De camino a Newark, Joyce recibió
una llamada: las conversaciones en Berkeley se habían ido al traste, de manera
definitiva. Cerró los ojos un instante y le pidió al taxista que diera la
vuelta y regresara por el túnel. Todavía era una hora temprana de la mañana.
Fue directamente a su despacho en Hudson Street con la intención de solventar
las repercusiones que tendría el fracaso de la negociación y, más aún, con la
de eludir su responsabilidad en ese fracaso. Una hora después, Joyce veía pasar
a sus colegas por delante de la puerta abierta de su despacho a medida que iban
llegando a la oficina, y le pareció que alguien comentaba que un avión se había
estrellado contra el World Trade Center. El World Trade Center: al oír esas
palabras, se le pasó por la cabeza un fugaz pensamiento, como un animalillo
subterráneo que saliera a toda prisa de su madriguera buscando la luz del sol
para regresar inmediatamente al interior, en retirada. No estaba segura de
haber oído bien; tal vez se lo había imaginado o hasta era posible que se
hubiera quedado adormilada y lo hubiera soñado, porque esa noche no había
dormido ni cinco horas. Intentando no distraerse, se concentró en cómo enfocar
la redacción de su informe y decidió no mostrarse a la defensiva; aun así, se
preguntó si habría sucedido algo que acapararía las noticias de los meses
venideros, hasta que todo el mundo se hartara. En ese caso, tendría tiempo de
sobra para averiguar de qué se trataba. Supuso que el avión sería un aparato
pequeño que habría causado daños muy localizados, eso si es que era un avión y
si el World Trade Center pintaba algo en todo aquello. Desde la ventana de su
despacho no eran visibles las torres, pero sí veía a varios de los zánganos de
su empresa en la azotea ajardinada contigua, fumando cigarrillos y mirando
hacia el centro de la ciudad. Trabajó unos minutos más y, de repente, oyó
gritos y chillidos. Imaginó que alguien se habría caído de la azotea.
Incluso entonces Joyce actuó sin prisas, y antes de hacer nada tuvo la precaución de grabar lo que había escrito en el ordenador. Si se había caído alguien, no tardaría en enterarse de quién era, y los acontecimientos seguirían su curso con o sin ella. Pero en cuanto salió por la puerta a la azotea, los gritos repetidos le informaron de lo que sus colegas acababan de presenciar: un segundo avión estrellándose contra el World Trade Center. El miedo y la conmoción desfiguraban todos y cada uno de los semblantes de los hombres y mujeres que se hallaban en la azotea. Uno de esos rostros era el del inexpresivo y taciturno director de la empresa, al que nunca hasta ese momento se le había visto manifestar emoción alguna; se había quedado boquiabierto y la sangre le afluía a la cara como si lo estuvieran asfixiando. Entre sus colegas acababan de asomar las lágrimas. Las mujeres ocultaban el rostro en el pecho de algunos compañeros de oficina con los que no mantenían precisamente una relación muy amistosa.
–No, no, no, no –murmuraba
alguien.
Joyce se dio la vuelta y vio las
dos columnas: una de ellas con un tajo al rojo vivo en la zona central; la
otra, con los pisos superiores envueltos en una densa humareda gris. En la
calle, abajo, las sirenas entonaban un lamento fúnebre. Oía el crepitar de las
llamas y el resuello de los gases en los edificios incendiados, que estaban a
casi dos kilómetros.
A esas alturas, casi todos los
empleados de la empresa habían salido a la azotea y se apiñaban hombro con
hombro. Joyce estaba entre sus colegas, aturdida y paralizada como ellos, pero
plenamente consciente del despejado cielo azul claro de aquella mañana de
finales de verano que se burlaba de la ciudad a sus pies. Alguien sacó una
radio portátil. Los colegas de Joyce expresaban titubeantes conjeturas sobre lo
que había sucedido, sobre el tamaño de los aviones, sobre cómo era posible que
no uno sino dos se estrellaran en el mismo lugar al mismo tiempo. Sus
conversaciones se perdían entre la confusión angustiada y el terror que brotaba
a raudales de la radio.
