Un trastorno propio de este país

De camino a Newark, Joyce recibió una llamada: las conversaciones en Berkeley se habían ido al traste, de manera definitiva. Cerró los ojos un instante y le pidió al taxista que diera la vuelta y regresara por el túnel. Todavía era una hora temprana de la mañana. Fue directamente a su despacho en Hudson Street con la intención de solventar las repercusiones que tendría el fracaso de la negociación y, más aún, con la de eludir su responsabilidad en ese fracaso. Una hora después, Joyce veía pasar a sus colegas por delante de la puerta abierta de su despacho a medida que iban llegando a la oficina, y le pareció que alguien comentaba que un avión se había estrellado contra el World Trade Center. El World Trade Center: al oír esas palabras, se le pasó por la cabeza un fugaz pensamiento, como un animalillo subterráneo que saliera a toda prisa de su madriguera buscando la luz del sol para regresar inmediatamente al interior, en retirada. No estaba segura de haber oído bien; tal vez se lo había imaginado o hasta era posible que se hubiera quedado adormilada y lo hubiera soñado, porque esa noche no había dormido ni cinco horas. Intentando no distraerse, se concentró en cómo enfocar la redacción de su informe y decidió no mostrarse a la defensiva; aun así, se preguntó si habría sucedido algo que acapararía las noticias de los meses venideros, hasta que todo el mundo se hartara. En ese caso, tendría tiempo de sobra para averiguar de qué se trataba. Supuso que el avión sería un aparato pequeño que habría causado daños muy localizados, eso si es que era un avión y si el World Trade Center pintaba algo en todo aquello. Desde la ventana de su despacho no eran visibles las torres, pero sí veía a varios de los zánganos de su empresa en la azotea ajardinada contigua, fumando cigarrillos y mirando hacia el centro de la ciudad. Trabajó unos minutos más y, de repente, oyó gritos y chillidos. Imaginó que alguien se habría caído de la azotea.

Incluso entonces Joyce actuó sin prisas, y antes de hacer nada tuvo la precaución de grabar lo que había escrito en el ordenador. Si se había caído alguien, no tardaría en enterarse de quién era, y los acontecimientos seguirían su curso con o sin ella. Pero en cuanto salió por la puerta a la azotea, los gritos repetidos le informaron de lo que sus colegas acababan de presenciar: un segundo avión estrellándose contra el World Trade Center. El miedo y la conmoción desfiguraban todos y cada uno de los semblantes de los hombres y mujeres que se hallaban en la azotea. Uno de esos rostros era el del inexpresivo y taciturno director de la empresa, al que nunca hasta ese momento se le había visto manifestar emoción alguna; se había quedado boquiabierto y la sangre le afluía a la cara como si lo estuvieran asfixiando. Entre sus colegas acababan de asomar las lágrimas. Las mujeres ocultaban el rostro en el pecho de algunos compañeros de oficina con los que no mantenían precisamente una relación muy amistosa.

–No, no, no, no –murmuraba alguien.

Joyce se dio la vuelta y vio las dos columnas: una de ellas con un tajo al rojo vivo en la zona central; la otra, con los pisos superiores envueltos en una densa humareda gris. En la calle, abajo, las sirenas entonaban un lamento fúnebre. Oía el crepitar de las llamas y el resuello de los gases en los edificios incendiados, que estaban a casi dos kilómetros.

A esas alturas, casi todos los empleados de la empresa habían salido a la azotea y se apiñaban hombro con hombro. Joyce estaba entre sus colegas, aturdida y paralizada como ellos, pero plenamente consciente del despejado cielo azul claro de aquella mañana de finales de verano que se burlaba de la ciudad a sus pies. Alguien sacó una radio portátil. Los colegas de Joyce expresaban titubeantes conjeturas sobre lo que había sucedido, sobre el tamaño de los aviones, sobre cómo era posible que no uno sino dos se estrellaran en el mismo lugar al mismo tiempo. Sus conversaciones se perdían entre la confusión angustiada y el terror que brotaba a raudales de la radio.

Al cabo de un rato, una de las torres, la que estaba más al sur, pareció exhalar de golpe los productos de la combustión en un tremebundo suspiro. Los gases se arremolinaron y la mitad del edificio, unas cincuenta o sesenta plantas, se inclinó hacia delante, doblándose por una imaginaria bisagra recién fabricada y colocada. Y entonces el edificio se desplomó sobre sí mismo en lo que pareció un único y grácil movimiento, como si su solidez hubiera sido un espejismo, como si la estructura hubiera sido líquida todos estos años, desde que lo construyeron. Humo y escombros de todos los matices concebibles del blanco, el negro y el gris se elevaron ondulantes y se desbordaron inundando los alrededores de los edificios vecinos. Uno tenía que hacer un esfuerzo para no olvidar que miles de personas estaban perdiendo sus vidas en ese preciso instante.

