El fundamentalista reticente

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Disculpe, caballero, ¿puedo ayudarle? Oh, ya veo que le he sobresaltado. No se asuste por mi barba: soy un enamorado de Norteamérica. He visto que estaba usted buscando algo; más que buscar, en realidad parecía que estaba en una misión, y como soy de esta ciudad y hablo su idioma, he pensado que tal vez podía ofrecerle mis servicios.

¿Cómo he sabido que era usted norteamericano? No, no ha sido por el color de la piel; aquí tenemos gran variedad de teces, y la suya se da a menudo entre las gentes que habitan nuestra frontera noroeste. Tampoco fue su traje lo que le delató; un turista europeo podría haber comprado este traje en Des Moines, con un solo corte en los faldones de la americana, y la camisa con botones en el cuello. Verdad es que el corte de pelo, casi al rape, y el ancho de pecho –el pecho, diría, de un hombre que hace pesas con asiduidad, y que levanta fácilmente dos de más de diez kilos– son muy típicos de cierto tipo de norteamericano; aunque por otro lado los deportistas y los soldados de todas las nacionalidades tienden a parecerse cada vez más. Fue más bien su actitud lo que me permitió identificarle, y no se lo tome como un insulto, ahora que veo que se le endurece la expresión, sino sólo como una simple observación.

Vamos, dígame, ¿qué anda usted buscando? No cabe duda de que, a estas horas, sólo una cosa podía haberle traído al distrito del Viejo Anarkali –así llamado, como probablemente sepa ya, por una cortesana que fue enterrada viva por amar a un príncipe–, y no puede ser más que la búsqueda de la taza de té perfecta. ¿Me equivoco? Permítame entonces, caballero, que le sugiera mi local preferido entre los muchos de por aquí. Sí, éste es. Las sillas de metal no están mejor tapizadas, las mesas son todas de madera tosca, y está, como los demás, al aire libre. Pero la calidad de su té, se lo garantizo, es incomparable.

¿Prefiere sentarse aquí, con la espalda tan pegada a la pared? Muy bien, aunque le dará menos la brisa intermitente, que, cuando sopla, hace más agradables estas cálidas tardes. ¿No va a quitarse la chaqueta? ¡Qué formal! Eso sí que no es típico de los norteamericanos, no lo es al menos según mi experiencia. Y experiencia no me falta: viví cuatro años y medio en su país. ¿Dónde? Trabajé en Nueva York, y antes había ido a la universidad en Nueva Jersey. Sí, dice usted bien: ¡fue en Princeton! Reconozco que tiene usted intuición.

¿Que cuál es mi opinión sobre Princeton? Bueno, la respuesta a esa pregunta requiere que le cuente una historia. El día en que llegué, contemplé los edificios góticos que había a mi alrededor –mucho más recientes, supe después, que la mayoría de las mezquitas de esta ciudad, pero cuyo aspecto había sido envejecido artificialmente aplicando un tratamiento con ácido y unos ingeniosos retoques de mampostería y pensé: «esto es un sueño hecho realidad». Princeton despertaba en mí la sensación de que mi vida era una película en la que yo hacía las veces de estrella y donde todo se volvía posible. «Tengo acceso a este hermoso campus», pensaba, «a profesores que son eminencias en sus disciplinas y a estudiantes que son filósofos-rey en ciernes».

Fui, debo admitirlo, demasiado generoso en mis apreciaciones iniciales sobre el nivel del alumnado. Casi todos eran inteligentes, y muchos, brillantes, pero considerando que yo era uno de los dos únicos paquistaníes que había en mi curso de ingreso –dos entre una población de más de cien millones de almas, téngalo en cuenta–, los norteamericanos tenían que superar muchas menos dificultades para pasar el proceso de selección. Se matricularon mil compatriotas de usted, quinientas veces más que los nuestros, aunque la población de su país sea sólo el doble que la del mío. En consecuencia, los que no éramos norteamericanos tendíamos a hacerlo mejor que los norteamericanos, y en mi caso llegué al último curso sin haber recibido un solo notable.

