Ferry de octubre a Gabriola

1

El Lebrel

 

Adiós, adiós, adiós, Eight Bells, Wywurck, The Ticket Gate. La casita tenía buen aspecto. Así la amamos para siempre, al despe­dirnos.

La luz matutina de octubre bañaba el rápido autobús, el Grey­hound, que navegaba por entre las ramas del bosque, canta­ba derecho hacia el mar, rugía hacia las montañas, rodeaba preci­picios inesperados.

Seguían la línea de la costa. A la izquierda estaba el bosque; a la derecha, el mar, el Estrecho.

Y la luz centelleaba, resplandecía en las ventanillas en que los pasajeros se veían, ora a la derecha, envueltos en azul celeste, en­tre los tonos escarlata y oro del reflejo de los arces, ora extraña­mente cercados por sus ramas a la izquierda, entre las islas del Es­trecho de Georgia.

En ocasiones, cuando el autobús alcanzaba y adelantaba a otro vehículo donde la carretera era estrecha, las ramas de los árboles arañaban las ventanillas de la izquierda, y detrás, o en el espejo retrovisor delantero, que reflejaba el interminable desfile del asfalto en sentido inverso, podía verse por un momento el follaje agitándose a su paso en un turbio vendaval. Una vez más, en la distancia creería ver el cornejo cayendo en picado a través de los árboles en una lluvia de estrellas blancas. Y cuando redu­cían la velocidad, las hojas caídas del bosque hacían que incluso el pavimento pareciera resplandecer y arder de luz.

Cuesta abajo: y a la diestra, más allá del mar azul, debajo del cielo azul, las montañas de la Columbia Británica continental atra­vesaban el horizonte, y también a este lado derecho, luminoso, mayestático, un volcán nevado de otro país (era el monte Baker de Estados Unidos y el antiguo Ararat de los indios squa­mish) les acompañaba, con una blanca y lejana persistencia y a una velocidad distinta, como un remoto y Popocatépetl que hubie­ra levado anclas.

 

Nombre: Ethan Llewelyn y señora             Asiento núm. 17

Dirección: Domicilio de la señora             Hacia el norte X

                   Angela d'Arrivée                       Hacia el sur

                   Isla de Gabriola, C.B.

                   Fecha: 7 de octubre de 1949

 

Importante: para asegurarse una plaza de vuelta en la Vancouver Island             Limited, presente el billete al llegar a su destino.

Victoria Duncan Nanaimo

 

–Pues maldita sea –dijo él–. Creo que no voy a hacerlo.

–¿No vas a hacer qué, Ethan, cariño?

Ethan y Jacqueline, cogidos del brazo, estaban sentados al fondo del autobús en los dos asientos de la izquierda, y en cierta ocasión en que se vieron reflejados en la ventanilla les pareció que eran el reflejo de unos desconocidos felices con un aspecto demasiado lleno de esperanza y emoción para hablar.

–Presentar los billetes en la estación para asegurarnos una plaza de regreso. Lo mires como lo mires, me parece tentar a la suerte.

Jacqueline le sonrió con afecto, distraídamente, y le dio unas palmaditas en la rodilla mientras Ethan examinaba de nuevo los billetes.

Victoria... Duncan... Nanaimo ha asesinado el sueño.

Y en Duncan también los pobres y viejos pensionistas ingle­ses, con bigote y patillas pobladas, con polainas, plantados inmó­viles en las esquinas, soñando con Mafeking o con el mastelerillo de juanete de proa, o sentados inmóviles en el arruinado club de remo, cada uno de ellos un rey Canuto; jugando al golf al borde del Estrecho, cabalgando hasta el declive del estanque; despoja­dos de sus lugares de reposo por los rumores de una crecien­te catástrofe. Expulsados... Pero expulsados del exilio... ¿hacia dónde?

El autobús cambió de marcha al subir una cuesta: empezar, empezar, empezar de nuevo; comenzar una vez más; henos aquí, en la mañana azul.

El vehículo doblaba una curva en pendiente y cuando enfiló hacia el valle de abajo, Jacqueline se inclinó hacia delante para ver mejor la panorámica por las ventanillas de la derecha: el mar rebosaba de islas, y una de ellas era sin duda Gabriola.

