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Qué día me espera, se dijo
antes de abrir los ojos. No quería levantarse porque todo lo que imaginaba que
le iba a ocurrir ese día era, por lo menos, deprimente. En realidad, pensó, hoy
comenzó anoche. Qué noche de mierda, se dijo, y el recuerdo de la frustrada
velada con Tatiana le dio fuerza suficiente para abrir –más o menos– los ojos,
tirar sábana y cubrecama para atrás y levantarse. Hizo el habitual recorrido
que no se suspendía por depresión: encender la computadora, prender el fuego
para el café, hacer pis de pie (hubo una época en la que se sentaba en el
inodoro pero podía quedarse veinte minutos, media hora tratando de recuperar
fuerzas para levantarse de allí), abrir la ventana del living-estudio-comedor y
manotear el diario que descansaba virgen al lado de la puerta de entrada.
Fue una sombra, o la sombra de una
sombra, o la duda de una sombra, lo que hizo que se volviera hacia la ventana.
Esa parte del departamento (un dos ambientes de veinte años, necesitado de pintura,
con cama de dos plazas, bastante amueblado y el alquiler y las expensas al día)
daba sobre el pulmón de
manzana. Del otro lado, a unos cincuenta metros se levantaba el contrafrente de
otro edificio gris que antiguamente era celeste grisáceo, levemente
descascarado en la parte superior. No tenía balcones sino unas ventanas grises
que antiguamente eran blancas. Ventanas feas y tristes como feo y triste era
ese edificio que se había acostumbrado a ignorar, a no ver por más que lo
mirase unas setenta y nueve veces al día (de noche mejoraba un poco, con sus
luces que se encendían azarosa y asimétricamente). Pero la sombra, más bien una
mancha móvil, lo atrajo. La mancha móvil era un tipo que había pasado una de
sus piernas por la ventana y con esfuerzo trataba de pasar la otra parte de su
cuerpo.
Si alguien, a la altura de un
séptimo piso (porque era a la altura de su propio piso) saca los pies al vacío
muy probablemente esté por saltar. Ese tipo allí estaba suicidándose, frente a
su nariz, a sus ojos dormidos. Miró desesperado hacia los otros departamentos:
nadie parecía darse cuenta de nada. Sacó la cabeza para ver si alguien de su
edificio estaba, como él, mirando pero si lo estaba debía esconderse tras una
cortina porque tampoco vio a nadie. Él no solía reaccionar rápidamente aunque
esta vez la providencia divina lo inspiró. Gritó «hey», gritó «señor, ¿qué
hace?», gritó «señor, hey, escúcheme». Su voz se perdía en el pulmón de manzana
pero tuvo que haber llegado al otro edificio porque el hombre se sobresaltó.
Como si hubiera sido encontrado en falta miró desesperadamente hacia el sitio
de donde provenía la voz que lo llamaba. Se encontró con Adrián mirándolo,
llamándolo, haciéndole gestos que no tenían ningún significado concreto (el
sentido más aproximado era una especie de saludo hiperquinético) y
atolondradamente metió su pierna que estaba en el vacío en el concreto espacio
de su departamento, con el gesto se golpeó la cabeza con el borde de la ventana
y de un golpe bajó una cortina. Adrián se quedó mudo. De a poco la sangre
volvió a circular por su cuerpo y pensó: salvé a un tipo del suicidio. Dios
mío, qué día me espera.
Su padre debía estar en algún bar
de la avenida Mitre tomando un segundo vaso de vino blanco; los ojos vidriosos
no tanto por el alcohol como por el recuerdo de su madre muerta cinco meses
atrás; su hermana tres años mayor ya habría mandado a los trillizos al jardín
de infantes; su novia (o ex, depende cómo se viera) lo quería ver ese día para
una reconciliación que iba a terminar mal; la chica que le gustaba lo había
dejado caliente la noche anterior; su jefe (o sea, su tío) quería urgente el
puto folleto del Plan Maternal y el vecino del otro edificio se había querido
suicidar. Adrián no lo sabía pero se preguntaba lo mismo que noventa y un años
y seis meses atrás se había preguntado Lenin: ¿qué hacer? El suicidio era la
respuesta más realista pero no había nada más desagradable para un suicida que
algún otro intentara adelantársele. Decidió comenzar ese día por el principio:
ducha, café con diario, apagar la computadora y salir a buscar al suicida para
convencerlo de que abandonara su idea. Luego, todo lo demás. Las dificultades.
Se sentía como con resaca. No era
el alcohol sino la masturbación. Siempre que se pajeaba de noche se despertaba
a la mañana siguiente con la sensación de que el mundo estaba más espeso. Lo
que pintaba como una noche de sexo descontrolado había terminado con una paja,
no tanto para quitarse la calentura como el enojo hacia la idiota chica de la
que se estaba enamorando en detrimento de su novia. Habían ido a cenar, habían
ido al cine y Tatiana había aceptado ir con él a su departamento para ver un
estúpido protector de pantalla con imágenes de Los Simpsons.
Llegaron al depto, encendió la
computadora, activó el protector de pantalla y Bart Simpson apareció con su
skate para cruzar por sobre las carpetas y los iconos de los programas, atrás
aparecía Lisa arreglando el estropicio realizado por su hermano y por el otro
lado aparecían Homero y Marge. Él dejando su huella profunda en el tapizado del
Windows 3.11 recién reinstalado y ella plantando flores sobre los iconitos del
Word, el Corel, el Photoshop y el PageMaker 5.