Al cabo de un rato, una de las
torres, la que estaba más al sur, pareció exhalar de golpe los productos de la
combustión en un tremebundo suspiro. Los gases se arremolinaron y la mitad del
edificio, unas cincuenta o sesenta plantas, se inclinó hacia delante,
doblándose por una imaginaria bisagra recién fabricada y colocada. Y entonces
el edificio se desplomó sobre sí mismo en lo que pareció un único y grácil
movimiento, como si su solidez hubiera sido un espejismo, como si la estructura
hubiera sido líquida todos estos años, desde que lo construyeron. Humo y
escombros de todos los matices concebibles del blanco, el negro y el gris se
elevaron ondulantes y se desbordaron inundando los alrededores de los edificios
vecinos. Uno tenía que hacer un esfuerzo para no olvidar que miles de personas
estaban perdiendo sus vidas en ese preciso instante.
Muchas de las azoteas de la zona
estaban llenas de gente, casi todos empleados de las oficinas. Se llevaban las
manos a la cara, tanto a la boca como a las sienes, pero nadie se tapaba los
ojos. Eran incapaces de apartar la mirada. Joyce oía jadeos, gemidos y súplicas
a la ausente misericordia divina. A su lado, una mujer sollozaba sin parar.
Pero Joyce sintió que algo entraba en erupción en su interior, algo cálido, muy
parecido a..., sí, eso era, a una punzada de placer, una sensación casi tan
intensa como saciar el hambre; como un vértigo, un alborozo. El estruendo
surgido de las entrañas de la torre al desmoronarse le llegó por fin y se
prolongó, pareció, durante largos minutos, seguido de una ráfaga de aire que
desprendía un calor antinatural y que le echó el pelo hacia atrás y le agitó la
blusa. El edificio se convirtió en un hongo compuesto de humo, polvo y vidas
perdidas, y sintió un gran regocijo.
–¡Joyce, oh, Dios mío! –gritó una
colega–. Acabo de acordarme... ¿No trabaja ahí tu marido?
Asintió lentamente. El despacho de
su marido estaba en la planta ochenta y seis de la torre sur, que acababa de
ser borrada por completo de la faz de la Tierra. Se tapó la parte inferior de
la cara para ocultar sus denodados esfuerzos por evitar que asomara una
sonrisa.
Se les había ordenado que se
comunicaran entre sí sólo a través de sus abogados, un mandamiento judicial
imposible de cumplir porque Joyce y Marshall seguían compartiendo un
apartamento de dos habitaciones, donde vivían con sus dos hijos pequeños y un
springer spaniel que no paraba de ladrar, un animal con carencias emocionales y
uñas afiladas que Marshall había metido en casa hacía poco sin consultar a
nadie, ni siquiera a su abogado. (A los niños les había encantado.) A lo largo
del año que llevaban divorciándose, la pareja había perfeccionado un método
para comunicarse sin hablar en su vida cotidiana, un método que les servía para
bregar con las tareas de su día a día, sobre todo para determinar quién
llevaría los niños a la guardería (normalmente Joyce) y quién pasaría a
recogerlos (normalmente Marshall), además de quién prepararía sus comidas,
hablaría con sus tutores acerca de cada problema concreto, haría la compra o la
colada, prepararía la cena para los niños, se encargaría de ellos durante el
fin de semana y demás. Cuando algo trastocaba ese orden –y siempre surgía algo
que lo trastocaba varias veces al día: una fiebre inquietante, una cita de
trabajo por la noche, un retroceso en el aprendizaje de las habilidades en el retrete
o el consumo inexplicable de cuatro litros enteros de leche comprados el día
anterior–, Joyce y Marshall se veían obligados a hablarse, y entonces incluso
la charla más trivial desencadenaba una feroz discusión en la que acababan
repasando todas las diferencias que les habían abocado al divorcio.
