«Hasta
finales de 1860 fui abogado defensor en Ivrea. Por real decreto del 17 de
diciembre de 1860 me nombraron abogado de oficio en Módena con un sueldo anual
de tres mil liras. Por decreto del 25 de mayo de 1862 fui nombrado fiscal
general del rey en el Tribunal de Apelación de Palermo con un sueldo anual de
cinco mil liras.»
El 1 de
junio de 1862 el Giornale Officiale di
Sicilia daba la noticia: «El abogado Guido Giacosa ha sido nombrado fiscal
general en el Tribunal de Apelación de Palermo con un sueldo de cinco mil
liras». Ese apellido, Giacosa, que en el caso del hijo de Guido, a la sazón
quinceañero, tanto significaría luego para sicilianos como Luigi Capuana,
Giovanni Verga y Federico de Roberto –una amistad sincera y duradera, una
afinidad y solidaridad literarias, un vínculo con las regiones del norte y con
Europa–, para los palermitanos que aquel día leyeron la noticia no era sino el
de otro piamontés que venía a mandar en Sicilia, y con un sueldo de cinco mil
liras al año: un sueldo altísimo, incluso exorbitante, si nos lo imaginamos
dividido en mil monedas de cinco liras, de esas monedas que entonces aún se
llamaban de a doce, pues equivalían a
las de doce tarines, que durante mucho tiempo llevaron grabada la cara nariguda
y morruda de Fernando y en las cuales la de Francisco, más delicada, había
aparecido fugazmente, durante su primer año de reinado, que para su dinastía
fue el último.*
El Giornale Officiale, siempre atento a la
llegada y partida de generales, magistrados y políticos, nada dice en cambio de
la llegada, inmediata al nombramiento, del fiscal Giacosa. Nosotros sabemos a
ciencia cierta que en el mes de julio estaba en Palermo, y bien ambientado,
pues ya se impacienta y se siente a disgusto ante lo que él llama, «el barniz
superficial, el fondo pésimo» que ve en Sicilia. En la larga carta a su mujer
–que, aunque sin fecha, puede datarse por el discurso de Garibaldi en el circo
Guillaume que dice haber oído la tarde anterior– habla precisamente de ese
contraste entre lo aparente y lo real, entre lo real y lo aparente: lo
espléndida y orgullosa que parece «la pobre gente de esta isla» en la que en
realidad «se cometen crímenes horribles» y «hace mucho que no se conoce la
justicia». Es el contraste que ofrece el mismo Garibaldi, cuya lamentable
apariencia física –«tirando a bajo, más pelirrojo que rubio, de andar
desgarbado y voz chillona, y con una pronunciación que acentúa la erre, de
suerte que “a Roma” suena “arroma”»– es capaz de decepcionar hasta a quien no
lo admira, como es el caso del fiscal Giacosa. Entre tanta decepción y tanto
desánimo (empezando por el colegio en el que matricula a su hijo Piero, un
«colegio que aparenta mucho más de lo que es», como demostraba el hecho de que
el muchacho hiciera «progresos de cangrejo» en caligrafía y ortografía),
solamente tenía dos consuelos: la compañía del presidente de la audiencia de lo
criminal, un siciliano enamorado del Piamonte, hombre activo y escrupuloso,
partidario de La Farina y por tanto alejado de Garibaldi, y el saber que dos meses
después tendría vacaciones y él y Piero regresarían al Piamonte. «¡Nos
abrazaremos! ¡No sabes con qué gusto lo digo! Adiós, querida amiga...» Nosotros
sí sabemos con qué gusto lo dice: Guido Giacosa tenía treinta y siete años.
Sin
embargo, las vacaciones en el Piamonte no duraron mucho. Según el Giornale Officiale di Sicilia (que no es
sino el Giornale di Sicilia de hoy,
sólo que sin la oficialidad), el
fiscal Giacosa volvía a Palermo el 16 de septiembre de 1862, a bordo del Elba, un vapor al mando del señor
Michele Schiavo. Y apenas quince días después –el 1 de octubre– se enfrentaba a
una serie de hechos criminales terribles y novedosos que lo tendrían ocupado
más de un año y decidirían su carrera, su vida.
«Una serie
de hechos horribles azotaron anoche la ciudad de Palermo», dice el Giornale Officiale del 2 de octubre. A la misma hora, en varios puntos de la
ciudad casi equidistantes –una estrella de trece puntas en el mapa de Palermo–,
trece personas eran gravemente heridas de arma blanca, casi todas en el bajo
vientre. «Las víctimas describen a los agresores con las mismas señas: todos
vestían igual y tenían parecida estatura, de modo que por un momento se creyó
que se trataba de una sola y misma persona. Afortunadamente...»
Afortunadamente, cerca del palacio de Resuttana, ante cuya puerta, gritando de
dolor y miedo y con el vientre rajado, caía el empleado de aduanas Antonino
Allitto, pasaban en ese momento el teniente Dario Ronchei y los subtenientes
Paolo Pescio y Raffaele Albanese, del 51 regimiento de infantería, quienes, al
acudir y ver huir al agresor, lo persiguieron. A ellos se unieron el capitán de
la policía nacional Nicolò Giordano y el agente Rosario Graziano. No perdieron
de vista al hombre al que perseguían hasta que dobló la esquina del edificio
Lanza, en cuyo bajo había un taller de zapatero que pese a ser casi medianoche
seguía abierto y en el que aún estaban trabajando, quizás en un encargo urgente
para el día siguiente, una boda, un bautizo. Confiando en la solidaridad que no
podía faltarle a un perseguido de la policía, el agresor creyó poder salvarse
en ese establecimiento: entró, derribó del taburete a uno de los que trabajaban
en la mesa y ocupó su puesto como si estuviera trabajando él. Sólo que el
agente Graziano, que entró unos segundos después, se halló ante una situación
aún anormal y al instante comprendió que el hombre al que debían atrapar era el
que menos asombrado se mostraba. Se abalanzó sobre él, lo inmovilizó y lo
entregó al capitán Giordano y a los oficiales, que llegaban entonces. Al
registrarlo le encontraron una navaja afiladísima y ensangrentada. Y poco
después, en el puesto de policía, lo identificaron: Angelo D'Angelo,
palermitano, treinta y ocho años, limpiabotas (oficio al que se había pasado
después de trabajar como mozo de cuerda en la aduana, un oficio más duro).
* Se
refiere a Fernando de Borbón, que fue rey de las Dos Sicilias de 1830 a 1859
ininterrumpidamente, excepto durante la Revolución de 1848. Le sucedió en el
trono su hijo, Francisco II, de 1859 a 1860. A partir de 1862 reinó Victor
Manuel II, de la casa de los Saboya. (N.
del T.)