabajo. El retrete, el
comedor y la enfermería les estaban siempre vetados. Para todo esto estaba la
cubeta y el pesebre[8] de la
comida. Así es cómo se manifestó el presidio estalinista de los años 1943-1944:
la conjugación de lo peor del campo y lo peor de la cárcel.
El presidio zarista, según el
testimonio de Chéjov,[9]
era muchísimo menos ingenioso. En la prisión de Alexándrovsk (Sajalín), los
presidiarios no sólo podían salir a cualquier hora al patio e ir al retrete (ni
siquiera se utilizaban cubetas), ¡sino pasar todo el día... en la ciudad! De
modo que el auténtico sentido de la palabra «presidio» –que los remeros
estuvieran encadenados a los remos–[10]
sólo Stalin lo comprendía.
Dentro de las doce horas de
«descanso» se procedía también a los controles de la mañana y de la tarde. Este
control no se reducía a un recuento de las cabezas de ganado, como se hacía con
los zeks, sino que se trataba de un pase de lista detallado, nombre por nombre,
durante el que cada uno de los cien presidiarios debía, dos veces al día,
proclamar sin titubeos su número, sus detestables apellido, nombre y
patronímico,[11] el año y el
lugar de nacimiento, la duración de la pena, el organismo que le había
condenado y la fecha de salida; los restantes noventa y nueve presidiarios
debían escuchar dos veces al día todo esto y consumirse. En estas mismas doce
horas tenían lugar también las dos distribuciones de comida: se distribuían las
escudillas a través del abrevadero, y a través del abrevadero se recogían. A
ninguno de los presidiarios se le autorizaba a trabajar en la cocina, a ninguno
de ellos a transportar los recipientes de comida. Todo el personal de servicio
estaba compuesto por cofrades, y cuanto más descarada y despiadadamente robaban
éstos a los malditos presidiarios, tanto mejor vivían ellos y tanto más
satisfechos estaban los amos del presidio. En este punto, como siempre a
expensas de los del Artículo 58, coincidían los intereses del NKVD y los de los
cofrades.
Pero como los albaranes no debían
dejar constancia para la historia de que por añadidura también se mataba a los
presidiarios de hambre, en estos mismos albaranes se consignaban míseros
complementos –que para colmo se los saqueaban tres veces– en forma de «ración
de mineros» y de «primas alimenticias». Y todo este largo procedimiento se
llevaba a cabo a través del abrevadero, llamándolos por los apellidos e
intercambiando escudillas por talones. Y cuando finalmente habría sido posible
dejarse caer en los catres y dormirse, se abría el postigo del abrevadero,
llamaban de nuevo a algunos hombres por sus apellidos, y empezaban la
distribución de talones para el día siguiente (los zeks normales no se
preocupaban por sus talones, era el jefe de la brigada el que los recibía y los
entregaba a la cocina).
Así pues, de las doce horas de
«ocio», a duras penas quedaban cuatro horas de reposo para dormir.
Además, naturalmente, a los
presidiarios no se les pagaba dinero alguno, no tenían derecho a recibir
paquetes ni cartas (era necesario que en sus aturdidas y embotadas cabezas se
apagara su antigua libertad y que, en la indiscernible noche polar, no
quedara nada sobre la tierra salvo el trabajo y este barracón).
Gracias a todo esto, los
presidiarios flaqueaban de maravilla y morían rápidamente.
El primer alfabeto de
Vorkutá (veintiocho letras,[12]
cada letra con una numeración del uno al mil), los primeros veintiocho mil
presidiarios de Vorkutá, acabaron todos bajo tierra en un solo año.
Lo sorprendente es que no lo
hicieran en un mes.1
En Norilsk, en la fábrica de
cobalto nº 25, mandaban un convoy a la zona para cargar el mineral, y los
presidiarios se arrojaban bajo el tren para terminar cuanto antes con todo
aquello. Dos docenas de hombres, desesperados, huyeron a la tundra. Los
descubrieron con aviones y los ametrallaron, luego apilaron los cadáveres ante
la puerta por la que salían las columnas a trabajar.
