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Aquella mañana el doctor Juan Manuel
Barrientos no escribió una sola palabra. Tampoco calentó el café que lo
conducía del sueño a la escritura ni puso ningún disco de música coral. Fue,
para él, una mañana extrañamente silenciosa.
Todavía entre sueños, había vuelto a
sentir el beso baboso y maloliente que alguien le había dado en la mejilla.
Tenía en la boca una salivación amarga,
destemplada, cercana a la náusea. Le dolía la cabeza. Le dolía también la
espalda, como si lo hubieran azotado. Y las rodillas.
No recordaba con precisión los
acontecimientos de la noche anterior. Sólo algunas imágenes borrosas e
inconexas. Todos se habían quedado dormidos. Sólo tú permaneciste despierto,
Juan Manuel. De eso te acuerdas. Y de tus cavilaciones solitarias mientras los
demás dormían despatarrados, en cualquier parte, de cualquier manera. Pero
quién sabe cómo llegaste a tu recámara, porque estás en tu recámara, acostado
en tu cama.
Sentía los párpados adheridos a los
ojos, como gasas pegadas a la herida. Los abrió dolorosamente y vio la juntura
luminosa de las dos cortinas. Ya había amanecido. Viernes. Es viernes, Juan
Manuel. Tienes una cita. A las doce. En el centro. Con el tráfico que hay los
viernes. Buscó a tientas sus anteojos en el buró. Ahí estaban, menos mal. Se
los puso. Vio el reloj despertador. Siete y veinticinco. Treinta y dos, pensó,
como si su maestro de primaria le estuviera preguntando las tablas de sumar.
No quería ir. Aunque se hubiera sentido
bien tampoco tendría ganas. No por lo menos las que había expresado el día
anterior, casi con euforia, cuando aceptó el compromiso. Eso era ahora, un
compromiso. Siempre le pasaba lo mismo: primero la pasión y luego el
sacrificio, que es la otra cara de la pasión, la más perfecta.
Desde la cama, marcó el número
telefónico de Antonio. Nadie le respondió.
Le costó trabajo levantarse. Había
dormido poco y estaba crudo. Pero su disciplina pudo más que sus molestias. No
podía cancelar la cita. Además, tenía que pasar antes al instituto, aunque
fuera por un par de horas.
Orinó muy amarillo. Se lavó los dientes
con los ojos cerrados para no verse en el espejo y bebió directamente de la
llave del lavabo toda el agua que le cupo. Ni siquiera hizo el intento de
pedalear los dieciséis minutos de rigor en su bicicleta fija, pero en cambio se
entretuvo en la regadera más tiempo del habitual. Dejó que el chorro de agua
caliente le sirviera de masaje. Se lavó la cabeza minuciosamente, como para
sacarse las espinas que sentía clavadas en las sienes y en la nuca. Se enjuagó
la cara con delicadeza, sobándose los párpados y el pómulo izquierdo, que le
dolía. ¿Quién era? ¿De dónde había salido el tipo ese que le había plantado un
beso en la mejilla? No lo conocía, nunca lo había visto. Se enjabonó el miembro
con extrema consideración, como si intuyera que esa noche, acaso, pudiera
utilizarlo por última vez. Para terminar de bañarse abrió el agua fría con la
intención de recuperar los bríos perdidos y resistió estoicamente el chorro
helado durante unos segundos que le parecieron minutos. Se secó la cabeza y
todo el cuerpo con una energía gimnástica producida por el frío. Tuvo un ataque
de tos que se acercó peligrosamente al vómito. Salió de la regadera. Desempañó
el espejo con una toalla y se encontró, a pesar del baño reparador, con un semblante
lastimoso: los ojos inyectados, los cachetes flácidos, las ojeras oscuras,
crecidas las puntas blancas de la barba. Se rasuró con pulso incierto y se puso
más agua de colonia de la acostumbrada en la cara, en las sienes, en la nuca.