¡Gabriola! ¡Ah, si resultara el lugar adecuado!, estaban dicien­do sus ojos, ¡el sitio soñado, y si la casa del viejo capitán de la que Angela les había escrito estuviera todavía en venta y, lo que era más importante, estuviera dentro de sus posibilidades comprarla! Claro que quedaba aquella otra «parcela» que casi con certeza podrían adquirir, pero en tal caso tendrían que construir una casa y esto llevaría mucho tiempo.

Pues los Llewelyn, como el amor y la sabiduría, no tenían casa.

Él sabía que Jacqueline veía ya la casa del capitán como suya, como la casa de ambos. Ante ella se alzaba menuda, pero con ventanales bañados de sol y orientados hacia el mar, frente al Pa­cífico y las montañas azules del continente, mientras que detrás estaba protegida por un bosque de enormes arces nudosos y abe­tos y cedros añosos, y, contra el cielo, altos y delgados alisos me­ciéndose...

Le apasionaba la jardinería, de modo que para ella un jardín era lo más importante. Pero también las galerías espaciosas, los ar­marios grandes, una chimenea de piedra: todas estas deliciosas posibilidades (para Ethan, después de haber vivido con ellas en la pla­ya de Erídano, casi insignificantes ya), combinadas con otras «co­modidades» no mucho ha casi olvidadas, estarían cobrando forma en la mente de Jacqueline, como sin duda habían cobrado for­ma muchas veces durante aquel último e infeliz mes de pérdida y de búsqueda, y sólo para abrir los ojos ante una realidad de patios desnudos, sin árboles ni hierba, cabañas sin alma, resecas y construidas por las necesidades de la guerra, o casas más antiguas, pero aún más moribundas, donde ningún género de «comodida­des» compensaría el espanto de tener que habitarlas, hogares sin hogar, con estufas llenas de huesos viejos y sótanos por debajo del nivel del mar, descuidados y derruidos en el curso de los úl­timos años, viviendas antaño bien situadas, pero hoy invisibles como vientos de Shakespeare, llenas, quién sabe, de rui­dosos duendes.

Sin embargo, esta vez, estaría ella pensando, ah, esta vez sería diferente, porque no cabía duda de que precisamente un capitán, un marinero, había tenido que dar a su casa la forma de un bar­co, aunque se tratara de un capitán retirado. Como si la forma de un barco fuera para ella también lo más importante.

 

Hogar retirado, de reluciente cedro blanco,

limpio como una patena desde la proa a la popa.

Cuarto de estar, comedor, cocina con

solana fuera. Y dos dormitorios luminosos.

 

Era una cantilena irónica de uso común. Al llegar a aquel punto hacían siempre una pausa y luego añadían al unísono, riendo:

–¡Por sólo diez mil dólares!

 

 

2

El mago del río Toodoggone

 

Ethan Llewelyn recordó de pronto que él también estaba «reti­rado» y que sus ingresos habían ascendido a no mucho más de diez mil dólares en los últimos dos años. Estaba encuadrado en una ca­tegoría fiscal más compatible con el papel de defensor público. Papel que tan a menudo, en beneficio de su reputación y en detrimento de su bolsillo (Ethan pensaba realmente de esta forma singular), ha­bía adoptado en el pasado y por el que seguía siendo célebre in­cluso a escala nacional. Había sido un próspero criminalista, y a pesar de ello, siendo todavía bastante joven, había dejado de ejercer desde hacía dos años y cuatro meses, tres veranos y dos inviernos, tras uno de los casos más horribles y complicados que había defendido en su vida. Bueno, exactamente no se había retirado. No había tomado tal decisión porque hubiese perdido aquel caso concreto: en par­te quizás había sido porque, tras haber creído, durante mucho tiem­po y con sinceridad, en la inocencia de su defendido, un relojero fingidamente bondadoso (pues por tal lo había tomado Ethan), había acabado por descubrir, después de haberle salvado del patíbulo –en este caso la caja de un ascensor carcelario en desuso y pintado de amarillo subido–, que no podía haber sido más culpable.