En la mina nº 2 de Vorkutá había
un campo de presidiarias. Las mujeres llevaban sus números en la espalda y en
el pañuelo de la cabeza. Tomaban parte en todos los trabajos subterráneos e
incluso, incluso... ¡sobrepasaban el plan…!2
Pero ya estoy oyendo a mis
compatriotas y contemporáneos que me gritan airados: ¡Alto! (de quién
tiene usted la osadía de hablarnos? ¡Sí! ¡Los encarcelaban para exterminarlos,
y bien que hacían! ¡Eran traidores, Polizei y Bürgermeister![13]
¡Lo tenían merecido! ¿¿No irá usted a tener compasión de ellos?? (En este caso,
como es sabido, la crítica se sale del marco de la literatura y pasa a la
competencia de los Órganos.)[14]
En cuanto a las mujeres aquellas, ¡pero si eran las yacijas de los alemanes!
–me gritan unas voces femeninas. (¿Que he exagerado? ¿No eran nuestras mujeres
las que llamaban yacijas de los alemanes a otras de nuestras mujeres?)
Lo más fácil para mí sería
responder como ahora se suele hacer al «desenmascarar el culto».[15]
Podría contar algunos casos excepcionales de personas mandadas a presidio. (Por
ejemplo, el caso de aquellas tres voluntarias del komsomol[16]
que, pilotando bombarderos ligeros, tuvieron miedo de arrojar las bombas sobre
el objetivo y las arrojaron en campo abierto, regresaron a salvo y declararon
haber cumplido la misión. Pero luego a una de ellas le remordió su conciencia
de komsomol y se lo contó a la secretaria, una muchacha también, responsable de
la organización de la unidad aérea a la que aquella pertenecía, y ésta, como es
natural, se lo contó a a su vez a la Sección Especial. A cada una de las tres
les cayeron veinte años de presidio.) Cabe exclamar: ¡Vean, vean a qué honestos
ciudadanos soviéticos castigaba la arbitrariedad estalinista! Y acto seguido
indignarse, no ya propiamente por esta arbitrariedad, sino por los errores
fatales, ahora felizmente corregidos, cometidos con los komsomoles y los
comunistas.
Sin embargo, sería indigno no
tratar la cuestión en toda su profundidad.
Hablemos, para empezar, de las
mujeres que, como se sabe, son ahora libres. Libres no de su doble trabajo, a
decir verdad, sino del matrimonio religioso, del yugo del desprecio social y de
las Kabanija.[17] ¿Pero qué?
¿No es peor la Kabanija que les hemos destinado, si por la libre disposición de
su cuerpo y de su persona les imputamos un delito de antipatriotismo y de
derecho común? ¿No ha sido toda la literatura mundial (preestaliniana) la que
ha celebrado el amor libre de delimitaciones nacionales? ¿Libre de la voluntad
de generales y diplomáticos? En cambio nosotros, hasta en este aspecto,
aceptamos el rasero estaliniano: no te juntes con nadie sin un Decreto del
Presídium del Soviet Supremo. Tu cuerpo pertenece, ante todo, a la patria.
Ante todo, ¿qué edad tenían esas chicas
cuando se juntaron con el enemigo no en combate, sino en la cama? Seguramente,
no serían mayores de treinta años, por no decir de veinticinco. ¡O sea, desde
la edad de sus primeras impresiones infantiles, las habían educado después
de Octubre, en escuelas soviéticas y en la ideología soviética! ¿Así pues, nos
irritamos con los frutos de lo que nuestras propias manos han sembrado? A
algunas muchachas se les quedó grabado lo que durante quince años no nos
cansamos de machacarles: que la patria no existe, que la idea de la patria es
un invento reaccionario. Otras estaban hartas de la puritana sosería de
nuestras reuniones, mítines, manifestaciones, cine sin besos y bailes sin
abrazos. A unas terceras las cautivó la amabilidad y la galantería, esos detalles
del aspecto exterior del varón y esos signos externos del cortejo, todo aquello
que nadie había enseñado a los jóvenes de nuestros planes quinquenales ni a los
mandos salidos de la Academia Frunze.[18]
Unas cuartas estaban simplemente hambrientas, sí, primitivamente hambrientas,
es decir, no tenían nada que llevarse a la boca. Y unas quintas quizá no vieron
otro medio de salvarse y de salvar a sus parientes, de no separarse de ellos.
