Boca sellada

Tito había abandonado el palacete a los veintiún años, cuando se casó. Desde entonces y hasta que Elisa, su hija menor, cumplió dieciocho años, Mariola y él habían vivido en Palermo, para permitir que los chicos acudieran a buenos colegios y disfrutaran de todo lo que la ciudad ofrece. Tito iba y venía al pueblo, que después de la guerra había crecido considerablemente. Bajo la guía de su padre, se encargaba de la gestión del patrimonio familiar: de las propiedades agrícolas e inmobiliarias y, por encima de todo, de la fábrica de pasta. Lo que les hacía distintos del resto de las familias pudientes de la provincia era su aislamiento respecto a los demás: recibían muy poco, no frecuentaban los lugares públicos y ni siquiera los restaurantes. Tito no había llegado a introducirse nunca en la vida social del pueblo, donde, pese a todo, se sentía a sus anchas. Aunque no aquella mañana, mientras se encaminaba hacia ese Picadilly Bar que jamás había pisado hasta entonces.

 

 

El Picadilly Bar —mesitas bajas y asientos de piel, música de fondo y fotografías en las paredes— era un lugar de encuentro para jóvenes. Nada más entrar, Tito se dio cuenta de que estaba fuera de lugar. Pidió un vaso de agua mineral y se quedó de pie en la barra: desentonando vistosamente con su traje gris y su corbata listada, se sentía los ojos de todo el mundo encima.

Lo identificó enseguida. Alto, con el pelo claro y largo que le caía por el cuello, sombrero de tela, camisa de lino abierta en el pecho, sahariana y cámaras fotográficas en bandolera, en cierta manera Dante Attanasio no desentonaba y se adecuaba de forma natural con la clientela del Picadilly Bar

Dante le tuteó de inmediato, como si fueran viejos amigos. Hablaba mucho y era de conversación agradable, pero, sobre todo, se comportaba como si el natural del lugar fuera él: escogió el aperitivo y se anticipó a Tito en el momento de pagar la cuenta, avivando la turbación de éste, quien le dejaba hacer, confuso. Trabajaba para una revista de viajes; había decidido pasar en Sicilia una larga temporada, a medias entre el descanso y el trabajo, acompañado por una amiga rusa que se reuniría con ellos más tarde. Tito, fascinado por la jovialidad de aquel hombre y a la vez desinhibido por el alcohol, empezaba a relajarse.

Hacía tiempo que Dante quería visitar la isla. Su madre hablaba con frecuencia de Rachele. Habían sido grandes amigas y se habían escrito durante mucho tiempo; después, con la guerra, habían perdido el contacto. Su madre había llevado una vida muy movida y había vivido en varios continentes: trabajaba para el cine, era guionista.

—Creo que nunca volvió a tener ninguna amiga tan íntima —decía Dante—, y sé que deseaba entregarle a Rachele su epistolario. Lo encontré el año pasado, cuando murió, entre sus papeles.

Y ahora era él quien quería conocer a Rachele. Había encontrado a Tito gracias a un golpe de suerte: había llamado a tres personas que tenían su mismo apellido y al final el último le había encaminado hacia él.

Tito se estremeció ante la idea de que Dante les hubiera hablado de su tía y de su familia a sus homónimos. Con todo, ese hombre le caía bien. Aceptó otro aperitivo y de la tía se limitó a contar que no se había casado, que había vivido siempre con la familia y que no le gustaba hablar con desconocidos.

—Yo adoraba a mi madre —dijo Dante—, y quisiera cumplir con su último deseo. No he tenido un verdadero padre: soy hijo ilegítimo...

Tito no supo qué decir. En aquel momento, Irina entraba en el bar.

Era una de esas personas que con sólo aparecer ya llenan por sí solas una habitación entera. Era decididamente hermosa, aunque su paso y la luminosidad que la rodeaba era lo que más llamaba la atención. Llevaba una camiseta y unos pantalones, y habría podido desentonar ante las chicas, bastante más jóvenes que ella, muy maquilladas y vestidas a la moda, que abarrotaban el local. Pero las eclipsaba con su clase. El charloteo se atenuó y todas las miradas se fijaron en ella. Los jóvenes volvieron a hablar después con un murmullo aunque no duró mucho: la clientela del Picadilly Bar solía ser ruidosa.