Al despedirse del espejo con una
sonrisa autocompasiva, se le atravesó fugazmente la imagen de Jimena, el mohín
felino de su nariz.
Para contrarrestar su deterioro y de
algún modo recuperar el ánimo perdido, se vistió con esmero y eligió las
prendas que habría de ponerse con un sobreviviente espíritu de jovialidad que,
si lo supieras, en vez de rejuvenecerte, te hace un poco más viejo, Juan
Manuel. Se puso unos jeans, que estaban en su mejor edad —roídos, deslavados—,
unos calcetines de rombos, sus mocasines italianos color vino, una corbata
audaz, cuyos vivos colores destacaban sobre la camisa oscura, y el más ligero
de sus ancestrales sacos de tweed, porque los días, a pesar de su grisura,
estaban calurosos.
¿A quién llamarías si en este mismo
momento te encontraras un cadáver en tu vestidor, Juan Manuel? El cadáver de un
muchacho aquí, al pie de tus trajes ordenadamente colgados con sus
correspondientes fundas de plástico. Un brazo extendido, que todavía parece
pedir auxilio, un hilo de sangre en una de las comisuras de la boca, los ojos
abiertos, perdidos en la nada. ¿A quién acudirías?
Con cierta torpeza, reunió sus efectos
personales, que estaban desperdigados por la habitación: los anteojos, el
reloj, un paliacate rojo, la agenda, las llaves, las plumas. Sacó las tarjetas
de crédito de la cartera y las puso en el buró, para qué arriesgarse: llevaba
suficiente dinero en efectivo y no se sabía los números confidenciales de
memoria, lo que en caso de un asalto podría costarle la vida. Se echó en la
bolsa de la camisa dos tabletas de Melox y en el bolsillo exterior del saco un
habano Montecristo, que en ese momento le dio repulsión pero que después habría
de disfrutar. Sacó de un cajón su ánfora de plata, grabada con sus iniciales,
J.M.B.A., llena de tequila, por si se ofrecía, y se la guardó en la bolsa
trasera del pantalón. El paraguas, con estos tiempos nunca se sabe.
Bajó las escaleras y se encontró con
una estancia en ruinas. No había nadie pero estaban las huellas de todos los
que por ahí habían pasado la noche anterior: vasos sucios, ceniceros
atiborrados de colillas, discos huérfanos. Cerró los ojos. Ojalá venga
Baldomera, pensó.
Así, apenas disimulados los estragos de
la víspera, con todos sus instrumentos distribuidos maniáticamente en sus
correspondientes bolsillos de la camisa, del saco y de los pantalones y
haciendo caso omiso del desastre doméstico, salió de su casa para dirigirse al
instituto. A pesar del buen porte que se había procurado, te ves del carajo,
Juan Manuel, porque la cruda puede curarse pero es imposible disfrazarla.
Antes de subirse a su coche, caminó
hasta el puesto de la esquina, donde se tomó de dos tragos un vaso de jerez
Tres Coronas con un par de yemas de huevo. Se le asentó un poco el estómago,
hasta ese momento todavía indeciso entre el vómito y la asimilación paulatina
del alcohol. Sientes que te sudan los párpados y hasta que te habla la
Virgencita, como dicen los que todas las mañanas inician el ritual de la cura
de la cruda alrededor del puesto de jugo de naranja.
La mañana estaba sucia, como casi todas
las mañanas de la ciudad. El sol no lograba atravesar libremente la nata que se
posaba como una gigantesca cataplasma sobre el valle y apenas podía filtrar,
como de contrabando, unos cuantos rayos de luz que servían para iluminar precisamente
la suciedad del aire, sus esencias tóxicas, sus miasmas, sus miserias. Miles de
automóviles resignados a la lentitud a la que el tráfico los sometía se
enfilaban hacia el sur por el anillo periférico y más, muchos más, se dirigían
—es un decir, porque realmente estaban varados— hacia el norte. Era la hora en
que los niños, con su enorme cargamento de inútiles útiles escolares, entraban
a las escuelas y los empleados llegaban a las oficinas con el reloj checador en
la mirada. Una vez remontado el periférico, ciudad universitaria se apareció, a
esas horas tempranas de la mañana, como una isla de verdor y de luminosidad en
el turbio y agitado mar de la metrópoli.