En Starodub,* ciudad de la
provincia de Briansk,* donde estuve pisando los talones al enemigo en retirada,
me contaron que había permanecido allí largo tiempo una guarnición húngara para
proteger la ciudad de los partisanos.[19]
Luego había llegado la orden de traslado, y decenas de mujeres del lugar,
olvidando la vergüenza, fueron a la estación y, al despedirse de los ocupantes,
lloraban (añadía un zapatero burlón) «como no habían llorado al despedir a sus
maridos que partían para la guerra».
El tribunal llegó a Starodub unos
días más tarde. Y a buen seguro no dejó de prestar atención a las denuncias. Y
seguro que mandó a la mina nº 2 de Vorkutá a algunas de las lloronas de
Starodub.
¿Pero de quién era la culpa? ¿De
quién? ¿De aquellas mujeres? ¿O nuestra, de todos nosotros, mis compatriotas y
contemporáneos? ¿Cómo debíamos ser nosotros para que nuestras mujeres se
echaran a los brazos de los ocupantes? ¿No será una de las innumerables
facturas que pagamos y continuaremos pagando por nuestro camino comunista,
adoptado precipitadamente, recorrido caóticamente, sin reparar en pérdidas, sin
mirar hacia el futuro?
Quizá procedía someter a todas
estas mujeres a la reprobación moral (pero después de haber escuchado también
lo que ellas tenían que decir), quizá procedía ridiculizarlas mordazmente, pero
¿mandarlas por ello a presidio? ¿Al matadero polar?
– ¡Pero fue Stalin el que las
mandó allí! ¡Y Beria!
¡Ah, no, disculpen! Los que allí
las mandaron, encerraron y remataron, forman parte ahora de los consejos
públicos de jubilados[20]
y vigilan que continuemos dando muestras de moralidad. ¿Y todos nosotros?
Nosotros escuchamos lo de «yacijas alemanas» y asentimos comprensivos con la
cabeza. Considerar culpables a esas mujeres todavía hoy es mucho más peligroso
para nosotros que el hecho mismo de que hubieran estado presas en su día.
– Está bien, pero a los hombres,
¡a ellos sí que se les encerró con razón, ¿no?! Son traidores de la patria,[21]
traidores sociales.
También aquí podríamos escabullirnos. Podríamos recordar (y sería la
verdad) que los principales criminales, naturalmente, no esperaron sentados la
llegada de nuestros tribunales y de nuestras horcas. Se apresuraron a huir a
Occidente como pudieron, y muchos consiguieron marcharse. De manera que
nuestras instrucciones de sumario punitivas llegaron a las cifras requeridas a
costa de los corderos (en ello las denuncias de los vecinos fueron de gran
ayuda): en casa de éste, a saber por qué, se habían instalado unos alemanes, ¿a
qué venía ese afecto?; aquel otro llevaba heno a los alemanes en su trineo:
colaboración directa con el enemigo.3
Así podríamos minimizarlo, y, una
vez más, cargárselo al culto: hubo excesos que ahora se han corregido.
Ahora todo es normal.
Pero ya que hemos empezado,
continuemos.
¿Y los maestros de escuela? Esos
maestros a los que nuestro ejército, en su pánica retirada, abandonó con sus
escuelas y sus alumnos, a unos por un año, a otros por dos o por tres. Dado que
los intendentes eran tontos y los generales malos, ¿qué debían hacer ahora los
maestros? ¿Enseñar o no enseñar a sus niños? ¿Y qué debían hacer los
chiquillos, no los que ya tenían quince años y podían ganar algún dinero o
unirse a los partisanos, sino los más pequeños? ¿Debían estudiar o vivir como
borricos dos o tres años para redimir los errores del Comandante supremo?[22]
Si papá no me ha dado una gorra, que se me congelen las orejas, ¿no…?
