…como la
lechuza,
cuando de
día aparece.
SHAKESPEARE, Enrique VI
El autobús
estaba a punto de arrancar, retumbaba sordamente con repentinos carraspeos y
espasmos. La plaza permanecía en silencio en el gris del alba, hilachas de
niebla entre los campanarios de la
Matrice: sólo el retumbar del autobús y la voz, implorante e irónica, del
vendedor de tortas, «tortas calientes, tortas». El cobrador cerró la puerta, el autobús arrancó con un fragor de
chatarra. La última ojeada que el cobrador echó a la plaza captó al hombre
vestido de oscuro que llegaba corriendo; el cobrador le dijo al conductor «un
momento» y abrió la puerta con el autobús todavía en marcha. Se oyeron dos
estampidos secos: el hombre vestido de oscuro, justo cuando iba a saltar al
estribo, quedó suspendido por un instante, como si una mano invisible le tirase
del pelo; se le cayó la cartera de la mano y, lentamente, se desplomó sobre la
cartera.
El cobrador blasfemó: se le había vuelto la
cara del color del azufre, temblaba. El vendedor de tortas, que estaba a tres
metros del hombre caído, comenzó a alejarse, moviéndose como un cangrejo, hacia
la puerta de la iglesia. En el autobús nadie se movió, el conductor estaba como
petrificado, la mano derecha sobre la palanca del freno y la izquierda sobre el
volante. El cobrador miró a todas aquellas caras que parecían caras de ciegos,
sin mirada; dijo: «le han matado», se quitó la gorra y comenzó a pasarse
frenéticamente la mano por el pelo; volvió a blasfemar.
Los carabinieri
–dijo el conductor–, hay que llamar a los carabinieri.
Se levantó
y abrió la otra puerta.
–Ya voy yo
–le dijo al cobrador.
El
cobrador miraba al muerto y después a los viajeros. Había también mujeres en el
autobús, viejas que todas las mañanas llevaban sacos de tela blanca, pesadísimos,
y cestas llenas de huevos; sus ropas desprendían olor a alholva, a establo, a
leña quemada; acostumbraban a lamentarse y a imprecar, ahora estaban en
silencio, los rostros como desenterrados de un silencio de siglos.
–¿Quién
es? –preguntó el cobrador, señalando al muerto.
Nadie
respondió. El cobrador blasfemó, era un blasfemo famoso entre los viajeros de
aquella línea, blasfemaba con inspiración; ya le habían amenazado con el
despido, pues era tal su afición a la blasfemia que ni hacía caso de la presencia
de curas y monjas en el autobús. Era de la provincia de Siracusa, en materia de
asesinatos tenía poca experiencia: una estúpida provincia, la de Siracusa; por
eso blasfemaba con más furor que de costumbre.
Llegaron
los carabinieri, negra la barba y negro de sueño el brigada. La
aparición de los carabinieri resonó como una alarma en el letargo de los
viajeros: y, por detrás del cobrador, por la otra puerta que el conductor había
dejado abierta, comenzaron a bajarse. Con aparente indolencia, dándose la
vuelta como si buscaran la distancia adecuada para admirar los campanarios, se
alejaban hacia los bordes de la plaza y, después de una última mirada, se
escabullían. El brigada y los carabineros no se apercibían de aquella lenta
fuga dispersa. Alrededor del muerto había ahora unas cincuenta personas, los
obreros de un taller-escuela a quienes les parecía mentira haber encontrado un
argumento tan bueno con el que arrastrar el ocio durante ocho horas. El brigada
ordenó a los carabinieri que despejaran la plaza y que hicieran volver
al autobús a los viajeros; y los carabinieri empezaron a empujar a los
curiosos hacia las calles que daban a la plaza; empujaban y pedían a los
viajeros que fueran a ocupar sus asientos en el autobús. Cuando la plaza se
quedó vacía, vacío quedó también el autobús; sólo el conductor y el cobrador
estaban en él.
–¿Es que
hoy no viajaba nadie? –preguntó el brigada al conductor.
–Alguien
había –contestó el conductor con cara desmemoriada.
–Alguien
–dijo el brigada– quiere decir cuatro, cinco, seis personas: yo no he visto
nunca salir a este autobús con un solo asiento vacío.
–No sé
–dijo el conductor, estrujándose en el esfuerzo por recordar–, no sé: digo
alguien por decir; claro que no eran cinco o seis, eran más, puede que el autobús
estuviera lleno… yo no miro nunca la gente que hay: me coloco en mi sitio y
adelante… Sólo miro a la carretera, me pagan por mirar a la carretera.