Estuvieron de dos a tres minutos
contemplando estas pavadas hasta que Adrián dio por terminado el show Simpson e
intentó besarla. Ella se resistió un poco pero no mucho. Tenía unos labios
blandos y una saliva cálida. Adrián buscó poner su mano entre la ropa y la piel
de ella. Lo consiguió. Intentó avanzar hacia los pechos, y los codos ubicados
estratégicamente se lo impidieron. Él murmuró algo así como «dale, un poquito»,
en realidad, pensó eso pero emitió una serie de sonidos guturales producto de
tener su lengua en la boca de ella, y ella apartando la suya dijo claramente
«no, no seas malo». Como es debido, Adrián no le hizo caso y ella aflojó los
codos. Sintió la textura de la tela, cubrió una de las generosas tetas de
Tatiana con su mano derecha mientras que la izquierda avanzaba a dedo firme
hacia el broche ubicado en la espalda de la chica. Llegó allí y rogó que no
fueran de esos ganchitos que se traban cuando uno intenta desprenderlo con una
sola mano. Eran de ésos. Intentó varias veces sin aflojar con los besos, con la
presión de su pierna entre las piernas de Tatiana, con su mano derecha moviéndose
impaciente de una teta a la otra esperando que la izquierda hiciera su trabajo
pero el broche sólo se había rendido a uno de los dos ganchitos. Hizo un
movimiento como de abrazarla y abandonó los pechos para que una mano fuera en
ayuda de la otra. Entre las dos concretaron la acción y como premio volvieron
juntas hacia delante para gratificarse cada una con lo suyo: la derecha, la
teta izquierda, la izquierda, la teta derecha.
Todo estaba bajo control. Se
arrodillaron en el colchón pero no para rezar sino para facilitar el
despojamiento de las ropas. Ella también había metido sus manos debajo de la
camisa de Adrián y luego de acariciarle la espalda y el pecho buscaba con más
tranquilidad que él desabrochar los mil botones de su camisa. Adrián ya estaba
desnudo de la cintura para arriba y ella tenía todavía su ceñido pulóver de
hilo. Tatiana levantó los brazos y él le sacó el pulóver, ella terminó
sacándose el corpiño que colgaba ociosamente sobre sus pechos.
Fue en ese instante, en el que
quedaron desnudos de la cintura para arriba, en el que Adrián se detuvo a
contemplar las tetas que tantas veces había imaginado debajo de camisas,
pulóveres y remeras, que tantas ganas tenía de tocar, morder, chupar y apretar,
fue en ese instante, cuando todavía no había comenzado a morder y chupar y
había suspendido las 39caricias
para contemplar los rosados pezones de esas tetas firmes medidamente grandes,
cuando ella, Tatiana, empezó a emitir un grito entrecortado pero que se
prolongaba en el tiempo, un grito que lanzado unos minutos después cualquiera,
Adrián incluso, hubiera confundido con gritos de placer pero que en ese momento
de cero caricia, de desnudamiento parcial, de contemplación casi beatífica,
debía tener otro origen, como descubrió Adrián cuando pudo finalmente elevar
los ojos de las tetas al rostro de ella y la descubrió mirando horrorizada
hacia la pared que estaba a unos dos metros de la pareja y tratando de decir
casi sin aire:
–Una cucaracha.
No había tiempo para dudas. Adrián
se levantó rápidamente y fue hacia la pared por donde la cucaracha descendía
ajena al drama que estaba desencadenando y sin siquiera sospechar cómo estaba
por convertirse en algo parecido a puré de cucaracha. El bicho ya estaba por el
piso cuando Adrián llegó listo para aplastarla. En un movimiento inesperado la
cucaracha voló bajo o pegó un salto o hizo algo similar que el conocimiento
sobre insectos de Adrián (buen alumno de biología en la secundaria y mejor
cazador insectil en la infancia) lo llevó a pensar que eso no debía ser
exactamente una cucaracha. Tal vez un grillo, un cascarudo, un siervo volante
(nunca había visto ninguno salvo en una lámina de su época analfabeta). Pero no
eran momentos para hundirse en cavilaciones entomológicas sino de pasar a la
acción. Su movimiento fue rápido y el bicho perdió su especificidad debajo del
zapato de Adrián.
Empujó los restos de la cucaracha
hacia la puerta, se sacó los zapatos para no ir hacia su chica con los pies
llenos de muerte o de suciedad o de lo que fuera y fue cuando el segundo
zapato, el limpio, caía sobre el piso cuando vio a Tatiana poniéndose el
corpiño.
–Esto es una locura.
–Ya la maté.
–Sí, era horrible. Mejor me voy.
–¿Qué decís?
–Que es tarde, que no deberíamos
haber llegado a esto, nos pusimos como locos.
–Yo estoy loco por vos. En serio,
me volvés loco.
–Basta, Adrián, por favor,
soltame. Please, te lo pido.
–Pero si estábamos bárbaro.
La conversación continuó así
durante cinco minutos y Adrián, como cualquiera en su lugar, se dio cuenta al
toque de que la batalla estaba perdida pero debía, como cualquiera en su lugar,
insistir, agotar las posibilidades de una seducción ya perdida, de una magia
que era milagrosa y que se había convertido en la vulgar y previsible negativa
de una chica demasiado difícil, demasiado histérica (pero no, no digas eso, eso
es resentimiento), demasiado hija de puta como para dejar al pobre Adrián con
una furia mayor que su calentura.