Con medios propios, aunque algo más que reducidos, Ethan había hecho lo mismo que hiciera su padre, también él abogado, el cual en otros tiempos le había aconsejado hacerlo antes de que fuera demasiado tarde, antes de que ello suponerle una jubilación irrevocable. Se había «retirado». (Desde luego a él no se lo habían pedido como a su padre, que había pasado el último año de paz antes de la primera guerra mundial como «consejero legal en derecho internacional del algodón», en la Rusia zarista, de donde había traído (o al menos así lo anunció) para su hijo pequeño, que estaba en Gales, una preciosa maqueta de juguete de Moscú dentro de una misteriosa caja de madera que desprendía un intenso aroma a Navidad; una ciudad de diminutas y mágicas cúpulas de oro en forma de calabaza o de campanillas navideñas, centelleantes como la perfumada nieve artificial navideña, brillantes como medias coronas relucientes de plata, y con minúsculos carrillones bizantinos; y en aquellas heladas esquinas en miniatura aguardaban diminutos trineos, que a Ethan se le antojarían años después liliputien­ses Chichikovs meditabundos, esquinas donde acechaban Raskol­nikovs inmovilizados por la nieve, con las manos apartadas para siempre del asesinato: mucho más tarde aún habría de dudar de si la ciudad, rebosante de cebollas veteadas de nieve al fin y al cabo, quería representar a Moscú o a San Petersburgo, pues par­te de ella aparecía en el recuerdo asentada sobre pequeños pilotes en el «agua», igual que Erídano; estaba seguro de que la ciudad que salía de la caja era mágica también –porque no había vuelto a verla después de aquella tarde en que su padre regresó con un extraño abrigo con cuello de astracán y una gorra de piel rusa–, esa misma caja que habría de asociar para siempre con la muerte de su madre, acaecida poco después; la mágica ciudad bulbosa que vol­vía siempre a la mágica caja perfumada, y él demasiado te­meroso de su padre para preguntarle por ella más tarde; pero qué bella fue para él durante años la palabra «ciudad», la repi­cante palabra «ciudad» en el himno navideño Antaño en la ciudad del rey David, y la tumultuosa urbe con alas de ángel que era la ciudad celestial de Bunyan; fue bella hasta que «vio» una ciudad –Londres– por primera vez, tétrica, sumida en la niebla y ensangrentada como con los fuegos del infierno, y hasta la fecha no había visto Moscú, de suerte que mientras esto sub­sistió en su memoria casi como el último acto amable que recor­daba por parte de sus padres, si no como el único recuerdo feliz de toda su infancia, se vio obligado a creer que el regalo había sido en realidad para otra persona, probablemente para el hijo de uno de los clientes de su padre; no, por supuesto no había vaga­bundeado hasta un punto tan distante como Moscú; ni tampoco, como su hermano menor Gwyn, que quería ir a Terranova, se había embarcado temerariamente, porque no pudo encontrar otro barco, rumbo a Arcángel; no había ido al desierto ni vuelto al mar ni ingresado en un monasterio, y además se había llevado a su mujer consigo; pero había sido igualmente una retirada.)