—¿Es él el sobrino de la amiga de tu querida maman, el propietario de la torre de la que tanto me has hablado? —dijo Irina, mientras se sentaba.

Aturdido por la conversación con Dante, y esclavo de la gracia eslava de Irina, Tito prometió llevarles a Torrenuova al día siguiente.

 

 

A la hora de comer le contó a su mujer la cita a la que había acudido: era un hecho insólito, Tito se mantenía siempre apartado de los desconocidos. Pero Mariola no tenía una curiosidad excesiva. Llevaban casi cuarenta años casados y, como solía repetir a sus hijas, al cabo de los cinco primeros años de matrimonio ya no hay demasiados temas en común, aparte de los hijos; le escuchaba, por lo tanto, distraída. Sólo cuando Tito aludió a Irina se le desplegaron las antenas.

—¿No habrá sido esa rusa la cuidadora de tu madre? —aventuró.

—¡¿Pero qué dices?!, es una señora de verdad, una mujer hermosa, y respetable —contestó él.

Mariola se relajó, más tranquila.

 

 

Tito le había sido fiel a Mariola hasta hacía pocos meses y sin que ello representara sacrificio alguno, por más que su matrimonio llevara decenios apagado. Su padre le había inculcado la importancia de llevar una vida reservada. “Es necesario pasar inobservados y no dar que hablar, ni para bien ni para mal”, le decía. La tía fue mucho más directa: “La mejor palabra es el silencio, y lo mejor que se puede hacer es no hacer nada”. Tito sabía perfectamente que en una pequeña ciudad la infidelidad nunca es un secreto, pero sus tejemanejes con Dana —era ella quien insistía— no le preocupaban y a penas eran fuente de fugaces remordimientos: estaba convencido de que la rumana no tenía a quien contárselos y él se sentía muy orgulloso de su recobrada virilidad.

E Irina había encendido su imaginación. Esa noche subió la escalera de servicio de dos en dos y, con el pensamiento fijo en ella, se arrojó con ímpetu sobre Dana. Pero no fue eso sólo lo que sorprendió a la rumana. Por lo general eran expeditivos y se mantenían en silencio. Él sólo abría la boca para fijar los encuentros, y ella para sugerirle la manera de recompensar sus servicios: aludía a lo que deseaba y al precio. Tito le daba la suma requerida, aunque no siempre.

Mientras Dana volvía a vestirse, él tuvo un impulso repentino de curiosidad.

—¿A qué te dedicabas en tu país? —le preguntó.

—Trabajaba en un taller de pastelería, se me dan muy bien las tartas y sé hacer muchos otros dulces... —contestó ella, y se tomó aquella pregunta como el preludio a una relación estable. Se pasó las manos por el pelo suelto y, sin saber por qué, se lo peinó instintivamente formando un moño como el de la tía.

 

 

Mariola le esperaba despierta, en la cama. Estaba pensando en su familia y en Irina. Otra extranjera. Se sentía amenazada y quiso hacerle una advertencia.

—Has pasado mucho tiempo con la tía, esta noche —observó.

Tito no contestó.

—Me preguntaba si la tía querrá conocer a ese fotógrafo. ¿Qué te ha dicho? —prosiguió Mariola.

—No lo hemos hablado. —Tito estaba adormilado.

—¡Con todo lo que has estado con ella!

—Ya sabes que cuando hay ruido oye mal, incluso con el aparato, y se olvida de las cosas. He tenido que volver a contarle, con todo detalle, lo que hablamos ayer en la fiesta.

—Si tú lo dices... —contestó Mariola resentida, y apagó la luz.

Bajo las sábanas, Tito estaba inquieto. La idea de romper con Dana le resultaba molesta. Luchando contra el sueño, decidió pasar al ataque.