En el instituto, el doctor Barrientos
no hizo mucho más que cumplir con la disciplina de la puntualidad que él mismo
se había impuesto para evitar sus propias recriminaciones: intentó nuevamente
hablar por teléfono con Antonio, pero fue en vano; desechó la magra
correspondencia, canceló la invitación para asistir al congreso de mexicanistas
en Austin, Texas, y detectó, a pesar de la irritación de los ojos y del dolor
de cabeza, una errata que, como una cagarruta de mosca, ensuciaba la primera
página de un artículo suyo, publicado en la revista del instituto, sobre la
concurrencia de la arquitectura y la poesía en la concepción de los arcos
alegóricos de la Nueva España.
Por tercera vez trató de hablar con
Antonio pero nadie contestó el teléfono.
Para llegar a tiempo a su cita, tuvo
que salir antes de las once, cuando las menguadas labores del instituto apenas
comenzaban a desperezarse según sus horarios de trabajo habituales, tardíos por
las mañanas y prácticamente inexistentes por las tardes. Le dijo a la
secretaria que no regresaría hasta el lunes.
Con tal de no pensar en rutas
alternativas, decidió atravesar la ciudad por Insurgentes. Ni el jerez ni toda
el agua que se había tomado le habían quitado la sed. La circulación era lenta,
pese a no ser la hora de mayor densidad automovilística. Insurgentes se
alargaba en una concatenación cada vez más dramática de ruinas y de
alteraciones arquitectónicas, a las que el doctor Barrientos no podía
acostumbrarse. Los árboles de la zona sur, que protegían los restaurantes y las
boutiques en que se habían convertido las casonas campestres de la primera mitad
del siglo, empezaban a escasear en las proximidades del viaducto. Todavía no
habías tenido ninguna clase de física. Acababas de entrar a secundaria y eras
muy malo para las matemáticas. No sabías mucho de pesos y medidas. Bueno, de
medidas sí. Podías calcular los pasos que había entre la puerta del salón de
clases y el asta bandera, por ejemplo. Y no fallabas por mucho, aunque hacías
un poquito de trampa porque conforme te acercabas al asta dabas pasos más
largos o más cortos para aproximarte lo más posible a tu intuición. Pero cómo
imaginarte un kilo, un kilo así, en abstracto, si un kilo de bronce era tan
chico como una pesa de báscula y un kilo de plumas en cambio tenía que ser
grandísimo, como la almohada larga de la cama de tus papás, y aun así nunca un
kilo de plumas podría pesar lo mismo que un kilo de bronce, pensabas. Y si no
eras capaz de imaginarte un kilo, menos te podías imaginar un gramo. O diez
gramos. Los diez gramos de ropa. Sentado del lado de la ventanilla, esperabas
con ansia que el camión pasara por el cabaré La Fuente, antes del viaducto,
donde te esperaba Ana Bertha Lepe casi desnuda, apenas cubiertos el sexo y los
pezones con una tela ligera hasta la transparencia. Tendría catorce pasos de
estatura si pudieras caminar hacia arriba, como las arañas, por esas piernas
maravillosas, trepar por los muslos, escalar sus pechos descomunales, acercarte
a la carnosidad de sus labios entreabiertos, al brillo de sus ojos incendiados.