Ella lo miró con amor. Podía
permitirse esa mirada porque ya estaba vestida y porque esa mirada amorosa
podía ser de una madre. Adrián estaba todavía en cueros pero su erección,
incólume incluso mientras mataba a la cucaracha, había desaparecido dejando esa
sensación de humedad en distintos lugares del bóxer que había estrenado ese
día.
–Perdoname, ¿me perdonás?
–No, no te perdono.
–Dale, acompañame a la parada del
colectivo.
–Ni loco, andate sola.
–Son las dos de la mañana. ¿Me lo
decís en serio?
–Por supuesto. Si querés irte,
andate.
–Como quieras.
Por lo menos ya no sonreía
amorosamente y su rostro tenía casi la misma expresión de furia que la de
Adrián. Ni siquiera la acompañó hasta la puerta del departamento. Ella lo besó
en la mejilla y él olió por última vez ese día el rico perfume que usaba,
previsiblemente importado y caro.
–Acordate –le dijo usando ya el tono
de secretaria que tan bien le salía a diario– que mañana necesitamos los
originales armados del Plan Maternal. Si no los tenés listos tu tío te mata.
Chau.
–Mi tío no mata a nadie. El Plan
Maternal se lo puede meter en el culo.
Esto último lo dijo para sí porque
ella ya había cerrado la puerta y tomaba el ascensor que parecía esperarla en
el piso.
–Cucaracha de mierda –dijo y no
tenía claro si se refería al bicho o a Tatiana.
A pesar suyo se le cruzó la imagen
del trabajo que tenía que entregar al día siguiente y que no iba a llegar a
terminar. Ese folleto para la Secretaría de Acción Social, el fino robo de
guante gris de su tío y sus amigos en el gobierno. Él diagramaba todo lo que el
tío les vendía a esos tipos. Sabía que el tío cobraba diez o veinte veces más
de lo que se debía cobrar por esos trabajos y a él le daba bastante asco, tal
vez porque siempre sintió rechazo por el hermano de su madre que de chiquito le
había roto un muñeco de esos inflables e involteables con el que practicaba
boxeo y que su tío había quemado con un cigarrillo con su habitual ineptitud.
Tampoco le perdonaba que desde que tenía uso de razón lo saludara diciéndole
«qué hacés, hincha de River» cuando él siempre había sido hincha de Boca y de
El Porvenir. Encima no le pagaba mucho, apenas lo normal, ni un peso de más
como paliativo para ese asco que sentía por trabajar con un corrupto.
Adrián se acordó del trabajo
y se indignó. Se acordó de Tatiana y sintió bronca. Se acordó de sus tetas y
sintió más bronca todavía. Habría tenido que salir a la calle a buscar una puta
pero era tarde y se sentía débil, como una cucaracha aplastada. Se sacó el
pantalón, fue al baño y se hizo una paja, casi sin pensar y casi para no
pensar, para creer que sus ganas de sexo iban a tapar la irrupción de
obligaciones que lo esperaban al día siguiente. Acabó, se limpio
concienzudamente y no había terminado de acomodarse su bóxer recién estrenado
cuando en su mente ya se estaban cruzando todos los problemas del día
siguiente.
Leyó el diario por arriba, como
siempre. Una noticia le llamó la atención: un incendio forestal en un lugar del
sur del país había terminado con la vida de unos veinte bomberos que tenían
entre doce y veinticinco años. Todos más chicos que él. Habían muerto por una
causa, por un deber y él, que quería morirse, que pensaba todos los días en el
suicidio, no tenía causas ni deberes, sólo agobios, miedos, ganas de dormirse y
no despertar. Pero los bomberitos no. Ellos habían muerto achicharrados porque
creían en el deber de apagar el fuego de los árboles. El diario decía que al
verse rodeados por las llamaradas algunos de ellos, presos del horror
seguramente, se habían tomado de la mano. Habían muerto agarrados de la mano,
como amantes suicidas. Pensó quién se moriría con él si se suicidaba. No su
novia a la que le gustaría que se muriera. Tampoco Tatiana que si no se dejaba
tocar las tetas mucho menos iba a matarse con él. Pensó en su madre y la imagen
que se le apareció era la de ella internada en terapia intensiva. Dos semanas de
un dolor insuperable en las que él la tomaba de la mano, apretaba su mano floja
y cálida.
Intentó concentrarse en la sección
deportes del diario: Boca había perdido cinco a cero. En la entrevista de apuro
que siempre se le hace al técnico después de los partidos, Menotti decía una
frase que quedó flotando dentro de la cabeza de Adrián: «Nos faltó la suerte de
los campeones».
A mí me falta la suerte de los
campeones, se dijo.
Tenía que ponerse a hacer el
folleto del Plan Maternal, escanear las fotos, tirar los textos en el
PageMaker, elegir tipografías distintas para los títulos, ubicar cada epígrafe
debajo de cada imagen, ajustar el diseño, hacer pruebas de impresión.
Tengo que salvar al suicida, se
dijo y salió a la calle.
Todas las agresiones a las que se
veía sometido Adrián posiblemente tenían su origen o su síntesis o su metáfora
en lo que le ocurría cada vez que salía del edificio de la calle Esmeralda en
donde vivía. La vereda no tenía más de dos metros de ancho, estaba rota por
todas partes, una multitud la transitaba y siempre tenía la sensación de que
los autos, taxis y los enormes colectivos iban a atropellarlo. Bienvenido al
mundo real, le decían las bocinas, los empujones de la gente, las frenadas
bruscas, las aceleraciones inútiles en una calle siempre atascada de tráfico.
