–¿Te da
miedo?
–Hum. –Y
dice que no con la cabeza.
Pero claro
que le da miedo, no se atreve ni a decirlo. Le sonrío.
–¿Te
duele?
Exhala un
prolongado suspiro antes de contestar.
¿Cómo
quieres que te crea?
–No.
–¿Seguro?
Le sonrío otra vez.
No: que no
le duele.
–Sí.
Por fin se
relaja un poco.
Daria es
muy joven, es la hermana de Luca. En verano le doy clases de italiano. Lleva
días detrás de mí. Hoy he decidido darle gusto.
Su hermano
le ha dejado leer mis relatos. Ella se ha armado de valor y me ha pedido que la
afeite. Dice que no se atreve a hacerlo sola, que le da miedo por si se corta.
A mí me parece que también le da miedo que se lo haga yo.
En casa no
hay nadie. Hoy es sábado. Sus padres están fuera. Podía haber invitado a algún
chico del pueblo, uno de esos con moto que van detrás de ella. Pero me ha
preferido a mí.
Enjuago la
cuchilla.
–¿Está
bastante caliente el agua?
–Sí.
Ya parece
más tranquila, menos tensa. Lo noto por como respira, por como responde su
piel.
Se
resolvió a pedírmelo ayer. Seguro que no pegó ojo en toda la noche. Apuesto a
que lo anota en su diario.
Empiezo a
afeitarla por abajo. El velloncillo de arriba aún no sé si quitárselo. En la
radio de la cadena musical suena una canción estúpida.
–¿La
conoces? –le pregunto sin apartar la mirada de lo que estoy haciendo, como
quien pinta un cuadro.
–¿El qué?
–La
canción.
–Hum.
–Asiente.
–Cántala.
–¡No!
–Va.
Le he
prometido que le haría el completo. Cuando me lo pidió estaba roja. Y aún se
puso más roja cuando le dije que sí. Será que sabía que tendría que ponerse
así.
Lleva una
camiseta que le sienta de maravilla.
–Cántala,
así te olvidas de mí.
–No... que
me da vergüenza...
Se
ruboriza por nada.
La tengo
sentada en la mesa del cuarto de estar, con las piernas abiertas.
Es muy
joven y estoy afeitándole el coño con la espuma y la cuchilla del padre; ella
misma ha ido por ellas al baño.
Le separo
un poco los labios. Paso la cuchilla despacio. Luego la enjuago para ver bien
la zona que le estoy rasurando.
Ella
contiene el aliento y respira cuando sumerjo la cuchilla en la palangana.
Primero le
he hecho la parte derecha. Ahora paso a la izquierda. Le separo el labio otro
poco. No la miro a la cara. Como al descuido paso los dedos por los bordes de
carne húmeda.
Está
mojada.
Y
asustada.
No quiero
que se lo piense, y por eso no la miro a la cara. Soy aséptica, profesional,
quiero que se distraiga. Por la radio suena una música monocorde.
–De verdad
te gusta eso... la música, me refiero...
–¿Eh?
–¿Es que
no puedes olvidarte un momento de lo que hago?
Olvídate
un momento, sí, es muy fácil, y no hay nada de qué avergonzarse. Me mira.
Parece Bambi.
–No te
corto, tranquila.
–Perdona.
–No tienes
que pedirme perdón, sino relajarte. Respira.
Inspira.
Espira.
–Si haces
eso te da una embolia.
Se ríe.
Menos mal. Prosigo.
Se nota
que ha tomado el sol. Tiene la piel preciosa, de color galleta. A ver si la
convenzo y le afeito también el agujero.
–No, esta
no me gusta mucho. Prefiero a Vasco.
¿Y a tu
edad quién no prefiere a Vasco? ¿O a The
Doors, a Pasolini, a Metallica?
Observa
atentamente cuanto hago. He acabado con la parte de abajo.
Le digo
cómo ponerse.
–Junta la
planta de los pies, ¿puedes?
Puede. Qué
flexible. Apuesto a que ha hecho gimnasia artística o algo parecido. Qué gusto
da mirarla. Ahora le embadurno de espuma los lados del pubis.
–¿Te dejo
una tirita guapa o...?
–¿O?
Me capta.
Bien.
–O te lo
hago todo.
–¿Todo?