«Es una solución cuya conveniencia no debería censurarse sólo porque sus objetivos, dicho brevemente, tengan que expresarse con frecuencia en forma de clichés», había declarado su suegro esco­cés, un aliado no imprevisto, con su solemne acento gutural y oratorio. Ethan sonrió para sí; pensar en el padre de Jacqueline, cuando conseguía creer en la existencia de un hombre semejante sobre la faz de la tierra, le producía un vivo placer. Las Islas Británicas engendran hijos extraños: y los más fabulosos ejemplos había que encontrarlos en Canadá. Y si la política canadiense (como en otro tiempo la estrategia de la Batalla de Inglaterra) no la formulaban nunca, según fuentes fidedignas, los ministros su­periores sin que los supremos recurrieran al consejo de la hueste angélica; y si en la Columbia Británica había ingleses, como su amigo el guardabosque de Erídano juraba que había, que vivían encima de los árboles, ¿por qué no un escocés, en cuyas tierras se decía, como de Virgilio, que era un mago blanco? Por muy fantástico que pareciese, Angus McCandless era o había sido ca­balista, y de alto rango, incluso una especie de Parsifal; una vez aceptado esto, cum grano salis, si se quiere, su vida interior, para un profano, parecía de una seriedad trascendente y casi inaccesi­ble, aun cuando él pudiese hablar de aspectos de este asunto con todo menos con seriedad; Ethan captó el humor de la situación debido al hecho de que el viejo practicante de magia ritual era también un calloso y rudo ranchero, granjero y ex soldado (Ethan no había comprendido nunca cómo cuadraba esta actividad má­gica con su conciencia, pues el McCandless, amén de haber sido masón, era asimismo católico). «Antes de amasar dinero, y en Ca­nadá la ley es un medio de ganarlo asombrosamente fácil», ha­bía proseguido el McCandless, «puedes reflexionar ahora sobre tus necesidades más profundas y las de mi hija. Puedes situar ahora la salud y la búsqueda de la felicidad en el lugar primero, pues fue providencial que tu abuelo juzgara conveniente proveer en su testamento para la educación de su hijo. Sí. Y me alegro profundamente de que estés ansioso de conocerte, de descubrir, si es posible, distintas y más hondas facultades en ti mismo. Qui­zás, en definitiva», había añadido con sarcasmo involuntario, «no seas un abogado por naturaleza, aunque sea de esperar que no pierdas nunca tu amor a las paradojas y absurdos de la ley.» (En realidad, Ethan daba todavía ocasionalmente –o lo había hecho hasta los últimos meses– clases de Derecho canadiense, en cuya re­forma, en ciertos puntos horrendos, confiaba aún en con­tribuir.) Otra peculiaridad del padre de Jacqueline era que, es­cocés entre los más escoceses, no había nacido en Escocia, sino en Burdeos, y descendía por línea directa de un terrateniente es­cocés que en los tiempos antiguos de la grandeza de Burdeos fue caballero de armas en el séquito del duque de Berwick, el hijo de Jacobo II y de la hermana de Marlborough, quien, en una época, mantuvo en la ciudad lo que se asemejaba a una corte en el exilio. Una rama de la familia nunca había abandonado el vie­jo puerto de mar, y fue en una visita de sus padres a estos pa­rientes cuando Angus McCandless había nacido. Todavía leal a medias en su corazón al vencedor de Almansa y a los Estuardo, el McCandless había emigrado al Canadá después de haber sido informado de que varias cartas autógrafas de Montesquieu, des­cubiertas en los archivos de la familia, eran de su propiedad. Las cartas fueron vendidas a la biblioteca parisina del Arsenal, aun­que su venta no le había reportado pingües beneficios. «En cuan­to a mí», dijo el viejo mago, «mi vida ha estado llena de retira­das. Empecé en este país con un salario de ocho dólares al mes en 1905, trabajando de sol a sol en una hacienda de ganado. Aquí tienes una retirada... Al año siguiente ganaba cuarenta dó­lares mensuales domando caballos en un rancho de Saskatchewan. Luego conduje rebaños en el rancho del río Toodoggone por alo­jamiento y veinticinco dólares al mes. Dos retiradas más. En 1908 compré una granja a cien kilómetros de Dumble, en Alberta. La vendí por veinte dólares el acre al cabo de tres años de faenas agrícolas, lo que en conjunto resultó peor negocio que las cartas de Montesquieu. Fui a ultramar en 1914, más compadecido que fu­rioso y todavía leal a la Vieja Inglaterra... la más original y puer­ca retirada de todas... Me repatriaron con una herida en la pier­na en 1917, y en febrero del 19 compré una granja avícola en Onion Lake, donde sufrí grandes pérdidas por culpa del bajo pre­cio de los huevos».

Finalmente había comprado otra granja: «Y puedo decir que aquel terreno era todo matorral, y que me costó nueve años de gastos conseguir que rindiera, lo que significó otra retirada, y para entonces, claro está, teníamos que cuidar de la pequeña Jac­queline.»

 

 

3

Rumbo al otro mundo

 

Ethan la había conocido en 1938, una tarde invernal de truenos y nieve, en el vestíbulo de un cine de las afueras de Toronto donde proyectaban Rumbo al otro mundo, con Douglas Fairbanks hijo. Decirlo así era un alegre eufemismo; había sido una conquis­ta desvergonzada por ambas partes, lo que fue motivo de mucha hilaridad posterior entre ellos, puesto que era un cine que proga­maba «películas serias para público de categoría», y a los dos les había parecido instantáneamente que esto, por supuesto, santificaba semejante frivolidad. Esbelta y ágil, morena y de ojos castaños, increíblemente joven y de aspecto apasionado –Ethan no era capaz de afirmaciones más detalladas con respecto a las mujeres; como le explicó a ella más tarde, sus piernas eran tan hermosas que él se sintió como si se hubiera tragado un rayo–, e indolentemente recostada junto a las cortinas de terciopelo de la entrada, fumando un cigarrillo, ella le saludó alegremente y casi como si ya fuesen amantes. Mientras se pintaba los labios, le dijo que se enor­gullecía de su independencia, iba a todas partes sola cuando le venía en gana, fumaba mucho, le gustaba la ginebra con zumo de naranja, adoraba las buenas películas y era maestra en un pueblo de Ontario: enseñaba música, francés, botánica, literatura, de todo, y tenía veintidós alumnos.

