Murió al amanecer, antes de que se pudiera distinguir un hilo negro de uno blanco. Las oraciones del sacerdote se extinguieron, y éste se humedeció los labios y tragó saliva. El médico, a su lado, no se había movido desde que dejó de sentir el pulso bajo las yemas de sus dedos. Al final sólo la tozudez había mantenido con vida a su paciente, pero su voluntad cayó vencida por un coágulo. Encima del brazo cruzado del muerto yacía una mano manchada. Retrocedió para depositar un crucifijo sobre el pecho desnudo. Demasiado grande, pensó el médico, demasiado católico, barroco como el torso cubierto de cicatrices del muerto. La viuda permanecía frente al médico, al otro lado de la cama. Él no se atrevía a mirarla a los ojos. Ella se apartó, se acercó tranquila al escritorio y, tras tomar asiento, comenzó a escribir. El médico, al ver que el sacerdote guardaba el frasquito de los óleos, lo consideró un anuncio para recoger las jeringuillas y la batería eléctrica. Había sido una noche larga y tendría que buscarse un nuevo empleo. Lo lamentaba, pues había apreciado a ese paciente y había disfrutado viviendo en su villa, en lo alto de la ciudad, con vistas a la bahía y al Mediterráneo en lontananza. Al notar que se ponía colorado se ruborizó aún más. Se apartó del muerto. El sacerdote, unos años más joven que el médico, observaba a hurtadillas la habitación. Un mapa del continente africano en una pared, comprimido por estanterías con libros a ambos lados. La ventana abierta lo inquietaba, como lo inquietaba todo en esos momentos. Los sonidos sigilosos le recordaban otras noches insomnes. El dibujo a su izquierda, a un brazo de distancia, hermoso e incomprensible, le había provocado inseguridad desde la primera vez que le echó una ojeada. Le recordó que ese inglés había vagado por regiones de infieles que sólo visitaban gentes ignaras y arrogantes. Su obstinación era tristemente célebre. Poco más sabía el sacerdote sobre él. El obispo se había librado de otra tarea desagradable. No había sido la primera vez que el sacerdote había tenido que administrar la extramaunción a un desconocido. Confía en tu sano sentido común, el obispo le había despachado con ese extraño consejo. Él no había tenido tiempo para orientarse. La esposa lo había pillado desprevenido y lo había apremiado, exigiendo el sacramento para el moribundo como si el sacerdote se lo debiera a ella. El cura se había plegado a su voluntad y en ese momento lo lamentaba. Ella, junto a la puerta abierta, entregó un sobre al médico y le habló con insistencia. ¿Debía decir algo? El sacerdote recibió un suave pero enérgico agradecimiento –¿qué podía replicar?– y con el agradecimiento la invitación tácita a marcharse. Él olió su sudor y calló. En el vestíbulo ella le tendió el abrigo y la mano. El sacerdote se apartó, se detuvo, incapaz de salir a la noche con esa carga, y se volvió de golpe hacia la mujer.
–Signora...
–¿Me disculpará que no lo acompañe
hasta la puerta?
–Ha estado mal. Ha sido un error.
–¡No!
–He de comunicárselo al obispo.
–Ha sido su última voluntad. Y
usted se ha visto obligado a respetarla. Discúlpeme, padre. Tengo mucho que
hacer. Sus preocupaciones son injustificadas. El obispo ya está informado.
–Usted podrá estar segura, signora, pero a mí me falta la seguridad
de usted.
–Por favor, rece por la salvación
de su alma, será lo mejor para todos nosotros. Adiós, padre.
Ella se pasó dos días junto al
lecho mortuorio, molestada ocasionalmente por las oraciones y coloquios de
aquellos que deseaban rendirle el último honor. Al tercer día despertó a la
criada antes de lo habitual. La criada se echó un chal sobre el camisón. Anduvo
a tientas por la noche lanosa hasta el cobertizo donde dormía el jardinero.
Éste no contestó a su llamada hasta que la mujer golpeó la puerta con una pala.
Anna, gritó él, ¿ha ocurrido otra desgracia? La señora te necesita, contestó la
criada, y añadió: Inmediatamente.
–¿Has reunido leña, Massimo?
–Sí, signora, la semana pasada, cuando hizo frío. Tenemos de sobra...
–Me gustaría que hicieras una
hoguera.
–Sí, signora.
–En el jardín, ni muy cerca ni muy
lejos de la casa.