–Queda muy
bien. A mí me gusta... –Sí, lamer un coñito completamente liso y ver cómo
brillan los humores, la clara de huevo, es lo que no hay.
¿Quieres
tenerlo así?
Acercas la
cara y notas lo terso que está, y cómo se estremece cuando pasas la lengua. Es
como oler una rosa, ¿sabes? Rosa de carpaccio, de carne, de sangre, rosa
obscena que se te abre en plena cara, delante de la nariz. Y que huele mucho,
fortísimo.
No puedes
dejar de besarla, de tocarla.
Parece que
fuera a hablar. Te invita a entrar en ella, a susurrarle cosas.
Palpita,
piensa. Cuando la tocas, notas lo golosa, lo voraz que es; traga de todo,
saliva, chupa, saborea, y deja que te vayas cuando se ha saciado.
Y cuando
también tú estás satisfecha.
Así son
todas. Así es la tuya.
No sé si
ya te has tocado, si te has despatarrado sobre un espejo para ver cómo eres. Yo
lo hice más o menos a tu edad.
Pero no te
lo digo. Me lo callo todo.
Ahora la
braguita de algodón se pega a los labios y me estorba.
–Qué...
curioso... Bonita sensación.
Y si te
depilas todo, enseguida notas cuando se moja.
Como yo
ahora.
Sí. Así es
todo cien veces más intenso. Y si encima lo untas con aceite Baby Johnson, todo
se te desliza dentro.
Se lo
piensa.
–Vale,
todo.
Bingo.
–A lo
mejor te pica un poco, porque aquí el pelo es más duro...
–Vale.
Acerco la
cuchilla.
Ella
contiene la respiración. Los pezones se le marcan en la camiseta. Tiene unas
buenas tetas, y la barriga lisa.
Acabo
pronto. Lo he hecho rápido. Estoy deseando meterme en el baño y secarme con
papel...
Verse el
pubis afeitado se le hace raro. Tiene una raja de lo más escueta. Es como un
fruto bivalvo que hubiera que abrir.
–¿Qué te
parece?
Se mira.
–Extraño.
¿Y a los hombres les gusta?
Ya lo
creo. Les gustaría de todas las maneras. Eres mujer, ya sólo por eso.
–Depende
del hombre.
–¿A los
tuyos les gusta?
–Sí.
A todos.
Siempre me
dicen que soy muy suave.
–Tócate.
Se
enciende.
Yo estoy
secando los bártulos.
¿Qué debo
pensar, dime? ¿Por qué te has puesto colorada? No me refería a eso, ¿qué has
entendido?
–Tócate a
ver si te gusta liso. ¿Qué te parece?
Tapo el
bote de espuma, pongo orden.
Todo muy
concentrada. Oigo el frufrú de la toalla y supongo que está comprobando si la
nueva desnudez le gusta. Me quedo mirándola como si estuviera vestida.
–¿Bonito?
–Pues...
curioso..., ¡sí! ¡Sí! –Busca las bragas.
–Pues
claro...
Se queda
quieta. En el fondo, todo eso la divierte.
–¿Seguimos,
ya que estamos?
–¿Seguir?
–Por
detrás.
...
–Vale.
–Túmbate
boca arriba, levanta las piernas y ábrelas un poco.
Lo hace.
Destapo el
bote, lo agito y le echo espuma entre las nalgas. Menos mal que soy mujer; si
fuera un hombre tendría una erección bien embarazosa.
Da gusto
untarle el arranque del agujero y todo lo que lo rodea. Empiezo de nuevo a
afeitar, perfilo los bordes, lentamente. A lo mejor ni se da cuenta.
Procuro
mantener la calma. Aún no sé lo que espera, si quiere algo en concreto. Si lo
hace porque para ella es normal...
Y no puedo
equivocarme, dar un paso en falso.
¿Qué
quieres, Daria?
Sí, seguro
que ha hecho gimnasia artística. Mantiene las piernas alzadas y tensas, y los
dedos de los pies estirados. Es una bailarina obscena.
Ya le da
menos miedo. Ríe.
–¿A que es
divertido?
–¡Me
siento una tonta!
Un hilillo
de baba delata su excitación. Si supiera cómo estoy yo.
Dos
pasadas más, suaves.
Hecho.
Ahora su
agujero, despejado, respira.
¡Dios, qué
ganas tengo de chuparte!