–Es una escuela pequeña de las afueras de Norway, a unos dos kilómetros de la autopista.

–Norway es la ciudad donde vivíamos parte de cada año, en Gales, en la costa de Caernarvonshire.

–Mi Norway es un pueblecito al este de Toronto.

Ethan sugirió que tal vez ella quisiera aceptarlo como a su alumno número veintitrés, y añadió que, hablando de doses, él había aban­donado Canadá cuando contaba dos años, después de haber nacido en el mismo Ontario, y no había regresado hasta los veinti­dós, es decir, hacía seis años.

–¿Y cómo encuentras tu país natal al cabo de tanto tiempo?

–Grande.

Ella dijo que su padre procedía de «la madre Patria», y Ethan, cogiéndole el cigarrillo y apagándolo en el cenicero repleto de arena, comentó que había vuelto en gran medida por causa de la depresión, para ayudar a desenredar los asuntos de su padre en Canadá.

–Me siento solo –dijo–. Todo el mundo me toma por in­glés y parece que aquí odian a los ingleses como al diablo. Lo que es yo, me enorgullezco de decir que soy inglés aunque soy medio galés, pero hablando estrictamente soy canadiense.

–Yo soy escocesa.

«...pero, ¿vamos al cielo o al infierno?», retumbó en el vestí­bulo la voz potente de uno de los actores de la película... «Ah», le respondieron, «si son el mismo sitio, ¿no lo sabías?» ¿Había sido la voz del Inspector, quien al parecer era Dios, que había subido a bordo del barco de los muertos para juzgar a los pasa­jeros? ¿O era Scrubby el camarero quien hablaba, el «interme­diario», condenado por su suicidio a viajar eternamente en aquel ferry espectral entre la tierra y el país invisible?

 


 

4

¿No es maravillosa la vida?

 

Pero desde el principio Jacqueline y Ethan se habían sentido completamente a gusto juntos. Se afiliaron a un cineclub que proyectaba clásicos los sábados por la tarde en una sala que resultó pertenecer a un anexo del Hospital General destinado a la cura de tuberculosos, y donde fueron a ver, para empezar, ¿No es maravillosa la vida?, de D. W. Griffith.

La vida podría ser maravillosa, o parecerlo de momento, pero a Ethan no se le había ocurrido hasta entonces que la mera sugerencia de muerte o disolución pudiese dar origen a un autén­tico júbilo. Sí, por poco caritativo que fuese el mero hecho de albergar allí un pensamiento semejante, incluso en ausencia, na­turalmente, de los pacientes, Ethan y Jacqueline, sentados casi a solas en las butacas provistas de unos objetos que al principio confundieron con ceniceros, cada vez que reflexionaban sobre su entorno en relación con el título del film, se sorprendían asediados, para su vergüenza, por instigaciones a la irreverencia similares a las que algunas veces tientan a las mejores personas a compor­tarse de un modo estrafalario en los entierros. Y durante unos minutos les costó un gran esfuerzo reprimirse mutuamente las car­cajadas. Ethan descubrió pronto que la película le estaba impre­sionando profundamente y de una manera insólita y extraña. La escena se situaba en algún lugar de los Balcanes, y la película empezaba cuando dos jóvenes recién casados eran expulsados de su casa, una cabaña en el lindero del bosque, por soldados dedi­cados al saqueo que mataban a sus padres y prendían fuego a la cabaña. Los amantes tenían que huir para salvar la vida, arras­trando la única posesión que les quedaba: un saco de patatas. De­trás, a lo lejos, ardía la casa. El día declinaba en el bosque y el cielo turbulento encima de los árboles presagiaba tormenta, y los amantes, temiendo encontrar más soldados o bandidos, no sabían qué camino seguir. A continuación, unos bandidos les tendían una emboscada y les robaban el saco de patatas. Caía la noche. Los amantes indefensos se habían perdido en el bosque. Todo estaba oscuro... La historia tenía hasta aquí la virtud de la ingenuidad, pero también, para sus ojos de espectadores más modernos, el film parecía tan tosco y desigual que era difícil no reírse ahora por esta razón. Y de repente, el genio de Griffith comenzaba a transformarlo todo, y de un modo tan profundamente hermoso que Ethan sintió que casi empezaba a cambiar algo dentro de sí. La cámara recorría lentamente las copas de los árboles que se doblaban ante el viento, y se veía el cielo tormentoso ilumi­narse conforme la luna salía de las nubes. Y en lugar de entre­garse a la desesperación, como había parecido que los amantes estaban a punto de hacer, levantaban la mirada con ávida súplica hacia aquella belleza salvaje de árboles y luz de luna tempestuo­sa sobre ellos, y luego se miraban como si dijeran, suposición confirmada por el subtítulo: ¿No es maravillosa la vida?

