El coleccionista de mundos

Murió al amanecer, antes de que se pudiera distinguir un hilo negro de uno blanco. Las oraciones del sacerdote se extinguieron, y éste se humedeció los labios y tragó saliva. El médico, a su lado, no se había movido desde que dejó de sentir el pulso bajo las yemas de sus dedos. Al final sólo la tozudez había mantenido con vida a su paciente, pero su voluntad cayó vencida por un coágulo. Encima del brazo cruzado del muerto yacía una mano manchada. Retrocedió para depositar un crucifijo sobre el pecho desnudo. Demasiado grande, pensó el médico, demasiado católico, barroco como el torso cubierto de cicatrices del muerto. La viuda permanecía frente al médico, al otro lado de la cama. Él no se atrevía a mirarla a los ojos. Ella se apartó, se acercó tranquila al escritorio y, tras tomar asiento, comenzó a escribir. El médico, al ver que el sacerdote guardaba el frasquito de los óleos, lo consideró un anuncio para recoger las jeringuillas y la batería eléctrica. Había sido una noche larga y tendría que buscarse un nuevo empleo. Lo lamentaba, pues había apreciado a ese paciente y había disfrutado viviendo en su villa, en lo alto de la ciudad, con vistas a la bahía y al Mediterráneo en lontananza. Al notar que se ponía colorado se ruborizó aún más. Se apartó del muerto. El sacerdote, unos años más joven que el médico, observaba a hurtadillas la habitación. Un mapa del continente africano en una pared, comprimido por estanterías con libros a ambos lados. La ventana abierta lo inquietaba, como lo inquietaba todo en esos momentos. Los sonidos sigilosos le recordaban otras noches insomnes. El dibujo a su izquierda, a un brazo de distancia, hermoso e incomprensible, le había provocado inseguridad desde la primera vez que le echó una ojeada. Le recordó que ese inglés había vagado por regiones de infieles que sólo visitaban gentes ignaras y arrogantes. Su obstinación era tristemente célebre. Poco más sabía el sacerdote sobre él. El obispo se había librado de otra tarea desagradable. No había sido la primera vez que el sacerdote había tenido que administrar la extramaunción a un desconocido. Confía en tu sano sentido común, el obispo le había despachado con ese extraño consejo. Él no había tenido tiempo para orientarse. La esposa lo había pillado desprevenido y lo había apremiado, exigiendo el sacramento para el moribundo como si el sacerdote se lo debiera a ella. El cura se había plegado a su voluntad y en ese momento lo lamentaba. Ella, junto a la puerta abierta, entregó un sobre al médico y le habló con insistencia. ¿Debía decir algo? El sacerdote recibió un suave pero enérgico agradecimiento –¿qué podía replicar?– y con el agradecimiento la invitación tácita a marcharse. Él olió su sudor y calló. En el vestíbulo ella le tendió el abrigo y la mano. El sacerdote se apartó, se detuvo, incapaz de salir a la noche con esa carga, y se volvió de golpe hacia la mujer.

Signora...

–¿Me disculpará que no lo acompañe hasta la puerta?

–Ha estado mal. Ha sido un error.

–¡No!

–He de comunicárselo al obispo.

–Ha sido su última voluntad. Y usted se ha visto obligado a respetarla. Discúlpeme, padre. Tengo mucho que hacer. Sus preocupaciones son injustificadas. El obispo ya está informado.

–Usted podrá estar segura, signora, pero a mí me falta la seguridad de usted.

–Por favor, rece por la salvación de su alma, será lo mejor para todos nosotros. Adiós, padre.

 

 

Ella se pasó dos días junto al lecho mortuorio, molestada ocasionalmente por las oraciones y coloquios de aquellos que deseaban rendirle el último honor. Al tercer día despertó a la criada antes de lo habitual. La criada se echó un chal sobre el camisón. Anduvo a tientas por la noche lanosa hasta el cobertizo donde dormía el jardinero. Éste no contestó a su llamada hasta que la mujer golpeó la puerta con una pala. Anna, gritó él, ¿ha ocurrido otra desgracia? La señora te necesita, contestó la criada, y añadió: Inmediatamente.

–¿Has reunido leña, Massimo?

–Sí, signora, la semana pasada, cuando hizo frío. Tenemos de sobra...

–Me gustaría que hicieras una hoguera.

–Sí, signora.

–En el jardín, ni muy cerca ni muy lejos de la casa.