Semejante cuestión, no se sabe por
qué, no se planteó ni en Dinamarca, ni en Noruega, ni en Bélgica, ni en
Francia. En estos países no consideraron que, después de que la insensatez de
sus gobernantes o la fuerza aplastante de las circunstancias les llevaran a
entregarse sin dificultad al poder alemán, el pueblo debiera entonces dejar de
vivir. En estos países las escuelas, y los ferrocarriles y las administraciones
locales siguieron funcionando.
Pero alguien (¡naturalmente, ellos!)
tenía el cerebro desviado ciento ochenta grados. Porque aquí los maestros de
escuela recibían cartas anónimas de los partisanos: «¡No te atrevas a dar
clase! ¡Pagarás por ello!» Hasta trabajar en el ferrocarril se convirtió en un
acto de colaboración con el enemigo. Y hacerlo en la administración local, eso
era ya una traición inaudita.
Todo el mundo sabe que un niño que
haya abandonado por las buenas los estudios puede que no vuelva a ellos. Así
pues, si el Genial Estratega de todos los tiempos y de todos los pueblos la
había pifiado, ¿qué debía hacer la hierba entretanto: crecer o secarse? ¿Qué
había que hacer entretanto: enseñar o no enseñar a los niños?
Naturalmente, eso tiene un precio.
Habrá que sacar de las escuelas los retratos con bigotazos[23]
y, quizás, introducir los retratos con bigotito.[24]
Habrá que adornar el abeto no por Año Nuevo sino por Navidad,[25]
y el director deberá pronunciar para la ocasión (y también, en vez de con
motivo del aniversario de la Revolución de Octubre, con motivo del de algún
otro del Reich) un discurso ensalzando nuestra nueva y maravillosa vida, que en
realidad es mala. Pero téngase en cuenta que también antes se pronunciaban
discursos ensalzando la maravillosa vida, y también era mala.
Es decir, anteriormente la hipocresía
y la mentira con los niños habían de ser mucho mayor, pues se disponía de
tiempo para consolidar la falsedad e infiltrarla en los programas
escrupulosamente elaborados por metodólogos e inspectores. En cada lección,
viniera o no a cuento, se estudiara la estructura de los gusanos o las
conjunciones de las oraciones subordinadas, era obligatorio cocear a Dios
(aunque tú mismo creyeras en Él); no se debía perder ocasión de alabar nuestra
ilimitada libertad (aunque no hubieras podido dormir esperando que llamaran a
tu puerta durante la noche); al leer en voz alta a Turguénev,[26]
o al desplazar el puntero a lo largo del curso del Dniepr, había que maldecir
necesariamente la pasada miseria y glorificar la actual abundancia (cuando ante
tus propios ojos y ante los de los niños, desde ya mucho antes de la guerra,
morían pueblos enteros y la cartilla de racionamiento infantil daba derecho, en
las ciudades, a recibir trescientos gramos de pan).
Y nada de todo esto se consideraba
un crimen, ni contra la verdad, ni contra el alma infantil, ni contra el
Espíritu Santo.
Ahora, en cambio, bajo el
provisional e inestable régimen de los ocupantes, había que mentir muchísimo
menos, aunque en otro sentido. ¡En otro sentido, en otro sentido! ¡Esa era la
cuestión! Y por esta razón la voz de la patria y el lápiz del comité local
clandestino[27] prohibían
la lengua materna, la geografía, la aritmética y las ciencias naturales.
¡Veinte años de presidio para el que hiciera semejante trabajo!
¡Compatriotas, asentid con la
cabeza! Mirad cómo los conducen vigilados por los perros al barracón de la
cubeta. Apedreadlos: enseñaron a vuestros hijos.
Pero mis compatriotas
(especialmente los jubilados del MVD y del KGB, esas moles retiradas a los
cuarenta y cinco años) se me acercan puños en alto: ¿a quién estoy
defendiendo? ¿A los starosty?[28]
¿A los Bürgermeister? ¿A los Polizei? ¿A los intérpretes? ¿A toda
esa gentuza y escoria?
Está bien, profundicemos,
profundicemos más. Demasiada leña hemos amontonado por considerar a las
personas como palitos. De todos modos, el futuro nos obligará a reflexionar un
poco sobre los motivos.