Ethan, que tenía sus reparos, meditó que casi nunca había creído que la vida fuese una maravilla; desde luego no de aque­lla forma. Aun así, a veces tenía que haber contemplado la belle­za de los árboles o la luna o el mar —indudablemente el mar­— de un modo muy parecido, por lo menos en su juventud, aunque en él ese anhelo era siempre efímero, desbaratado por la incomo­didad consigo mismo, la estupidez de la chica con la que estuviese, cierto sentimiento de frustración general, la mayoría de las veces sexual, o por un humilde, oscuro y complicado sentido de igno­rancia, como por una falta de ratificación de lo que uno veía, que quizá no era lo que supuestamente uno debía ver, o no era todo lo que un espíritu más refinado vería. ¿Y cuántas veces no se había interpuesto la desdicha, la soledad o, cuando se hizo mayor, el complejo de culpa? De todos modos, la escena de la pantalla, con las caras transfiguradas de los amantes mirando la luz de la luna que caía por entre la copa de los árboles, le pareció de im­proviso más conmovedora que nada que hubiese experimentado jamás, y al verla con Jacqueline le afectó con el más desinhibido asombro, porque lo que sucedió fue extraordinario. Fue como deducir lo real de lo irreal. Fue como si la luz lunar que caía a través de los árboles de la pantalla, dentro del cine, por la belleza penetrante con que estaba percibida y fotografiada, prestase a la recordada luz lunar del mundo externo un encanto que nunca había poseído para él; más aún, como si diese a la tierra, a la vida misma, otra hermosura posible, una realidad no soñada has­ta entonces.

Pero allí estaba todo aquello y allí estaba él, consciente de la mano húmeda de Jacqueline en la suya, consciente de que los dos se esforzaban por no llorar, aunque él sabía que así ocurría gracias a una identidad perfecta: ellos eran los amantes de la película. Veían con los ojos de los amantes. Eran ellos quienes, tras haber­lo perdido todo, no habían sucumbido a la desesperación. ¡Eran ellos mismos, Ethan y Jacqueline, los que estaban contemplando extasiados la belleza agreste de los árboles y la luna tormentosa en lo alto, y agradeciendo a Dios su amor, porque la vida era maravillosa y estaban enamorados y aquello era existir!