El criado erigió una pequeña pira, como hacían en el pueblo con motivo del solsticio. El esfuerzo le hizo entrar en calor. Los dedos de sus pies, húmedos de rocío, se alegraban del fuego. Anna salió con un vaso en la mano, sus cabellos retorcidos como ramas secas. Él olió el café cuando alcanzó el vaso.

–¿Arderá?

–Mientras no llueva...

Se inclinó sobre el vaso como si intentara vislumbrar algo en el líquido. Dio un sorbo.

–¿He de prenderlo yo?

–No. Quién sabe lo que quiere ella. Es mejor que esperes.

En la bahía empezaba a clarear un buque de tres palos arriaba velas. Trieste despertaba para los cabriolés y mozos de cuerda. La señora caminó sobre la hierba con uno de sus pesados y amplios vestidos.

–Enciéndelo.

El criado obedeció. Arde, arde, esposo sol, brilla, brilla, novia luna, susurró él a las primeras llamaradas. La canción de su padre para el solsticio. La señora se le acercó; y a él le costó no echarse para atrás. Ella le ofrecía un libro.

–¡Arrójalo dentro!

Faltó poco para que ella le rozara. Su orden traslucía desvalimiento, desamparo. No sería ella la que arrojase el libro al fuego. El hombre manoseó la tapa, las manchas, la costura, se apartó un poco de las llamas, acarició el cuero en busca de un recuerdo hasta que se le ocurrió qué le recordaba al tacto: la cicatriz en la espalda de su primogénito.

–No.

El fuego se avivaba en todas direcciones.

–Elija usted a cualquier otro. Yo no soy capaz.

–Lo harás tú. Ahora.

El fuego ascendía. El criado no supo qué contestarle. La voz de Anna bisbiseó en su oído.

–Esto a nosotros nos trae sin cuidado. Si ella se marcha ahora... la carta de recomendación, los regalos de despedida. ¿Qué te importa a ti este libro? Dámelo a mí, si no pasa nada.

Él no lo vio volar, sólo oyó el golpe, brasas, llamas contrayéndose, y cuando divisó el libro en el fuego, la tapa se encorvaba como la uña deforme de un dedo del pie. La criada se puso en cuclillas, un lunar tiznado de hollín en la rodilla. El cuero de camello arde, crepita una mueca, arden los números de página, los sonidos de los papiones se ponen al rojo, Marathi, gujarati, Sindhi se desvanecen, dejando letras temblorosas que alzan el vuelo cual chispas antes de caer convertidas en carbonilla. Él, Massimo Gotti, un jardinero del Karst cerca de Trieste, reconoce en el fuego al difunto signore Burton en los años jóvenes, con una indumentaria pasada de moda. Massimo estira el brazo, se chamusca los pelos del dorso de la mano, las páginas arden, y las notas, los hilos, los puntos de lectura y el pelo, el sedoso pelo negro de ella, sus largos cabellos negros que cuelgan del extremo delantero del andamiaje, son arrastrados por los lamentos del viento. A sólo un muro de llamas de distancia yace una muerta, su piel se desprende, su cráneo revienta, y comienza a arrugarse hasta que queda reducida a algo menos pesado que sus hermosos cabellos negros. El joven oficial no conoce su nombre ni su identidad. Ya no puede soportar más el olor.

Richard Francis Burton se aleja presuroso de allí. Imagínate, en su mente redacta su primera carta sobre las tierras inexploradas. Después de cuatro meses en alta mar llega por fin a su destino, y en la playa, en la leña amontonada en la playa, ellos queman sus cadáveres. En medio de ese agujero mugriento y hediondo llamado Bombay.

 

India Británica

 

Las historias del escribano

del criado del señor

 

 

0. Primeros pasos

 

Tras meses de travesía expuesto a relaciones fortuitas, a habladurías sin cuento, la lectura racionada con marejada, trueques con los criados de Indostán: vino de Oporto a cambio de vocabulario, aste aste* en la calma chicha, ¡menuda resaca!, khatarnak y khabardar en la tormenta delante del cabo, las olas golpeaban en empinada formación, ningún pasajero retuvo la cena en aquella posición escorada. Ciertas cosas eran difíciles de expresar, los días se tornaron cada vez más extraños, cada cual hablaba consigo mismo, así fueron arrastrados a través del océano Índico.