Muchas de las azoteas de la zona estaban llenas de gente, casi todos empleados de las oficinas. Se llevaban las manos a la cara, tanto a la boca como a las sienes, pero nadie se tapaba los ojos. Eran incapaces de apartar la mirada. Joyce oía jadeos, gemidos y súplicas a la ausente misericordia divina. A su lado, una mujer sollozaba sin parar. Pero Joyce sintió que algo entraba en erupción en su interior, algo cálido, muy parecido a..., sí, eso era, a una punzada de placer, una sensación casi tan intensa como saciar el hambre; como un vértigo, un alborozo. El estruendo surgido de las entrañas de la torre al desmoronarse le llegó por fin y se prolongó, pareció, durante largos minutos, seguido de una ráfaga de aire que desprendía un calor antinatural y que le echó el pelo hacia atrás y le agitó la blusa. El edificio se convirtió en un hongo compuesto de humo, polvo y vidas perdidas, y sintió un gran regocijo.

–¡Joyce, oh, Dios mío! –gritó una colega–. Acabo de acordarme... ¿No trabaja ahí tu marido?

Asintió lentamente. El despacho de su marido estaba en la planta ochenta y seis de la torre sur, que acababa de ser borrada por completo de la faz de la Tierra. Se tapó la parte inferior de la cara para ocultar sus denodados esfuerzos por evitar que asomara una sonrisa.

 

 

Se les había ordenado que se comunicaran entre sí sólo a través de sus abogados, un mandamiento judicial imposible de cumplir porque Joyce y Marshall seguían compartiendo un apartamento de dos habitaciones, donde vivían con sus dos hijos pequeños y un springer spaniel que no paraba de ladrar, un animal con carencias emocionales y uñas afiladas que Marshall había metido en casa hacía poco sin consultar a nadie, ni siquiera a su abogado. (A los niños les había encantado.) A lo largo del año que llevaban divorciándose, la pareja había perfeccionado un método para comunicarse sin hablar en su vida cotidiana, un método que les servía para bregar con las tareas de su día a día, sobre todo para determinar quién llevaría los niños a la guardería (normalmente Joyce) y quién pasaría a recogerlos (normalmente Marshall), además de quién prepararía sus comidas, hablaría con sus tutores acerca de cada problema concreto, haría la compra o la colada, prepararía la cena para los niños, se encargaría de ellos durante el fin de semana y demás. Cuando algo trastocaba ese orden –y siempre surgía algo que lo trastocaba varias veces al día: una fiebre inquietante, una cita de trabajo por la noche, un retroceso en el aprendizaje de las habilidades en el retrete o el consumo inexplicable de cuatro litros enteros de leche comprados el día anterior–, Joyce y Marshall se veían obligados a hablarse, y entonces incluso la charla más trivial desencadenaba una feroz discusión en la que acababan repasando todas las diferencias que les habían abocado al divorcio.

Todo había empezado educadamente en la década anterior, en otro siglo, con la conclusión compartida, a la que habían llegado casi con cariño, de que su matrimonio ya no era el que había sido. A lo largo de los seis meses de terapia en los que se les había animado a romper las barreras que les impedían hablar con franqueza, Joyce y Marshall habían descubierto que se odiaban. Cuestiones que nunca se habían planteado abiertamente –el dinero, el sexo, los hijos, los destinos de vacaciones, el aumento de peso de Joyce y una valoración descabelladamente dispar sobre la contribución de Marshall a la tarea de criar a los niños– enrarecieron con miserias truculentas el despacho del consejero matrimonial, cuyo aire ya estaba viciado por las discusiones de la cita de la pareja anterior. El consejero acabó instándoles a separarse amistosamente y les remitió a un divorcio arbitrado. Con el tiempo, todas las discusiones se disiparon o quedaron subsumidas en un único punto de desacuerdo: el dinero. El salario de Marshall era sustancialmente más alto que el de Joyce, que había cambiado de empleo dos veces y otras tantas había interrumpido su carrera profesional para dar a luz. Ella pidió quedarse el apartamento, que él siguiera pagando la mitad de la hipoteca y los gastos de los niños, además de una pensión alimenticia que ya se determinaría. Llegados a ese punto muerto y tras volver una y otra vez a él a lo largo de varios meses, abandonaron el arbitraje y contrataron abogados individuales, una mujer en el caso de Joyce, un hombre para Marshall. Resultó que los abogados eran amigos y se saludaban besándose cuando se encontraban.