La gigantesca imagen ocultaba la fachada completa del edificio de La Fuente y
estaba coronada por un enorme letrero que decía: ANA BERTHA LEPE. DIEZ GRAMOS
DE ROPA. Y el camión pasaba de largo, antes de que tus ojos azorados acabaran
de recorrer la imagen de ese cuerpo monumental que te palpitaba en las sienes,
en el corazón y más abajo, entre las piernas. ¿Cuánto son diez gramos?, le
preguntaste a tu mamá una tarde al regresar de la escuela. Qué telarañas tenías
en la cabeza. ¿Diez gramos de qué?, te preguntó, sin dejar de batir los huevos
para la natilla que estaba preparando. Diez gramos nomás, le dijiste. Son como
tres nueces, te respondió. Y distribuiste las tres nueces en el cuerpo de Ana
Bertha Lepe que todas las noches se presentaba en La Fuente y sentiste que una
tonelada se te erigía en la bragueta. A partir del viaducto privaba el
pavimento y se sucedían construcciones improvisadas, desechables, nacidas
intempestivamente de los terremotos que devastaron la colonia Roma. La
lentitud, el calor que se desataba de pronto, la aglomeración de coches y de
vendedores ambulantes en cada esquina, de impositivos limpiadores de
parabrisas, de payasos sin gracia se sumaban a su malestar y le provocaban tal
irritación que tienes el impulso de abandonar el auto aquí mismo, en el
monumento a Cuauhtémoc, y salir corriendo. Una cerveza, a la sombra de una
palapa, frente al lago Mandinga, en Veracruz. ¡Una cerveza por amor de Dios!
Siguió por Reforma y tomó avenida Juárez. Esqueletos de edificios que en su
tiempo fueron los más opulentos de la ciudad. Terrenos baldíos en la zona de mayor
concentración urbana. Andamios. Zanjas. Alambradas. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora... Dejó su coche en el
estacionamiento de Bellas Artes. Se sintió por un momento liberado de la
prisión del automóvil hasta que se sometió a la masa peatonal que se desplazaba
en todas direcciones. Cruzó el Eje Central Lázaro Cárdenas, que tú prefieres
seguir llamando San Juan de Letrán, y caminó por Tacuba, dio vuelta en Filomeno
Mata, atravesó Cinco de Mayo, a partir de donde la calle empezaba a llamarse
Gante, pasó Madero, Dieciséis de Septiembre y a las doce en punto del día, como
si la cita hubiera sido en Londres y no en México, llegó al Salón La Luz.
Hacía tiempo que no estaba en esa
cantina. Recordabas el lugar remetido en un sótano o por lo menos en un nivel
inferior al de la calle. Lo recordabas oscuro, quién sabe si por la oscuridad
propia del espacio o por el deterioro del recuerdo; masculino, multitudinario y
enrarecido por la clandestinidad que suele tocar las cantinas de un país en el
que la gente puede beber alcohol potable de 96º G.L. pero de botellas envueltas
pudorosamente en bolsas de papel de estraza. El antro se había extrovertido,
quizás desde que las mujeres, no hacía muchos años, habían tenido franco acceso
a las cantinas, hasta entonces reservadas para los hombres. A la manera de los
cafés europeos, había dispuesto sus mesas afuera, en la calle, y las había
protegido con un toldo y cercado con unos gigantescos e inamovibles macetones
rebosantes de helechos.
Aún no habían llegado. Se molestó. A
pesar de sus largas y reiteradas esperas, no podía dejar de ser puntual. Tuvo
el impulso de hacer tiempo en otra parte para llegar cuando ya lo estuvieran
esperando, como convenía a su edad, a su jerarquía y al sacrificio que había
tenido que hacer para cumplir su compromiso en las condiciones lamentables en
que se encontraba. Se contuvo. No quería dar un paso más por el momento y
necesitaba tomarse una cerveza. En la propia jornada de la cantina era
demasiado temprano para todo mundo, aunque las mesas ya ostentaran sus manteles
blancos: no había ningún parroquiano, el piso estaba mojado y los meseros aún
no cumplían sus funciones sino que se ocupaban en acondicionar el lugar y en
preparar la parafernalia del trago. Cortaban limones tequileros en tres tajos,
descabezaban camarones para el caldo, picaban cebollas, descuartizaban pollos
para elaborar la sopa que era la especialidad de la casa desde los tiempos de
don Lencho, que ahí la había concebido y después se la había llevado a La
Providencia, en San Ángel, donde, por cierto, perdió tres dedos de la mano
izquierda en el poco épico ejercicio de rebanar una hogaza de pan de centeno.