Después, el golfo. Las velas hinchadas atrapaban aire igual que las manos el agua. A través de unos prismáticos frotados con aceite de clavo de especia vieron, a primera vista, lo que ya habían olido. Imposible determinar cuándo alcanzarían la tierra firme. La cubierta era la plataforma de observación, escenario de todos los comentarios.

–Es un tabla.

Interrumpidos mientras conversaban junto a la borda, los británicos se giraron. Un nativo de edad, vestido con un sencillo vestido blanco de algodón, se encontraba justo detrás de ellos. Su corta estatura no hacía honor a la potencia de su voz. La barba blanca le llegaba hasta la barriga, pero tenía la frente lisa. Les sonreía con amabilidad, aunque se les había acercado demasiado.

–Un tambor doble. Un bol de Bom y Bay.

El hombre sacó sus dos manos y brazos y los movió como acompañamiento de su voz grave.

–A la izquierda la bahía bendita, Bom Bahia y a la derecha Mumba Aai, la diosa de los pescadores. Un tintaal de cuatro sílabas. Si lo desean, se lo enseño.

Se metió entre ellos dos y comenzó a golpear con ambos dedos índice mientras sacudía la melena.

 

Bom–Bom–Bay–Bay

Bom–Bom–Bai–Bai

Mum–Mum, Bai–Bai

Bom–Bom–Bay–Bay.

 

–Bárbaro y estridente, como le corresponde a un ritmo que suena desde hace siglos: por un lado Europa, por otro la India. En realidad es sencillo para aquel que sepa escuchar.

Los ojos del hombre sonreían satisfechos. Los pasajeros de categoría fueron llamados para desembarcar: la chalupa esperaba, la India se hallaba a unos cuantos golpes de remo. Burton ayudó a subir los escalones a una de las damas arrobadas. Cuando ella se acomodó, las manos en el regazo, él se dio la vuelta. Vio al tamborilero de pelo y barba blancos, tieso sobre la cubierta, las piernas muy abiertas, los brazos cruzados a la espalda. Sus ojos se movían inquietos detrás de los gruesos cristales de las gafas. ¡Pasen, pasen! Pero vigilen su equipaje. Esto no es Gran Bretaña. ¡Pisan ustedes territorio enemigo! Y su risa escapó volando cuando la chalupa gimió en su descenso hacia el mar, colgada de las maromas.

 

Durante el desembarco se reveló el engaño de los prismáticos. El muelle se levantaba sobre pescado podrido, cubierto de orina seca y agua biliosa. Con las mangas se taparon de inmediato la nariz. Siglos de podredumbre apisonados por gentes descalzas hasta convertirlos en tierra firme sobre la que chillaba un sudoroso uniformado. Los recién llegados acecharon a su alrededor, indecisos. La curiosidad quedó aplazada hasta nueva orden. ¡Déjenos actuar a nosotros! ¡Nosotros nos encargaremos de su trabajo! Richard Burton, con orgullosa circunspección, atajó en indostaní el inglés pegajoso de un agente. Llamó a un culi que se mantenía apartado ignorando el barullo, preguntó, escuchó, negoció, vigiló sus baúles mientras los cargaban a la espalda para transportarlos hasta uno de los coches de punto preparados. El cochero informó de que el trayecto era corto, y a bajo precio. El carruaje se deslizaba a través de la masa humana como una lancha sirgada. En su estela flotaban quepis y calvas, turbantes y topis. Él no acertaba a distinguir ningún rostro a su alrededor en esos remolinos, y le costó un rato percibir una imagen con sentido: delante de una tienda, las garras de un tendero reposaban sobre sacos de arroz. Burton se reclinó en el asiento mientras el coche salía del puerto y doblaba para adentrarse en una calle ancha. Un chico esquivó por poco los cascos de los caballos como exigía la prueba de valor, y se premió a sí mismo con una sonrisa. A un hombre lo estaban afeitando junto a unas ruedas que daban vueltas. Le pusieron delante a un niño sin piel. Él se asustó un instante y lo olvidó de nuevo. El cochero parecía nombrar los edificios que flanqueaban la calle: Apollo Gate, detrás Fort, Secretariat, Forbes House. ¡Un cipayo! El cochero señaló una gorra que cubría unos mugrientos cabellos, más abajo, unas piernas delgadas y peludas bajo un pantalón de trabajo demasiado corto. Espantoso, pensó Burton, ésos son los soldados nativos que estarán bajo mi mando, cielo santo, esa ropa, puro teatro, hasta la expresión del rostro parece copiada de los británicos. El carruaje pasó al trote ante un racimo de mujeres con tatuajes en las manos y en los pies. Una boda, el cochero se regocijó. Las engalanadas desaparecieron deprisa al doblar la esquina. Los edificios, en su mayoría de tres pisos, parecían atacados por la gangrena. Un hombre expectoró en uno de los balcones de madera, y escupió sus achaques a la calle. Los escasos edificios con porte parecían vigilantes de una colonia de leprosos. Burton divisaba una y otra vez entre las copas de las palmeras las cornejas de cabeza gris. En una ocasión, éstas describieron círculos por encima de un ángel de mármol al que una mujer cubierta con un velo besaba los pies. Poco antes de llegar al hotel vio cómo descendían unas cornejas sobre un cadáver. A veces, el cochero se giró en plena marcha, no esperan a que llegue la muerte.