Pero ya antes de que Joyce y Marshall se despeñaran juntos por el sendero que llevaba a su separación, sus dos salarios eran insuficientes. Dos tercios de su sueldo neto se lo llevaban la hipoteca y los gastos de comunidad de su apartamento, en un edificio mal iluminado y peor cuidado pero espléndidamente situado en Brooklyn Heights. Ambos sentían apego por el apartamento y las calles del vecindario, aquella pequeña pica que tanto les había costado poner en Nueva York. La ventana de la fachada daba a otro edificio de apartamentos, pero más allá se extendía Manhattan, de la que podían ver las plantas más altas del World Trade Center. Para Marshall habría sido imposible continuar pagando ni una fracción de la hipoteca y, a la vez, alquilar algo en el barrio o en cualquier otro vecindario medianamente seguro de la ciudad, un problema irresoluble que solazaba a Joyce tanto como le habría divertido un enigma filosófico clásico. Ella quería arruinarle, no sólo económica sino también psicológicamente, y no sólo por un tiempo sino para siempre.

Y cuánto la odiaba él. Para demostrarlo, Marshall podría componer sonetos de odio, prestar solemne juramento por su odio eterno y hasta realizar proezas físicas audaces. A veces, de madrugada, la veía durmiendo en el sofá –él se había negado a dejar el dormitorio; Viola, su hija de cuatro años, se empeñaba en seguir creyendo que su madre se quedaba dormida viendo la televisión cada noche–, y le asaltaba un aborrecimiento tan intenso que le mantenía en vela durante horas, abriendo y cerrando los puños con rabia. Tanto daba que Marshall durmiera o no, porque, cuando lo hacía, le rechinaban los dientes, según le había dicho su dentista, quien además adivinó que estaba divorciándose por las marcas que quedaban en el esmalte. Le recomendó algunos arreglos bucales que Marshall no podía pagarse. Fuera en la cama o en el sillón del dentista con la boca estropeada, condenada sin remedio y abierta de par en par, pensaba una y otra vez en lo que le había hecho Joyce. La mezquindad e irracionalidad de su mujer habían derrumbado el andamiaje entero de sus vidas, cuyos escombros cayeron sobre sus cabezas y sobre las de sus hijos. Le humillaba su incapacidad para borrar el recuerdo de haberla amado en el pasado tanto como la odiaba ahora. [...]

 El proceso de divorcio se desarrollaba en un universo en el que el tiempo se había transformado en una magnitud elusiva, opaca. Joyce se juró que lo habría echado de casa antes de finales de año; claro que no dijo a qué año concreto se refería, y Marshall puso todo su empeño en resistirse. Para empezar, la obligó a presentar una petición legal, que su abogado recurrió seguidamente; eso se prolongó todo un invierno. Llegó el paréntesis de las vacaciones. Hubo que tasar el apartamento, otro trámite que malgastó muchas hojas del calendario «Un chiste por día» de la mesa del despacho de Joyce: contrataron a tasadores rivales, alquimistas que transformaban el oro en plomo y viceversa. El título en Bellas Artes de Marshall, que él se había sacado durante su convivencia en pareja y por tanto, aunque nada tuviera que ver con su profesión actual, servía de justificación para la reclamación de Joyce sobre sus futuros ingresos, también tuvo que ser tasado, dos veces. Los honorarios de los abogados no tardaron en mermar sus cuentas corrientes, que no sólo fueron repartidas y separadas, sino reabiertas en bancos rivales, situados en vecindarios alejados. Los sentimientos de Joyce y Marshall cobraron la intensidad de un conflicto histórico, tribal y étnico, y cuando veían las noticias de las guerras en la televisión, los reportajes sobre los Balcanes o Cisjordania, pensaban: sí, sí, exacto, eso justamente es lo que siento por ti.