Visto desde hoy, advierto la fuerza de ese sistema, pragmático y eficaz, como tantas otras cosas en Norteamérica. Los estudiantes extranjeros veníamos de todos los rincones del planeta, se nos seleccionaba no sólo mediante exámenes difíciles, sino también por minuciosas evaluaciones personalizadas –entrevistas, trabajos académicos, recomendaciones– hasta que identificaban a los mejores y más brillantes de todos nosotros. Yo mismo obtuve uno de los mejores resultados en el examen de Pakistán, y además le daba lo suficientemente bien al balón como para jugar en el equipo universitario, en cuyas filas milité hasta que me lesioné en la rodilla en segundo curso. A los estudiantes como yo nos concedían visado y becas, nos ofrecían todo tipo de ayudas económicas, por supuesto, y nos invitaban a entrar en la meritocracia. A cambio, esperaban que contribuyéramos con nuestro talento a su sociedad, a la sociedad de la que pasábamos a formar parte. En general estábamos contentos de que así fuera. Yo desde luego lo estaba, al menos al principio.

Todos los otoños, Princeton se levantaba la pollera para los cazatalentos de las empresas que venían al campus y –como dicen ustedes en Estados Unidos– les enseñaba algo de chicha. La chicha que Princeton exhibía era de buena calidad, sin duda –la más joven, locuaz e inteligente–, pero incluso entre toda esa carne de primera, en el último curso yo ya sabía que era algo especial. Digamos que era una pechuga perfecta –bronceada, apetitosa, que desafiaba aparentemente la ley de la gravedad–, y estaba seguro de que iba a conseguir el trabajo que quisiera.

Salvo uno: en la Underwood Samson & Company. ¿No ha oído hablar de ellos? Era una empresa de tasación. Les decía a sus clientes cuánto valía su negocio, y lo hacía, dicen, con una precisión asombrosa. Eran pequeños –en realidad, poco más que una tienda, con muy pocos empleados– y pagaban bien, ofrecían al recién licenciado un sueldo base de más de ochenta mil dólares. Pero lo más importante es que te daban una serie de conocimientos sólidos y una marca de renombre; de tanto renombre, de hecho, que a los dos o tres años de trabajar allí como analista tenías casi garantizado el ingreso en la Harvard Business School. Por eso más de cien alumnos de la promoción de 2001 de Princeton mandaron sus notas y sus curriculum a Underwood Samson. Seleccionaron a ocho –no para trabajar, sino para una entrevista, debo aclararlo–, y yo fui uno de ellos.

Parece usted preocupado. No lo esté; ese tipo fornido no es más que el camarero, y no tiene por qué rebuscar en la chaqueta, intuyo que para sacar la cartera, ya que le pagaremos luego, cuando hayamos acabado. ¿Prefiere un té normal, con leche y azúcar, o té verde? ¿O quizás uno más aromático, la especialidad de la casa, el té de Cachemira? Ha elegido usted muy bien. Yo tomaré lo mismo, y quizá también una bandejita de jalebis. Bien, ya se ha ido. Debo reconocer que es un tipo que intimida bastante. Pero de una educación impecable: se sorprendería de la dulzura con que habla, si comprendiera usted el urdu.

¿Por dónde íbamos? Ah, sí, por lo de Underwood Samson. El día en que me entrevistaron estaba inusitadamente nervioso. Habían mandado una sola persona para hacer las entrevistas, y nos recibía en una habitación del Nassau Inn, una habitación normal, claro, no una suite; sabían que no hacía falta impresionarnos más. Cuando llegó mi turno, entré y me encontré con un hombre físicamente no muy distinto de usted; también él parecía un oficial del ejército retirado.

–¿Changez? –dijo, y yo asentí con la cabeza, pues así es como me llamo–. Pasa y siéntate.

Se llamaba Jim, me dijo, y yo disponía de cincuenta minutos, ni más ni menos, para convencerle de que me diera un trabajo.

–Véndete –me instó–. ¿Qué tienes de especial?

Empecé por mi expediente académico, señalando que iba camino de licenciarme summa cum laude, que aún no había recibo, como he comentado, ni un solo notable.

–No me cabe duda de que eres listo –dijo–, pero nadie de los que he venido hoy a entrevistar ha sacado nunca menos de sobresaliente.