Todo había empezado educadamente
en la década anterior, en otro siglo, con la conclusión compartida, a la que
habían llegado casi con cariño, de que su matrimonio ya no era el que había
sido. A lo largo de los seis meses de terapia en los que se les había animado a
romper las barreras que les impedían hablar con franqueza, Joyce y Marshall
habían descubierto que se odiaban. Cuestiones que nunca se habían planteado
abiertamente –el dinero, el sexo, los hijos, los destinos de vacaciones, el
aumento de peso de Joyce y una valoración descabelladamente dispar sobre la
contribución de Marshall a la tarea de criar a los niños– enrarecieron con
miserias truculentas el despacho del consejero matrimonial, cuyo aire ya estaba
viciado por las discusiones de la cita de la pareja anterior. El consejero
acabó instándoles a separarse amistosamente y les remitió a un divorcio
arbitrado. Con el tiempo, todas las discusiones se disiparon o quedaron
subsumidas en un único punto de desacuerdo: el dinero. El salario de Marshall
era sustancialmente más alto que el de Joyce, que había cambiado de empleo dos
veces y otras tantas había interrumpido su carrera profesional para dar a luz.
Ella pidió quedarse el apartamento, que él siguiera pagando la mitad de la
hipoteca y los gastos de los niños, además de una pensión alimenticia que ya se
determinaría. Llegados a ese punto muerto y tras volver una y otra vez a él a
lo largo de varios meses, abandonaron el arbitraje y contrataron abogados individuales,
una mujer en el caso de Joyce, un hombre para Marshall. Resultó que los
abogados eran amigos y se saludaban besándose cuando se encontraban.
Pero ya antes de que Joyce y
Marshall se despeñaran juntos por el sendero que llevaba a su separación, sus
dos salarios eran insuficientes. Dos tercios de su sueldo neto se lo llevaban
la hipoteca y los gastos de comunidad de su apartamento, en un edificio mal
iluminado y peor cuidado pero espléndidamente situado en Brooklyn Heights.
Ambos sentían apego por el apartamento y las calles del vecindario, aquella
pequeña pica que tanto les había costado poner en Nueva York. La ventana de la
fachada daba a otro edificio de apartamentos, pero más allá se extendía
Manhattan, de la que podían ver las plantas más altas del World Trade Center.
Para Marshall habría sido imposible continuar pagando ni una fracción de la
hipoteca y, a la vez, alquilar algo en el barrio o en cualquier otro vecindario
medianamente seguro de la ciudad, un problema irresoluble que solazaba a Joyce
tanto como le habría divertido un enigma filosófico clásico. Ella quería
arruinarle, no sólo económica sino también psicológicamente, y no sólo por un
tiempo sino para siempre.
Y cuánto la odiaba él. Para
demostrarlo, Marshall podría componer sonetos de odio, prestar solemne
juramento por su odio eterno y hasta realizar proezas físicas audaces. A veces,
de madrugada, la veía durmiendo en el sofá –él se había negado a dejar el
dormitorio; Viola, su hija de cuatro años, se empeñaba en seguir creyendo que
su madre se quedaba dormida viendo la televisión cada noche–, y le asaltaba un
aborrecimiento tan intenso que le mantenía en vela durante horas, abriendo y
cerrando los puños con rabia. Tanto daba que Marshall durmiera o no, porque,
cuando lo hacía, le rechinaban los dientes, según le había dicho su dentista,
quien además adivinó que estaba divorciándose por las marcas que quedaban en el
esmalte. Le recomendó algunos arreglos bucales que Marshall no podía pagarse.
Fuera en la cama o en el sillón del dentista con la boca estropeada, condenada
sin remedio y abierta de par en par, pensaba una y otra vez en lo que le había
hecho Joyce. La mezquindad e irracionalidad de su mujer habían derrumbado el
andamiaje entero de sus vidas, cuyos escombros cayeron sobre sus cabezas y
sobre las de sus hijos. Le humillaba su incapacidad para borrar el recuerdo de
haberla amado en el pasado tanto como la odiaba ahora. [...]
