Introducción
Entre 1914 y 1938 ocurrió el gran enfrentamiento
entre la Iglesia y el Estado en el México revolucionario. Dicho conflicto, al
llamar la atención y provocar cierta solidaridad de la Iglesia católica
estadounidense hacia la mexicana, fue uno de los factores que influyeron en las
relaciones de entonces entre ambos países. El tema no es virgen y varios
autores se han interesado en el papel del catolicismo norteamericano en las
relaciones entre Washington y México, a lo largo de la Revolución. La actitud
de la jerarquía eclesiástica es más conocida que la de los laicos, aunque no
faltan los estudios sobre la más estructurada y la más activa de las
organizaciones laicas: los Caballeros de Colón (the Knights of Columbus). Los
primeros estudiosos se enfocaron sobre el papel estelar del embajador Dwight W.
Morrow en la negociación de los arreglos de 1929, los que pusieron fin a la
suspensión de los cultos y a la Cristiada, la gran insurgencia católica
mexicana. Así se supo de la participación activa de varios clérigos
norteamericanos en la larga gestación de ese modus vivendi. Siguiendo este
hilo, los historiadores pasaron al tema mismo de la actitud de la Iglesia
norteamericana, clero y laicos, en esos años. Se privilegió el estudio de los
activistas que se solidarizaron, especialmente entre 1926 y 1929, y otra vez
entre 1932 y 1936, con los católicos mexicanos. Intentaron influir sobre la
política exterior de su país y trabajaron como verdaderos grupos de presión (lobbies) a la usanza estadounidense: informando,
visitando; presionando a la Casa Blanca, al Departamento de Estado, al
Congreso, a los gobernadores, los senadores, los empresarios y los sindicatos;
tratando de movilizar o crear una «opinión pública» en favor de los católicos
mexicanos, para que su presión modificara la línea política de Washington.
Esos católicos, motivados por algo que no tenía nada
que ver con la vida nacional de los Estados Unidos –a saber: el
anticlericalismo del Gobierno de México–, si bien trabajaron mucho, algunos con
discreción y otros de manera más abierta, nunca fue la totalidad de los
católicos de aquel país; como tampoco fueron todos los obispos los que se
interesaron en el conflicto que afectaba a los hermanos católicos del sur. Eso
es algo normal que desmitifica la visión clásica de la Iglesia católica como un
bloque monolítico. En México, de la misma manera, los obispos y los laicos
estaban también divididos sobre la manera de enfrentar la crisis. Hasta en la
Curia romana, las divisiones eran visibles.
Presento la historia de unos individuos que tuvieron
un papel clave, de pequeños grupos, de dos organizaciones fuertes y muy
diferentes, la National Catholic Welfare Conference (NCWC), que reunía a los
obispos, los Caballeros de Colón, así como numerosas y activas agrupaciones de
laicos asentadas en todo el país. Es la historia de una minoría, pero una
minoría que actuaba y pretendía influir en el curso de la historia, que estaba
segura de su fuerza recién adquirida y con orgullo ostentaba su americanismo y
su catolicismo en un país de mayoría protestante durante unos años en los
cuales subía de nuevo la marea de un «nativismo» anticatólico, «antipapista».
La otra parte no se mostró menos activa y preocupada por México, pero fue más
prudente, más certera en su evaluación de las fuerzas políticas en los Estados
Unidos y en México.
Lo que no pretendí estudiar es el pueblo católico
estadounidense en su masa sociológica, en su diversidad cultural, política y
religiosa. La meta de mi trabajo no fue presentar «las naciones católicas»
americanas: los americano-irlandeses –muy presentes en el episcopado y en el
clero–, los germano-americanos, los italo-americanos y demás –polacos,
ucranianos, etcétera–. Tampoco me metí en el tema apasionante de la ayuda
material, cotidiana, humilde, difícil de documentar pero vital, que los
católicos estadounidenses prestaron a los refugiados e inmigrantes mexicanos
que por cientos de miles se fueron al norte, huyendo de la guerra, de la
miseria, de la persecución religiosa.
Entonces, ¿perdí mi tiempo al escribir un nuevo
capítulo de una historia diplomática demasiado conocida? Sí y no. Intenté ver
cómo ciertos católicos estadounidenses han formado o modificado una «opinión
pública» sobre la cuestión mexicana, entre los católicos y otros grupos sociales
de ese país. También me pregunté si una labor menos visible, de cabildeo, en
los pasillos del Capitolio y de la Casa Blanca (y del Vaticano, y de la
Presidencia mexicana) ha modificado el curso de la historia. Y en el camino
encontré varias joyas inesperadas.
Si se vale, para la comodidad del discurso,
distinguir entre moderados y radicales, se puede decir que los primeros
tuvieron éxito, por lo menos a largo plazo, mientras que los segundos
fracasaron en alcanzar sus objetivos maximalistas. Sin embargo, muy
posiblemente, los logros de los primeros no se hubieran dado sin la presión
constante de los segundos; éstos crearon la atmósfera que en varios momentos
convenció, aunque sin provocar entusiasmo, al Gobierno de Washington de que su
interés por México no podía limitarse a la esfera de la economía. Así, al final
del periodo estudiado, el gobierno de Franklin D. Roosevelt, después de una
larga resistencia, se decidió a hacer entender, diplomáticamente, sin presiones
abiertas, al Gobierno mexicano que los Estados Unidos estaban «comprometidos a
mantener el derecho de todos a practicar libremente su culto, no solamente en
los Estados Unidos sino también en todas las otras naciones».1
Parte de ese trabajo está dedicada a estudiar la
reacción de los norteamericanos no católicos ante la campaña emprendida por la
Iglesia católica en favor de la Iglesia y los católicos mexicanos.
La investigación descansa sobre la lectura de casi
toda la abundante literatura existente y el trabajo en los archivos nacionales
y eclesiásticos, tanto en México como en los Estados Unidos. Es de señalar la
riqueza del Archivo Histórico del Arzobispado de México y la de los Caballeros
de Colón en New Haven. La lista de los agradecimientos sería demasiado larga
pero resulta imperdonable no mencionar a Berenise Bravo Rubio y a Marco Antonio
Pérez Iturbe, encargados del Archivo del Arzobispado de México; a Carl
Anderson, dirigente de los Caballeros de Colón; a Maureen L. Hough, quien
rastreó en los archivos de New Haven todo lo que concernía a México y redactó
para mí un memorándum intitulado «The Response of the Knights of Columbus to
the Mexican Persecution» («La respuesta de los Caballeros de Colón», septiembre
2005, 24 págs. mecanografiadas); al padre Manuel Olimón, quien me señaló la existencia
del microfilm del Fondo México de la NCWC; a Javier Buenrostro, quien trabajó
para mí la correspondencia diplomática mexicana de la época; a Norma Ogarrio,
directora del Fideicomiso Archivos Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca
(FAPECT), así como a todo el personal de dicha institución. Y al final, pero no
al último, a Rosa Lourdes Aguilar Flores, como siempre, por su ayuda
incondicional.