El 6 de agosto de 1945, festividad
cristiana de la Transfiguración, la fiesta de la luz, la joven madre Futaba
Kitayama miró al cielo y vio «un avión tan bonito como un tesoro de plata que
volaba del Este al Oeste en un cielo muy azul, sin una nube». Alguien que
estaba a su lado comentó: «Está bajando un paracaídas». A continuación el
paracaídas estalló en medio de «una luz indescriptible».1
El bombardero B-29 estadounidense Enola Gay acababa de lanzar Little Boy [niño pequeño], una bomba de
cuatro toneladas que estalló con la potencia explosiva de 15.000 toneladas de
TNT sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. El piloto Paul Tibbets, que el día
anterior había bautizado el avión con el nombre de su madre, forcejeó para no
perder el control del aparato mientras se producían las primeras ondas
expansivas. Envuelto en una luz brillante, Tibbets miró hacia atrás y vio «un
gigantesco hongo violáceo que bullía hacia lo alto como si estuviera
aterradoramente vivo». El piloto puso en marcha el intercomunicador y anunció a
su conmocionada tripulación: «Muchachos, acabáis de lanzar la primera bomba
atómica de la historia».2
En tierra, Futaba Kitayama se dio cuenta de que tenía la cara extrañamente húmeda. «Cuando me sequé la cara, la piel se me caía a tiras.» Se le empezaron a nublar y a cerrar los ojos mientras el rostro se le hinchaba. «De pronto, incapaz de permanecer inactiva de lo aterrorizada que me sentía»3, Futaba pasó tambaleándose junto a cuerpos desollados que se retorcían mientras ella intentaba escapar. Según un médico de la ciudad sentenciada, el penetrante hedor de la carne quemada era como el olor «del calamar seco al asarse a la plancha, el calamar que tanto nos gusta comer».4 En diciembre de 1945 habían muerto ya alrededor de 140.000 habitantes de Hiroshima, o bien como resultado de la explosión y los incendios posteriores, o a causa de los insidiosos efectos de la radiación nuclear.