La película acababa con una escena parecida de árboles ba­ñados por la luz de la luna y los amantes acercándose por una larga carretera, cogidos de la mano y mirando las frondas que se arqueaban en lo alto, y luego sólo se veía la larga carretera que se extendía hacia el futuro... mientras que al momento siguiente Jacqueline y él estaban fuera del cine, en una carretera pareja­mente desierta, una de las tranquilas avenidas arboladas conti­guas a los terrenos del hospital; más allá, a la derecha, encontra­ron un pequeño parque donde unos cuantos convalecientes cami­naban o paseaban en sillas de ruedas empujadas por enfermeras, y donde ahora, excitados por la película y sin saber dónde ir (Ethan todavía tenía miedo de la juventud de Jacqueline, no sabía adónde llevarla y quizás estaba un poco asustado de sí mismo), empezaron a pasear de arriba abajo, comentando el film. Ethan se sentía tan ensimismado que apenas supo al cabo de un rato si estaba hablando o simplemente pensando en voz alta. Dijo que la película no sólo no era sentimental, sino que no había ironía en el título. Era, de una manera misteriosa, la verdad, sí, incluso en el sentido de Keats. (A continuación, Ethan, por entonces casi totalmente ignorante en materia de literatura, a menos que la re­tórica fuese una rama de la misma, pero ansioso de probarse a sí mismo que efectivamente era el alumno número veintitrés de Jacqueline, se había puesto a recitar poesía, tras haberle incita­do Jacqueline imprudentemente a hablar de Keats.) Estaba la be­lleza de la verdad, y en su interior estaba la verdad del amor y la verdad de la belleza encima, que el amor percibía a través de sus mismos ojos, y con la cual tenía una correspondencia miste­riosa. Algo por el estilo. De forma que si había amor, aun cuan­do se hubiran perdido todos los bienes terrenales, se diría sen­cillamente la verdad si se dijera: «¿No es maravillosa la vida?».

De repente la muerte parecía un enemigo, y el mundo (tan diferente de la tierra) no menos: se era mucho más fuerte que la muerte, también, si se tenía amor y fe en ese amor. Ethan se volvía apasionado, digresivo, contradictorio, filosóficamente pro­fundo, íntimamente adolescente. Notaba asimismo que era muy ameno, a la manera de un amante que suscita alegría con todo el ardor de quien está haciendo la corte, una alegría en que, sobre todo cuando se evoca en el matrimonio que la sigue, suena a ve­ces una nota de tristeza, como si esos momentos presagiaran no sólo la despreocupación y el compañerismo de la vida matrimo­nial, sino igualmente sus escollos, congojas y privaciones...

Como estaba diciendo, cuando tenías la beatitud del amor, sólo la tierra con toda su belleza era amiga tuya, y la imagen externa de tu naturaleza interior. Y si lo traicionabas por el excesivo apego a las cosas del mundo, el amor únicamente po­día vengarse mostrándose bajo una apariencia material y provo­cando la ruina. Apenas era el más lógico u original argumento de Ethan para su defensa el que lo hubiese expuesto en nombre de la «vida», el que no implicase ningún punto de vista o ley –ya fuese jus civile, jus divinum, jus gentium, por no mencionar el post liminium que anteriormente hubiese sostenido o creído sos­tener. Pero ciertamente era su discurso más elocuente y persua­sivo, que (al tiempo que tornaba menos verídica aquella frase que leímos en la novela de la biblioteca de la abuela: «Rara vez una propuesta de matrimonio puede haberse encubier­to en términos calculados para parecer menos atractiva a una joven hermosa») sin duda era más ilógico dadas las circunstancias y, como se le reveló, sin duda el más importante.

–Ethan, ¿estás diciendo que me amas?

–Yo... yo...

–¿Harías eso por mí?

–¿El qué?

–Si nos echaran de casa, al bosque, con todo en contra y to­dos nuestros planes a medio hacer y tirados a la basura, y las pa­sáramos muy negras y todos estuviesen contra nosotros y no tu­viéramos ningún sitio a donde ir, ¿mirarías la luna de ese modo conmigo y me dirías «¿No es la vida maravillosa?»?

Ethan levantó los ojos y miró la luna a través de los árboles que los contribuyentes del barrio habían solicitado recientemente que arrancaran por constituir una amenaza contra la vida, ya que por ser monstruosidades anticuadas no estaban en consonancia con el desarrollo moderno de aquel elegante vecindario. Era la primera vez que se había puesto apasionadamente del lado de los árboles, aun cuando no supiera de qué especie eran.

–¿Es eso lo que sientes, Jacqueline?

Todavía mirando a los árboles bajo un cielo semejante a un edredón iluminado, Ethan se sintió repentinamente entristecido y desesperanzado.

–Pero soy demasiado mayor para ti –añadió.

Jacqueline le rodeó el cuello con los brazos y le besó.

–Sí, eres una triste desilusión para mí, con toda tu melanco­lía y tu pesimismo.

–Es porque estoy locamente enamorado de ti.

–Ya. Lo sé hace siglos.

Los dos se habían abrazado fuertemente.

–Oh, ya veo que vamos a ser un tremendo consuelo mutuo –dijo Jacqueline irónicamente.