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«La niña
pájaro está enferma.» La mujer de Christian Beck lo despierta con estas
palabras una mañana temprano de ambiente bochornoso debido al calor que se ha
acumulado durante semanas en la vivienda. Lleva puesto el camisón blanco que ya
tenía cuando era una niña de doce años.
Beck teme
que aceche el peligro, y como no sabe exactamente de qué lado vendrá, tiene el
sueño ligero. Su mujer no ha tenido que esforzarse mucho para despertarlo, ha
bastado con su voz susurrante y la palabra «enferma». Beck sabe que la muerte
ataca preferiblemente donde menos te lo esperas; así que para ganarle la
partida, ha decidido esperar a la muerte siempre y en todas partes. Algo en él
ha muerto, y él aguarda a que lo demás también muera para que así todas las
partes de su cuerpo sean iguales, o -claro está, eso también es posible- hasta que
la parte muerta reviva, como un brazo paralizado que se mueve inesperadamente.
No pierde la esperanza, pues no sabría cómo hacerlo. Si hay algo demencial en
él es su esperanza, por ello ha decidido reprimirla, pues tener demasiada
esperanza resulta sumamente peligroso. Aunque, por supuesto, no se ha
desvanecido del todo. Le pasa lo mismo que a la madre cuyo hijo ha desaparecido
y que le dice al periodista: «Escriba que creo que está vivo, escriba que sé
que está vivo».
Beck sabe
que vive. Se incorpora, recuerda vagamente que ha soñado con la agencia de
traducciones donde trabaja. No es la primera vez que sueña con ella. La palabra
«enferma» no se le va de la cabeza. «Enferma» es como el golpe en la puerta que
esperaba hace meses, y por eso le asombra que sólo ahora vengan a arrestarle.
Consigue mantener la apariencia de despreocupación. «Han tardado ustedes mucho,
caballeros.»
Ve el
rostro atemorizado de su mujer, ella aprieta su nariz contra la de él; conoce
bien ese rostro, mejor que el suyo propio, ¿cuántas veces no lo habrá mirado,
mejor dicho: estudiado? Igual de bien conoce su camisón, su cabello. Como otras
veces a esta hora del día, su mujer lleva todavía un resto de crema de noche en
la aleta de la nariz, pero el miedo es nuevo. El miedo parece deformarle la
cara.
Christian
Beck traduce manuales de instrucciones, del inglés al alemán, instrucciones de
uso para aspiradoras, automóviles, impresoras, fotocopiadoras, patinetes
eléctricos. Es un traductor muy apreciado por su exactitud y su amabilidad. En
la agencia de traducciones trabajan seis personas, incluida la coordinadora.
A veces,
un traductor dice: «Hoy es mi cumpleaños, hay una tarta en la cocina». Entre
manual y manual, Beck va a la pequeña cocina, corta un pedazo de tarta, aunque
no le apetezca, y acto seguido felicita cordialmente al que cumple años. Casi
siempre se toma la molestia de hacerle algunas preguntas personales que no
puedan herir los sentimientos de nadie. Y cuando llega su cumpleaños anuncia:
«Hoy es mi cumpleaños, he dejado una tarta en la cocina».
En la
agencia, los traductores van y vienen, la mayoría no se queda más que un año, a
lo sumo año y medio, pues para ellos, traducir manuales de instrucciones es un
trabajo temporal. Beck lleva más de diez años trabajando allí. En una ocasión
le propusieron el puesto de coordinador, pero eso significaba que tendría que
hacer jornadas más largas y que tendría que asumir más responsabilidades,
aunque claro está que también ganaría más. Declinó amablemente la oferta.
Todos los
traductores han tenido que firmar un formulario en el que asumen la
responsabilidad por los accidentes que puedan producirse a consecuencia de sus
errores de traducción, pero ésta no es la razón de la meticulosidad de Beck. Él
considera que la gente tiene derecho a un aparato con un buen manual de
instrucciones. Si se percata de que un traductor nuevo es descuidado, le dice:
«Tómate el tiempo, nos pagan por hora, no por palabra».
El hecho
de que nunca hable de sí mismo no llama la atención a nadie ni le hace parecer
un hombre misterioso ni enigmático, puesto que él es lo que aparenta ser: una
persona feliz, feliz con poco. Al igual que jugar al tenis o al billar, ser
feliz con poco es una cuestión de práctica. Beck ha practicado mucho y por fin
lo ha conseguido. Sin recurrir a Dios ni a la meditación ni a ninguna infusión
rara. Beck considera que semejantes remedios sólo están reservados a los
tramposos, y él no es ningún tramposo, él es de los que se encaran al abismo
sin red de seguridad.
De vez en
cuando, al salir del trabajo, se va con algunos colegas a beber una cerveza.
Entonces es menos serio de lo que cabría sospechar al verle inclinado sobre los
manuales de instrucciones. Sobre todo es una persona poco llamativa, pero lo es
por elección propia. Cierta dosis de invisibilidad es una condición para la
felicidad.
Beck
observa el rostro de su mujer, sus cejas negras, su piel; es un hombre al que
le gusta la piel, las manchas, los granitos, las escamas, el vello, y también
la suavidad, el calor, el sudor, los poros que se abren con el calor. Entonces,
su mano derecha se desliza sobre el pequeño escritorio que hay junto a la cama,
en busca de sus gafas, como si ya no viera bastante, como si quisiera ver más.
Olisquea a su mujer, huele su desodorante que tiene un perfume bastante
intenso, en los días de calor ese perfume le resulta casi excesivo, pero él
nunca dice nada. No tiene sentido decir en voz alta todo lo que uno piensa,
pues con ello sólo se consigue engendrar opiniones que no habrían tenido que
nacer nunca. Peleas que degeneran, una palabra provoca la siguiente, alguien
coge un tenedor o un destornillador, y ¿por qué? No hay nada que ganar.
