Con
esta idea, la de que aquello era un hecho consumado, subí las escaleras para ir
a las clases de la tarde. Llegué con la mejor cara que pude. Era martes y tenía
que terminar el pequeño periódico. Aninha se quedaría conmigo, me avisó
tímidamente en cuanto me vio subiendo la escalinata que daba acceso a la
escuela. Cuando sonó el timbre que anunciaba el final de las actividades del
día, fuimos las dos a la sala de la asociación de estudiantes. Incapaz de
articular una frase razonable, me coloqué ante la máquina de escribir. Recordé
mi máscara: debía ser superior. No era capaz de mirar a mi amiga, me faltaba el
valor. A pesar de sentirme acobardada, la ansiedad fue mayor y abordé el
asunto:
–Aninha,
¿qué está pasando? ¿Hay algo que no funciona entre nosotras?
–A
lo mejor hay algo que funciona muy bien, ¿quién sabe? ¿No te has dado cuenta
todavía?
Odiaba
aquellas respuestas-pregunta que ella pronunciaba con aire de superioridad.
¿Darme cuenta de qué? ¿Qué era lo que ella sabía y no me revelaba? ¿Cuál era
ese gran misterio que su mente superior ya había desvelado? Me di la vuelta,
con la artillería pesada preparada. Ella estaba de pie cerca de la puerta,
cabizbaja. Vencida. Me miró en el alma, una mirada de dolor, una mirada de
tregua, y entonces oí:
–Clara,
te quiero. No puedo resistirlo.
Lo
comprendí. Napalm en mi corazón. Sin pensarlo siquiera, repliqué:
–Yo
también.
Ella
aprovechó el segundo de susto que me provocó mi propia afirmación y,
cobardemente, disparó:
–¿Y
ahora qué hacemos?
Cerró
la puerta tras de sí y a continuación echó la llave. Me senté en el borde de la
cama. No hacía ni media hora que habíamos estado jugando a las preguntas en la
sala de la asociación de estudiantes. Increíblemente, fue ella quien puso
término al dilema. Como yo no respondía lo que ella quería oír, cogió los
libros y salió, diciendo que iba a pensar sobre el asunto. Puro teatro. Ni
siquiera llegué a sentirme sola y ya la puerta se abría nuevamente. Aninha
había vuelto. Como si fuese una actriz que tiene el privilegio de entrar en el
camerino y cambiar de ropa y de expresión, como si fuese capaz de incorporar a
otro personaje, ahora ella había transmutado el dolor del rostro en una
expresión divertida:
–¿Vas
a hacer ahora como el perro que ladra hasta perder el aliento y que, cuando el
coche se detiene, no sabe qué hacer?
No,
no me iría con el rabo entre las piernas, no desistiría de ella. Yo tenía que
saber, tenía que probar. Por eso, cuando me tiró de la mano, sugiriendo que la
acompañase, cedí. Hasta hoy, no recuerdo cómo eché la llave a la puerta del
local de la asociación de estudiantes. Cogimos el autobús con destino a la casa
de la Rua Auxiliadora.
Fuimos,
y allí estábamos. Aninha se sentó a mi lado en la cama individual. Me sujetó
las manos con una dulzura que era de ella, que siempre había sido de ella. Me
miró largamente, me miró intensamente con sus ojos verdes. Con la punta del
dedo índice, dibujó el contorno de mi rostro, extendiendo allí la mano. Sentí
el leve contacto, entendí que ella intentaba atraerme hacia sí. Mi amiga se
acercaba y... me besaría. No opuse ninguna resistencia. ¿Por qué iba a
resistirme? Cerré los ojos y sentí su olor, el olor bendito que jamás había
sentido tan cerca. Me deleité con su respiración, su aliento muy próximo a mi
rostro. Pero algo me ocurrió, se me pasó por la cabeza que no sabía cómo
continuar.
¿Cómo
iba a besar a Aninha?
Un
mero detalle técnico. Hasta entonces yo sólo había besado a una persona en toda
mi vida. Por cierto, había sido un chico al que ni siquiera conocía. Fue en una
fiesta de largo. Vino hasta mi mesa, me invitó a bailar y me llevó a la
terraza. Disimuladamente, pasó una mano por mis pechos y yo me dejé hacer.
Sabía que él me besaría, y, de hecho, así fue. Yo le correspondí, procurando
aprender cómo era aquello. Cuando sentí el volumen del interés del chico, me
aparté. Me acordé de que los chicos decían que, cuando la cabeza de abajo se
levanta, la de arriba no piensa. Me di cuenta de que era todavía peor, que
cuando las bragas de las chicas se mojan, ninguna de las tres cabezas sabe lo
que se hace. Antes del colapso de la última sinapsis de la última neurona, me
disculpé y corrí hacia la seguridad de mi mesa. Pero eso, la historia de mi
primer beso, no tenía importancia. Suavemente, el mundo perdía solidez en el
breve momento que precedió a aquel beso, el beso de Aninha. Me invadió la idea
de que besaría a alguien con sinceridad. Ella
era mi primer amor. Lo intuía. Lo quería. Siempre con los ojos cerrados,
entreabrí la boca aguardando el encuentro y sentí que me excitaba, que me
excitaría todavía más, y fui feliz. Aquel primer beso fue minúsculo, sólo los
labios se tocaron. No quería abrir los ojos, pero por nada del mundo me iba a
perder la cara de mi amiga en aquel instante. Miré a Aninha, que, con los
párpados levemente cerrados, inspiraba todo el aire de la habitación. Parecía
que una nube de placer le entraba por la nariz y la poseía por entero. Besé a
Aninha con voluntad, con deseo. La besé con amor. La abracé y la atraje hacia
mí, queriendo su saliva, queriendo cada uno de sus poros. La quería –cómo la
quería– entera, quería incluso su alma, si eso fuera posible. Recorrí los
caminos de su rostro y de su cuello con la boca, sorbiendo, comiéndole la piel.