Se dirigió al edificio de Maipú,
de donde había salido el cuerpo por la ventana. En esos doscientos metros que
debía recorrer intentó pergeñar alguna estrategia para hablar con el suicida.
Intentó imaginar el diálogo que tendría unos minutos más tarde pero era
imposible. No se le ocurría nada. En su cerebro sólo aparecían los goles que se
había comido Boca y en sus oídos retumbaba la frase de Menotti. Nos faltó la
suerte de los campeones. Nos faltó la suerte de los campeones.
La realidad le facilitaba las
cosas. El edificio era de ésos en los que se entra sin tener que llamar al
departamento o al portero. Era un edificio de oficinas tan derruido como dejaba
imaginar el contrafrente arruinado.
Sabía que el suicida arrepentido
había intentado saltar desde el séptimo piso. Subió al ascensor y ya que no se
le ocurría nada al menos intentó repasar el aspecto que tenía el arrepentido:
un pantalón gris, una camisa celeste, corbata oscura, el pelo oscuro,
contextura física mediana a grande. En el piso había sólo dos entradas: fue
hacia la oficina que daba al contrafrente. En la puerta de vidrio esmerilado se
anunciaba: «Marini y Asociados, Importadores, Exportadores, Departamento
Archivos de Expedición». Tocó el timbre y alguien desde algún lugar le abrió.
No había una recepcionista sino un
largo mostrador de madera oscura. Detrás trabajaban cinco personas: cuatro
hombres y una mujer. Los hombres vestían todos igual: camisa celeste y
pantalones grises. Todos tenían el pelo más o menos oscuro y salvo un petiso,
los demás tenían la misma contextura física. Y ahora qué hago, se dijo no sólo
porque no podía identificar al suicida sino también porque lo miraban. Los
cinco, como si lo estuvieran esperando, lo miraban.
Durante un segundo, o menos,
definió que tenía que hablar o con la mujer o con el petiso. Los dos únicos que
tenían una evidente coartada para negar ser el suicida. Se dirigió a la mujer.
–Discúlpeme, señora –dijo tratando
de parecer sereno y de simular que realmente necesitaba hablar con ella. La
mujer le respondió con un gesto que quería decir: qué necesita.
–Necesito hablar con usted
–insistió Adrián rogando que la mujer abandonara su escritorio y se acercara al
mostrador. Como resignada, le hizo caso.
–Mire usted... –empezó a decir en
voz bien baja para que no lo escucharan los demás que no dejaban de mirarlo– yo
vivo en el edificio que da al contrafrente de éste. Hoy a la mañana estaba
mirando por la ventana y vi que de esta oficina, un hombre intentaba saltar por
la ventana. Yo me puse a gritar y el señor se ve que se asustó porque volvió a
entrar acá. Tal vez le parezca una locura pero querría hablar con él. El
problema es que no puedo reconocerlo porque todos se parecen por como están
vestidos. Salvo el señor de la punta derecha que es más menudo que el que quiso
saltar.
La mujer lo miró sin ningún tipo
de expresión en el rostro. Difícil saber si pensaba que estaba frente a un loco
o si creía que ése que le hablaba en un susurro era un idiota. Giró levemente
el cuerpo hacia atrás y gritó:
–¿Alguno de ustedes estuvo colgado
en las ventanas de Expedición?
Tuvo que repetir la pregunta
porque la primera vez todos hicieron como que no entendían qué se les
preguntaba. Negaron los cuatro, incluso el petiso. Pero Adrián notó cierta turbación
en uno de ellos que apretó un lápiz fuertemente en el libro contable que tenía
sobre su escritorio a la vez que negaba como los otros. Ahora Adrián estaba
seguro: ése era el suicida.
–Ya ve –dijo la mujer–. Se
equivocó de piso o de edificio.
–Escúcheme –dijo Adrián con la voz
más baja que pudo. El segundo a la derecha mía, el que está al lado del señor
menudo. Estoy seguro de que era él.
–Mire, joven, no se complique más
la vida. Le aseguro que de este departamento nadie quiso suicidarse ni jugar a los
paracaidistas.
Debió haber gritado, hacer un
discurso sobre lo hermoso que es vivir. Que el suicida se arrepintiera de su
proyecto. Decirle que si tenía problemas los iba a superar. Pero no, bastante
que había llegado hasta ahí. Ya no le quedaban fuerzas para insistir y mucho
menos para gritar. Saludó como pudo y mientras se retiraba sintió su nuca llena
de ojos que lo contemplaban. Cuando cerró la puerta esperó escuchar el
estallido de una carcajada de los cinco oficinistas pero en cambio oyó un silencio
de cementerio interceptado por el ruido del ascensor. Se subió a uno, apretó
planta baja. Y pensó: soy un cobarde. El peor de los cobardes: de esos que se
animan un poco pero no mucho.
Volvió a su departamento dispuesto
a trabajar en los putos folletos. Prendió nuevamente la computadora y mientras
se encendía se quedó observando las ventanas del edificio de enfrente. Que el
suicida no estuviera allí, dispuesto a saltar, le molestaba un poco.
Se quedó casi media hora así,
mirando por la ventana, con la mente vacía, concentrado en las manchas de
humedad y en las ventanas rotas del otro edificio. Cuando volvió en sí, en la
computadora se había conectado el protector de pantallas y Bart Simpson
destruía los logos del Office y del Adobe.