El horario
de la agencia de traducciones es agradable, de doce a cinco. Pero Beck sale de
casa ya a las nueve y media. Su mujer se dedica a la investigación científica,
y desde hace unos años trabaja en casa. Él no quiere molestarla, por eso se
pasea, lee algo en una biblioteca pública, y si hace buen tiempo, en un parque.
Al principio, su mujer tenía un pequeño despacho en la universidad, pero era
demasiado ruidoso, y en el departamento había personas que ella no soportaba.
Mujeres superficiales que armaban alboroto, eso aún tenía un pase, pero es que
encima no paraban de quejarse en todo el día. Por eso decidió completar su
tarea investigadora en casa.
La
investigación tiene que ver con experimentos con la adquisición del lenguaje en
los animales; raras veces hablan de ello. Como tampoco hablan de los manuales de
instrucciones. Tienen otras cosas de las que hablar. No comparten el trabajo,
comparten el olor del otro, su pasado, su cama, su soledad, esto último quizá
más que todo lo demás. La soledad se comparte en silencio, implica cierta
resignación, pues uno sabe que esas cuantas fisuras serán las únicas que podrán abrirse en
el aislamiento, sabe que ha alcanzado los límites de lo que puede llamarse
«encuentro» y que no podrá acercarse más al otro. Acercarse al otro es una
quimera, acercarse todavía más es peligroso.
A menudo,
la gente espera injustificadamente que su pareja o su amante pongan fin a la
soledad. Beck y su mujer no lo esperan, en realidad esperan poco el uno del
otro, incluso comparten eso. Lo que Beck busca en una mujer es que lo conmueva,
aunque es algo que tardó bastante en descubrir. No busca satisfacción ni amor
expresado de forma visible y exagerada; tampoco busca confirmación -además,
confirmación de qué: ¿de sí mismo?-. No, ya no busca confirmación, y el misterio tampoco es que
le interese demasiado. Todo eso está bien para pasar un rato, pero a la larga
sólo se puede aguantar si le conmueven a uno. Quizá lo que Beck busca es
inocencia, y no sólo en la mujer. Es la inocencia lo que le conmueve, y a veces
tanto, que ha de luchar contra las lágrimas, aunque nadie vea la lucha ni las
lágrimas. Al igual que las opiniones que se expresan y que así adquieren vida
propia, Beck sabe que las emociones que se hacen públicas pueden acabar siendo
más intensas de lo que les conviene a los implicados. El amor es disciplina
pura y dura, como puede serlo el asesinato en masa o el trabajo en una fábrica;
el amor no es ceder a las emociones sino luchar contra ellas. Las personas que
no logran dominar sus emociones son imprevisibles y muy peligrosas.
Christian
Beck es lo que podría llamarse un buscador de inocencia, un coleccionista de
inocencia, como quien colecciona mariposas. Se alimenta de la inocencia de
otros, y siente melancolía porque sabe que su alimento está en vías de
extinción, y que él contribuye a ese proceso.
Mientras
observa el rostro asustado de su mujer, y con la mano izquierda le sostiene la
cabeza sudorosa, no puede reprimir la idea de que es él quien la ha hecho
enfermar. Igual que se hizo enfermar a sí mismo en otro tiempo. Una enfermedad
tiene que venir de algún lado; las enfermedades salen arrastrándose de él, como
gusanos de debajo de una piedra.
Beck llama
«niña pájaro» a su mujer, y a veces «pajarillo», desde hace años, en realidad
desde que se conocieron. En un momento dado ella adquirió la costumbre de
referirse a sí misma en tercera persona. Sobre todo en los momentos más felices
e íntimos. Por ejemplo podía decir: «La niña pájaro se va a comprar agua». Una
costumbre que conmueve tanto a Beck como el hecho de que sea tan cuidadosa con sus
cosas, que siga poniéndose el camisón que llevaba cuando tenía doce años. Raras
veces tira algo, lo arregla todo una y otra vez: zapatos, camisas, vestidos,
sábanas, calcetines, despertadores.
Mientras
sostiene su cabeza sudorosa, sabe que debería preguntarle: «¿Qué te pasa?»,
pero el miedo pintado en el rostro de su mujer como gruesas capas de maquillaje
parece contagiarle, le quita el aliento, hace que su lengua se vuelva pastosa y
lenta. Sólo consigue pensar: «La he hecho enfermar». Esta idea no le asombra ni
le preocupa. Nunca la pronunciará en voz alta, pero no se la puede quitar de la
cabeza. Los reproches que uno se hace a sí mismo son los recuerdos con los que
se duerme y con los que se despierta.
La cabeza
de ella está más bañada en sudor que nunca. Tiene la parte posterior de la
cabeza redonda porque, según le contó en una ocasión, de bebé siempre dormía
boca abajo. Ahora eso está prohibido, debido al síndrome de la muerte súbita.
Ella sigue durmiendo boca abajo, con los brazos medio estirados hacia delante,
como si un sueño profundo y reparador se hubiese apoderado de ella mientras
nadaba a braza.
Hace calor
en la vivienda, llevan años hablando de comprarse un aparato de aire
acondicionado, pero cada año dicen que en esta parte de Europa los veranos no
son tan calurosos, que sería tirar el dinero y que también pueden vivir sin
aire acondicionado. Y sin embargo, año tras año hay días -y este año
incluso semanas- en los
que repiten el ritual. Acuden a las tiendas, toman medidas y cuando por fin llega
el momento en que piensan: «Sí, vamos a comprarnos uno», se acaba la ola de
calor.
Ayer, un
periódico sensacionalista sacó en primera página: EUROPA SUCUMBE A LA OLA DE
CALOR. En la cocina de la agencia de traducciones hay una pila de periódicos
sensacionalistas recién salidos de la prensa cuyo objetivo es ofrecer
tranquilidad y distracción a los traductores durante la pausa.
Con las
gafas puestas, Beck sonríe a su mujer, pero ella no le devuelve la sonrisa. Él
ve sus mofletes de hámster y su naricita. Le limpia la crema que la noche
anterior no extendió bien y se acuerda de que hoy tenía previsto comprar una
maceta para una planta. La había puesto en su lista, y por si acaso había
añadido: «mirar aparatos de aire acondicionado». Quizás este verano lo consigan.