Mientras tanto, había que criar a los dos hijos –frutos de su amor ya pasado, funestas complicaciones de su matrimonio, bajas civiles de su divorcio–. Cada uno los cuidaba en fines de semana alternos, pero Marshall creía que, para mantener su derecho moral a la residencia, debía quedarse en el apartamento los fines de semana que le correspondía a Joyce encargarse de ellos. Esos días, pasaba la mayor parte del tiempo metido en la habitación, con la puerta provocadora y ominosamente cerrada, sin que se oyera ni el murmullo de su televisor. Sólo salía para dar de comer y pasear a Snuffles, algo a lo que Joyce se negaba en redondo y ni siquiera hacía cuando Marshall no estaba en casa, con lo que el perro se ponía furioso. Se había visto obligado a contratar un servicio de cuidadores caninos.

 

[...]

[...] Marshall yacía entre unos escombros sobre los que había caído en la oscuridad, en un lugar que no podía identificar con precisión, tras una sucesión de acontecimientos que tampoco podía ordenar ni a los cuales era capaz de dar sentido del todo. Se había desatado el pánico ante los ascensores y el caos en las escaleras, se habían sucedido explosiones, avisos de emergencia contradictorios. No había llegado a su despacho. Ahora, en aquella penumbra viciada de humo y polvo que le ahogaba, hombres y mujeres gemían, lloraban y pedían ayuda con voces lastimeras. Resultaba difícil respirar. Caía agua por alguna parte, salpicando y tintineando como en un claro de un bosque alpino. Se habían derrumbado fragmentos del techo y de las paredes, y algo se le había caído encima y hasta era posible que él hubiera tropezado. La gente había subido con él por las escaleras mecánicas paradas, tal vez hasta le seguían. Subir parecía la opción equivocada, pero le había dado la impresión de que ésa era la dirección que le había indicado un policía situado al pie de las escaleras. Ahora se habían perdido.

Se levantó y se llevó la mano a la cabeza. Notó humedad en un lado, probablemente sangre, pero se dijo que estaba bien y que mantenía la mente clara, clara hasta casi lo insoportable. Nada de lo que había sucedido previamente esa mañana –la discusión con Joyce, el coqueteo con la señorita Naomi– se había desdibujado ni desvaído en su memoria. Una parte de su conciencia le decía que ésos serían probablemente los últimos momentos de su vida y que no volvería a ver a Viola ni a Vic; que ni siquiera podría pensar en ellos. Pero también recordaba que tenía que llamar al servicio de cuidadores caninos porque, si no, el perro se acabaría meando en la alfombra del recibidor. Ya había destrozado la afgana. Marshall tenía la cara cubierta de polvo procedente de los tabiques de yeso y en la boca percibía el regusto, inexplicable, del olor a gasolina de una pista de aeropuerto.

–¡Policía! ¡Policía! ¡Estamos atrapados! –repetían los gritos como un eco. No hubo respuesta, pero él distinguió el ulular de las sirenas en la calle. Parecían cercanas.

Marshall pasó las manos sobre unos escombros y las apartó de golpe al tocar un cristal resquebrajado de una ventana rota. Se dio cuenta de que la oscuridad era más tenue hacia arriba, y se desplazó hacia el débil resplandor con las manos por delante de la cara por si se topaba con más cristales. Comprendió que estaba saliendo a través de una ventana. Palpando, las manos le condujeron alrededor de una especie de columna de sustentación.

Se dio la vuelta y gritó:

–¡Veo la luz del día!

Tropezó con más escombros y los rodeó; luego, de pronto, se encontró al borde de la plaza que se extendía entre las torres gemelas: un paisaje de otro planeta, asolado por relámpagos, iluminado con una luz corrosiva, hostil. Se echó atrás. Copos cenicientos caían sobre una alfombra de ceniza de varios centímetros de grosor, borrando las huellas de pies que huían. Entre las cenizas había objetos ardiendo, fragmentos de lo que parecía maquinaria industrial, trozos de cemento que habían caído de las torres y otras cosas que tardó un poco más en identificar: eran partes de cuerpos humanos, sí, y junto a ellas cadáveres enteros esparcidos sobre las placas de pizarra de la calzada. Memorandos, informes, listados, balances y post-its chamuscados se arremolinaban a su alrededor como almas en pena. Hombres y mujeres salían corriendo del edificio, algunos chillando, cubriéndose la cabeza con sus maletines, aunque lo que caía sobre la plaza era mucho más voluminoso y pesado que los minúsculos maletines. Desde las plantas superiores de las torres llovían melcochas de acero, que se fragmentaban en preciosas chispas de metralla en cuanto tocaban el suelo frío.

–¡Ya estamos! –gritó hacia el interior del edificio, del que salía una humareda gris–. ¡Vamos, afuera!