—La cuestión es que tú pasas demasiado tiempo con tus hijas y tus nietos, y estás poco con la tía. ¡Tengo que explicarle yo siempre las cosas, y no es tan sencillo! —soltó, sin volverse hacia su mujer.

—A ella le gusta hablar con su rumana —protestaba Mariola, ya en duermevela.

Tito no contestó.

—¡Y no es la única!

La voz de Mariola esta vez sonó aguda. Había dado en el blanco y había ganado con su última réplica; se colocó la almohada y cayó en el sueño de los justos.

 

 

 

 

3

Torrenuova.

“Es el sitio más sensual que he visto en mi vida.” 

 

Desde la muerte de su hermano hacía dieciséis años, la tía, muy unida a él, se había negado a abandonar el palacete en el que vivía como una reclusa. Tito, respetuoso con la voluntad de su padre —“No dejes nunca sola a tu tía, tú y yo le debemos mucho”—, había renunciado desde entonces a las tradicionales vacaciones veraniegas en Torrenuova. No sin que dejara de sentirlo, porque a esa casa estaban unidos hermosos recuerdos. Pero la había reformado y el hecho de que sus hijos, por turnos, pasaran allí parte de las vacaciones lo consolaba.

Le gustaba enormemente Torrenuova. Los terrenos agrícolas eran una larga extensión de trigo que comenzaba en una cresta que caía a pico sobre el mar y proseguía, extendiéndose ondulada por el interior, hasta las laderas de las áridas y rocosas colinas. La casa englobaba la torre renacentista, construida sobre un promontorio cortado a pico entre dos ensenadas. Sobre éstas se levantaba una muralla de roca negra en la que crecían, colgando en el vacío desde las grietas, áridas retamas silvestres —con las raíces retorcidas en los salientes—, plantas de alcaparras y hierbajos varios. Toda la costa, hasta donde se perdía la vista, era parecida: una planicie amarilla que acababa en caída libre sobre minúsculas e inaccesibles ensenadas de arena blanca. La casa de Torrenuova dominaba la tierra, la arena y el mar.

 

 

Estaban en la terraza. Dante e Irina se habían desplazado hasta la balaustrada, Tito se había quedado a la sombra, bajo el emparrado.

El sol caía a plomo. Hacía calor y no corría ni un soplo de aire. El zumbido de las cigarras retumbaba. Ligeras e imperceptibles, las olas acariciaban la orilla.

Liso como una tabla y desierto, el mar estaba en su momento de esplendor. El litoral arenoso se perdía dulcemente bajo las aguas. Las bahías en forma de media luna, debajo de Torrenuova, parecían dos arcos iris incompletos, pincelados de colores tenues y maravillosos: aguamarina, verde claro, celeste, verde esmeralda. Después, el mar se volvía de un azul intenso durante un centenar metros. Una franja de agua cristalina y trasparente, celeste apenas, recorría toda la costa como una cinta resplandeciente: era el reflejo del cielo sobre el larguísimo banco de arena sumergida sobre el que encallaban los veleros enemigos. Aquel banco hacía inviolable la costa. Lejano, el mar volvía a ser aguamarina, verde azulado claro, azul oscuro y, en el horizonte, azul intenso: el mar de África. El cielo, límpido y alto, estaba libre de nubes.

 

 

Dante se había dado la vuelta. Se detuvo a pocos pasos de Tito y empezó a declamar con énfasis:

 

Deja siempre vagar la fantasía,

siempre está en otra parte el placer;

y se deshace, con solo rozarlo, dulce,

como las burbujas cuando la lluvia bate;

déjala pues vagar, a ella, la alada,

por el pensamiento que delante aún se le extiende;

abre de par en par las puertas en la jaula de la mente,

y, verás, se lanzará volando hacia el cielo.

 

Después calló, con un último y melodramático gesto.

—Estaba en una de las cartas de Rachele —dijo como para justificarse.

—¡Muy bonita! —dijo Tito. Y añadió—: En el internado, un profesor me animaba a escribir poesías. Por desgracia, nunca se me dio tan bien como a ella. ¿Vamos al jardín?