El proceso de divorcio se desarrollaba en un universo en el que el
tiempo se había transformado en una magnitud elusiva, opaca. Joyce se juró que
lo habría echado de casa antes de finales de año; claro que no dijo a qué año
concreto se refería, y Marshall puso todo su empeño en resistirse. Para
empezar, la obligó a presentar una petición legal, que su abogado recurrió
seguidamente; eso se prolongó todo un invierno. Llegó el paréntesis de las
vacaciones. Hubo que tasar el apartamento, otro trámite que malgastó muchas
hojas del calendario «Un chiste por día» de la mesa del despacho de Joyce:
contrataron a tasadores rivales, alquimistas que transformaban el oro en plomo
y viceversa. El título en Bellas Artes de Marshall, que él se había sacado
durante su convivencia en pareja y por tanto, aunque nada tuviera que ver con
su profesión actual, servía de justificación para la reclamación de Joyce sobre
sus futuros ingresos, también tuvo que ser tasado, dos veces. Los honorarios de
los abogados no tardaron en mermar sus cuentas corrientes, que no sólo fueron
repartidas y separadas, sino reabiertas en bancos rivales, situados en
vecindarios alejados. Los sentimientos de Joyce y Marshall cobraron la
intensidad de un conflicto histórico, tribal y étnico, y cuando veían las
noticias de las guerras en la televisión, los reportajes sobre los Balcanes o
Cisjordania, pensaban: sí, sí, exacto, eso justamente es lo que siento por ti.
Mientras tanto, había que criar a
los dos hijos –frutos de su amor ya pasado, funestas complicaciones de su
matrimonio, bajas civiles de su divorcio–. Cada uno los cuidaba en fines de
semana alternos, pero Marshall creía que, para mantener su derecho moral a la
residencia, debía quedarse en el apartamento los fines de semana que le
correspondía a Joyce encargarse de ellos. Esos días, pasaba la mayor parte del
tiempo metido en la habitación, con la puerta provocadora y ominosamente
cerrada, sin que se oyera ni el murmullo de su televisor. Sólo salía para dar
de comer y pasear a Snuffles,
algo a lo que Joyce se negaba en redondo y ni siquiera hacía cuando Marshall no
estaba en casa, con lo que el perro se ponía furioso. Se había visto obligado a
contratar un servicio de cuidadores caninos.
[...]
[...] Marshall yacía entre unos
escombros sobre los que había caído en la oscuridad, en un lugar que no podía
identificar con precisión, tras una sucesión de acontecimientos que tampoco
podía ordenar ni a los cuales era capaz de dar sentido del todo. Se había
desatado el pánico ante los ascensores y el caos en las escaleras, se habían
sucedido explosiones, avisos de emergencia contradictorios. No había llegado a su
despacho. Ahora, en aquella penumbra viciada de humo y polvo que le ahogaba,
hombres y mujeres gemían, lloraban y pedían ayuda con voces lastimeras.
Resultaba difícil respirar. Caía agua por alguna parte, salpicando y
tintineando como en un claro de un bosque alpino. Se habían derrumbado
fragmentos del techo y de las paredes, y algo se le había caído encima y hasta
era posible que él hubiera tropezado. La gente había subido con él por las
escaleras mecánicas paradas, tal vez hasta le seguían. Subir parecía la opción
equivocada, pero le había dado la impresión de que ésa era la dirección que le
había indicado un policía situado al pie de las escaleras. Ahora se habían
perdido.
Se levantó y se llevó la mano a la
cabeza. Notó humedad en un lado, probablemente sangre, pero se dijo que estaba
bien y que mantenía la mente clara, clara hasta casi lo insoportable. Nada de
lo que había sucedido previamente esa mañana –la discusión con Joyce, el
coqueteo con la señorita Naomi– se había desdibujado ni desvaído en su memoria.