Tocaron y cantaron el «Que una
noble furia...»[29] ¿Cómo no se
nos habían de poner los pelos de punta? Nuestro patriotismo innato – prohibido,
ridiculizado, perseguido y maldecido – fue de pronto autorizado, alentado, e
incluso proclamado santo. ¿Cómo no íbamos a renacer todos nosotros, los
rusos? ¿Cómo no habíamos de unir nuestros corazones, emocionados de
agradecimiento? ¿Cómo no habíamos de perdonar con toda la generosidad de
nuestra naturaleza a nuestros verdugos habituales ante la llegada de verdugos
foráneos? ¿Para luego mostrar en cambio, reprimiendo vagas dudas y nuestra
prematura generosidad, aún más unanimidad y más furia al maldecir a los traidores,
a esos rencorosos manifiestamente peores que nosotros?
[1] Cf. nota en el primer volumen, pág. 765.
[2] Estos términos (ofitser, gueneral, direktor, verjovny) pertenecían al vocabulario militar y administrativo de la Rusia zarista y fueron reemplazados tras la Revolución por términos equivalentes. El término «oficial» estaba especialmente mal visto dado que la mayoría de los oficiales zarista apoyaron al ejército blanco durante la guerra civil. Poco a poco todos estos términos fueron reintroduciéndose en la vida y la lengua a lo largo de los años treinta y durante la guerra: «general» se reintrodujo en 1940, «oficial» se recuperó como término militar en 1943, «director» y «comandante supremo» volvieron a emplearse durante los años 30.
[3] La orilla izquierda del Dniépr.
[4] Diferentes frentes contra la invasión del ejército alemán en 1943.
[5] Cf. segundo volumen, pág. 182.
[6] Se denomina coloquialmente «apiñamiento» (uplotnenie) el alojamiento en circunstancias excepcionales de varias familias en una sola vivienda.
[7] Cf. nota en el primer volumen, pág. 811.
[8] Cf. nota en el primer volumen, pág. 735.
[9] En su libro La isla de Sajalín (Alba editorial, 2005).
[10] El término
ruso «kátorga», aquí traducido por
«presidio», deriva de la palabra griega utilizada para referirse a la condena
de criminales consistente en remar en galeras. En ruso dicho término hace
referencia a los trabajos forzados en Siberia a los que condenaban a los
revolucionarios idealistas durante el zarismo.
[11] Cf. nota en el primer volumen, pág. 784.
[12] El alfabeto cirílico tiene treinta y tres letras, de las cuales cinco no se usaron en la numeración por letras.
[13] Polizei: miembros de los servicios de orden y de la policía reclutados por los alemanes en los territorios ocupados; Bürgermeister: alcalde rural en funciones en los territorios ocupados.
[14] Es decir los Órganos de la Seguridad del Estado, el término para designar a la policía política soviética. El término «Órganos» era el que habitualmente usaba el personal de las agencias de seguridad de interior
[15] El culto a la personalidad, es decir, Stalin y sus «excesos».
[16] Cf. nota en primer volumen, pág 769.
[17] Personaje de Grozá (La tempestad) de Alexandr Nikoláyevich Ostrovski (1823-1886) (cf. nota del segundo volumen, pág. 655), prototipo de la suegra (madre del marido) tiránica y cruel.
[18] Academia militar.
[19] Guerrilleros prosoviéticos.
[20] Organismos colectivos (de un inmueble, por ejemplo) que proporcionan una especie de certificados de moralidad, exigibles en diferentes circunstancias (como por ejemplo para los viajes al extranjero).
[21] Sobre esta
expresión, cf. primer volumen, pág. 280
[22] Verjóvny glavnokomandúyuschi , grado dado a Stalin.
[23] La alusión se refiere a Stalin.
[24] Alusión a Hitler.
[25] La costumbre del árbol de Navidad se trasladó en la URSS a año nuevo.
[26] Cf. nota en el segundo volumen, pág. 768.
[27] Es decir, el partido clandestino.
[28] Responsables locales (semejantes a alcades) en el área rural durante la ocupación alemana.
[29] Primer verso del célebre canto Sviaschénnaya voiná (La guerra sagrada), con letra de Lébedev-Kumach y música de A.V. Alexándrov, compuesta durante las primeras semanas de la guerra.