Le he
quitado todo.
–Listo.
Se queda
quieta un momento; demasiado, algo pasa.
¿Quieres
algo? Dímelo.
¿Quieres
que te bese?
¿Que te
diga lo guapa que eres?
¿Para ti
es normal compartir tu intimidad con las amigas?
No me creo
que sea por eso por lo que no bajas las piernas.
Tus padres
no están. Situación ideal. Aunque siempre podría venir tu hermano.
Enrollo la
toalla y se lo seco rudamente. Ella asoma la manita entre las piernas y se lo
palpa tímidamente.
Seguro que
nunca se ha tocado.
Por fin
baja las piernas, se incorpora y se queda sentada, y con indolencia se pone las
bragas.
Si quieres
algo, has de aprender a pedírmelo. Yo decidiré si hacértelo.
Se mete
las manos bajo los muslos y balancea los pies. Le diré que se pinte las uñas.
–¿Puedo
hacerte una pregunta? –Y agacha la cabeza: seguro que es una pregunta personal.
Espero.
Mira al
suelo.
Una
pregunta muy personal.
...
–¿Qué se
siente... cuando te besan ahí, en ese lugar?
Ahí, en
ese lugar, por llamarlo de alguna manera.
Un lugar
impersonal.
Eso.
Esa raja.
Ahí abajo.
Un lugar
oscuro y sin nombre.
No. Nunca
te has tocado. Y si lo has hecho es porque te lo ha pedido alguien, ¿a que sí?
Lo mío se
llama coño, y es una raja, una entrada que acoge a los curiosos.
Lo mío es
una flor; es una boca; es una concha.
Mi concha
es Ella; femenina.
En
momentos de gran intimidad se vuelve una patata; un tubérculo; tónico, pulposo,
que sacia.
Ella es
muchas cosas buenas.
Está en
medio, en la mitad.
Un punto
preciso; la zona del placer.
Ella es
sexo.
Ella, en
la geografía del cuerpo, está entre las piernas.
En medio. Es
un corte que no duele.
Que se
abre.
No es un
ahí indefinido.
Cuando una
crece, lo sabe.
Cuando una
la conoce, ella se vuelve Aquí.
Mételo
Aquí.
Espera una
respuesta. ¿Lo haces adrede?
–Cuando te
pase, me lo contarás tú misma.
Acabo de
secárselo. Parece decepcionada.
–Sí... Es
que...
–¿Qué?...
¿El sabor?
–Eh...
–Que te lo
diga quien te chupe.
–¿Y si le da asco?
Tranquila,
que no le da asco, te lo aseguro.
–¡Qué va!
Se viste.
–¿Qué
haces esta noche? –me pregunta.
–Salgo con Gianfranco.
–¿El guapo del Volvo?
A veces
muestra una capacidad de síntesis notable.
Sí;
Gianfranco es el guapo del Volvo; mi amigo, la única persona en la que confío.
–Ése.
Va y viene
por la habitación como dudando. Poco cuesta imaginar lo que piensa, lo que
quiere que le diga.
...
–¿Y tú?
¿Qué haces esta noche? –le pregunto
–Hum... No
lo sé...
Yo sí lo
sé.
Le gusta
Gianfranco.
–¿Quieres
venir con nosotros?
–¿Puedo?
Eres
demasiado previsible.
–Sí, creo
que sí. Espera, se lo preguntaré.
Tengo el
número grabado. Seguro que si pasara algo entre vosotros, mi relación con él te
fastidiaría. Eres una cría, y todas las crías son celosas.
O no
todas, sólo las estúpidas.
Mantengo
apretada la tecla y la llamada se efectúa automáticamente. Nos llamamos todos
los días.
Se lo digo
de buenas a primeras.
–Esta
noche tenemos invitada.
–¿Está
buena?
–Sí.
–Muy bien.
Me gusta
porque nunca pone reparos, todo le parece bien.
–¿Vas bien
de tiempo?
–Sí... Me
paso... ¿a las nueve?
Quiere
decir que llegará al menos media hora tarde. Lo conozco.
–¿Reservo
en algún sitio?
–No, ya lo
hago yo. El otro día vi un sitio... Yo me encargo, hasta luego.
–Adiós.
Cuelga.
Daria se queda mirándome.
–Vale. Te
recogemos a las nueve.
–¡Guay! ¿Y
qué me pongo?