La
investigación científica no aporta dinero, es más: salvo contadas excepciones
cuesta dinero. Y aunque la agencia de traducciones le paga bastante bien por
realizar un trabajo que en realidad no es muy complicado, siempre tienen que
aplazar la compra de determinados aparatos. Viven como si fueran estudiantes,
quizá como si volvieran a serlo. Beck ha abolido la idea de que en la vida es
preciso avanzar. Esa idea de que hay que progresar le supera. Nada tiene que
progresar, salvo quizá la investigación de su mujer, pero el resto no, nada.
Su
colección de inocencia sí que progresa.
El trabajo
de Beck es insignificante, el de su mujer no. La investigación es uno de los
muchos objetivos que se ha fijado ella. Beck apoya sus proyectos. Y la
aspiración de Beck es bastante clara: quiere hacer feliz a su mujer. Cualquiera
diría que eso es un ideal viable. La felicidad no puede ser tan imposible,
sobre todo la de los demás.
Durante
años, Beck intentó hacerse feliz a sí mismo, pero era un callejón sin salida.
Quien intenta hacerse feliz a sí mismo acaba en una vía muerta y oxidada;
aspirar a la felicidad propia equivale a entrar en el infierno.
Un buen
día, diez años antes, decidió que haría feliz a su esposa, aunque eso
significase que debía obrar en contra de sus propios deseos. De todas formas
esos deseos le parecían cada vez más ridículos, eran como insectos, absurdos en
su insaciabilidad, infatigables como hormigas, una plaga, eso habían sido para
él esos deseos. Y así va él por la vida, como una persona que ha resistido una
plaga, alguien que durante días, semanas y años ha estado rodeado de un
enjambre de abejas y que, a pesar de haber recibido algunas picaduras, ha
salido relativamente indemne.
Al
principio, experimentaba un placer sardónico violando sus propios deseos,
aunque el verbo «violar» podría evocar asociaciones equivocadas. No es que
violara sus deseos, sino que los ignoraba, había renunciado a ellos como se
renuncia a un mal hábito.
De eso
hacía ya diez años. Cada vez le cuesta más recordar su vida anterior, incluso
la llama su otra vida, aunque es consciente de que se trata de una falacia,
pues es imposible levantar un muro de Berlín entre uno mismo y su pasado. Sin
embargo, el regusto que le dejó la plaga en la boca va desapareciendo, y eso no
es ninguna falacia.
En el
trabajo, los colegas le preguntan a veces por esa pequeña felicidad suya, con
la suspicacia de las personas que creen que es un error, pero que por si acaso
preguntan. Beck siempre contesta lo mismo: «La gran felicidad no existe, sólo
el sufrimiento es grande, la felicidad nunca». Y luego baja rápidamente la
vista y mira sus manuales de instrucciones, porque sabe que esa respuesta es
demasiado simple, demasiado orientada a poner fin a la discusión. No quiere
imponer su vida a otros, ellos no han tenido que soportar la plaga, miran de
otra manera las cosas cotidianas, no sienten la necesidad de mantener el mundo
a distancia, porque no han experimentado lo amenazador que puede ser el mundo.
Beck sabe que los demonios que le sedujeron siguen merodeando ahí fuera, y por
ello le cierra la puerta al mundo, para proteger su felicidad.
Las
personas no tienen que intentar sorprenderle, pues para él una sorpresa
equivale a una amenaza, una violación del estricto orden de su jornada, un
ataque contra su sistema que, aunque funciona, puede tambalearse, y él lo sabe.
Para alguien que se ha dado cuenta de que vivir ya es pedir demasiado, resulta
difícil -y quizás
imposible- regresar
a un mundo donde la vida es algo que se da por sentado. Beck teme el momento en
que vuelva a abrumarle la idea de que está vivo. Por ello ha ideado reglas y
leyes. Es un hombre que elabora listas de las cosas que hay que hacer a lo
largo del día y que luego pueden tacharse. Todavía está luchando, pero
prácticamente ha ganado: es feliz con poco, en realidad con mucho, pues cada
vez más a menudo, ese poco le parece mucho.
Los
grandes ojos de su mujer son ahora aún más grandes que de costumbre, y repite
las palabras con las que lo despertó hace apenas un minuto: «La niña pájaro
está enferma».
Beck
quiere abrir la boca para decir algo, pero como teme que sus preguntas no
tengan respuesta, se limita a apretar contra sí la cabeza sudorosa de su mujer.
Se siente invadido por una rabia que descarga en ella -la
inocente-, puesto
que no hay nadie más con quien enfurecerse. Todo aquello con lo que podría
estar enfadado está allí, lo que sostiene en la mano es su vida, y él la nota
húmeda, caliente, viva, y temblorosa.
El miedo
de su mujer es realmente insoportable, pues ese miedo lo convierte a él en
culpable. Beck ha podido eliminar gran parte del dolor, se ha reído de él hasta
hacerlo desaparecer, se lo ha quitado de encima como un efecto secundario
insignificante, pero en este caso no. Aquí se acaba, pues aquí de nada sirven las
palabras de alivio.
La rabia
es cuestión de explotar y él explota. Una vez más. Ya ha explotado tantas
veces, que sus explosiones se han convertido en implosiones.
Ella se lo
lleva sin decir nada al cuarto de baño, lo lleva a rastras. Él se deja llevar.
El camisón blanco revolotea a su alrededor, parece una niña disfrazada de
fantasma.
Sólo
entonces ve la sangre seca en la parte interior de los muslos de ella; en
algunos lugares sigue goteando. «¿Por qué no tienes más cuidado?», querría
gritarle. «¡Ten más cuidado!» Pero ¿de qué ha de tener cuidado? El destino no
retrocede porque uno preste más atención.