Una parte de su conciencia le decía que ésos serían probablemente los últimos
momentos de su vida y que no volvería a ver a Viola ni a Vic; que ni siquiera
podría pensar en ellos. Pero también recordaba que tenía que llamar al servicio
de cuidadores caninos porque, si no, el perro se acabaría meando en la alfombra
del recibidor. Ya había destrozado la afgana. Marshall tenía la cara cubierta
de polvo procedente de los tabiques de yeso y en la boca percibía el regusto,
inexplicable, del olor a gasolina de una pista de aeropuerto.
–¡Policía! ¡Policía! ¡Estamos
atrapados! –repetían los gritos como un eco. No hubo respuesta, pero él
distinguió el ulular de las sirenas en la calle. Parecían cercanas.
Marshall pasó las manos sobre unos
escombros y las apartó de golpe al tocar un cristal resquebrajado de una
ventana rota. Se dio cuenta de que la oscuridad era más tenue hacia arriba, y
se desplazó hacia el débil resplandor con las manos por delante de la cara por
si se topaba con más cristales. Comprendió que estaba saliendo a través de una
ventana. Palpando, las manos le condujeron alrededor de una especie de columna
de sustentación.
Se dio la vuelta y gritó:
–¡Veo la luz del día!
Tropezó con más escombros y los
rodeó; luego, de pronto, se encontró al borde de la plaza que se extendía entre
las torres gemelas: un paisaje de otro planeta, asolado por relámpagos,
iluminado con una luz corrosiva, hostil. Se echó atrás. Copos cenicientos caían
sobre una alfombra de ceniza de varios centímetros de grosor, borrando las
huellas de pies que huían. Entre las cenizas había objetos ardiendo, fragmentos
de lo que parecía maquinaria industrial, trozos de cemento que habían caído de
las torres y otras cosas que tardó un poco más en identificar: eran partes de
cuerpos humanos, sí, y junto a ellas cadáveres enteros esparcidos sobre las
placas de pizarra de la calzada. Memorandos, informes, listados, balances y
post-its chamuscados se arremolinaban a su alrededor como almas en pena.
Hombres y mujeres salían corriendo del edificio, algunos chillando, cubriéndose
la cabeza con sus maletines, aunque lo que caía sobre la plaza era mucho más
voluminoso y pesado que los minúsculos maletines. Desde las plantas superiores
de las torres llovían melcochas de acero, que se fragmentaban en preciosas
chispas de metralla en cuanto tocaban el suelo frío.
–¡Ya estamos! –gritó hacia el
interior del edificio, del que salía una humareda gris–. ¡Vamos, afuera!
Se le ocurrió un chiste: «Señoras
y caballeros, por aquí hacia el egreso».*
Pero la gente ya iba saliendo,
conducida por una temblorosa mujer de mediana edad que llevaba la blusa sucia y
empapada de lágrimas. Iba descalza. Parpadeó una vez al salir a la luz, luego,
otra vez, al ver lo que había en la plaza, y dio un paso atrás, igual que había
hecho Marshall.
Todo se precipitaba por momentos.
Bajo un diluvio de objetos pequeños y punzantes, Marshall se pegó a la pared
desnuda de la torre. La mujer de mediana edad se dirigió hacia una hilera
abandonada de carritos de venta de sándwiches ribeteados de ceniza, en la punta
más alejada de la plaza, corriendo descalza sin más protección que las medias,
esquivando con agilidad los fragmentos visibles de escombros afilados que
encontraba a su paso. Hombres y mujeres seguían cayendo de las plantas más altas,
posiblemente incluso desde su propio despacho: colegas y amigos.
De la torre continuaban emergiendo
sombras que cobraban cuerpo casi con desgana, tosiendo y limpiándose los ojos.
Conmocionados ante la carnicería de la plaza, los supervivientes no veían a
Marshall. Empezaban a correr inmediatamente; una pareja iba cogida de las
manos. Las sirenas sonaban ahora tremebundas, sus aullidos llenaban el cielo.