El criado erigió una pequeña pira,
como hacían en el pueblo con motivo del solsticio. El esfuerzo le hizo entrar
en calor. Los dedos de sus pies, húmedos de rocío, se alegraban del fuego. Anna
salió con un vaso en la mano, sus cabellos retorcidos como ramas secas. Él olió
el café cuando alcanzó el vaso.
–¿Arderá?
–Mientras no llueva...
Se inclinó sobre el vaso como si
intentara vislumbrar algo en el líquido. Dio un sorbo.
–¿He de prenderlo yo?
–No. Quién sabe lo que quiere
ella. Es mejor que esperes.
En la bahía empezaba a clarear un
buque de tres palos arriaba velas. Trieste despertaba para los cabriolés y
mozos de cuerda. La señora caminó sobre la hierba con uno de sus pesados y
amplios vestidos.
–Enciéndelo.
El criado obedeció. Arde, arde,
esposo sol, brilla, brilla, novia luna, susurró él a las primeras llamaradas.
La canción de su padre para el solsticio. La señora se le acercó; y a él le
costó no echarse para atrás. Ella le ofrecía un libro.
–¡Arrójalo dentro!
Faltó poco para que ella le
rozara. Su orden traslucía desvalimiento, desamparo. No sería ella la que
arrojase el libro al fuego. El hombre manoseó la tapa, las manchas, la costura,
se apartó un poco de las llamas, acarició el cuero en busca de un recuerdo hasta
que se le ocurrió qué le recordaba al tacto: la cicatriz en la espalda de su
primogénito.
–No.
El fuego se avivaba en todas
direcciones.
–Elija usted a cualquier otro. Yo
no soy capaz.
–Lo harás tú. Ahora.
El fuego ascendía. El criado no
supo qué contestarle. La voz de Anna bisbiseó en su oído.
–Esto a nosotros nos trae sin
cuidado. Si ella se marcha ahora... la carta de recomendación, los regalos de
despedida. ¿Qué te importa a ti este libro? Dámelo a mí, si no pasa nada.
Él no lo vio volar, sólo oyó el golpe,
brasas, llamas contrayéndose, y cuando divisó el libro en el fuego, la tapa se
encorvaba como la uña deforme de un dedo del pie. La criada se puso en
cuclillas, un lunar tiznado de hollín en la rodilla. El cuero de camello arde,
crepita una mueca, arden los números de página, los sonidos de los papiones se
ponen al rojo, Marathi, gujarati, Sindhi se desvanecen, dejando letras
temblorosas que alzan el vuelo cual chispas antes de caer convertidas en
carbonilla. Él, Massimo Gotti, un jardinero del Karst cerca de Trieste,
reconoce en el fuego al difunto signore Burton en los años jóvenes, con
una indumentaria pasada de moda. Massimo estira el brazo, se chamusca los pelos
del dorso de la mano, las páginas arden, y las notas, los hilos, los puntos de
lectura y el pelo, el sedoso pelo negro de ella, sus largos cabellos negros que
cuelgan del extremo delantero del andamiaje, son arrastrados por los lamentos
del viento. A sólo un muro de llamas de distancia yace una muerta, su piel se
desprende, su cráneo revienta, y comienza a arrugarse hasta que queda reducida
a algo menos pesado que sus hermosos cabellos negros. El joven oficial no
conoce su nombre ni su identidad. Ya no puede soportar más el olor.
Richard Francis Burton se aleja
presuroso de allí. Imagínate, en su mente redacta su primera carta sobre las
tierras inexploradas. Después de cuatro meses en alta mar llega por fin a su
destino, y en la playa, en la leña amontonada en la playa, ellos queman sus
cadáveres. En medio de ese agujero mugriento y hediondo llamado Bombay.
India Británica
Las
historias del escribano
del
criado del señor
0. Primeros pasos
Tras meses de travesía expuesto a
relaciones fortuitas, a habladurías sin cuento, la lectura racionada con
marejada, trueques con los criados de Indostán: vino de Oporto a cambio de
vocabulario, aste aste* en la calma chicha, ¡menuda
resaca!, khatarnak y khabardar en la tormenta delante del
cabo, las olas golpeaban en empinada formación, ningún pasajero retuvo la cena
en aquella posición escorada. Ciertas cosas eran difíciles de expresar, los
días se tornaron cada vez más extraños, cada cual hablaba consigo mismo, así
fueron arrastrados a través del océano Índico.
Después, el golfo. Las velas
hinchadas atrapaban aire igual que las manos el agua. A través de unos
prismáticos frotados con aceite de clavo de especia vieron, a primera vista, lo
que ya habían olido. Imposible determinar cuándo alcanzarían la tierra firme.