Para mí eso fue una revelación inquietante. Le dije que era tenaz, que después de lesionarme en la rodilla lo había superado con ayuda de la fisioterapia en la mitad del tiempo que preveían los médicos, y que pese a que ya no podía jugar en la liga de fútbol interuniversitaria, aún era capaz de correr una milla en menos de seis minutos.

–Muy bien –dijo; y por primera vez me pareció que le había causado cierta impresión, cuando añadió–: ¿Y qué más?

Me quedé mudo. Como ya se habrá dado cuenta, normalmente no me cuesta mucho hablar, pero en aquel momento no supe qué decir. Observé cómo me observaba, y traté de comprender qué estaba buscando. Le echó un vistazo a mi curriculum, que estaba en medio de los dos, sobre la mesa, y luego volvió a clavar los ojos en mí. Tenía la mirada fría, de un azul pálido, y crítica, no en el sentido habitual de la palabra, sino en el de que evaluaba por deformación profesional, como un joyero que examina por curiosidad un diamante que no piensa comprar ni vender. Finalmente, después de que pasara un rato –apenas un minuto, aunque me pareció más–, me dijo:

–Dime, ¿de dónde eres?

Le expliqué que era de Lahore, la segunda ciudad de Pakistán, la antigua capital del Punjab, patria de casi tanta gente como Nueva York, en la que la historia de los invasores se había ido acumulando en capas sucesivas a la manera de una llanura sedimentaria, desde los arios hasta los británicos pasando por los mongoles. Él se limitó a asentir. Luego dijo:

–¿Y recibes ayuda económica?

No le contesté de inmediato. Sabía que había temas que los entrevistadores tenían prohibido mencionar –la religión, por ejemplo, y la orientación sexual–, y creía que la ayuda económica era uno de esos temas. Aunque no fue por eso por lo que dudé; dudé porque su pregunta me hizo sentir incómodo. Por fin respondí:

–Sí.

–¿Y no es más difícil conseguir la admisión en la universidad para los estudiantes extranjeros si piden ayuda?

–Sí –dije de nuevo.

–Así pues –dijo él–, debías de necesitar el dinero de verdad.

Y por tercera vez repetí:

–Sí.

Jim se reclinó en la silla y cruzó las piernas a la altura de las rodillas, igual que las tiene usted ahora. Luego dijo:

–Eres elegante, vas bien vestido. Tienes un acento sofisticado. Mucha gente probablemente da por supuesto que en tu país sois ricos.

No era una pregunta, de modo que no respondí.

–¿Saben tus amigos de aquí –prosiguió– que tu familia no podía mandarte a Princeton sin una beca?

Ésta era, como he dicho, la entrevista más importante que tenía, y sabía además que no debía perder la calma, pero aquel hombre me estaba sacando de quicio y ya me había hartado de ese tipo de preguntas. Así que le dije:

–Disculpe, Jim, pero ¿qué sentido tiene todo esto?

Mis palabras sonaron con más agresividad de la que pretendía, alcé la voz y resultaron cortantes.

–O sea que no lo saben –dijo Jim. Sonrió y continuó–: Tienes genio. Me gusta. Yo también estudié en Princeton. Promoción del ochenta y uno. Summa cum laude. –Me guiñó el ojo–. Fui el primero de mi familia en ir a la universidad. Por las noches, para pagarme los estudios, trabajaba en Trenton, lo bastante lejos de aquí como para que nadie lo supiera. Así que ya sé de dónde vienes, Changez. Tienes hambre, y eso en mi opinión es bueno.

Me cogió, debo confesarlo, desprevenido. No supe cómo reaccionar. Pero sí sabía que Jim me había impresionado; a fin de cuentas, en pocos minutos me había calado mejor que mucha gente que me conocía desde hacía años. Comprendí por qué era tan eficaz en sus tasaciones y, por extensión, por qué su empresa gozaba de tanta reputación en esa especialidad. Me alegraba también de que hubiera descubierto en mí algo que él apreciaba, y empecé a recobrar la confianza, hasta entonces un tanto debilitada por nuestro encuentro.