Se acordó de la cucaracha y de
Tatiana. Tenía que hacer algo. Llamó a su novia. No estaba o no quería atender.
Odiaba el contestador automático de Marcela en el que ella y su hermano
cantaban una canción de Pimpinela antes de que el ¡pip! permitiera dejar un
mensaje.
–Marcela –dijo después de que
terminara la canción–, habíamos quedado en que hoy nos veíamos para hablar de
lo nuestro. Veo que como siempre todo te chupa un huevo y ni siquiera estás
para hacer una cita. Si te va, llamame. Esta situación no da para más.
Cortó y a la vez sintió un leve
desasosiego. Soy un idiota, soy un idiota. Soy el más grande pelotudo del
planeta. No había chequeado su propio contestador antes de llamarla. Tenía uno
de esos servicios de mensajes de las telefónicas que al no tener un aparato físico
visible hacía que el usuario se olvidara de chequearlo. Es más: no había
revisado la noche anterior cuando llegó con Tatiana ni después. Es decir que
hacía veinticuatro horas que no sacaba los mensajes de su casilla. Por una vez
Adrián estaba en lo cierto: era un idiota.
Había cuatro mensajes nuevos. El
primero era de su hermana invitándolo al cumpleaños de sus sobrinos trillizos
el viernes siguiente. El segundo lo sorprendió y mucho. Era Francisco, uno de
sus amigos de la infancia. Hacía como ocho años que no sabía nada de él, desde
el casi trágico día de Independiente-Racing en que la providencia hizo que
Francisco apareciera en el momento exacto.
–Adrián, habla Francisco de Lanús.
Tu teléfono me lo dio tu papá. Necesito verte hoy si podés. Estoy en el centro
con mi novia. Te llamo más tarde.
El llamado siguiente también era
de Francisco. Tenía la voz levemente temblorosa, como si estuviera excitado o
asustado.
–Adrián, soy yo de nuevo,
Francisco. Necesito verte. Te llamo más tarde.
Pero el cuarto llamado no era
Francisco insistiendo. Era Marcela, su novia y futura ex.
–Hola, soy yo. Mañana voy a estar
todo el día en la facultad porque hago equipo con los chicos de Literatura
Brasileña. Te llamo cuando vuelvo o mañana a la mañana. Así arreglamos para pasado
y definimos esta situación.
Podría haber seguido torturándose
con que era un idiota pero los llamados de Francisco le parecieron tan
sorprendentes y enigmáticos que le hicieron olvidar el enojo consigo mismo.
Francisco, pensó, dónde andará Francisco, qué necesitará. Es cierto que
últimamente estaba siendo muy pesimista con todo pero no podía dejar de creer
que el llamado de Francisco debía ser para preocuparse.
Trabajó exactamente tres horas,
quince minutos, dieciocho segundos según su contador de trabajo que tenía
instalado en la barra de tareas de la computadora. Había avanzado bastante si
se tiene en cuenta que no había hecho nada los últimos tres días y que ya había
resuelto el cincuenta por ciento del trabajo. Quedaba todavía seleccionar algunas
fotos, escanearlas, trabajarlas con el Photoshop, insertarlas en el archivo
PageMaker (por qué no trabajar como todo el mundo con el QuarkXPress, se decía
cada vez que le salían mal los cálculos de medida), ajustar los textos. Pero ya
tenía tipografías definitivas, viñetas, todos los formatos y los colores
tipográficos de títulos y resaltados. Levemente satisfecho comprimió todo y lo
dividió en siete disquetes.
Cuando volvió a salir de su
departamento ya eran las dos y media de la tarde. Pensó en volver a la oficina
de Importación y Exportación pero la idea de encontrarse con la mujer que lo
atendió o con el petiso le quitó todas las ganas. Se detuvo en un bar a tres
cuadras de su departamento y se pidió un sándwich de crudo y tomate en pan
francés y una Coca Cola. Un año y medio después de haberse ido a vivir solo aún
le costaba acostumbrarse a comer sin compañía. Se aburría. Jamás se cocinaba y
muy rara vez se pedía comida en un delivery. Prefería comer en bares al paso o
prepararse sándwiches cuando no encontraba a nadie con quien comer. A veces iba
a comer con su padre, muy rara vez con su hermana y los trillizos. Una vez más
extrañaba a su madre. Cuando se había ido a vivir solo todavía estaba bien, sin
vestigios de la enfermedad que la iba a matar un año y pico después. Día por
medio se tomaba el 17 e iba a almorzar con ella. Su padre ya se había jubilado
pero trabajaba como adicionista en una parrilla a seis cuadras de la casa y
recién aparecía a las cuatro de la tarde para volver a irse a las ocho. Ahora
que ya no trabajaba, su padre no se acostumbraba a quedarse en la casa sola y
se la pasaba en algún bar, o en la plaza, o vaya uno a saber dónde.
Después del sándwich se pidió un
café y se dedicó plácida y voluptuosamente a disfrutar de las mujeres que
pasaban por delante de la ventana del bar. Cada vez que veía pasar una chica
con buenos tetas no podía dejar de pensar en las de Tatiana y de lo cerca que
había estado el milagro. Maldita cucaracha. Su fastidio, como ocurría siempre
en esos días, derivó en Marcela. Tenía que cortar con esa relación enferma.