La cubierta era la plataforma de observación, escenario de todos los
comentarios.
–Es un tabla.
Interrumpidos mientras conversaban
junto a la borda, los británicos se giraron. Un nativo de edad, vestido con un
sencillo vestido blanco de algodón, se encontraba justo detrás de ellos. Su
corta estatura no hacía honor a la potencia de su voz. La barba blanca le
llegaba hasta la barriga, pero tenía la frente lisa. Les sonreía con
amabilidad, aunque se les había acercado demasiado.
–Un tambor doble. Un bol de
Bom y Bay.
El hombre sacó sus dos manos y
brazos y los movió como acompañamiento de su voz grave.
–A la izquierda la bahía bendita,
Bom Bahia y a la derecha Mumba Aai, la diosa de los pescadores. Un tintaal de cuatro sílabas. Si lo desean,
se lo enseño.
Se metió entre ellos dos y comenzó
a golpear con ambos dedos índice mientras sacudía la melena.
Bom–Bom–Bay–Bay
Bom–Bom–Bai–Bai
Mum–Mum, Bai–Bai
Bom–Bom–Bay–Bay.
–Bárbaro y estridente, como le
corresponde a un ritmo que suena desde hace siglos: por un lado Europa, por
otro la India. En realidad es sencillo para aquel que sepa escuchar.
Los ojos del hombre sonreían
satisfechos. Los pasajeros de categoría fueron llamados para desembarcar: la
chalupa esperaba, la India se hallaba a unos cuantos golpes de remo. Burton
ayudó a subir los escalones a una de las damas arrobadas. Cuando ella se
acomodó, las manos en el regazo, él se dio la vuelta. Vio al tamborilero de
pelo y barba blancos, tieso sobre la cubierta, las piernas muy abiertas, los
brazos cruzados a la espalda. Sus ojos se movían inquietos detrás de los
gruesos cristales de las gafas. ¡Pasen, pasen! Pero vigilen su equipaje. Esto
no es Gran Bretaña. ¡Pisan ustedes territorio enemigo! Y su risa escapó volando
cuando la chalupa gimió en su descenso hacia el mar, colgada de las maromas.
Durante el desembarco se reveló el
engaño de los prismáticos. El muelle se levantaba sobre pescado podrido,
cubierto de orina seca y agua biliosa. Con las mangas se taparon de inmediato
la nariz. Siglos de podredumbre apisonados por gentes descalzas hasta
convertirlos en tierra firme sobre la que chillaba un sudoroso uniformado. Los
recién llegados acecharon a su alrededor, indecisos. La curiosidad quedó
aplazada hasta nueva orden. ¡Déjenos actuar a nosotros! ¡Nosotros nos
encargaremos de su trabajo! Richard Burton, con orgullosa circunspección, atajó
en indostaní el inglés pegajoso de un agente. Llamó a un culi que se mantenía
apartado ignorando el barullo, preguntó, escuchó, negoció, vigiló sus baúles
mientras los cargaban a la espalda para transportarlos hasta uno de los coches
de punto preparados. El cochero informó de que el trayecto era corto, y a bajo
precio. El carruaje se deslizaba a través de la masa humana como una lancha
sirgada. En su estela flotaban quepis y calvas, turbantes y topis. Él no
acertaba a distinguir ningún rostro a su alrededor en esos remolinos, y le
costó un rato percibir una imagen con sentido: delante de una tienda, las
garras de un tendero reposaban sobre sacos de arroz. Burton se reclinó en el
asiento mientras el coche salía del puerto y doblaba para adentrarse en una
calle ancha. Un chico esquivó por poco los cascos de los caballos como exigía
la prueba de valor, y se premió a sí mismo con una sonrisa. A un hombre lo
estaban afeitando junto a unas ruedas que daban vueltas. Le pusieron delante a
un niño sin piel. Él se asustó un instante y lo olvidó de nuevo. El cochero
parecía nombrar los edificios que flanqueaban la calle: Apollo Gate, detrás
Fort, Secretariat, Forbes House. ¡Un cipayo! El cochero señaló una gorra que
cubría unos mugrientos cabellos, más abajo, unas piernas delgadas y peludas
bajo un pantalón de trabajo demasiado corto. Espantoso, pensó Burton, ésos son
los soldados nativos que estarán bajo mi mando, cielo santo, esa ropa, puro
teatro, hasta la expresión del rostro parece copiada de los británicos. El
carruaje pasó al trote ante un racimo de mujeres con tatuajes en las manos y en
los pies. Una boda, el cochero se regocijó. Las engalanadas desaparecieron
deprisa al doblar la esquina. Los edificios, en su mayoría de tres pisos,
parecían atacados por la gangrena. Un hombre expectoró en uno de los balcones
de madera, y escupió sus achaques a la calle. Los escasos edificios con porte
parecían vigilantes de una colonia de leprosos. Burton divisaba una y otra vez
entre las copas de las palmeras las cornejas de cabeza gris. En una ocasión,
éstas describieron círculos por encima de un ángel de mármol al que una mujer
cubierta con un velo besaba los pies. Poco antes de llegar al hotel vio cómo
descendían unas cornejas sobre un cadáver. A veces, el cochero se giró en plena
marcha, no esperan a que llegue la muerte.