Marshall sabía que tenía que salir de allí, pero no se decidía. Le asombró esa
reticencia, esa súbita pérdida del instinto de conservación. Se trataba del
divorcio, de la mierda del divorcio: lo había dejado así de maltrecho. Gritó
hacia el interior del edificio:
–¡Eh! ¿Queda alguien ahí?
No hubo respuesta. Retrocedió unos
pasos y entró, por el un marco de una ventana que colgaba, hasta un pasillo
oscuro y sembrado de escombros. El humo y el polvo le secaban los ojos. Le dio
la impresión de que el edificio se estremecía. Se dijo que sólo daría un paso
más, pero siguió avanzando. Atisbó algo allí delante, al borde del pasillo, un
espectro. Oía su respiración y olía su miedo, que no era muy distinto del que
sentía él.
–Eh –dijo Marshall–. Venga. Vamos.
Marshall encontró una manga y tiró
de ella, sorprendido de su tangibilidad. La criatura a la que estaba sujeta se
movió sin hablar. Marshall intentó llevarla a través del pasillo, que
posiblemente no tenía ni diez metros, pero la salida se le antojaba ahora mucho
más lejos, como un viaje o una transición a un nuevo mundo. Se sentía envuelto
en una seguridad fría y húmeda. Le parecía que estaba haciendo lo correcto, del
mismo modo que todo lo que había sucedido entre él y Joyce durante los dos años
anteriores le había parecido tremendamente equivocado. En su brega con Joyce,
incluso cuando defendía sus intereses más básicos, siempre había dudado de si
lo que hacía era incorrecto o estaba bien, pero el caso es que había sido
necesario. Ahora..., en estos momentos de peligro, de resolución, de acción...,
algo se le estaba revelando. Discernía una esperanza. En ese instante, atisbaba
una imagen del hombre que todavía podía ser.
Llegaron al borde de la plaza,
donde Marshall se dio la vuelta y examinó brevemente a su cautivo. Era mayor
que él, con pelo cano alrededor de las sienes. El tupido bigote parecía
apelmazado por la sangre. Los ojos del hombre estaban inflamados y la
inexpresividad de su rostro hizo que Marshall dudara que pudiera ver.
–Muy bien, ya casi hemos salido
–dijo.
El hombre se agachó y se sentó
apoyándose en una pared de la torre. Miró los restos que salpicaban la plaza
durante un momento y bajó la cabeza. Podría estar rezando. Sin darse cuenta,
Marshall se mordió pensativamente el labio y le pareció que comía yeso. Por fin
dijo:
–Eh, me llamo Marshall, ¿y tú?
El hombre no se movió.
–¿Cómo te llamas? –preguntó
Marshall.
En ese momento, la plaza se había
quedado en silencio, nadie saltaba ya de las torres, sólo caía una llovizna de
partículas grises. Acarició el hombro del hombre y, como no consiguió ninguna
reacción, lo zarandeó. Recordó que, en casos de emergencia, de nada servían las
habituales restricciones de urbanidad sobre el contacto físico con
desconocidos. La cabeza del hombre rebotó como si estuviera sujeta a un muelle.
Sobresaltado, levantó la cabeza y
susurró:
–Lloyd.
–Lloyd –repitió Marshall–; yo soy
Marshall. Escucha, éste no es un buen sitio para descansar. Está cayendo de
todo. ¿Por qué no salimos de aquí, eh? Vamos, tú te mueves, yo me muevo; a lo
mejor nos dan un café bien cargado o algo así. Tienes que levantarte, Lloyd.
Tienes que ponerte de pie y venir conmigo ahora mismo. Arriba, anda. Si no, lo
tenemos claro. ¿Tienes hijos? Yo tengo dos. Victor y Viola, menudo par de
traviesos. ¿Cómo se llaman los tuyos?
Lloyd miró a Marshall por primera
vez. Los bordes de sus párpados tenían algo incrustado y el blanco de los ojos
se había enrojecido y estaba surcado de venas. Marshall no quería mirar esos
ojos, no quería ver lo que les había pasado, pero sabía que era importante
mantener la mirada del hombre.