Beck se
sienta sobre la alfombra de baño, sólo lleva unos calzoncillos, ni siquiera en
pleno invierno le gustan los pijamas. La coge de los pies.
-No tengas
miedo, niña pájaro -le dice-, no
tengas miedo.
Pero
mientras lo dice, comprende que conjura más su propio miedo que el de su mujer.
Ella se
suelta los pies.
-Es la
regla que se me ha adelantado -le oye
decir.
Y él le
pregunta, no, más bien exclama:
-¡¿Tan
intensa?!
Cuando
quiere, Beck es capaz de desconectar, entonces sus respuestas salen
automáticamente, igual que sus movimientos. Puede vivir como una máquina. Todo
en la casa de Beck se adelanta, también las reglas.
Se
levanta, llama al médico, después deja un mensaje en el contestador automático
de la agencia de traducciones diciendo que, hoy, seguramente llegará más tarde.
Con una
esponja natural, recuerdo de unas vacaciones, limpia las piernas de su mujer y
luego la ayuda a vestirse. Le habla de la noche anterior, de un conocido común
pero lejano y del calor: son ejercicios de despreocupación.
Su rabia,
una constante en su vida, va en aumento. Antes apretaba el puño, pero en vista
de que su puño no le importaba a nadie, dejó de hacerlo. Ése fue también un
motivo para apartarse del mundo, ya no quiere vivir en medio de él, sino al
margen. Es imposible ser feliz y a la vez estar en medio del mundo.
-Llama a un
taxi -le ordena
su mujer.
Volverá a
ser un día caluroso. Beck enciende el ventilador y llama a un taxi. El camisón
de su mujer está sobre la cama, bien plegado.
Su
despreocupación es una pose, pero es buena; detrás de ella se esconde el peso
de la violencia. Por supuesto, uno puede optar por tomarse la violencia con
despreocupación, pero ¿de qué le sirve si su cuerpo piensa lo contrario?
Esperan al
taxi de pie junto a la puerta principal. La cabeza de su mujer sigue empapada.
Él le hace cosquillas en la nuca, pero ella aparta la cabeza. Lo que sucede
ahora no puede compartirse, ni siquiera una mínima parte puede compartirse.
-¡Cuánto
tarda! -exclama
él.
Y ella
contesta:
-Mira, hay
niebla.
-Seguro que
no es nada -dice él.
Ella se
hurga en el oído.
-No lo
hagas -le
reprocha él-, así sólo
consigues taponártelo más.
-Tengo que
sacar algo.
Está
pálida y sigue hurgando hasta que llega el taxi.
En el
taxi, Beck ve el espanto dibujado en el rostro de su mujer. Le ofrece un
chicle. En otro tiempo, Beck habría hecho algún comentario acerca de su
aliento, pero hace mucho que dejó de lado su sinceridad agresiva. Ahora
considera la amabilidad como una virtud, aunque esa amabilidad sea una falacia.
Ella masca
y, dado que él se niega a conformarse con el espanto que ve dibujado en su
cara, le aprieta la mano suave y rítmicamente.
La sala de
espera es cómoda, casi acogedora. Beck se sienta entre una mujer mayor y una
embarazada, y adopta una actitud: la de un futuro padre. Las señoras le
sonríen, la secretaria les pregunta si quieren té. ¡Qué amables son aquí!
El
ginecólogo está a medio camino entre un forense y un bombero voluntario. Pero
irradia confianza. Si alguien puede salvarte, es este hombre.
La mujer
de Beck tarda mucho en salir del consultorio, mientras tanto, él intenta
imaginarse lo que sucede detrás de la puerta. Las imágenes que evoca no tienen
nada que ver con el placer, más bien con la tortura, la humillación, un juego
desagradable que no tiene fin. Las mujeres a su lado entablan conversación.
-¿Cuándo
sale usted de cuentas? -oye
preguntar a una de ellas.
Él nunca
quiso tener hijos. Sus instintos biológicos no funcionan o están demasiado
ocupados con otras cosas. Alguna que otra vez jugó con la idea -¡y quién
no!-, pero
esas fantasías acababan siempre con imágenes de niños que morían en sus manos,
entre sus manos, y a menudo también por sus propias manos. Para escapar a sus
presentimientos, no ha tenido hijos. No es que tenga visiones, está muy lejos
de creer en ovnis y criaturas extraterrestres, pero es capaz de imaginarse
cualquier cosa. Un hombre no es sólo lo que hace, sino también lo que es capaz de
imaginarse que hace. Beck sabe lo fácil que es traspasar el límite entre
fantasía y realidad, y que, una vez cruzado, no se regresa tan fácilmente. Por
eso no tiene hijos.
-¿Y usted?
¿Ya sabe algo más?
La mujer
mayor lo mira expectante. Sin duda espera oír algo acerca de una nueva vida,
pues si no ¿qué hace un hombre en la sala de espera de un ginecólogo? Él decide
no decepcionarla.
-No lo
sabemos -le
contesta-,
esperamos a ver.
Hará unos
diez años, más o menos en la época en que decidió renegar de su propia
felicidad, Beck dejó definitivamente la escritura. Su decisión se basaba en
razones prácticas y menos prácticas. Habían insistido en que escribiera algo
reconocible, algo accesible, algo desenfadado. Pero por mucho que se esforzaba
en escribir algo desenfadado -pues
incluso en la época en que aspiraba a su propia felicidad estaba dispuesto a
hacerles un favor a los demás-, lo
desenfadado se le escapaba de las manos.
-¿Es el
primero? -inquiere
la vecina, la mujer mayor con un bolso en el regazo.
Hay preguntas
que es preferible no formular delante de Beck. Ésta es una de ellas, y su
sonrisa se transforma en mueca.
-El primero
-asevera-. El
primogénito.
-Yo sólo he
venido a que me hicieran un frotis -aclara ella, como si por un solo instante él hubiese podido
pensar que lo que la había traído hasta aquí era una nueva vida, como si su
edad no hubiese reducido drásticamente las probabilidades a este respecto.
