[...] El
error estuvo en que la muchacha viajase con pasaporte. Si hubiese aprovechado
los beneficios de la Unión Europea y presentado el carné de identidad, donde la
fecha de nacimiento viene en el reverso, el relajado funcionario habría
comprobado a lo sumo si la hermosa cara que tenía enfrente correspondía a la de
la foto, antes de dejarla pasar en su fluido cuerpo entero hacia las cintas de
recogida de equipaje. Pero en los pasaportes las fechas vienen junto a la foto,
así que al funcionario le saltó a los ojos la cifra 1948
desde la página entreabierta, sonrió por el evidente lapsus propio de un
burócrata semiperiférico y amablemente le aconsejó a la muchacha que, mientras
estuviese en Londres, hiciese corregir en el Consulado aquel 4, que sólo podía
ser un 7 con rayita en el medio, podría necesitarlo para identificarse en un
banco, por ejemplo.
Pero ella, en vez de darle las
gracias y seguir su camino, dijo:
–No. I am she. She is me.
El policía, que no entendía si
aquello era sintaxis deficiente o un concepto críptico, repitió
interrogativamente, con un inglés mejorado: «yo soy ella, ella soy yo»,
observando si la pronunciación aclaraba el concepto. Y después, mirando de
nuevo la fotografía, hizo incluso un chistecito amable, convencido de la
imposibilidad de que ella no fuese quien era:
–Of course you are yourself. I understand.
Pero que, de todos modos, hiciera
corregir la fecha.
Mientras tanto, la impenitente
muchacha había sacado del bolso el carné de identidad con la misma fecha de
nacimiento y todos los nombres coincidentes.
–You see?
El hombre vio, esta vez no le
gustó, y fue entonces cuando empezó a desconfiar. Lo cual, en el caso de los
ingleses, se transforma rápidamente en un proceso irreversible, como un
mecanismo de poleas en marcha. Todo el mundo es de confianza hasta que no se
sospeche lo contrario. Excepto, claro, los negros, los irlandeses, los
sudamericanos, los bosnios y ahora, sobre todo, los islamistas, pero ella no
parecía pertenecer a ninguna de esas u otras categorías dudosas, incluso usaba
vaqueros claros de corte italiano, camiseta y blazer, como una cosmopolita Miss medio
rubia y discretamente sofisticada. El funcionario le dijo que esperase un
momento y anotó su nombre en el formulario correspondiente, suprimiendo todas
las palabras que había entre el primer nombre y el último apellido, no eran más
que extranjerismos innecesarios.
A partir de ese momento todo
transcurrió con una corrección gélida, y comenzaron a tratarla de Madam en cada frase. Otro policía y dos
empleadas sargentonas la acompañaron a una pequeña sala de interrogatorios
revestida de madera blanca con agujeritos, donde había una mesa con tres sillas
en un lado, para ellos, y una en el lado opuesto, para ella, y un
teléfono en un rincón. Le ordenaron que escribiese su dirección en un
formulario. ¿Y su dirección en Londres? No estaba segura, pensaba alojarse en
un hotel. ¿Cuál? Aún no lo sabía, tenía una guía de Londres, siempre prefería
ir a ver antes de decidirse, traía poco equipaje. ¿Era estudiante? Ah,
periodista. Hum. ¿Carné profesional? Oh, no lo he traído, no venía a trabajar. I see. Le pidieron el resguardo de
equipaje para que fuesen a buscarlo, le preguntaron una vez más cuál era el
motivo del viaje, insistieron en que era muy extraño que no supiese en qué hotel
iba a alojarse, en ese caso debía de conocer Londres muy bien, oh, sí, claro,
era la primera vez que venía a Londres pero se fijaría en la guía, of course, of course, entonces qué
países había visitado recientemente, cuánto dinero tenía, tarjetas de crédito,
todo ello como si fuesen sordos y no hubiesen oído sus respuestas anteriores a
preguntas idénticas, mientras el pasaporte y el carné de identidad pasaban de
mano en mano para ser comparados el uno con el otro y ambos con ella.
–So, how old are you, Ma'am?
–Twenty-six.
–But your documents say fifty six, Ma'am. How do you account for that?
¡Qué sabía ella! Si los documentos
lo decían era porque tenía cincuenta y seis, ciento seis, lo que quisieran. Le
era indiferente, los ingleses eran unos suspicaces, siempre se lo habían dicho.
Lo mejor era decir lo que querían que dijese.
–Yes, I am fifty six.
En un tono agresivo. Y ahora, ¿ya
podía irse?
–Not so fast, Ma'am.