Se le ocurrió un chiste: «Señoras y caballeros, por aquí hacia el egreso».*

Pero la gente ya iba saliendo, conducida por una temblorosa mujer de mediana edad que llevaba la blusa sucia y empapada de lágrimas. Iba descalza. Parpadeó una vez al salir a la luz, luego, otra vez, al ver lo que había en la plaza, y dio un paso atrás, igual que había hecho Marshall.

Todo se precipitaba por momentos. Bajo un diluvio de objetos pequeños y punzantes, Marshall se pegó a la pared desnuda de la torre. La mujer de mediana edad se dirigió hacia una hilera abandonada de carritos de venta de sándwiches ribeteados de ceniza, en la punta más alejada de la plaza, corriendo descalza sin más protección que las medias, esquivando con agilidad los fragmentos visibles de escombros afilados que encontraba a su paso. Hombres y mujeres seguían cayendo de las plantas más altas, posiblemente incluso desde su propio despacho: colegas y amigos.

De la torre continuaban emergiendo sombras que cobraban cuerpo casi con desgana, tosiendo y limpiándose los ojos. Conmocionados ante la carnicería de la plaza, los supervivientes no veían a Marshall. Empezaban a correr inmediatamente; una pareja iba cogida de las manos. Las sirenas sonaban ahora tremebundas, sus aullidos llenaban el cielo. Marshall sabía que tenía que salir de allí, pero no se decidía. Le asombró esa reticencia, esa súbita pérdida del instinto de conservación. Se trataba del divorcio, de la mierda del divorcio: lo había dejado así de maltrecho. Gritó hacia el interior del edificio:

–¡Eh! ¿Queda alguien ahí?

No hubo respuesta. Retrocedió unos pasos y entró, por el un marco de una ventana que colgaba, hasta un pasillo oscuro y sembrado de escombros. El humo y el polvo le secaban los ojos. Le dio la impresión de que el edificio se estremecía. Se dijo que sólo daría un paso más, pero siguió avanzando. Atisbó algo allí delante, al borde del pasillo, un espectro. Oía su respiración y olía su miedo, que no era muy distinto del que sentía él.

–Eh –dijo Marshall–. Venga. Vamos.

Marshall encontró una manga y tiró de ella, sorprendido de su tangibilidad. La criatura a la que estaba sujeta se movió sin hablar. Marshall intentó llevarla a través del pasillo, que posiblemente no tenía ni diez metros, pero la salida se le antojaba ahora mucho más lejos, como un viaje o una transición a un nuevo mundo. Se sentía envuelto en una seguridad fría y húmeda. Le parecía que estaba haciendo lo correcto, del mismo modo que todo lo que había sucedido entre él y Joyce durante los dos años anteriores le había parecido tremendamente equivocado. En su brega con Joyce, incluso cuando defendía sus intereses más básicos, siempre había dudado de si lo que hacía era incorrecto o estaba bien, pero el caso es que había sido necesario. Ahora..., en estos momentos de peligro, de resolución, de acción..., algo se le estaba revelando. Discernía una esperanza. En ese instante, atisbaba una imagen del hombre que todavía podía ser.

Llegaron al borde de la plaza, donde Marshall se dio la vuelta y examinó brevemente a su cautivo. Era mayor que él, con pelo cano alrededor de las sienes. El tupido bigote parecía apelmazado por la sangre. Los ojos del hombre estaban inflamados y la inexpresividad de su rostro hizo que Marshall dudara que pudiera ver.

–Muy bien, ya casi hemos salido –dijo.

El hombre se agachó y se sentó apoyándose en una pared de la torre. Miró los restos que salpicaban la plaza durante un momento y bajó la cabeza. Podría estar rezando. Sin darse cuenta, Marshall se mordió pensativamente el labio y le pareció que comía yeso. Por fin dijo:

–Eh, me llamo Marshall, ¿y tú?

El hombre no se movió.

–¿Cómo te llamas? –preguntó Marshall.

En ese momento, la plaza se había quedado en silencio, nadie saltaba ya de las torres, sólo caía una llovizna de partículas grises. Acarició el hombro del hombre y, como no consiguió ninguna reacción, lo zarandeó. Recordó que, en casos de emergencia, de nada servían las habituales restricciones de urbanidad sobre el contacto físico con desconocidos. La cabeza del hombre rebotó como si estuviera sujeta a un muelle.

Sobresaltado, levantó la cabeza y susurró:

–Lloyd.