–Sarah –musitó Lloyd.
–Bonito nombre. ¿Cuántos años
tiene?
–Seis.
–Una edad estupenda. Mi hija tiene
cuatro, todavía no ha aprendido a ir al lavabo. Nos trae de cabeza. Vamos,
anda.
Decir «nos» sonó falso, aunque era
técnicamente verdad, dado que la incontinencia de Viola atormentaba a Joyce
tanto como a Marshall, pero por separado, no como una preocupación compartida.
Marshall llevaba a Lloyd agarrado por el brazo. Si lo soltaba, se caería. Se
preguntó si estaría casado y, en ese caso, hasta qué punto sería feliz; también
se le ocurrió que a lo mejor podía explicarle los sentimientos ambivalentes que
le despertaba ese «nos». Intentó orientar a Lloyd hacia Church Street. El
hombre se tambaleaba como si estuviera borracho. Cuando se disponían a
emprender la huida, un bulto que no le costó reconocer como una mujer con un
traje chaqueta azul marino –un traje que seguramente podría describirse por su
corte y su tipo de tejido y del que incluso podría señalarse su procedencia si
se estaba al tanto de la moda– se estrelló con fuerza a media docena de metros,
rebotó sobre el suelo y reventó. Sus zapatos, que había perdido durante la
caída, repiquetearon vacíos contra el asfalto un segundo después.
–No mires –dijo Marshall–. Por el
amor de Dios, no mires.
Le empujó para adentrarse en la
plaza. Por descabellado que parezca, los dos hombres llevaban todavía sus
maletines; el de Marshall tenía una correa, pero Lloyd aferraba el suyo con
ambas manos, como si aquella huida matinal formara parte de su trayecto
habitual al trabajo. La ceniza crujía bajo sus pies y la sangre se extendía
negra y lisa alrededor de los cadáveres. El aire estaba impregnado de humos y
gases dulzones hasta lo enfermizo. Al pisotear el suelo de la plaza, sus
zapatos levantaban remolinos de ceniza. Seguían cayendo pequeños objetos y algo
golpeó a Marshall en el hombro. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido hoy,
se trataba de algo espantoso e histórico. Mantenía la mirada fija en el extremo
más alejado de la plaza y se preguntó qué día era. Sabía que el 14 de
septiembre caía en viernes porque una reunión que en el pasado había sido
importante se había programado para esa fecha, y sabía que hoy era martes, pero
se veía incapaz de realizar el cálculo a partir de esos datos.
Algo espectacular sucedió delante
de ellos, algo relacionado con un objeto del tamaño de un coche. Marshall se
tapó la cara y la explosión, con el fuego y ruido infernales que la
acompañaron, pareció atravesarlo. Se echó hacia la derecha, empujando a Lloyd,
que se le estaba soltando. Marshall agarró con más fuerza la manga y notó que
la tela cedía.
–Casi hemos llegado.
Entonces se dio cuenta de que
Lloyd no le escuchaba, que la mitad de su cabeza –Marshall no podría decir qué
mitad– había saltado hecha pedazos.
El maletín de Lloyd cayó al suelo
y expulsó su repentinamente insignificante contenido: documentos, informes y un
sándwich envuelto en papel de celofán. Marshall supo entonces qué tenía que
hacer: tenía que dejar al hombre en el suelo, con suavidad pero sin
entretenerse; no tenía que mirarle a la cabeza; y tenía que procurar olvidarse
de cuanto viera. Mientras Marshall se alejaba, empezó a salir humo del cadáver.
* «This way to the egress»: rótulo colocado por P.T. Barnum (1810-1891) dentro de su museo neoyorquino de «curiosidades de todos los rincones del mundo». Los visitantes, confundidos por el cultismo, salían del museo sin haber completado la visita; para entrar de nuevo, tenían que volver a pagar. (N. del T.)