-Sí -asiente él-, conviene
hacerlo una vez al año.
-Una vez
cada cinco años -le corrige
ella en tono severo y maternal. Luego saca un pañuelo del bolso. Beck cree
haber oído gritar a su mujer. Quizá haya sido su imaginación, a veces oye
gritos nunca emitidos.
Tiempo
atrás Beck destapó algo que hubiese sido mejor no destapar, una rabia, quizás
habría que llamarlo odio ciego, seguramente infundado y volcánico. Por ello
decidió dejar de escribir. Christian Beck era lo bastante inteligente como para
poder ser peligroso, eso era algo que sabía de sí mismo. Pero quizá no fuera
una cuestión de inteligencia, quizás él, que aspiraba a mirarse a sí mismo sin
ilusiones, desnudo y frío como un congelador, se hubiese visto arrastrado
momentáneamente por el autoengaño. «La oscuridad, aunque tenga talento, sigue
siendo oscuridad, y yo no quiero envenenar a nadie con ella», dijo en una
ocasión. Ya no recuerda a quién, pues no tiene contacto con la gente de su
pasado. No por antipatía, tampoco por indiferencia, sino como medida de
precaución. Uno debe protegerse. La decisión tampoco le resultó difícil, pues
de todas formas hacía tiempo que la mayoría de los lectores habían cerrado los
ojos a la oscuridad dotada de talento. Y al margen de la oscuridad, le parecía
que escribir se había convertido en una ocupación irrelevante, casi absurda.
La
ambición, al igual que la felicidad propia, era una plaga, una nube de insectos
que revoloteaba alrededor de la cabeza y al final todos esos deseos, todas esas
ambiciones, salían de la misma fuente envenenada que él había intentado cegar
con tanto esfuerzo.
El
ginecólogo abre la puerta de la sala de espera.
-Acompáñeme
-le ordena
a Christian Beck. Su voz suena amenazadora, pero bien podrían ser imaginaciones
suyas.
Beck
advierte que las mujeres lo miran con ansia, casi con entusiasmo. No pueden
evitarlo; las debilidades ajenas, y por consiguiente, el dolor ajeno, nos
confirman nuestra propia fuerza. Cuanto más se debilite la vitalidad de los
demás, más fuerte será la vitalidad propia. Lo mismo sucede con la voluntad de
vivir, por ello a menudo parece que un perfume erótico envuelva el sufrimiento
ajeno. Lo bueno de condolerse es que nunca tiene que ver con uno mismo, cuando
todo ha acabado, uno puede seguir con su vida, fresco, alegre, y también
aliviado, por todo el sufrimiento que ha podido contemplar de cerca, pero que
apenas le incumbe.
-Su esposa
se está recuperando -le dice el
ginecólogo. Su tono es formal, a la par que cordial y comprensivo. Parece capaz
de comprender muy bien un dolor que no siente-. He tenido que extirpar un trocito de tejido para hacer un
análisis. Lo enviaré al laboratorio, tardará cerca de una semana.
Beck
envidia al ginecólogo. Él mismo inició tiempo atrás un proyecto para intentar
sentir el dolor ajeno. Bueno, decir proyecto es exagerado, son más bien ideas
que asaltan a Beck mientras traduce manuales de instrucciones. Por ejemplo,
hace poco estaba traduciendo un manual de instrucciones de una sierra de cadena
y pensó: «Si cometo un error y un hombre se corta el brazo a causa de ese
error, ¿cómo podré sentir su dolor, como podré sentirlo nunca? O quizá corte en
dos a su hijo, debido a un error en el manual de instrucciones». Tal vez Beck
quiera sentir el dolor de los demás porque ya no puede sentir el suyo propio.
Es una posibilidad, pero él la rechaza.
Su mujer
yace sobre algo que podría llamarse cama. Beck le coge la mano, la pequeña mano
llena de padrastros mordisqueados.
-¿Qué tal? -le
pregunta.
-Bien -responde
ella.
A su lado
hay un vaso de agua, él quiere dárselo, pero ella niega con la cabeza.
-Diez
minutos más -le dice-, y nos
podremos ir.
Beck se sienta en silencio al lado de su
mujer. Le ha soltado la mano, los dos tienen demasiado calor y sus manos están
pegajosas. Han llegado más personas a la sala de espera, y ellos perciben el
alboroto de unas mujeres que conversan, suenan alegres, como una gran promesa.
-Ha ido
bastante rápido -dice él.
Ella
asiente. Ha entrado y la han atendido enseguida; la rapidez es importante.
-El
espéculo me hizo daño.
Él querría
hacer algo para que ella se riera, pero no sabe qué. Entonces decide
arrodillarse.
-¿Qué
haces? -le pregunta
su mujer.
-Me
arrodillo.
-Déjate de
tonterías que ahora entrará el médico.
-No hago
nada malo -protesta
él, aún arrodillado junto a la cama-, me arrodillo ante ti.
La fuente
envenenada ha sido cegada, y arrodillado en el consultorio de un ginecólogo
donde las mujeres se recuperan después de una intervención, comprende que
idolatra a su mujer. Pero como ella prefiere que no lo haga, Beck se arrodilla
en silencio.
Transcurre
una semana. La hemorragia se detuvo al cabo de un día, ya no hablan de eso,
parecen haberlo olvidado. Beck ha reanudado sus actividades en la agencia de
traducciones y su mujer vuelve a trabajar en su investigación. En sus
conversaciones hay silencios que no parecen molestarles especialmente. Cuando
regresa a casa por la noche, Beck se sienta delante de la ventana y lee. Cuando
uno ha dejado de escribir, tiene todo el tiempo del mundo para leer. Ser lector
es menos respetable que ser escritor, apenas aporta dinero, pero, aun así, es
útil. En una ocasión se lo dijo a alguien, aunque ya no recuerda a quién.
Su mujer
escribe en el ordenador hasta bien entrada la noche.
-¿Qué
haces? -le
pregunta él.