El British Hotel de Bombay no se
parecía un ápice al Hotel Britain de Brighton. En Bombay se pedía más dinero
por menos confort, uno tenía que conseguir cama, mesa y silla. En Brighton
ningún cadete borracho con pelo de brezo y aliento hediondo se subía de noche a
una silla para mirar de hito en hito a sus vecinos de cuarto por encima de la
pared de muselina. Burton, que no dormía desde hacía horas, apartó el
mosquitero y arrojó al cadete el objeto más cercano que encontró debajo de su
cama. El proyectil le acertó en plena cara. El cadete se cayó de la silla,
maldijo en voz baja hasta que se encendió una vela y se oyó un grito: el cadete
había reconocido el proyectil, una rata que Burton había matado poco antes con
una bota. Sólo la pared de tela protegía al enjuto cadete de sus propias
amenazas. Burton metió por segunda vez la mano debajo de la cama y sacó una
botella de brandy. Las lagartijas eran emisarios de la buena suerte; las ratas,
del odio. Las lagartijas se adherían a la pared como miniaturas de colores. Las
ratas se escondían. A veces en vano.
Su vecino del otro lado era un
sanitario militar en su primer destino. Sentado en el alféizar de la ventana
miraba hacia el mar. Hasta que el viento le dio en la cara. «¡Atención», gritó por el dormitorio, «el viento trae hasta nosotros asado hindú!» Y su gritó atravesó la
estrecha escalera aterrizando sobre la frente del parsi adormilado que atendía
a los clientes con exagerado servilismo. «Cerrad ojos y escotillas.» El parsi abrió los ojos y
sacudió la cabeza malhumorado. Esos malditos ghoras sólo soportaban
aquella visión con viento en popa.
El sanitario militar se negó a
acompañar a Burton al lugar de la cremación. Había que guardarse de la falsa
curiosidad, declaró como buen retoño de la prédica paterna, recién desvinculado
de la tutela de su madre. Burton intentó entonar una loa a la curiosidad, pero
pronto percibió la escasa comprensión que merecían sus propias experiencias, la
niñez en Italia y Francia como corresponde al hijo de un hombre inquieto, el
periodo de internado en la pretendida patria. Con todo, el sanitario se dejó
convencer para cruzar Carnac Road, la frontera entre el cerebro del imperio y
sus intestinos, según averiguó Burton en su primer banquete de gala, en compañía
de damas y caballeros que administraban de buen grado distritos enteros, hijos
de tenderos ingleses de provincias, descendientes de alguaciles que eran
conducidos sobre manos paganas de la sombra al fresco, más ricos y poderosos de
lo que habían osado imaginar en sus sueños más audaces. Sus esposas
cartografiaron meticulosamente el mapa de los prejuicios imperantes. Cada una
de sus frases era una señal de aviso, engastada en la advertencia: ¡Preste
atención, joven! Ellas habían levantado una topografía profusa y estaban
seguras de los vocablos que correspondían a la India. El clima, «fatal»;
la servidumbre, «de pocas luces»; las calles, «sépticas», y
las mujeres indias, todo a la vez, por lo que, ¡preste atención, joven!, es
preciso evitarlas a toda costa, aunque entretanto se hayan instaurado algunos
vicios, como si no se pudiera exigir a nuestros hombres un poco de moral y de
autocontrol. Lo mejor, no escuchará usted un consejo más sincero, es ¡que se
mantenga alejado de todo lo extranjero!
