Introducción
El tiempo, uno de los temas
recurrentes de la gran poesía, de la que ésta se nutre y crece, es también la
medida por la que computamos la estancia en la tierra de los hombres y mujeres
que a aquélla se entregaron, junto con sus posteriores ecos, cuando los hay, y
en su correr se va apreciando quiénes, más allá de la duración física, son los
que quedan para ser leídos por generaciones sucesivas y quiénes se van
oscureciendo hasta el olvido. Luis Cernuda es sin duda de los primeros. Su
poesía ha sido frecuentada, in crescendo, desde la década de los
cincuenta para acá, durante ya más de medio siglo. Poetas españoles de varias
generaciones e intereses bien distintos han ido recalando una y otra vez en su
obra, sin que ninguna promoción poética le haya vuelto la espalda hasta la
fecha. Algo habrá tenido que ver en ello, junto a la calidad intrínseca de sus
páginas, el ejemplo moral de su entrega a la poesía, su independencia, su
radical soledad, su ahondamiento meditativo, la aceptación sin aspavientos de
su sexualidad, su apertura a otras tradiciones más allá de la hispánica.
La vida del poeta Luis Cernuda,
como creador de esa obra admirable, es no sólo atractiva, por encima de la
aparente grisura de sus días profesorales y su acedía y constante aislamiento,
a veces su rechazo de puercoespín a los que querían invadir su ámbito íntimo.
También, sobre todo, es una muestra de fidelidad a la poesía, ejemplo de la
asunción del papel romántico del artista enfrentado con el mundo y de él
enamorado sin embargo –y de los hombres, sus contemporáneos, a los que fustiga
no menos que compadece y ama–. Salvando el tiempo, doblegándolo –muerto, se le
lee más que en vida–, su obra se despliega pensando en los lectores y poetas
futuros: es decir, nosotros, que hoy lo leemos con admiración y queremos saber
más de su vida para mejor apreciar su obra. Es además aquélla eje que recorre
seis décadas de creación e intelectualidad española y europea y americana, un
camino lleno de encrucijadas a las que se asoman otros viajeros y seres
errantes. Siguiéndolo, vemos sucederse uno tras otro movimientos como la poesía
pura y el simbolismo, el clasicismo, el surrealismo, la poesía romántica como
en España no hubo, sin olvidar técnicas como el collage, el monólogo dramático aprendido de la lengua inglesa (en
Browning) o la recreación de nuestra mejor poesía del Siglo de Oro.
Sobre Luis Cernuda hay libros excelentes. A la breve pero útil introducción de Jordi Amat, Fuerza de soledad, hay que unir el catálogo de la exposición Luis Cernuda (1902-1963). Entre la realidad y el deseo, donde diferentes especialistas fueron desgranando los avatares literarios y vitales del poeta, más Álbum redactado por James Valender excelente en tantos aspectos, en el que el tesoro iconográfico, apabullante, no aplasta la aportación biográfica, muy valiosa. En el terreno de la narrativa, por otra parte, está el interesante experimento titulado Apócrifo de Luis Cernuda, de Andrés Sorel, donde Cernda/Albanio es el protagonista de una biografía novelada. Pero más allá de algunos acercamientos tan loables como insuficientes a su persona, aún carecíamos (y esto lo ha señalado toda la crítica desde hace ya varios lustros) de una biografía amplia y detallada de su desarrollo personal y poético y la trabazón de su vida con los mimbres de otras en el conjunto del tiempo que a él le tocó en suerte o en desgracia. Él mismo vio preciso hablar de su propia vida en trabajo tan memorable como «Historial de un libro», en el que viene a pedir disculpas por hablar del hombre que hizo la poesía. Pero, ¿no servirá para apreciar mejor ésta el entendimiento de quien la compuso, el hombre que sufrió las experiencias de las que aquella brota? Cernuda supo que no siempre era visible la conexión entre su poesía y su vida, pero dejó la puerta abierta esa conexión: «al lector corresponde establecerla, si cree que vale la pena y quiere tomarse la molestia».