Vaciaron su bolso sobre la mesa:
agenda, móvil, perfume, pintalabios, pañuelo, billetero con euros, sobre con
libras, las tarjetas de crédito ya mencionadas. Una de las sargentonas comenzó
a hojear la agenda. ¿Por qué no había una sola dirección inglesa? Sí, of course, ya lo había dicho, porque venía a hacer turismo sola y no
tenía hotel, en una ciudad donde no conocía a nadie y nunca había estado antes.
Totalmente normal. Pero ¿estaba realmente segura de que no conocía a nadie en
Londres? Ella respondió otra vez que sí, que estaba segura, pero a continuación
dijo que no, había olvidado que tenía el contacto de una persona. Well, ¿entonces conocía a alguien o no?
Los otros dos revisaron la maleta, que había llegado mientras tanto, sin saber
lo que buscaban ni cómo encontrar lo que desconocían, presas de una frustración
creciente. Todo parecía auténtico menos ella. De ahí que la situación exigiese
medidas drásticas: ¿tenía alguna objeción a que le practicasen un body search? Ella no sabía a ciencia cierta de qué se trataba, pero,
tras ver la cara que ponían, preguntó de qué la acusaban, lo cual hizo que
vacilasen por un instante.
–We have our reasons –dijo uno
de ellos.
Teniendo o no sus razones, la
pregunta ingenuamente legalista desencadenó pavlovianamente la respuesta
estatutaria: tenía derecho a hacer una llamada telefónica. ¿Sabía el número de
esa persona que conocía en Londres?, preguntó la de la agenda. Sí, creía que
sí. Debía de estar ahí mismo, en la agenda, se acordaba de haberlo anotado en
alguna parte. Sólo un nombre y el número de teléfono, no tenía la dirección.
Que comprobasen si se encontraba al principio o al final de la agenda, please,
no debía de respetar el orden alfabético, había sido una anotación de última
hora, no tenía intención de usarla, ahora se acordaba de que tal vez estuviese
en la última página.
–Oh, doctor Shosse
Vaiana. But he's known to us!
Dado que lo conocían, ellos mismos
hicieron la llamada, no era la costumbre en casos semejantes, pero estaban
deseando zanjar aquella situación disparatada. Estaba claro que aquella
muchacha no podía tener cincuenta y seis años. Estaba claro que en Portugal le
habían puesto la cifra equivocada en uno de los documentos, y que éste había
servido de base para el otro. Sin embargo, ella misma no había dado una
explicación satisfactoria del error, ni reconocido al menos que había habido un
error, incluso había confirmado la edad imposible como si ellos fuesen
estúpidos, al fin y al cabo había mentido a la policía de Su Majestad
Británica. Hoy en día, con el terrorismo por un lado y las drogas y el tráfico
sexual por el otro, las situaciones de ese tipo debían ser investigadas. Para
colmo, ni siquiera sabía dónde iba a alojarse en Londres.
José Viana llegó poco más de media
hora después, un tiempo récord incluso en domingo.
Le explicaron el problema en los
términos jurídicos correspondientes y lo llevaron a la sala; sabía por
experiencia que estaba provista de micrófonos ocultos para poder escucharlo
todo en la sala contigua, donde seguramente ya había un intérprete con los
auriculares puestos.
–This is Miss Martha Barnardo, Sir.
–¡Marta!
El asombro de José Viana se debía
a que era ella pero no podía serlo. Aquélla era la joven a la que había
conocido y amado treinta años atrás, pero con la edad que tenía entonces, no
con la que debería tener ahora para poder ser la misma persona que había dejado
en Lisboa, la que tendría que haberse reunido con él pero nunca lo hizo, la
presuntamente presa, desaparecida, muerta. José Viana la miraba muy atento como
queriendo recordar, era imposible que la memoria lo engañase. No sólo el nombre
era el mismo; ésta era quien la otra había sido. Pero le hablaba como si nunca
lo hubiese visto, agradeciéndole que hubiese llegado tan deprisa, sin
explicarle cómo había obtenido sus datos, que, en cualquier caso, su perdida
Marta no habría podido poseer. Estaba demasiado azorada como para interesarse
por algo que no fuese su problema inmediato. Al poco, ella le formuló la
pregunta que, profesionalmente, él ya estaba esperando: qué debía decirle a la
policía. A lo que él respondió, recuperando su mejor tono de abogado honesto,
que la verdad, sólo la verdad, pues podía depositar toda su confianza en la
policía inglesa. Era lo que siempre quería que los intérpretes dijesen que él
había dicho. Ella insistió entonces en que desde el principio había dicho la
verdad, los documentos eran auténticos, lo que no entendía era por qué no
creían en ella. ¿O era un delito ser quien era?
–¿Y el 4 y el 7?
–¿Qué?