Tolva callejera. Acada paso, un
roce. Burton tenía que apartarse continuamente de un salto, su atención se
centraba en los que cargaban, arrastraban, empujaban. En la marea humana sólo
eran visibles las cargas, bultos descomunales que flotaban y se balanceaban sobre
el oleaje de cabezas oscilantes. Traperías. Talleres debajo de un montón de
talleres iguales. Los vendedores se abanicaban sobre las esteras; a sus
espaldas, entradas angostas que conducían a antros barrigudos como la rutina,
infestados de moscas. Burton casi tuvo que suplicar a esos tenderos para que le
vendieran algo, y cuando se prestaban a ello, le ofrecían lo peor de lo que
disponían, juraban la excelencia de la mercancía bajo palabra de honor, hasta
que él aceptaba el puñal o la deidad de piedra. Entonces comenzaba un tira y
afloja por el precio, acompañado por reiterados suspiros y muecas.
Hablas bien el dialecto de estos
tipos, comentó el sanitario con retintín. Burton rió: las damas del día
anterior se habrían quedado horrorizadas. Seguramente piensan que compartir un
idioma es lo mismo que compartir el lecho. La Ciudad Negra, la parte más
antigua de Bombay. De pronto, ante ellos un templo, una mezquita, con manchas
polícromas y adorno monocromo. Al sanitario le asqueaba la diosa deforme cuya
grotesca cabeza era mucho más grande que el cuerpo. Alégrate de la sorpresa, al
fin y al cabo ésta es la patrona de la ciudad con múltiples lenguas vernáculas,
aunque la diosa en sí es muda. Pasaron junto a una tumba. Unas mazas pendían de
la pared al lado del cadáver, cubierto con una tela verde bordada. El
instrumento mágico del santo Baba, les explicó un vigilante, calabazas
de África. Leprosos y perros intocables. Los miembros secos de los mendigos
estaban recubiertos del color sagrado; al lado vagaba una vaca deforme, con su
corta quinta pata pintada de naranja; algo más lejos un hombre sin miembros
yacía sobre una estera en medio de la calleja que conducía a la entrada trasera
de la Gran Mezquita, a su alrededor monedas esparcidas como pústulas caídas. Un
hombre desnudo de piel oscura detenía la circulación. Iba embadurnado de grasa
de la cabeza a los pies y un pañuelo rojo ceñía su frente. Empuñaba una espada.
Una nutrida multitud se congregaba en torno a sus alaridos infundados.
Mostradme el camino recto, gritaba el hombre blandiendo la espada en el aire.
Al lado de Burton, un anciano musitaba algo con la átona monotonía de una
oración, mientras el hombre desnudo blandía la espada a modo de látigo y la
multitud se enfadaba con él poco a poco. ¿Qué pasa aquí? No entiendo qué
ocurre. El sanitario se escondía detrás de Burton. El hombre desnudo dio
vueltas en círculo con la espada estirada hasta que tropezó, la espada se le
escurrió, y unos hombres de entre la multitud se abalanzaron sobre él y
comenzaron a golpearlo y a propinarle patadas. No te metas, le suplicaba el
sanitario, eres alto, quizá seas fuerte, pero no puedes competir con estos
salvajes. ¿Y si lo matan? ¡Eso ni nos va ni nos viene!
Dos monzones, Dick, dijo el
sanitario de vuelta a casa, ésa es la esperanza media de vida de un recién
llegado. No te preocupes, lo consoló Burton, eso seguro que sólo rige para
quienes viven con excesiva precaución y mueren de estiptiquez. ¿De
estiptiquez?, musitó el sanitario. No estoy preparado para eso.
1. El sirviente
Nadie visitaría al lahiya a esas horas. No en ese mes de
sequía. En el templo volverían a implorar lluvia a los dioses, pero él, ¿qué
más iba a prometer a Ganesh? En realidad podría marcharse, cerrar su
oficina, huir del polvo, pero su cobijo queda lejos. Tiene preparados papel y
pluma, a pesar de que nadie lo visitará. No a esa hora, ni en ese mes de
sequía. Le falta sosiego para echarse la siesta. Se ha acostumbrado a no perder
de vista a los demás escribanos, esos chacales. Cómo pelean por cada cliente
apenas dobla la esquina adentrándose en la calle, cómo tantean su inseguridad
hasta que el cliente se sienta y expone su encargo como si fuese un ruego.
Nunca se dará cuenta de cómo lo han engañado esos infames canallas. Ellos
todavía lo respetan y lo temen. Él ignora el motivo de sus temores, pero su
voz, más vigorosa que su cuerpo, los mantiene a raya. Puede confiar en sus
fuerzas, en su aspecto digno, en su nombre respetado, en su edad, que impone
respeto. Esa hora del día, esa estación del año son desesperantes. La tierra se
calienta y nada se mueve. Estira las piernas. El calor derrite la calle. Se
pega a los cascos de un buey, que se niega a seguir caminando. El arriero lo
golpea con ademán cansino, tras cada golpe un paso más hacia el final del
camino.