 

 

El British Hotel de Bombay no se parecía un ápice al Hotel Britain de Brighton. En Bombay se pedía más dinero por menos confort, uno tenía que conseguir cama, mesa y silla. En Brighton ningún cadete borracho con pelo de brezo y aliento hediondo se subía de noche a una silla para mirar de hito en hito a sus vecinos de cuarto por encima de la pared de muselina. Burton, que no dormía desde hacía horas, apartó el mosquitero y arrojó al cadete el objeto más cercano que encontró debajo de su cama. El proyectil le acertó en plena cara. El cadete se cayó de la silla, maldijo en voz baja hasta que se encendió una vela y se oyó un grito: el cadete había reconocido el proyectil, una rata que Burton había matado poco antes con una bota. Sólo la pared de tela protegía al enjuto cadete de sus propias amenazas. Burton metió por segunda vez la mano debajo de la cama y sacó una botella de brandy. Las lagartijas eran emisarios de la buena suerte; las ratas, del odio. Las lagartijas se adherían a la pared como miniaturas de colores. Las ratas se escondían. A veces en vano.

Su vecino del otro lado era un sanitario militar en su primer destino. Sentado en el alféizar de la ventana miraba hacia el mar. Hasta que el viento le dio en la cara. «¡Atención», gritó por el dormitorio, «el viento trae hasta nosotros asado hindú!» Y su gritó atravesó la estrecha escalera aterrizando sobre la frente del parsi adormilado que atendía a los clientes con exagerado servilismo. «Cerrad ojos y escotillas El parsi abrió los ojos y sacudió la cabeza malhumorado. Esos malditos ghoras sólo soportaban aquella visión con viento en popa.

El sanitario militar se negó a acompañar a Burton al lugar de la cremación. Había que guardarse de la falsa curiosidad, declaró como buen retoño de la prédica paterna, recién desvinculado de la tutela de su madre. Burton intentó entonar una loa a la curiosidad, pero pronto percibió la escasa comprensión que merecían sus propias experiencias, la niñez en Italia y Francia como corresponde al hijo de un hombre inquieto, el periodo de internado en la pretendida patria. Con todo, el sanitario se dejó convencer para cruzar Carnac Road, la frontera entre el cerebro del imperio y sus intestinos, según averiguó Burton en su primer banquete de gala, en compañía de damas y caballeros que administraban de buen grado distritos enteros, hijos de tenderos ingleses de provincias, descendientes de alguaciles que eran conducidos sobre manos paganas de la sombra al fresco, más ricos y poderosos de lo que habían osado imaginar en sus sueños más audaces. Sus esposas cartografiaron meticulosamente el mapa de los prejuicios imperantes. Cada una de sus frases era una señal de aviso, engastada en la advertencia: ¡Preste atención, joven! Ellas habían levantado una topografía profusa y estaban seguras de los vocablos que correspondían a la India. El clima, «fatal»; la servidumbre, «de pocas luces»; las calles, «sépticas», y las mujeres indias, todo a la vez, por lo que, ¡preste atención, joven!, es preciso evitarlas a toda costa, aunque entretanto se hayan instaurado algunos vicios, como si no se pudiera exigir a nuestros hombres un poco de moral y de autocontrol. Lo mejor, no escuchará usted un consejo más sincero, es ¡que se mantenga alejado de todo lo extranjero!