En un instante las dos estábamos embriagadas, las manos paseando por los
cuerpos, aturdidas por tantas y
tantas prendas de vestir. Nunca hubiera imaginado que su piel pudiese ser tan
suave. Ella era una fruta. Mi amiga se apartó de mí y se sentó sobre los
tobillos, riéndose todavía de mi comparación. Se despojó de la blusa y el
sostén, y los pechos saltaron blancos e inmensos. Los senos de Aninha,
redondos, perfectos, me esperaban. La imité, me despojé de mis ropas. El
éxtasis de la novedad nos paralizó por un instante, las dos admirándonos en la
desnudez. Nos abrazamos, experimentando el placer de tocarnos con nuestra piel.
Yo nunca me había acostado con nadie, y era totalmente consciente de que
aquella sería, para siempre, mi primera vez. Nos quitamos los vaqueros,
desnudándonos mutuamente. Las piernas de Aninha, robustas; el sexo de Aninha,
oscuro. Se tendió a mi lado, pegando su cuerpo al mío, abrazándome con todos
los brazos y las piernas del mundo, y lo que yo percibía era el algodón de que
ella parecía estar hecha, así de blanca, así de leve. El contacto me deleitaba,
era como si me rozaran todos los ángeles. No sabía qué vendría a continuación;
sólo quería aprovechar aquella confusión de candor y desesperación. Aninha, los
labios húmedos, me acarició los senos con una ternura de pájaro. Me estremecí,
descubriendo escalofríos de placer. Imité esa caricia en ella, conmovida,
amando aquellos senos con devoción. La abracé, descansando un instante en el
busto de leche tibia. Se tumbó encima de mí, enlazó mi pierna derecha con las
suyas y percibí, mojada y caliente, la excitación que yo también sentía.
Enroscada en mí, apretándome como unas tenazas de fuerza desconocida, comenzó
un movimiento de vaivén, rozando casi con ferocidad su sexo contra mi muslo, y
supuse que así era como lo hacían dos mujeres. Aninha se masturbaba en mi
pierna, la respiración alteradísima, llevándome consigo. Me sentí paralizada,
el mundo entero estaba paralizado, y lo único que se movía era ella. Comprendí
que yo podía hacer lo mismo, una de sus piernas estaba entre las mías. Repetí
el movimiento sincopado y, de vez en cuando, recibía en la boca besos que eran,
imaginaba, los vínculos con la divinidad. La vida me daba su aliento a través
del hálito de Aninha. Ya me faltaba el aire y sentí que iba a correrme. Ella
susurró que me calmase, que la siguiese; me decía qué tenía que hacer, y me
pareció que su instinto y su intuición habían alcanzado el grado máximo de
agudeza. Mi amiga buscaba saciarse y encontraba la calma. Yo, más impaciente,
quería el orgasmo que estaba allí, muy cerca, acumulado en mi vientre, casi
doliéndome en la barriga. Ella me pedía que todavía no, que recordase que yo no
estaba sola, que estábamos por fin juntas y que no había que tener prisa. La
escuchaba y entendía que la prisa es para los solitarios, para los que
agonizan, aislados, sin el eco del placer. Creo que fue ella quien me dijo eso.
Nunca entendí cómo Ana era capaz de hablar en un momento así, pero ella me
decía que siempre había querido estar así y que siempre había pensado que
teníamos que excitarnos juntas. El hecho de que ella estuviese conmigo no
significaba tan sólo que yo no estaba sola, significaba que yo siempre había
querido estar así con ella. También aprendí que el gran secreto era sentir
placer en proporcionar placer. El placer se convirtió en una dádiva de vida. Yo
la amaba, eso le dije, y Aninha me hizo callar con un nuevo beso, mientras
continuaba el movimiento rítmico. Me miró, apoyada en las palmas de las manos,
y me pidió que fuese consciente de que, en aquel momento, éramos dos mujeres
amándose, y que jamás dos personas podrían ser tan iguales. No sé de dónde
sacaba esas ideas, pero me ayudaba oírla, y oírla me excitaba aún más. Ella me
hacía feliz. Balbució que me amaba. Cuando oí eso, me estremecí. La apreté
contra mí todo lo que pude, mis pulmones se llenaron y no volvieron a vaciarse,
todos mis músculos se robustecieron de un modo que se me antojó extraordinario.
Aquél era el límite al que un ser humano podía llegar. Por un instante, sentí
que estaba lejos de mí, y me vi a mí misma retorciéndome en espasmos de puro
placer, mi vientre vaciándose en ondas. Traicioné a Aninha, no pude contenerme,
me corrí antes que ella. Cerró los ojos, se mordió los labios en una expresión
de sufrimiento, aunque yo sabía muy bien que no sentía dolor. Después supe que
también había dolor, que el alma se obstina en escapar porque ya no quiere
caber en el cuerpo, como en un rezo. Ella se retorcía, los pechos en mi rostro,
el ritmo acelerado del movimiento. Aninha alcanzó el orgasmo en medio de un
beso.
Con
una diferencia de pocos instantes, nuestras almas se fueron y regresaron a
nuestros cuerpos.