Decidió esperar en uno de los equipales
de afuera a que sobreviniera la calma en la tempestad culinaria de adentro para
pedir su cerveza.
Un mesero misericordioso por fin se la
trajo, aunque no estaba suficientemente fría porque el hielo de bloque, que
había dejado su rastro de agua por la calle, acababa de llegar apenas. Aun así
le dio un trago muy largo, tan benéfico como el chorro de la regadera en la
mañana, y sintió un alivio momentáneo, que remató con un eructo suave. Nadie
sabe lo que es realmente una cerveza hasta que la necesita.
¿Dónde estará Antonio? ¿Por qué no me
habrá contestado el teléfono? ¿Se estará negando?
A su lado, transcurría la burocracia
emportafoliada, el comercio panzón, el pueblo oficioso. Un ciego blandía una
sonaja monótona al lado de la cantina. Un niño que vendía billetes de lotería
le suplicó con un lamento la compra de un cachito, ándele, lléveselo, ándele,
no sea malito, ¿ya ve cómo es? Ante su negativa, el muchacho cambió de giro y
le preguntó si no le regalaba pa'un taco, a lo que Barrientos respondió con un
«no» tan tajante como un matamoscas.
Ayer se había reunido con sus
discípulos en Casa Pedro para celebrar el término del curso, que ese semestre
había dedicado a ciertas relaciones entre la literatura barroca y la
arquitectura de la Nueva España.
Le resonaron en la cabeza,
dolorosamente, las carcajadas de la euforia, que las cervezas y los tequilas
instalaron de inmediato en el restaurante. La academia fue desplazada por una
alegría que no obstante siguió nutriéndose de ella en la práctica cada vez más
delirante de referencias cultas, de juegos verbales y hasta de albures
sofisticados, casi indescifrables, en los cuales Gracián o Góngora, Sigüenza o
sor Juana parecían convidados a la misma mesa. Pero la euforia, de la que todos
participaron, no procedía del gusto, sino, en la mejor tradición barroca, de la
necesidad de ocultar la tristeza, de enmascarar el dolor que el fin del curso
propiciaba y que tocaba a todos los alumnos a pesar de sus edades doctorales,
porque usted, doctor Barrientos, anunció su retirada. No continuarías
dirigiendo el seminario, al que habías dedicado los últimos veinticinco años de
tu vida académica. De pronto, en medio de la algarabía de Casa Pedro, se hizo
un silencio sin que nadie lo solicitara, un silencio contagioso, que parecía
preludiar un discurso grave. Las copas estaban servidas en la mesa: oro y
plata, la cerveza y el tequila. Las miradas todas se dirigieron, expectantes, a
ti, Juan Manuel. Le diste un trago largo a tu cerveza, un trago largo y
solemne. Le pusiste sal a una tajada de limón, tomaste el caballito de tequila
con dos dedos, el índice y el pulgar, devotamente. Lo alzaste frente a los
caballitos de tus alumnos, que repitieron cada uno de tus movimientos, y lo
apuraste de un solo trago, hasta el fondo, sin paladearlo, sin entretenerlo en
la lengua, para soltar, después de unos segundos de pasmo, una sonora
exhalación que el limón salado apenas pudo contener. Tras sufrir un ligero
estremecimiento, miraste a tus discípulos uno a uno y con una sonrisa les
dijiste que te quedarías con ellos aunque dejaras tu seminario para siempre: Me
voy pero de algún modo me quedo con ustedes. No sé cómo, pero me quedo con
ustedes. Fue en ese momento cuando aceptaste el compromiso que ahora te ves
precisado a cumplir. Fernando lo propuso y Jimena lo secundó con entusiasmo.