Tolva callejera. Acada paso, un roce. Burton tenía que apartarse continuamente de un salto, su atención se centraba en los que cargaban, arrastraban, empujaban. En la marea humana sólo eran visibles las cargas, bultos descomunales que flotaban y se balanceaban sobre el oleaje de cabezas oscilantes. Traperías. Talleres debajo de un montón de talleres iguales. Los vendedores se abanicaban sobre las esteras; a sus espaldas, entradas angostas que conducían a antros barrigudos como la rutina, infestados de moscas. Burton casi tuvo que suplicar a esos tenderos para que le vendieran algo, y cuando se prestaban a ello, le ofrecían lo peor de lo que disponían, juraban la excelencia de la mercancía bajo palabra de honor, hasta que él aceptaba el puñal o la deidad de piedra. Entonces comenzaba un tira y afloja por el precio, acompañado por reiterados suspiros y muecas.

Hablas bien el dialecto de estos tipos, comentó el sanitario con retintín. Burton rió: las damas del día anterior se habrían quedado horrorizadas. Seguramente piensan que compartir un idioma es lo mismo que compartir el lecho. La Ciudad Negra, la parte más antigua de Bombay. De pronto, ante ellos un templo, una mezquita, con manchas polícromas y adorno monocromo. Al sanitario le asqueaba la diosa deforme cuya grotesca cabeza era mucho más grande que el cuerpo. Alégrate de la sorpresa, al fin y al cabo ésta es la patrona de la ciudad con múltiples lenguas vernáculas, aunque la diosa en sí es muda. Pasaron junto a una tumba. Unas mazas pendían de la pared al lado del cadáver, cubierto con una tela verde bordada. El instrumento mágico del santo Baba, les explicó un vigilante, calabazas de África. Leprosos y perros intocables. Los miembros secos de los mendigos estaban recubiertos del color sagrado; al lado vagaba una vaca deforme, con su corta quinta pata pintada de naranja; algo más lejos un hombre sin miembros yacía sobre una estera en medio de la calleja que conducía a la entrada trasera de la Gran Mezquita, a su alrededor monedas esparcidas como pústulas caídas. Un hombre desnudo de piel oscura detenía la circulación. Iba embadurnado de grasa de la cabeza a los pies y un pañuelo rojo ceñía su frente. Empuñaba una espada. Una nutrida multitud se congregaba en torno a sus alaridos infundados. Mostradme el camino recto, gritaba el hombre blandiendo la espada en el aire. Al lado de Burton, un anciano musitaba algo con la átona monotonía de una oración, mientras el hombre desnudo blandía la espada a modo de látigo y la multitud se enfadaba con él poco a poco. ¿Qué pasa aquí? No entiendo qué ocurre. El sanitario se escondía detrás de Burton. El hombre desnudo dio vueltas en círculo con la espada estirada hasta que tropezó, la espada se le escurrió, y unos hombres de entre la multitud se abalanzaron sobre él y comenzaron a golpearlo y a propinarle patadas. No te metas, le suplicaba el sanitario, eres alto, quizá seas fuerte, pero no puedes competir con estos salvajes. ¿Y si lo matan? ¡Eso ni nos va ni nos viene!

Dos monzones, Dick, dijo el sanitario de vuelta a casa, ésa es la esperanza media de vida de un recién llegado. No te preocupes, lo consoló Burton, eso seguro que sólo rige para quienes viven con excesiva precaución y mueren de estiptiquez. ¿De estiptiquez?, musitó el sanitario. No estoy preparado para eso.

 

 

 

1. El sirviente

 

Nadie visitaría al lahiya a esas horas. No en ese mes de sequía. En el templo volverían a implorar lluvia a los dioses, pero él, ¿qué más iba a prometer a Ganesh? En realidad podría marcharse, cerrar su oficina, huir del polvo, pero su cobijo queda lejos. Tiene preparados papel y pluma, a pesar de que nadie lo visitará. No a esa hora, ni en ese mes de sequía. Le falta sosiego para echarse la siesta. Se ha acostumbrado a no perder de vista a los demás escribanos, esos chacales. Cómo pelean por cada cliente apenas dobla la esquina adentrándose en la calle, cómo tantean su inseguridad hasta que el cliente se sienta y expone su encargo como si fuese un ruego. Nunca se dará cuenta de cómo lo han engañado esos infames canallas. Ellos todavía lo respetan y lo temen. Él ignora el motivo de sus temores, pero su voz, más vigorosa que su cuerpo, los mantiene a raya. Puede confiar en sus fuerzas, en su aspecto digno, en su nombre respetado, en su edad, que impone respeto. Esa hora del día, esa estación del año son desesperantes. La tierra se calienta y nada se mueve. Estira las piernas. El calor derrite la calle. Se pega a los cascos de un buey, que se niega a seguir caminando. El arriero lo golpea con ademán cansino, tras cada golpe un paso más hacia el final del camino.

