Tiempos líquidos

Introducción

Con coraje hacia el foco de las incertidumbres

 

Al menos en la parte «desarrollada» del planeta se han dado, o están dándose ahora, una serie de novedades no carentes de consecuencias y estrechamente interrelacionadas, que crean un escenario nuevo y sin precedentes para las elecciones individuales, y que presentan una serie de retos antes nunca vistos.

En primer lugar, el paso de la fase «sólida» de la modernidad a la «líquida»: es decir, a una condición en la que las formas sociales (las estructuras que limitan las elecciones individuales, las instituciones que salvaguardan la continuidad de los hábitos, los modelos de comportamiento aceptables) ya no pueden (ni se espera que puedan) mantener su forma por más tiempo, porque se descomponen y se derriten antes de que se cuente con el tiempo necesario para asumirlas y, una vez asumidas, ocupar el lugar que se les ha asignado. Resulta improbable que las formas, presentes o sólo esbozadas, cuenten con el tiempo suficiente para solidificarse y, dada su breve esperanza de vida, no pueden servir como marcos de referencia para las acciones humanas y para las estrategias a largo plazo; de hecho, se trata de una esperanza de vida más breve que el tiempo necesario para desarrollar una estrategia coherente y consistente, e incluso más breve que el tiempo requerido para llevar a término un «proyecto de vida» individual.

En segundo lugar, la separación y el inminente divorcio entre poder y política, la pareja de la que desde el surgimiento del Estado moderno y hasta hace bien poco se esperaba que compartiese la casa común constituida por el Estado-nación «hasta que la muerte los separase». Ahora, gran parte del poder requerido para actuar con eficacia del que disponía el Estado moderno se está desplazando al políticamente incontrolable espacio global (y extraterritorial, en muchos aspectos); mientras que la política, la capacidad para decidir la dirección y el propósito de la acción, es incapaz de actuar de manera efectiva a escala planetaria, ya que sólo abarca, como antes, un ámbito local. La ausencia de control político convierte a los nuevos poderes emancipados en una fuente de profundas y, en principio, indomables incertidumbres, mientras que la carencia de poder resta progresivamente importancia a las instituciones políticas existentes, a sus iniciativas y cometidos, cada vez menos capaces de responder a los problemas cotidianos de los ciudadanos del Estado-nación, motivo por el cual éstos, a su vez, prestan menos atención a dichas instituciones. Esta doble consecuencia del divorcio obliga y alienta a los órganos del Estado a desentenderse, a transferir o (por usar términos de la jerga política últimamente en boga) a aplicar los principios de «subsidiariedad» y «externalización», delegando en otros un gran número de las funciones que antes habían asumido. Abandonadas por el Estado, tales funciones quedan a merced de las fuerzas del mercado, con fama de caprichosas e impredecibles por naturaleza, y son abandonadas a la iniciativa privada y al cuidado de los individuos.