Jimena: el gesto felino que su nariz edita al pronunciar cada palabra, ese
mohín que quisieras fijar, proteger, detener en el tiempo para volver a él
siempre y poseerlo. Ya caída la tarde en aquellos rumbos sureños, de calles de
terracería salpicadas de charcos verdosos, invitaste a tus alumnos a tu casa, a
proseguir la fiesta, tu despedida. Nunca segundas partes fueron buenas: la
ilusión de la continuidad se desvanece con la interrupción, con el trayecto que
se recorre para llegar al sitio alternativo, con la nueva atmósfera —otra luz,
otra temperatura, otra disposición. Pero aun así, les suplicaste que te
acompañaran a tu casa a tomarse la última copa cuando les suspendieron el
servicio en Casa Pedro. Trataste de animar la reunión con tus discos más
sabrosos, con tus boleros más insospechados, pero los ánimos se quedaron en
reposo, somnolientos. Las conversaciones se fragmentaron y las risas dejaron de
ser comunitarias para brotar aisladas aquí y allá sin resolverse nunca en una
carcajada general. El aire se enrareció. Los últimos murmullos se apagaron y en
su lugar asomaron los bostezos mientras Bola de Nieve se desgarraba las
vestiduras en el tocadiscos. Catalina se fue a su casa temprano, con Patricia,
y, para tu pena, Fernando se llevó a Jimena de ese segundo acto que no dio para
un tercero. ¿Qué habría sucedido si Jimena se hubiera quedado sola contigo,
Juan Manuel? A lo mejor te habrías entusiasmado, habrías sacado muchas palabras
de sus escondites, puesto en operación tus consabidos recursos para seducirla y
seguramente habrías acabado por embadurnarle tu tristeza y por decepcionarla.
Además, no habrías podido hacer el amor con ella, estabas borracho y ante su
juventud y su belleza te habrías avergonzado de tu propio cuerpo, de la
flacidez de tus brazos y el volumen informe de tu vientre. Le llevas veinticinco
años por lo menos, los mismos que han pasado desde que te hiciste cargo del
seminario apenas obtuviste tu doctorado, qué barbaridad. Te quedaste solo
mientras los demás, los que habían decidido permanecer en tu casa —Héctor,
Julia, Susana, Antonio por supuesto— dormitaban o musitaban conversaciones
solitarias. Tu nariz absorbía el olor de un puro apagado. Tu lengua apenas
paladeaba el cuarto o quinto whisky sin hielo de los que, ya en tu casa,
sucedieron a los tequilas del restaurante. Tus oídos recibían los acordes a
veces enérgicos hasta el estruendo y a veces sutiles hasta el suspiro del piano
de Bola de Nieve. Tus ojos trepaban por los altos andamios de tus libros. Tu
cuerpo entero se sentía agotado, perdida la euforia del mediodía. Sentiste que
no podías más, que tu disciplina ya no daba para contrarrestar tu abandono y
quisiste claudicar de la vida, jubilado por la vida misma. Estabas exhausto y
ahora ya no sabes si te quedaste dormido tú también cuando apareció ese joven
desconocido, de cabellos sebosos y sonrisa chimuela, entre maléfica e idiota,
que te dio un beso en la mejilla. Tus discípulos dormían en los sillones de la
biblioteca. No recuerdas más. Sí: Antonio se despertó, echó de tu casa al
intruso, que se había servido una cuba sin pedirle permiso a nadie y estaba
orinando en una de las macetas de la terraza. Lo sacó a empellones de tu casa.
Hasta ahí recuerdas.