-Contesto
los correos electrónicos -le dice
ella sin levantar la vista del teclado-, tengo que mantener el contacto con el mundo, ¿no?
Debido a
la investigación de su mujer, se mudaron a Göttingen, una ciudad de provincias
no lejos de Hannover, suficientemente pintoresca como para atraer a unos
cuantos turistas al año. Y muy alejada del centro del mundo. Eso cuadra con la
vida que ha elegido Beck, lo más lejos posible del centro. Él se limita a
hojear los periódicos; antes leía cuatro periódicos al día, además de todo tipo
de revistas. Ahora ha decidido pasar el resto de sus días sin noticias, o al
menos sin establecer una conexión entre una noticia y otra. Lee el parte
meteorológico, y en la puerta de la entrada hay colgado un barómetro; a Beck le
gusta darle de vez en cuando un golpecito. «La presión atmosférica está
bajando», proclama entonces. Los rituales de la pequeña felicidad. Para mayor
seguridad empezó a hablar alemán también en casa. La invisibilidad es una
cuestión de asimilación completa.
Beck está
delante de la ventana, junto a la única planta que tienen en casa, y espera a
que llegue la tormenta, pero duda que ello vaya a acabar realmente con el
calor. El viento sigue soplando del sureste.
-¿A quien
escribes tanto? -le
pregunta a su mujer.
Su
relación sexual se apagó hace tiempo, pero no es ninguna calamidad. Nada que le
haga perder el sueño. En la cama, se abrazan alguna vez, y cuando su mujer está
dormida, él le da besitos, a veces también cuando no está dormida.
La vida
sexual no da la felicidad, sino que la quita. Alguna que otra vez, él aprovecha
que su mujer está concentrada en su investigación para masturbarse en el cuarto
de baño. Después se lava las manos y sigue leyendo. De vez en cuando pasa
delante del burdel local, sin entrar en él, y hace cuatro años tuvo contacto
físico con una colaboradora de la agencia de traducciones. Primero en el
lavabo, después en la pequeña cocina. Eso no hizo más que confirmar sus
sospechas. Fue placentero, aunque ni siquiera de eso estaba seguro , debido a
las interferencias de otros sentimientos; en cualquier caso, no contribuyó a su
felicidad ni a la de otros, como mucho le produjo un aturdimiento muy
transitorio.
Beck ve a
otras mujeres, repara en ellas, pero no pasa de ahí. No tiene ni idea de con
quién se relaciona su mujer. No hay que querer saberlo todo; querer saberlo
todo es para las personas inseguras.
-He
recibido una carta de Holanda -dice él.
Ella deja
de teclear y él le pasa la mano por el hombro para quitarle escamillas del
cuero cabelludo.
-¿De quién?
-pregunta
ella sin levantar la vista. Reanuda el tecleado, aunque con más lentitud.
Ella
conoce a mucha gente, por fuerza, pues el tipo de investigación que realiza
exige tener una red de contactos sociales. Además, ella es de esa clase de
personas que mantienen una red de contactos sociales, más o menos como otras
mantienen un huerto. Para traducir manuales de instrucciones no hace falta
conocer a nadie.
-Una
revista que quiere publicar un relato que escribí hace tiempo.
-¿Por qué?
-¿Por qué?
Ni idea de por qué. Por lo visto encaja en la edición especial.
-«Edición
especial.»
Detecta
cierto sarcasmo en la voz de su mujer. Un eco de su propio sarcasmo, que
también ha desechado. Ahora ya no tiene que asesinar a nadie con su escritura,
ni siquiera a sí mismo.
Ella
cierra el correo electrónico.
-No sería
muy coherente que ahora diera mi consentimiento. Lo dejé porque la fuente de la
cual sacaba mi inspiración estaba envenenada.
Su mujer
sólo lleva bragas y está sentada sobre una toalla, porque de lo contrario se
quedaría pegada a la silla. Suspira. Le traen sin cuidado las fuentes
envenenadas.
-Aunque
pagan bastante bien -añade él.
-¿Qué relato?
-Los hijos del Yab Yum.
Ella se
levanta. Escribe algo en la agenda, hay papelitos revoloteando por su
escritorio, apuntes, números de teléfono, nombres, direcciones.
-Hazlo -le dice
ella-. Ya va
siendo hora de que nos refresquemos un poco y que compremos un aparato de aire
acondicionado.
Se quedan
un momento delante de la ventana esperando la tormenta como hacen a menudo, a
sus espaldas sopla el viento del ventilador. Luego, su mujer se mete en la
bañera, pues debido al calor le ha entrado picor, y él escribe una carta a la
revista dando su consentimiento para que publiquen el relato y preguntando si
pueden transferir el dinero a vuelta de correo a su cuenta bancaria de
Göttingen.
Examina la
planta y poda algunas hojas muertas, su mujer lee una revista sobre política
internacional, la espuma de baño huele a pomelo. Cuando suena el teléfono,
todavía tiene las tijeras en la mano. En contra de su costumbre descuelga, y en
voz baja, casi susurrante dice:
-Diga.
Es la
ayudante del ginecólogo que pregunta si la mujer de Beck puede pasar por la
consulta, a eso de las nueve, quizás un poco antes, a las ocho y media si es
posible.
Beck le
dice:
-A las ocho
y media va bien.
-¿Le dará
el recado?
-Le daré el
recado.
En el
cuarto de baño, la niña pájaro se ha puesto una mascarilla azul.
-Pareces un
pitufo -le dice él-. Que si
mañana podemos pasar por la consulta del ginecólogo.
Beck
observa las diferentes mascarillas, las cremas, los tubos de jabón líquido.
-Esto me
pone mala -dice ella
levantando la revista sobre política internacional.