Lo que
quieras; cuando se es tan joven, todo sienta bien.
–Nada
especial. Nos vemos luego.
–Vale.
Me estampa
un beso en la cara, me acompaña a la puerta y me despide deprisa. Yo a su edad
también me pasaba horas en el baño, arreglándome. Seguro que corre a su cuarto,
pone la música a tope y se pregunta mil veces cómo irá vestida.
Yo me voy
a casa, a pie, me apetece caminar. Doblo la esquina, me paro, me meto la mano y
despego los labios de la tela bordada. Tengo ganas de tocarme, o algo...
Ver así a
Daria... En fin...
Pero no,
mejor lo dejo para luego, para cuando me duche.
*
Maquillada
como va, aparenta diez años más. Seguro que acaba con el lápiz de ojos corrido.
El carmín de los labios ya se le ha ido, y aunque hace un momento ha ido al
baño del restaurante a ponerse más, a estas alturas se lo ha dejado todo en el
borde de mi copa.
Normal.
También yo
de estudiante me compraba pintalabios baratos. Ahora ya no uso, y menos aún
cuando salgo con un hombre y no es la primera cita.
Hablan
mucho ella y Gianfranco. Yo escucho. Llevan así toda la noche. Yo he dejado que
hablen, sin decir más que lo justo para que Daria se sienta cómoda.
Aunque de
esto ya se encarga él. Sabe cómo hacerlo, qué decir. Sabe que lleva ventaja,
que fascina. Y tiene respuesta para todo, argumentos; y si no sabe algo, hace
preguntas puntuales. Siempre se las ingenia para llevar la conversación a su
terreno.
Le encanta
enseñar. Tiene un poco la manía del maestro, del que quiere hacerte
experimentar cosas que nunca habías sentido. Y Daria es perfecta para eso;
tiene curiosidad.
Ella no le
ha quitado ojo en toda la noche. Y así sigue.
Él se le
ha ido acercando más y más. Y cada dos por tres, mientras le habla, le roza la
mano.
Y ella no
la retira. Ni siquiera se sonroja. Ríe.
Está
relajada.
No sé.
Nunca le he preguntado a nadie cómo me comporto yo en estas ocasiones, si
también agacho la cabeza de esa manera, si enseño tanto el cuello.
Mírala
cómo ríe.
No sé cómo
Gianfranco no le he dado ya un bocado, cómo no la ha probado aún.
¿Cuándo
decidirás que está lo bastante cerca para besarla? ¿Qué le dirás?
Esta noche
Daria está guapísima.
Lleva un
vestidito corto que deja adivinar todo lo que no tiene debajo.
Que dan
ganas de decirle todo lo que uno querría quitarle, todo lo que querría hacerle.
Estamos en
mi casa. Tiene entre las manos mi copa vacía, se retira el pelo tras las
orejas.
A saber lo
que harás naturalmente y lo que tienes estudiado, Daria.
A ratos,
mientras habla, se vuelve y me mira; espera mi aprobación, una sonrisa, unas
palabras.
Pues
claro, te digo lo que quieras.
Aún se
molesta en enviarme señales, en no dejarme del todo fuera. Pero la
conversación, los gestos, las miradas, se acumulan entre ella y Gianfranco. Yo
me quedo educadamente fuera. Miro la hora. Gianfranco sólo la mira a ella.
Decido que
la copa ya lleva vacía bastante rato y hay que llenarla. Decido dejarlos solos.
Gianfranco
está a mitad del ceremonial. Si ahora levantara los párpados lo estropearía
todo.
Los
teléfonos no suenan, el tictac de los relojes no es demasiado fuerte. Todo va
como debe ir.
Ya puede
Daria olvidarse de la copa.
Los dejo
solos en el cuarto de estar, yo me voy a la cocina a hacer cosas poco urgentes,
tareas que podría dejar para mañana; hago que tintineen quedamente copas y
botellas. Apenas los oigo; cuchichean, y al poco ni eso.
Empiezo a
tener calor entre las piernas.
¿Has
cruzado tú las tuyas, Daria? ¿Está ya metiéndote mano? ¿Estás permitiéndoselo?
Él sabe
que te he afeitado. Nosotros nos contamos esas cosas. Mañana me felicitará, y
tú pensarás qué bien has hecho en dejarte depilar hoy.