Llegados a este punto merece la pena, con la venia, que haga un pequeño paréntesis. No soy pobre, ni mucho menos: sin ir más lejos, mi bisabuelo, que era abogado, tenía recursos para financiar una escuela para los musulmanes del Punjab. Como él, mi abuelo y mi padre fueron a la universidad en Inglaterra. Nuestra casa familiar está situada en un terreno de cuatro mil metros cuadrados en el centro de Gulberg, uno de los barrios más caros de la ciudad. Tenemos varios criados, incluso un chofer y un jardinero, lo cual, en Estados Unidos, implicaría que éramos una familia acomodada.

Pero no somos ricos. Los hombres y mujeres –sí, las mujeres también– de mi familia son gente que trabaja, profesionales liberales. Y el medio siglo que ha transcurrido desde que murió mi abuelo no ha sido próspero para los profesionales en Pakistán. Los salarios no han subido a la par que la inflación, la rupia ha ido perdiendo valor respecto al dólar, y aquellos de nosotros que antaño gozaron de importantes patrimonios familiares han visto cómo las generaciones siguientes, cada vez más numerosas, los iban dividiendo y subdividiendo. Así, mi abuelo no pudo permitirse lo que su padre, ni mi padre lo que el suyo, y cuando llegó el momento de mandarme a la universidad, sencillamente ya no quedaba dinero.

El estatus, sin embargo, como en toda sociedad tradicional y con conciencia de clase, se pierde más lentamente que el patrimonio. Seguimos siendo miembros del Punjab Club. Continúan invitándonos a las recepciones y a las bodas y fiestas de la elite de la ciudad. Y miramos con una mezcla de desdén y envidia a la nueva clase de empresarios –propietarios de negocios legales e ilegales– que conducen a toda velocidad sus todoterrenos BMW por las calles. Tal vez nuestra situación no sea muy distinta a la de la vieja aristocracia europea en el siglo XIX, que tuvo que hacer frente al ascenso de la burguesía. Salvo, claro está, que nosotros sufrimos un malestar más extendido, que afecta no sólo a los que antiguamente fueron ricos, sino también a muchos de los que formaban la clase media: una creciente incapacidad para adquirir lo que antes sí podíamos comprar.

Ante este hecho, uno tiene dos opciones: fingir que todo va bien o trabajar de firme para que las cosas vuelvan a ser lo que fueron. Yo me incliné por las dos. En Princeton me comportaba en público como un príncipe heredero, era generoso y despreocupado. Pero también, sin que nadie lo supiera, tenía tres trabajos en el campus –en lugares poco concurridos, como en la biblioteca del programa de Estudios sobre Oriente Próximo– y preparaba las asignaturas por la noche. La mayoría de la gente que conocí vivía engañada por mi imagen pública. Jim no. Aunque por suerte, donde yo veía un motivo de vergüenza, él veía una oportunidad. Y en algunos aspectos, que no en todos –como comprendería más tarde–, Jim estaba en lo cierto.

Ah, aquí llega nuestro té. No sea tan desconfiado. Le aseguro, caballero, que no va a ocurrirle nada, ni siquiera va a tener diarrea. Al fin y al cabo, no le han añadido veneno. Vamos, si tiene que quedarse usted más tranquilo, le cambio su taza por la mía. Eso es, perfecto. ¿Cuánto azúcar quiere? ¿Nada? Qué raro, pero no insistiré. Pruebe estos dulces pringosos de naranja, los jalebis, pero vaya con cuidado: queman. Ya veo que le gustan. Sí, son deliciosos. Es curioso lo que puede refrescar una taza de té incluso en día tan cálido como hoy; un misterio, sin duda, pero es así.

Le estaba contando mi entrevista con Underwood Samson, y cómo Jim creía, según él mismo dijo, que yo tenía hambre. Esperé a ver qué diría después, y lo que dijo fue:

–De acuerdo, Changez, vamos a ponerte a prueba. Te propondré un ejemplo práctico, una empresa que quiero que tases. Puedes preguntarme todo lo que necesites saber –algo así como en el juego Twenty Questions– y hacer tus cálculos con este lápiz y papel. ¿Estás listo? –Dije que sí, y él prosiguió–: Es un caso trampa. Tendrás que usar tu creatividad. La empresa es muy sencilla. Sólo tiene una línea de servicio: viajes instantáneos. Te plantas en su terminal de Nueva York e inmediatamente reapareces en la terminal de Londres. Como el transportador de Star Trek. ¿Entendido? Vamos allá.