También tenía que dejar de interesarse en Tatiana por más que estuviera bárbara
y fuera la mujer más hermosa y, por qué no decirlo, con más clase que le
hubiera dado bola alguna vez. Porque había salido con chicas encantadoras, no
muchas pero las suficientes como para sentirse satisfecho. Pero ninguna tenía
tanta clase como Tatiana que hablaba idiomas, había estado en Europa y Nueva
York y hasta había salido con un actor que ahora protagonizaba un teleteatro y
al que se había dado el lujo de patear. Esa chica le había dado bola.
Pero no, también tenía que cortar
con ella. No interesarse más en ninguna de las dos. Lo que él necesitaba era
sexo. Simplemente sexo. Esa noche se acostaría con una puta. Eso era lo mejor
que podía hacer con su vida. La promesa de sexo seguro (seguro a nivel de
concreción y no a nivel sanitario) le dio la suficiente vitalidad para
enfrentarse con su tío y con Tatiana.
Llegó al edificio de las oficinas
de su tío. Tuvo que dejar el documento en la recepción, pasó por un control
sobre el que tenía que apoyar una tarjeta que le daba la recepcionista para que
no chillara una alarma y se subió al ascensor con capacidad para diez personas.
Bajó en el décimo octavo piso y le abrió la puerta desde su escritorio Leticia,
una veterana que según le había comentado Tatiana andaba con su tío. Leticia
estaba fuerte, tal vez más que Tatiana pero lo trataba a Adrián con una
cordialidad asexuada imposible de remontar por más esfuerzo que ponía cada vez
que la miraba.
–Tu tío preguntó por vos varias
veces.
–Es que somos una familia que se
extraña mucho. Pasó a la oficina de atrás que era a su vez la antesala del
despacho de su tío y donde Tatiana tenía su escritorio. Lo trató fríamente.
Adrián odiaba que se le adelantaran. Era él quien iba a tratarla como un hielo
a ella.
–Espero que hayas podido viajar
bien anoche.
Ya que había perdido la batalla de
la frialdad sólo le quedaba ser irónico.
–Espero que hayas traído completo tu trabajo porque tu
tío está furioso.
–Eso es cosa mía.
–OK. Sólo te aviso las condiciones
climáticas. Tormentas eléctricas.
–No era una cucaracha. Era un
siervo volante.
–Preferiría no hablar de eso. Le
aviso a tu tío que llegaste.
Y qué buena que estaba cuando se
paraba, giraba sobre sus talones como apuntando con sus pechos la dirección
hacia donde iba y movía su pantalón ajustado con un ritmo que daban ganas de
perdonarle todo.
–Pasá. Que Dios te ayude.
Lo que más llamaba la atención del
despacho de su tío era el ambiente enorme ocupado por una especie de living que
nunca lo vio usar (que debía tener su sentido práctico cuando se reunía con los
del gobierno), un ambiente enorme que se multiplicaba hasta el infinito con los
ventanales que daban hacia el Río de la Plata y que los días de sol permitían
ver la costa uruguaya. Una oficina que llega hasta Uruguay, había pensado
alguna vez Adrián. Pero ahora no pensaba. Creía que la improvisación era su
mejor defensa.
–Te esperaba ayer con todo
terminado.
Sí, debía estar muy furioso para
que no le hiciera el chiste estúpido de «qué hacés hincha de River» ni hiciera
referencia a la goleada que se habían comido.
–Estuve todo el día sin luz.
Parecen los tiempos de Segba.
–Hubieras avisado.
–No me di cuenta.
–Está bien. ¿Trajiste todo?
–Sí... y no.
–¿Cómo?
–Me faltan unas pavadas que se
complicaron porque acá me pasaron las fotos tarde y no tuve tiempo de
escanearlas.
–Hace dos semanas que te llevaste
el material de acá.
–Roma no se hizo en un día.
–Adrián, escuchame: necesito
entregar todo hoy mismo. No estoy jodiendo. Es un trabajo importante. Es para
gente amiga que confía plenamente en nosotros. Vos no te podés dormir en los
laureles.
–Está bien.
–Sabés que yo podría darle ese
trabajo a cualquier diseñador con más experiencia que vos y pagándole la mitad.
Sabés que tenés este trabajo porque me lo pidió tu madre, que Dios la tenga en
la gloria. Te compré el escáner que me salió media oficina y te adelanté plata
para que te pudieras actualizar el equipo. No podés ser tan poco profesional.
Por empezar, la madre le había
dicho que si necesitaba una persona joven lo tuviera en cuenta. No fue a
rogarle un trabajo para el nene. Después era mentira que un diseñador
profesional le cobraría la mitad. De hecho, si lo eligió a él y le seguía dando
trabajo es porque cobraba barato, muy barato. Y por último, le había adelantado
dinero para el equipo pero él ya lo había devuelto con trabajos. No era el
momento de aclarar tantos puntos y se limitó a decir:
–Mañana a primera hora tenés todo
terminado. En serio, no creo que me atrase más.
Cuando salió de la oficina ya no
tenía la vitalidad con la que había entrado. No tuvo fuerzas ni para ironizar
con Tatiana ni intentar una nueva invitación. Salió a la calle casi a las seis
de la tarde. Caminó desde el bajo hasta el centro. Se tomó un café en el Bar
Suárez y de a poco, la imagen de su tío se fue perdiendo en la conciencia y
también el sentimiento de responsabilidad.