–Lloyd –repitió Marshall–; yo soy Marshall. Escucha, éste no es un buen sitio para descansar. Está cayendo de todo. ¿Por qué no salimos de aquí, eh? Vamos, tú te mueves, yo me muevo; a lo mejor nos dan un café bien cargado o algo así. Tienes que levantarte, Lloyd. Tienes que ponerte de pie y venir conmigo ahora mismo. Arriba, anda. Si no, lo tenemos claro. ¿Tienes hijos? Yo tengo dos. Victor y Viola, menudo par de traviesos. ¿Cómo se llaman los tuyos?

Lloyd miró a Marshall por primera vez. Los bordes de sus párpados tenían algo incrustado y el blanco de los ojos se había enrojecido y estaba surcado de venas. Marshall no quería mirar esos ojos, no quería ver lo que les había pasado, pero sabía que era importante mantener la mirada del hombre.

–Sarah –musitó Lloyd.

–Bonito nombre. ¿Cuántos años tiene?

–Seis.

–Una edad estupenda. Mi hija tiene cuatro, todavía no ha aprendido a ir al lavabo. Nos trae de cabeza. Vamos, anda.

Decir «nos» sonó falso, aunque era técnicamente verdad, dado que la incontinencia de Viola atormentaba a Joyce tanto como a Marshall, pero por separado, no como una preocupación compartida. Marshall llevaba a Lloyd agarrado por el brazo. Si lo soltaba, se caería. Se preguntó si estaría casado y, en ese caso, hasta qué punto sería feliz; también se le ocurrió que a lo mejor podía explicarle los sentimientos ambivalentes que le despertaba ese «nos». Intentó orientar a Lloyd hacia Church Street. El hombre se tambaleaba como si estuviera borracho. Cuando se disponían a emprender la huida, un bulto que no le costó reconocer como una mujer con un traje chaqueta azul marino –un traje que seguramente podría describirse por su corte y su tipo de tejido y del que incluso podría señalarse su procedencia si se estaba al tanto de la moda– se estrelló con fuerza a media docena de metros, rebotó sobre el suelo y reventó. Sus zapatos, que había perdido durante la caída, repiquetearon vacíos contra el asfalto un segundo después.

–No mires –dijo Marshall–. Por el amor de Dios, no mires.

Le empujó para adentrarse en la plaza. Por descabellado que parezca, los dos hombres llevaban todavía sus maletines; el de Marshall tenía una correa, pero Lloyd aferraba el suyo con ambas manos, como si aquella huida matinal formara parte de su trayecto habitual al trabajo. La ceniza crujía bajo sus pies y la sangre se extendía negra y lisa alrededor de los cadáveres. El aire estaba impregnado de humos y gases dulzones hasta lo enfermizo. Al pisotear el suelo de la plaza, sus zapatos levantaban remolinos de ceniza. Seguían cayendo pequeños objetos y algo golpeó a Marshall en el hombro. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido hoy, se trataba de algo espantoso e histórico. Mantenía la mirada fija en el extremo más alejado de la plaza y se preguntó qué día era. Sabía que el 14 de septiembre caía en viernes porque una reunión que en el pasado había sido importante se había programado para esa fecha, y sabía que hoy era martes, pero se veía incapaz de realizar el cálculo a partir de esos datos.

Algo espectacular sucedió delante de ellos, algo relacionado con un objeto del tamaño de un coche. Marshall se tapó la cara y la explosión, con el fuego y ruido infernales que la acompañaron, pareció atravesarlo. Se echó hacia la derecha, empujando a Lloyd, que se le estaba soltando. Marshall agarró con más fuerza la manga y notó que la tela cedía.

–Casi hemos llegado.

Entonces se dio cuenta de que Lloyd no le escuchaba, que la mitad de su cabeza –Marshall no podría decir qué mitad– había saltado hecha pedazos.

El maletín de Lloyd cayó al suelo y expulsó su repentinamente insignificante contenido: documentos, informes y un sándwich envuelto en papel de celofán. Marshall supo entonces qué tenía que hacer: tenía que dejar al hombre en el suelo, con suavidad pero sin entretenerse; no tenía que mirarle a la cabeza; y tenía que procurar olvidarse de cuanto viera. Mientras Marshall se alejaba, empezó a salir humo del cadáver.



*              «This way to the egress»: rótulo colocado por P.T. Barnum (1810-1891) dentro de su museo neoyorquino de «curiosidades de todos los rincones del mundo». Los visitantes, confundidos por el cultismo, salían del museo sin haber completado la visita; para entrar de nuevo, tenían que volver a pagar. (N. del T.)