Ese hombre de allí, situado en medio de la calle, ¿no es un cliente? Al instante lo acechan por doquier, es un hombre alto, que se ha detenido inclinándose ligeramente. Se agacha y vuelve a levantar la cabeza, su cuerpo no ofrece resistencia contra las numerosas manos que tiran de él. El hombre parece petrificado. Ahora alza la cabeza. Uno de los chacales se separa de la jauría, seguido por otros. Abandonan a ese hombre que sobresale entre ellos. El lahiya ve cómo los demás escribientes lo señalan con sus dedos sabihondos. El hombre alto se le acerca, el rostro marcado por un orgullo porfiado y un soso bigote gris. El lahiya sabe que esta vez los demás escritorzuelos se quedan con las ganas, a pesar de que se atan sus dhoti con indiferencia y se comportan como si el mundo no guardase secretos para ellos. Ese hombre alberga sin duda un deseo que sólo puede satisfacer el viejo lahiya.

–Las cartas a las autoridades del Imperio británico son mi especialidad.

–No ha de ser una carta corriente...

–También las cartas a la Honorable Compañía de las Indias Orientales.

–¿Incluyendo a oficiales?

–Por supuesto.

–No debe ser una carta formal.

–Escribiremos lo que desee. Pero es preciso guardar ciertas formalidades. Los señores insisten en la forma. La mínima falta en la composición, el más mínimo fallo en el tratamiento, y la carta no valdrá un anna.

–Hay mucho que explicar. He asumido tareas que ningún otro...

–Seremos tan minuciosos como el asunto lo requiera.

–Fui su asistente durante muchos años. No sólo aquí, en Baroda... Yo lo acompañé cuando lo trasladaron...

–Entiendo, entiendo.

–Y le serví fielmente.

–Sin duda.

–Sin mí habría estado perdido.

–Por supuesto.

–¿Y cómo me recompensó por ello?

–La ingratitud es el salario del noble.

–¡Yo le salvé la vida!

–¿Podría saber a quién va dirigida la carta?

–A nadie.

–¿A nadie? Eso es inusual.

–A ninguna persona concreta.

–Entiendo. ¿Quiere usted utilizar la carta varias veces?

–No. O mejor dicho, sí. No sé a quién he de entregarla. Todos los angrezi de la ciudad lo conocían, hace tiempo de eso, quizá demasiado, no sé, algunos seguro que siguen en Baroda. Esta mañana he visto al teniente Whistler. Ha pasado en un carruaje, uno de esos nuevos con medio techo de cuero, un hermoso coche. Ha estado a punto de atropellarme. Lo he reconocido enseguida. Visitó nuestra casa en varias ocasiones. Corrí tras el carruaje, tenía que detenerse pronto. Pregunté al cochero.

–¿Y?

–No, contestó, éste es el carruaje del coronel Whistler. No me había equivocado. Mi amo se burlaba de su nombre.

–¡Así pues, escribiremos al coronel Whistler!

Para manifestar su disposición, el lahiya abre el pequeño tintero, empuña la pluma, raspa para probar, se inclina hacia delante y permanece así. El polvo levantado por el recién llegado se ha posado. Una voz vacilante comienza su relato desde la luz martirizadora a la que el lahiya ya no quiere mirar parpadeando. Las conjeturas se convierten en insinuaciones, las insinuaciones en sombras, las sombras en personas, los desconocidos se convierten en personas con nombres, rasgos y rostro. El lahiya sujeta con fuerza la pluma entre los dedos, pero no entiende ni el desenlace ni el motivo de la biografía que ese hombre relata. Carece de sentido describir esos perfiles confusos.

–Escuche. Esto así no servirá de provecho. Unos cuantos pensamientos, notas y esbozos primero, después yo presentaré sugerencias sobre la manera de configurar la carta.

–Pero... necesito saber cuánto costará.

–Anticipe dos rupias, Naukaram-bhai. Más tarde veremos el trabajo que requiere.



* Al final del libro se encuentra un glosario explicativo. La primera vez que aparecen los términos recogidos en el glosario van en cursiva.