Notó un movimiento extraño en la
calle Maipú. En realidad, lo que le llamó la atención fue justamente la falta
de movimiento. No venía ningún auto hacia Corrientes. De pronto, tuvo un
presentimiento: cortaron el tráfico por Maipú porque se suicidó el tipo, se
dijo. Dejó la plata del café sobre la mesa y salió como empujado por mil
demonios hacia el edificio del suicida.
Su corazón se aceleró al ver que
tenía razón. Habían cortado la calle. Una multitud se agolpaba en las cercanías
separada de la puerta del edificio por un vallado policial y por dos
ambulancias. Intentó acercarse lo más posible pero sólo consiguió quedarse en
una cuarta o quinta fila de curiosos que esperaban la salida del cadáver. Le
peguntó a un hombre que estaba delante de él si sabía lo que había ocurrido.
–Violaron y mataron a una chica.
Después la arrojaron por una ventana al patio trasero –dijo y volvió a mirar
por sobre las cabezas que estaban en las primeras filas. Adrián no pudo dejar
de sentir cierta alegría al saber que no era su hombre la víctima y responsable
de tanto alboroto.
–Mataron a una chica, todavía no
se sabe si la violaron. La arrojaron por una ventana al patio –corrigió uno que
estaba al lado.
Más a la derecha, una mujer meneó
la cabeza negando a su vecino:
–Parece ser que mataron a una
persona empujándola por una ventana al vacío.
Y a la izquierda de Adrián alguien
aportó:
–O se suicidó la chica.
–Es un tipo.
Es él, es él, pensó Adrián. Se
alejó de allí sin esperar a confirmar nada. Pude haberle salvado la vida y no
lo hice. Pude haberlo evitado. Ahora estaría vivo, se repetía con variaciones.
Llegó a su edificio, subió al departamento y casi se arrojó sobre la ventana.
En el patio trasero quedaban sólo un par de policías y dos tipos de civil que
tomaban medidas y hacían marcas en el piso. La silueta de un cuerpo estaba
dibujada en el piso. Trató de imaginarse el cuerpo del hombre en ese espacio
delimitado por el contorno de tiza pero no podía. A pesar de la distancia, le
pareció que esa silueta era demasiado pequeña y que sobre el costado derecho
habían dibujado una leve curva. Podía ser un accidente del suelo o también el
contorno de un pecho femenino. Nada era seguro. Se metió en el baño, abrió la
ducha, se desnudó y se metió debajo de la lluvia tratando de que el agua
hiciera correr de su mente y de su cuerpo al suicida, a sus propias ideas
suicidas, a su tío, al trabajo atrasado y prometido para el día siguiente, a
Tatiana, a Marcela.
Ya se había hecho de noche cuando
salió del baño dispuesto a leer los avisos clasificados de sexo. Pensó en ir a
algún departamento privado como había hecho tantas veces, sólo o con amigos,
pero prefería quedarse en casa, aunque eso le saliera un poco más caro y no
tuviera la emoción de estar en un lugar desconocido. Así también se libraba de
la responsabilidad de tener que elegir una chica entre todas las que hubiera.
De esa manera, le mandaban una y debía conformarse con lo que le tocaba. No
había reclamo posible.
Llamó a un lugar que parecía
prometedor. Ofrecían «domicilio, nenita joven, la mejor onda». El precio era
accesible y la chica disponible era «un bombón de ojos azules, noventa y
cinco-sesenta-noventa, de veintidós años». Le gustaba cómo sonaba la palabra
bombón. En media hora, le dijeron, estaba Vanesa por ahí. Vanesa, pensó, el
nombre no promete mucho. Era nombre de prostituta porque había conocido a varias
que usaban esa identificación laboral y en cambio no conocía a ninguna mujer
que realmente se llamara así.
Se puso a jugar al Tetris y la
media hora se le pasó volando. Tocaron el portero eléctrico y era ella. Le
abrió la puerta. A primera vista coincidió totalmente con la descripción que le
habían dado: un bombonazo. Tenía puesto un vestido corto turquesa y sobre él un
saco negro de hilo que le daba un toque inocente maravilloso. Contrariamente a
lo que él esperaba, no se puso a mirar el departamento sino que se dirigió
hacia el centro del living-estudio-comedor como alguien que conocía el lugar o
como una actriz de teatro que se ubica en el centro del escenario para decir su
parlamento.
Él le ofreció tomar algo. Ella le
preguntó cómo se llamaba. Si quería algo especial. Le pagó. Ella se sacó los
zapatos y las medias de nylon. Lo ayudó a desvestirse. Él le besó el cuello y
se olvidó absolutamente de todo. Acabó bastante rápido. Todavía tenía cuarenta
minutos por delante y la posibilidad de una segunda participación ya incluida
en la tarifa standard.
Ahora sí aceptaba tomar algo, sin
alcohol. Una latita de Coca Cola. Él, una de cerveza. A qué se dedicaba. Robo
para la corona, dijo primero. Hago diseño gráfico, dijo después. Le preguntó si
le gustaba su trabajo y él dijo que el trabajo no estaba nada mal, el problema
era el cliente que tenía, un ladrón de guante blanco que encima le pagaba mal.
