Informe

Efrén

 

 

Comienzo, no, empiezo a notar que esta habitación, no, este cuarto es lo único que tengo.

Las paredes son cuatro y blancas, no, grises.

Un foco, fundido, cuelga impedidamente del techo.

Hay una puerta, que chilla cuando se abre y cierra, y una ventana, pequeña, pequeñita, a través de la cual estoy siendo arrojado.

Porque he sido arrojado, hace un instante, del cuarto.

Porque caigo ahora, de la punta del edificio al suelo, libre, no, forzadamente.

Se sabe que no hay de qué preocuparse: es una caída larga y lenta.

Si extiendo los brazos y abro los puños, planeo con elegancia; si agito el cuerpo, algo, algunos centímetros, me elevo.

Mi cuerpo, ya vencido por la inercia, rebasa palomas, que flotan, y dispersa pobladas asambleas de moscas.

Un yunque de bronce, se dice, tarda nueve días y nueve noches en caer del cielo a la tierra.

Mi caída es menos tersa, pero algo aprendo: que el pasto es suficiente para amortiguar el golpe.

Pienso: de haber podado el municipio la hierba, algo, alguna uña, me hubiera roto.

Pero estoy intacto; es una mañana soleada; sacudo mi saco, mi corbata, mi sombrero.

Señores: mi nombre es Efrén Hernández, cosa que a estas alturas ya no importa. Estas alturas: después del cuarto, mientras acomodo mi cuerpo, minúsculo, entre otros cuerpos, más grandes, anónimos.

La ciudad. Porque estoy ya de pie, bamboleante sobre la hierba, miro la ciudad a mi alrededor. Son muchos y pardos y deslucidos los edificios y son pocas y débiles mis ganas de describirlos. Hay gente y perros y coches. Hay basura y lodo. Hay una iglesia, abominable, entre dos negocios y chinos, amarillos, entre las cosas, las cajas, los mostradores. Un reloj cuelga, cosa rara, de la iglesia y da la hora: las siete y cuarenta y siete de la mañana. Las ocho y treinta y cuatro. Las nueve y cincuenta y uno. Basta.

Una mosca se posa sobre mi nariz a las once y once y me implora, elocuente, que la siga.

Al doblar la primera esquina, el golpe.

O para ser precisos, un encuentro, no, el golpe.

Tras estrellarnos el uno contra el otro, el viejo masculla amargamente una queja.

Porque hay un viejo, una joroba, tres pelos en un cráneo informe.

Porque así, sin forma, se me aparece el mundo: una suma inestable de gases.

Para disculparme, acuso a la mosca. Que se escapa.

Es rasposa la voz del viejo, pero entiendo: que me buscaba a mí, no a otro. Que me esperaba.

El tiempo, que escurre con saña, sacude desigualmente el trío de pelos; al desprenderse, uno de ellos baila un instante antes de perderse entre la luz, también danzante, del mediodía.

Como nada digo, añade el viejo: Te diré algo, no te marches, y se marcha, la joroba siguiendo demoradamente al cuerpo.

Tres, nueve, cinco segundos tarda su hedor en extinguirse.

Porque es ya de noche, puedo decir que he esperado disciplinada, no, castigadamente al viejo. Es claro que soy un hombre serio. Que no me doblo ante los retos. Que estoy hecho para grandes cosas. Ahora, por lo pronto, descanso. Tumbado en el suelo, me abrigo en la cuneta junto a la calle. Hay basura y lodo. Hay piedras y grava. Hay ratas, cuyas colas anudo y desanudo. De no llover, esto haría: desempañaría mis anteojos y contemplaría la noche, no, el negro capote de la noche. Pero llueve, lo que tampoco es poca cosa. Basta.

Hay agua, no dije, en la cuneta.

Cuando despierto, la corriente me ha arrastrado lejos.

Floto, entre peces e insectos, en un charco a media calle.

Es un hombre que taladra la pared de su casa el que provoca, conjeturo, las olas; no me quejo.

Dos tipos de fuentes: cuando un camión pasa, derrapa y salpica o cuando yo escupo para arriba, rítmicamente.

Si sumerjo la cara en el agua, esto descubro: un mundo ínfimo pero infinito en el que podrían disolverse mi espíritu y mi cuerpo; la milimétrica trama de la materia.

Por lo pronto, chapoteo, porque puedo.

Para secar mis cosas, extiendo el saco y la corbata y el sombrero, no, el saco y la corbata, sobre la banqueta.

La gente que pregunta por el precio de mis posesiones se desespera ante los altos costos.

Quienes me regalan, ilusos, una moneda no saben que éstas vuelan luego, sin tino pero con encono, sobre sus cabezas.

Si no ven, señores, mi saco y mi corbata y mi sombrero sobre la banqueta es porque están ustedes demasiados lejos y porque yo y mis cosas somos, para no decir diminutos, pequeños. Es un hecho que mi cuerpo, sus huesos, no representan a mi espíritu, su mente.

De nada sirve que busquen a media calle mis anteojos: los llevo siempre puestos.

Pasa esto: sin anteojos todo termina por fundirse en una uniforme mancha ocre; con ellos todo –y digo todo: la tierra y el aire y el agua y el fuego– aparece tal como es, es decir: móvil, danzarín, cambiante.

Ahora, por ejemplo: mientras me anudo la corbata al cuello, el aire levanta el sombrero del suelo y lo arrastra festivamente de una calle a otra y el sombrero perfora nubes y caza mariposas y, cuando yo lo sigo, atado al suelo, descubro: que el sombrero no es sombrero sino ave y aletea.