Un bolero, que llevaba un cajón
multicolor y circense, cuajado de estoperoles, espejitos y fotografías de
luchadores, lo distrajo de sus recuerdos mutilados. ¿Grasa, joven?, te
preguntó, y tú aceptaste sus servicios no tanto porque los requirieran tus
mocasines italianos, sino para ocupar el fastidioso tiempo de la espera.
Deberían haber llegado antes que tú.
Con devota fidelidad al rito, el
bolero, antes de empezar su tarea, dispone sus enseres en el piso con extremado
orden, introduce en los costados de tus zapatos sendos protectores de cuero
para no manchar los calcetines y con el mismo propósito aséptico y
preoperatorio lava con jabonadura espumosa los mocasines para proceder después
a la boleada propiamente dicha, ante tu mirada fija, que sigue el proceso con
expectación litúrgica: la crema color vino, untada con un trapo que el muchacho
se amarra a los dedos hábilmente; el cepillo, que hace su primera incursión en
los zapatos sin sacar el brillo todavía; la grasa neutra, que no se aplica con
un trapo como la crema, sino directamente con los dedos; de nuevo el cepillo,
ahora más vigoroso, como si su intención fuera el masaje de los pies —así al
menos lo sientes, Juan Manuel, agradecido—; el trapo que se desenrolla para
sacar el brillo más reluciente, los cinco rechinidos antes del trapazo suave,
delicado como si de limpiar una joya se tratara, y, por fin, los toquidos
discretos en las suelas salientes, que te avisan que la ceremonia ha concluido.
Te sientes purificado y por un momento
piensas que, de ser menesteroso, el de bolero sería el oficio que menos te
disgustaría realizar, acaso porque en tres minutos puede alcanzarse la perfección,
aunque sea para una causa tan pedestre. Reconoces la feliz precisión de tu
adjetivo con un simulacro de sonrisa y te ves a ti mismo como sacerdote de un
ritual de iniciación, limpiando los zapatos de tus discípulos. Ay, Juan Manuel,
no cabe duda de que la cruda nos vuelve inmensamente humildes.
Le dio el último trago a su cerveza,
apenas protegido por los helechos de las miradas de la gente que a esas horas
tempranas de la tarde pasaba a su lado con ritmo laboral.
Ves tu reloj. Doce y doce, dices entre
recriminatorio y resignado. Veinticuatro. Lo que mal empieza mal acaba. Ya
pasaron los diez minutos de tolerancia. Si no llegan al cuarto, vas a tener que
pedir otra cerveza, que ya estará más fría, aunque violes la primera regla del
juego: no tomar más de una copa en cada cantina para no quedarse en ella junto
con la confesión, el pleito y la reconciliación, estadios por los que atraviesa
el alma embriagada cuando es sometida a permanecer en un solo sitio y no se le
saca a orear. La verdad es que ésta es una disposición que te impones a ti
mismo para no perderte demasiado pronto. Ya se te irá reblandeciendo el rigor
conforme la hora se arrime a las tres de la tarde, cuando al segundo o al
tercer tequila te vayas volviendo condescendiente con los demás y contigo
mismo. La disciplina que pones en práctica todos los días desde las horas más
tempranas de la mañana es un asidero para no precipitarte en el vacío. O quizás
es al revés: la laxitud que vas ganando desde las horas más tempranas de la
tarde responde a la necesidad de romper un poco tu rigidez consustancial.
¿Crees que tu relajamiento vespertino es un premio a tu trabajo matutino o que
éste es un castigo por los desmanes de la víspera?