Él
asiente, prefiere evitar las discusiones. Prefiere evitar todo lo que pueda
desembocar en groserías. Cierra el botiquín que estaba abierto, y después
regresa junto a la planta. El ventilador hace circular aire caliente. El ordenador
de su mujer todavía está encendido, Beck lo apaga. Toda su vida se ha esforzado
por ser independiente y, en consecuencia, por estar solo. Cuando alcanzó los
límites de esa independencia, volvió a una forma de convivencia que le parecía
soportable, puesto que los límites estaban bien definidos. Nadie sabe que Beck
comparte su casa con una mujer. Christian Beck considera que si otros supieran
que vive con alguien, ya sabrían demasiado. En el trabajo lo llaman el «eterno
soltero». En una ciudad pequeña se habla mucho, pero no sobre él.
A la
mañana siguiente, la sala de espera del ginecólogo está vacía.
-¿Quieres
que entre contigo? -pregunta
Beck.
-No -le
contesta la niña pájaro-, tú
quédate aquí.
Beck se
sienta junto a una pila de revistas.
También
esta vez, la ayudante le trae té.
-Con un
terrón, ¿no? -Sonríe
satisfecha de su infalible memoria.
Mientras
deposita una taza de té delante de él, Beck le devuelve la sonrisa. Le gusta
que las mujeres le presten atención, aunque sólo sea durante una fracción de
segundo; eso le da la sensación de que él todavía cuenta teóricamente. Beck no
quiere contar más que eso: teóricamente ya basta.
A veces es
como si estuviera haciendo una prueba. ¿De cuántas cosas puede uno despedirse
antes de que la vida deje de ser vida?
Hojea una
revista para embarazadas. De vez en cuando, la ayudante viene a verle. Él
intenta descifrar algo en su mirada, compasión quizás, preocupación, interés
amable o simple aburrimiento. Al cambiar de posición en la silla, se ve
reflejado durante una fracción de segundo en el espejo que han colgado en la
sala de espera para dar a las pacientes la oportunidad de arreglarse
rápidamente antes de entrar en el consultorio. ¿Qué verá la gente cuando lo ve?
Entonces se acuerda de que la gente no lo ve. No tienen ningún motivo para
verle. No es que no tenga rasgos llamativos, según la policía unas gafas ya son
un rasgo llamativo, pero nada en él es lo suficientemente llamativo como para
ser visto realmente. En una ocasión arrestaron a Beck, aunque nunca llegaron a
condenarle, y por ello sabe unas cuantas cosas sobre lo que piensa la policía
acerca de los rasgos llamativos.
Recuerda
haber estado sentado en la misma sala de espera una semana antes, recuerda el
miedo de la niña pájaro; ahora no ha visto miedo en su rostro. Se la veía
segura de sí misma, alegre, despreocupada. Aunque no lo estés, tienes que
parecerlo. Se había llevado algo para bordar por si tenían que esperar, pero no
tuvieron que esperar.
Su mujer
sale del consultorio, lleva consigo un bolso en el que guarda todas sus cosas.
Agenda, móvil, peine, dinero, bordado. No hay pintalabios, casi nunca se pinta
los labios. Sólo en ocasiones especiales.
Él
devuelve la taza vacía a la ayudante que le lanza de nuevo una sonrisa
seductora.
-¿Volvemos
a casa caminando, niña pájaro? -pregunta
él.
Deciden
volver a casa caminando.
-¿Y? -pregunta
él cuando están fuera, debajo de un árbol.
-Me muero -dice ella.
Él se echa
a reír. Hay comunicados de los que uno sólo puede reírse. Se ríen los dos. Se
ríen a carcajadas, hasta que él dice:
-No digas
tonterías. Vale, algún día, pero no ahora.
Siguen
caminando en silencio.
-¿Te lo ha
dicho el médico? -pregunta
mientras esperan en un semáforo.
-No, claro
que no, los médicos no dicen nunca eso, los médicos lo dicen de otra manera,
hablan de estadísticas, de experiencias, de expectativas que no tienen por qué
cumplirse.
Compran un
helado.
-Pasado
mañana tengo que ir al hospital para que me hagan un examen detallado.
-Tú
llegarás a los ciento tres años -le asegura Beck-, ciento cuatro y quizá ciento cinco: tú nos enterrarás a
todos.
Pero
mientras caminan con los cucuruchos de los helados en la mano, Christian Beck
no puede evitar pensar que él tiene la culpa de que ella haya enfermado. Que no
sólo le ha robado la inocencia, sino también la vida, como si la vida estuviera
contenida en esa inocencia.
En casa,
ella se mete en la bañera y después contesta correos electrónicos, sentada
sobre una toalla.
Beck se
tumba en el suelo sobre una manta para así poder sujetar los pies descalzos de
su mujer, y luego quedarse dormido lentamente.
-No me
hagas cosquillas -protesta
ella.
Mientras
uno persigue la felicidad propia, lo que hace es esperar, y ésa es una de las
cosas que desagradaban a Beck de la felicidad: el tener que esperar a más, mejor,
más profunda, más intensa, más perfecta, más garantizada, más duradera y más
verdadera felicidad. No querría perderse esta tristeza, tan entrañable y
liviana a la vez. Eso de no ser nadie, de ya no pintar nada, tiene sus
ventajas, es casi un alivio. Le ahorra a uno conversaciones sin sentido, eso
para empezar, y también muchos disgustos.
Mientras
sujeta el pie de su mujer, siente que ya ha empezado a compartirla con los
doctores, las camas de hospital y las enfermeras. Un futuro del cual él formará
parte cada vez menos.
En la sala
de espera del hospital no le ofrecen té. Tampoco hay nadie que le sonría
seductoramente.
-¿Cuánto
cree que tardarán aún? -pregunta
Beck a una enfermera o a una secretaria. Eso allí no está claro, hay muchas
cosas que no están claras en el hospital.
-No podría
decírselo -responde
la mujer sin levantar la vista.
Las
personas en esta sala de espera son menos atractivas que las del ginecólogo, y
además están menos animadas y más enfermas, como si aquí uno ya estuviera un
paso más cerca de la muerte.