Como a mí, dijo ella. ¿Te pagan mal? No, que no estaba mal el trabajo, salvo
algunos clientes. Espero no ser de esos. Ya no lo sos, le dijo y se sintió
halagado. Ella le preguntó si tenía novia y pasó los quince minutos siguientes
hablando de Marcela y Tatiana. Ella empezó a besarlo en el pecho, tal vez para
que dejara de hablar o tal vez consciente de que el tiempo expiraba y debía
cumplir con su labor profesional. Fue bastante efectivo porque Adrián se calló,
le acarició el cabello y miró el cuerpo desnudo en cuatro patas que ahora se
dirigía hacia su entrepierna. Tuvo una erección pero no del todo consistente.
Ella estuvo cinco minutos por allí abajo hasta que remontó hasta la cara de
Adrián y lo siguió acariciando con la mano. Él le dijo que cuando entró y se
dirigió al centro de la habitación parecía una actriz de teatro. Ella le dijo
que no estaba mal porque lo suyo era una actuación. Que ella actuaba un papel
en la cama y que más allá de la puerta de calle era otra persona. Él le
preguntó por qué se puso Vanesa. Y ella se rió y le aclaró: Vanessa con doble
ese. Le dijo que en realidad se llamaba Sandra. Es un lindo nombre, mintió él.
Es horrible, dijo ella. Que la madre quería ponerle Rosana pero el padre fue el
que la anotó en el Registro civil y le puso el nombre de su abuela. Le dijo que
su madre había muerto hacía dos meses y Adrián le dijo que la suya había muerto
hacía cinco. Habían entrado en un clima demasiado íntimo para una relación
puramente sexual. A los setenta minutos sonó el teléfono celular de ella. Dijo,
sí ya salgo, bien, bien. Cortó. Le dijo: dos veces bien significa que no me
están violando. Hoy violaron y mataron a una chica en el edificio de enfrente,
dijo él y enseguida se arrepintió: aunque la verdad es que no se sabe si la
violaron o no antes de matarla. Se vistió en cinco segundos. Él quiso darle una
propina y ella volvió a sonreírle. Guardá la plata, en serio te digo. Juntá y
me volvés a llamar. Me encantaría, dijo él y ella le dio un piquito de
despedida. Un bombonazo, pensó.
Durmió tranquilo. Se despertó con
una erección y trató de recordar a Vanessa. La había pasado realmente bien. Ésa
era una mujer que valía la pena y no las otras dos taradas. Se levantó. Hizo el
ritual cotidiano con el agregado de mirar detenidamente la ventana. No había
novedades. Se le ocurrió que lo que había ocurrido ayer en el edificio de
enfrente debía estar en el diario. En vez de ir a las páginas de deportes se
tiró sobre las notas policiales.
Unos días después, reconstruyendo
lo que había hecho ese horrible día, se preguntó una y mil veces cómo pudo ser.
Cómo, desde la tarde en que había chequeado los mensajes telefónicos hasta esa
mañana no había vuelto a pensar en Francisco. Cómo se había olvidado de él
cuando había reaparecido después de ocho años. Cómo se había preocupado por un
desconocido suicida y no por la voz levemente temblorosa de Francisco, un chico
que no temblaba ante nada ni nadie. Por qué tenía esa voz. Qué le pasaba. No
había vuelto a pensar en él y vaya a saber cuándo iba a volver a hacerlo. Pero
ahí estaba el diario. Brutal, despiadado. Leyó varias veces la noticia hasta
que pudo entender. Primero el titular, uno más, igual a tantos titulares de
todos los días: Trágico asalto a un kiosco. Se habría salteado la nota si no
fuera porque en la volanta decía «Un delincuente muerto en Lanús». Después
descubrió el nombre: Francisco Carpinetti. Se había olvidado el apellido, de
pronto había vuelto con diez mil imágenes que se superponían de Francisco y su
hermano Federico. Carpinetti. Y las imágenes se mezclaron con los dos llamados
de Francisco y las palabras de la noticia que le costaba asimilar: Francisco
era el delincuente muerto. Leyó, volvió a leer, trató de buscar la frase que
aclarara que Francisco era un testigo del robo, o la víctima y que estaba vivo.
Pero no: la policía se había tiroteado con dos delincuentes que acababan de
intentar robar un kiosco en Veracruz y Jujuy. Uno escapó, el otro murió durante
el intercambio de balas. Francisco Carpinetti, veintidós años, soltero, que
vivía a unas doce cuadras de donde se produjo la refriega. Un móvil policial
vio la actitud sospechosa de los dos jóvenes, cuando intentaron acercarse
fueron repelidos con tiros. Francisco Carpinetti falleció en el acto. Esa misma
tarde habían entregado el cuerpo a la familia y sus restos serían enterrados
ese día en el cementerio de Lanús.
Dios, se dijo Adrián. Nada más.
Leyó la noticia durante cuarenta y cinco minutos buscando el error o la verdad detrás de las palabras. Se arrepintió de haber borrado los mensajes del contestador, como si escucharlos le hubieran dado la pauta de lo que realmente había ocurrido. Francisco con sus llamados lo había incorporado a una historia de la que podría haber estado ajeno pero que ahora ya no, ahora era parte de ella. Francisco necesitaba ayuda como la había necesitado él ocho años atrás. Estaba el pacto que habían hecho todos ellos mucho tiempo antes. El pacto contra los Tinchos y contra todos. Francisco había necesitado su ayuda pero ¿y los demás? ¿Dónde habían estado? Qué pasó, se preguntó en voz alta. Cuando tomó la decisión de ir al entierro de Francisco ni se le cruzó la idea de que tenía un trabajo que entregar en unas horas. Simplemente se dijo: vuelvo a Lanús. Vuelvo al barrio.