El recorrido no iba a ser sólo
cantinero ni tampoco sólo arquitectónico, sino una mezcla de ambas cosas, en
correspondencia con la propia personalidad de Juan Manuel Barrientos. Con la
erudición que proveen las bibliotecas y los archivos y con el gusto que forman
las caminatas sin horarios, conocía las calles y las plazas del centro de la
ciudad, sus edificios civiles y religiosos, su historia de desplazamientos, de
superposiciones, de alteraciones aberrantes, de destrucción inconcebible; y
conocía también sus antros, sus cantinas, sus tugurios y los lugares ahora decadentes
que se esforzaban por recuperar su antiguo esplendor. Juan Manuel había
aceptado el compromiso primero con entusiasmo porque era un escenario en el que
podía seguir ejerciendo su ascendencia, más allá del aula, sobre estos
muchachos que le prestaban su juventud y su frescura; luego con temor porque
sabía que la arquitectura se iría mezclando necesariamente con el trago y
conocía los límites, cada vez más estrechos, de su resistencia, y finalmente
con fastidio y con terror porque amaneciste del carajo y sabes que en la
búsqueda del equilibrio y del restablecimiento, paradójicamente, puedes
desbarrancarte. Pero ya no hay marcha atrás, Juan Manuel.
Antonio, su discípulo más aventajado,
el adjunto de su seminario, se había comprometido a organizar el grupo tras la
iniciativa de Fernando y el alborozo de Jimena. Estaba seguro de que habían
quedado en verse el viernes a las doce en el Salón La Luz. Nos vemos mañana a
las doce en el Salón La Luz, le había dicho Antonio anoche, al retirarse de su
casa, después de que echó al intruso y despidió a los demás compañeros que se
habían quedado dormidos. Se acordaba perfectamente.
Volvió a ver su reloj. Doce y quince.
Ni modo, pide otra cerveza, no es culpa tuya.
No echas tanto de menos a Antonio ni a
tus otros alumnos —Fernando, Héctor, Javier—, como a Jimena. Te gusta, te
encanta el gesto felino que sus palabras y su sonrisa le imprimen a su nariz y
te enloquece ese tono ronco de su voz, que quisieras mordisquear. Pero aunque
no te gustara tanto, su compañía te sería absolutamente necesaria. La presencia
de una mujer siempre te resulta fascinante, te modifica la conducta, la
interlocución. Basta con que haya una mujer en cualquier reunión, una sola,
para que sientas el impulso de seducirla, si bien sólo sea verbalmente. Puedes
no dirigirte a ella en tu conversación, pero sin duda, ella, sea quien sea, se
vuelve la destinataria principal de todas tus palabras.
Doce y media. Al darle el último trago
a su segunda cerveza, tuvo la certidumbre de que sus discípulos no llegarían.
Qué desperdicio, dijo, y volvió a sentir el beso baboso y maloliente que se le
había incubado en la mejilla. ¿A quién llamarías si te encontraras con un
cadáver en el vestidor de tu recámara, Juan Manuel? ¿A quién llamarías?
Podía regresar a casa, pero más tardó
en pensarlo que en rechazar la idea: el tráfico, los vasos sucios, los platos
pegosteosos, los ceniceros rebosantes, el olor a puro apagado, porque Baldomera
seguramente no llegó. La tarde en casa se le anunciaba deprimente, somnolienta.
Se dormiría tres horas, se despertaría de pésimo humor, sin ganas de hacer nada
y con una noche insomne por delante. Además, necesitaba un trago fuerte.
Decidió hacer el recorrido él solo. Aunque bien visto no fue una decisión sino
un imperativo que tenía que cumplir inexorablemente: una condena.
No esperó más. Pagó la cuenta. Con sus
cervezas tempraneras en el estómago, cuya efervescencia le rebotaba en la
cabeza, salió de la demarcación vegetal del Salón La Luz esa tarde apenas
estrenada, que milagrosamente se hizo luminosa a pesar de la suciedad del aire;
tan soleada que su paraguas empezó a convertirse, como si sus alumnos lo
siguieran paso a paso, en un señalador profesoral de frisos y cornisas, de
capiteles y arquivoltas, tan pronto se incorporó al trajín de la calle
peatonal, sin rumbo fijo, porque la segunda regla del juego que se había
impuesto consistía en no fijar ningún itinerario previo, no predeterminar el
rumbo de los pasos, respetar sus intuiciones y aun sus tambaleos.