Beck se
queda hasta las seis esperando en la sala de espera. Ha llamado unas cuantas
veces a la agencia de traducciones. Por supuesto, no ha mencionado el motivo de
su ausencia, pero la coordinadora le ha asegurado que no pasa nada si falta un
día al trabajo, pueden arreglárselas un día sin él. Si fuera sincero, admitiría
que eso le decepciona un poco, pero él no es tan sincero. También la sinceridad
tiene sus límites.
A las
siete la dejan marchar. Beck la está esperando fuera, delante del hospital,
pues dentro ya no aguantaba más. Los exámenes la han agotado; en la parte
interior del brazo tiene un moratón: la enfermera no tenía habilidad con la
jeringuilla.
-Todavía
tiene que practicar -le dice su
mujer-, pero
¿por qué conmigo?
-¿Te apetece
beber algo?
-Quiero
ducharme -contesta
ella. Tiene mal aspecto, como si la hubiesen violado.
Mientras
ella se quita de encima la suciedad del hospital, Beck lee una carta de la
revista diciéndole que les complace poder publicar su relato y que no tardarán
en transferir el dinero a su cuenta de Göttingen. Después pone música árabe.
Música para danza del vientre.
Los
resultados del segundo examen detallado también son positivos. Más positivos no
podían ser.
-¡Qué
mierda! -dice su
mujer. Está tranquila, más tranquila que antes. El nerviosismo parece haber
desaparecido de repente. En los aviones, a veces se volvía loca pensando en un
accidente, pero ahora que ha ocurrido ese accidente, ahora que es tan concreto
como un bloque de hormigón, ya no hay nada de que volverse loco. Están en una
heladería explotada por una pareja de turcos.
-Necesitamos
una segunda opinión -dice Beck.
-¿Y de qué
sirve eso?
-Los
médicos cometen errores, los laboratorios se equivocan, confunden tubos,
nombres, direcciones, números de teléfono. Sucede a diario. Quizá todo se base
en un malentendido.
Ella no
está convencida.
-Tú te
sientes bien, ¿no?
-Sí,
estupendamente -contesta
ella.
-Quieres
vivir, ¿no?
-Cómo no.
Cómo no.
La vida no es una taza de té sobre la cual puedas decir: «Cómo no». La pregunta
exige un «sí» helado y animal, y no un tibio «cómo no». Y a partir de ese
momento, él sabe que ya la comparte con la muerte, pero no quiere admitir que
lo sabe. Inventa malentendidos, errores que todavía pueden rectificarse,
siempre y cuando se intervenga a tiempo. Confía en los milagros, ahora que no
queda nada más en qué confiar.
Con el
dinero de Los hijos del Yab Yum tiene
pensado comprar un aparato de aire acondicionado, pero el dinero no llega. La
ola de calor desaparece sin que tengan aparato de aire acondicionado, tal como
se ha esfumado durante años.
Un tercer
examen, la llamada segunda opinión, confirma los resultados de los dos primeros
exámenes, aunque este último es un poco peor. Como si después de apelar uno
oyera que le han caído diez años más de condena.
En el
rostro de su mujer ya no detecta espanto, ahora el espanto se le ha metido
dentro. Sin duda, lo que viene después de esta vida no es nada, pero no es eso
lo que la espanta. Lo que vio Beck en el rostro de la niña pájaro, aquella
mañana en el taxi, fue la sospecha de que lo que hay ahora tampoco es nada, que
éste es un viaje de una nada a la siguiente.
Pero la
niña pájaro es algo, la niña pájaro es inocente.
Apenas
catorce días después del tercer examen, la niña pájaro empieza a adelgazar a
ojos vistas. Beck compra todo tipo de preparados vitamínicos en tiendas
naturistas e incluso solicita un crédito permanente para costearlos. Todo en el
marco de la elaboración del malentendido: «Se han equivocado de puerta, se ha cometido
un error en el padrón, todo acabará aclarándose». Y además le quedan los
milagros con los que uno puede soñar cuando la casa se queda a oscuras.
Beck
empieza a hacer zumos de fruta, sobre todo zumo de fresa, porque a ella le
encanta. A veces tiene que viajar durante una hora en tren para conseguir las
fresas, pues la temporada de fresas acabó hace tiempo. Al menos los viajes le
mantienen ocupado, lo distraen, alimentan su ilusión de que ganará la batalla
que ha entablado contra la muerte.
Su mujer
tiene algunos años más que él, pero eso nunca ha molestado a Beck ni a ella
tampoco; sin embargo, ahora que su cuerpo alimenta poco a poco el abismo de la
nada, Beck tiene la impresión de que está perdiendo a una niña.
-Estoy
dispuesto a compartirte con todo el mundo -le dice él-, pero
¿cómo se puede compartir algo con la muerte? Nadie lo ha conseguido aún.
-«Todo el
mundo», vaya, vaya -responde
ella-, casi
nada: «todo el mundo».
Les entra
la risa tonta.
Luego ella
dice:
-Según el
médico, el tratamiento es pura formalidad, las posibilidades de éxito son
nulas. Lo hago por ti, porque la terapia no es que digamos agradable.
-¡Una formalidad! -exclama él- ¡No es en
absoluto una formalidad! ¿Es que se han vuelto locos? ¿Cómo pueden decir algo
semejante? ¿Acaso son funcionarios? «Formalidad», ¿de qué están hablando?
Su
sistema, su dominio se está desmoronando. Mezcla perlas de ajo, preparados
vitamínicos y jengibre con el zumo de fresa. A veces, cuando ella por fin se
queda dormida -algo que
le cuesta cada vez más-, él se
arrodilla junto a la cama y lanza un grito silencioso para no despertarla.
El
hospital les hace llegar una silla de ruedas, porque cada vez le cuesta más
andar. El repartidor pregunta que cuánto tiempo creen que necesitarán la silla
de ruedas. Beck compra tubos enteros del jabón líquido que más le gusta a la
niña pájaro, y mascarillas faciales en grandes cantidades, sobre todo la de
color azul. La batalla contra la muerte se libra ahora a nivel de mascarilla
facial, porque los demás niveles han fracasado.