La luz viene de Occidente

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Del neolítico a la informática

 

 

Empezaré este capítulo con un detalle anecdótico. Hace ya muchos años, cuando visité la extensa playa de Los Ángeles llamada Venice Beach, me sentí literalmente aturdido por la desconcertante diversidad de escenas insólitas que se ofrecían a mi mirada maravillada. A ambos lados de aquel largo corredor de varios kilómetros, había tiendas abiertas donde se presentaban las cosas más inverosímiles. Las formas más arcaicas del conocimiento humano se codeaban con los elementos más sofisticados de la tecnología punta. Se veían, uno al lado del otro, en un espacio yuxtapuesto, los ritos chamánicos de los native americans, las posturas del yoga clásico, la acupuntura china, el tarot, todo tipo de masajes tradicionales japoneses, la astrología, los aparatos de realidad virtual, el rock y el break-dancing. Todo estaba simultáneamente presente; se asistía a toda la evolución de la conciencia humana, del neolítico a las proyecciones futuristas del siglo xxi, como si el espíritu de la modernidad restituyera, en una inmensa epopeya recapitulativa, todas las etapas de la conciencia humana; en otras palabras, como si se hubieran aplastado en el plano horizontal, es decir simultáneo, estratos que, en la geología histórica de la conciencia, se presentaban en capas superpuestas de sedimentación.

Sin duda, lo que veía expuesto en aquel lugar representaba en miniatura –en el microcosmos– lo que ocurría en el país a escala macroscópica. En efecto, en Estados Unidos, desde los años noventa, se observa la emergencia de un movimiento de contestación del melting-pot (crisol común). Se sabe que, dentro de cincuenta años, los blancos –me refiero a los blancos anglosajones protestantes (wasps)– ya no serán mayoritarios en este país. Las diversas comunidades calificadas de minoritarias (negros, hispanos, asiáticos, amerindios) reivindican que se tengan en cuenta sus raíces culturales. El multiculturalismo se esgrime ahora como una profesión de fe. Volveré más adelante sobre los pormenores de los multiculturalistas, que se diversifican en diferentes esferas de influencia, críticas, radicales, pluralistas.

Lo que además me revelaba esta radiografía, por otra parte más que evidente, de Venice Beach era la simultaneidad, no solamente de culturas, sino también de niveles de conciencia. Tenía la sensación de que, en el fondo, nada ha desaparecido en el palimpsesto del alma; todas las viejas capas de sedimentación que se habían rechazado, sustituidas inconscientemente por otras, más conformes al espíritu del tiempo, renacían de sus cenizas. La simultaneidad sustituye a lo sucesivo; todos los cambios de paradigma, todos los niveles de conciencia –del neolítico a la era de la informática– reivindican ahora su voz y su voto. Esta emergencia plantea también el problema de su coexistencia, pues los diferentes niveles del ser se yuxtaponen, se suceden, se superponen, se entrecruzan sin que puedan reducirse a un esquema lineal. Y estas capas sedimentarias diversas surgen al mismo tiempo, aparecen en el mismo plano de simultaneidad como si los diques que antaño las retenían en límites bien precisos se hubieran roto. Por otra parte, cada una de ellas tiene un corte específico, una densidad que sólo le pertenece a ella, categorías de ver y sentir que le son propias. ¿Cómo aislarlas unas de otras, puesto que no dejan de cruzarse y suscitar formas híbridas a menudo incongruentes y a veces seductoras? ¿Cómo reconocerlas y describir las relaciones que unen los diferentes estratos de la conciencia y las variadas articulaciones que se desprenden de ellas? En otros términos, ¿cómo determinar, como dice Foucault, «el punto de inflexión de una curva, la inversión de un momento regulador, los límites de una oscilación, el umbral de un funcionamiento, el instante de alteración de una causalidad circular»?