Ese hombre de allí, situado en
medio de la calle, ¿no es un cliente? Al instante lo acechan por doquier, es un
hombre alto, que se ha detenido inclinándose ligeramente. Se agacha y vuelve a
levantar la cabeza, su cuerpo no ofrece resistencia contra las numerosas manos
que tiran de él. El hombre parece petrificado. Ahora alza la cabeza. Uno de los
chacales se separa de la jauría, seguido por otros. Abandonan a ese hombre que
sobresale entre ellos. El lahiya
ve cómo los demás escribientes lo señalan con sus dedos sabihondos. El hombre
alto se le acerca, el rostro marcado por un orgullo porfiado y un soso bigote
gris. El lahiya sabe que esta
vez los demás escritorzuelos se quedan con las ganas, a pesar de que se atan
sus dhoti con indiferencia y se comportan como si el mundo no guardase secretos
para ellos. Ese hombre alberga sin duda un deseo que sólo puede satisfacer el
viejo lahiya.
–Las cartas a las autoridades del
Imperio británico son mi especialidad.
–No ha de ser una carta
corriente...
–También las cartas a la Honorable
Compañía de las Indias Orientales.
–¿Incluyendo a oficiales?
–Por supuesto.
–No debe ser una carta formal.
–Escribiremos lo que desee. Pero
es preciso guardar ciertas formalidades. Los señores insisten en la forma. La
mínima falta en la composición, el más mínimo fallo en el tratamiento, y la
carta no valdrá un anna.
–Hay mucho que explicar. He
asumido tareas que ningún otro...
–Seremos tan minuciosos como el
asunto lo requiera.
–Fui su asistente durante muchos
años. No sólo aquí, en Baroda... Yo lo acompañé cuando lo trasladaron...
–Entiendo, entiendo.
–Y le serví fielmente.
–Sin duda.
–Sin mí habría estado perdido.
–Por supuesto.
–¿Y cómo me recompensó por ello?
–La ingratitud es el salario del
noble.
–¡Yo le salvé la vida!
–¿Podría saber a quién va dirigida
la carta?
–A nadie.
–¿A nadie? Eso es inusual.
–A ninguna persona concreta.
–Entiendo. ¿Quiere usted utilizar
la carta varias veces?
–No. O mejor dicho, sí. No sé a
quién he de entregarla. Todos los angrezi de la ciudad lo conocían, hace
tiempo de eso, quizá demasiado, no sé, algunos seguro que siguen en Baroda.
Esta mañana he visto al teniente Whistler. Ha pasado en un carruaje, uno de
esos nuevos con medio techo de cuero, un hermoso coche. Ha estado a punto de
atropellarme. Lo he reconocido enseguida. Visitó nuestra casa en varias
ocasiones. Corrí tras el carruaje, tenía que detenerse pronto. Pregunté al
cochero.
–¿Y?
–No, contestó, éste es el carruaje
del coronel Whistler. No me había equivocado. Mi amo se burlaba de su nombre.
–¡Así pues, escribiremos al
coronel Whistler!
Para manifestar su disposición, el
lahiya abre el pequeño tintero, empuña la pluma, raspa para probar, se inclina
hacia delante y permanece así. El polvo levantado por el recién llegado se ha
posado. Una voz vacilante comienza su relato desde la luz martirizadora a la
que el lahiya ya no quiere mirar parpadeando. Las conjeturas se convierten en
insinuaciones, las insinuaciones en sombras, las sombras en personas, los
desconocidos se convierten en personas con nombres, rasgos y rostro. El lahiya
sujeta con fuerza la pluma entre los dedos, pero no entiende ni el desenlace ni
el motivo de la biografía que ese hombre relata. Carece de sentido describir
esos perfiles confusos.
–Escuche. Esto así no servirá de
provecho. Unos cuantos pensamientos, notas y esbozos primero, después yo
presentaré sugerencias sobre la manera de configurar la carta.
–Pero... necesito saber cuánto
costará.
–Anticipe dos rupias, Naukaram-bhai.
Más tarde veremos el trabajo que requiere.
* Al final del libro se encuentra un glosario explicativo. La primera vez que aparecen los términos recogidos en el glosario van en cursiva.