Me gustaría creer que en aquel momento guardé la compostura, pero por dentro estaba aterrorizado. ¿Cómo se tasa una empresa ficticia y fantástica como la que acababa de describir? ¿Por dónde se empieza? No tenía ni idea. Miré a Jim, pero no parecía estar bromeando. Respiré hondo y cerré los ojos. Cuando jugaba a fútbol a veces alcanzaba un estado mental peculiar: mi yo desaparecía, y me sentía libre, sin límites ni incertidumbres, concentrado exclusivamente en el juego. Cuando entraba en ese estado sentía que nada podía detenerme. Imagino que los místicos sufíes y los maestros zen deben de conocer esa sensación. Es posible que los antiguos guerreros hicieran algo parecido antes de entrar en batalla, aceptando de manera ritual la inminencia de su muerte, de forma que podían batirse sin el lastre del miedo.

Alcancé ese estado durante la entrevista. Todo mi ser se concentró en buscar una salida al caso. Empecé con preguntas orientadas a comprender la tecnología: cuán escalable era, cómo de fiable, hasta qué punto segura. Luego le pregunté a Jim por el entorno: si había competencia directa, qué podían hacer los legisladores, si había proveedores especialmente problemáticos. Seguidamente me metí de lleno en los costes para calcular los gastos que habría que cubrir. Y por último revisé los ingresos, usando el Concorde para comparar, como ejemplo del aumento en el precio y de la demanda que uno obtiene al reducir el tiempo de viaje a la mitad, y luego estimé cuánto más conseguiría si éste se redujera a cero. Una vez hecho todo eso, proyecté los beneficios en el futuro y los desconté al valor neto actual. Y al final llegué a una cifra.

–Dos mil trescientos millones de dólares –dije.

Jim permaneció callado un momento. Luego negó con la cabeza.

–Excesivamente optimista –dijo–. Tus cálculos sobre el número de clientes que elegirían esta cosa son demasiado altos. ¿Estarías dispuesto a montarte en una máquina, ser desmaterializado y luego recompuesto a miles de kilómetros de distancia? Ése es exactamente el tipo de disparates por el que nuestros clientes pagan a Underwood Samson para que lo calculemos con todo detalle.

Agaché la cabeza.

–Sin embargo –continuó Jim–, tu enfoque era acertado. Tienes lo que hay que tener. Todo lo que necesitas es formación y experiencia. –Me tendió la mano–. El puesto es tuyo. Tienes una semana para decidir.

En un principio no le creí. Le pregunté si iba en serio, si no tenía que superar una segunda criba.

–Somos una empresa pequeña –dijo–. No perdemos el tiempo. Además, de seleccionar los analistas me encargo yo. No necesito otra opinión.

Me di cuenta de que su mano seguía en el aire, entre nosotros, y, con miedo a que la retirara, acerqué la mía y se la estreché. Apretó con firmeza, parecía querer comunicarme que Underwood Samson tenía el potencial para cambiar mi vida como sin duda había hecho con la suya, y lograr que mis preocupaciones por el dinero y el estatus social pasaran a formar parte de un pasado remoto.

Volví a la residencia –Edwards Hall, se llamaba– esa misma tarde. El cielo estaba de un azul brillante, tan diferente del cielo naranja y grisáceo que tenemos hoy aquí, y sentí que algo me invadía, un sentimiento de orgullo tan intenso que me hizo levantar la cabeza y gritar, para mi sorpresa, y estoy seguro que también para la de otros estudiantes que pasaban por allí: «¡Gracias, Dios!»

Sí, era emocionante. Eso es lo que pienso de Princeton –reconozco que he sido algo prolijo– cuando miro atrás. Princeton lo hizo todo posible para mí. Pero no hizo, no pudo hacer, que me olvidara de cosas como ésta, de cuánto me gusta el té de esta ciudad, mi ciudad, dejado en infusión un buen rato para que adquiera un color oscuro, intenso, y que se convierte en cremoso con la leche fresca y entera. Es estupendo, ¿verdad? Veo que se ha acabado usted el suyo. Permítame que le sirva otra taza.