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Supo que había sentido miedo cuando miró hacia atrás sin que
ninguna causa lo justificara. Ninguna sombra, ningún ruido, ningún olor turbaba
la placidez de su paseo, pero algo que no sabía definir la había asustado y le
había hecho volver la cabeza. Solos por el bosque, un lobo acecha siempre en el
horizonte, pensó, sorprendida de su propio recelo. Era la primera vez que
aquello le ocurría en sus caminatas por El Paternóster. Conocía bien esa zona
de la Reserva y aunque había sufrido en ella pequeños incidentes —el fuego que
a punto estuvo de escapárseles de las manos a ella y a Marcos un día de viento,
la herida en la pierna que le produjo una caída, el descubrimiento de un ciervo
ahorcado y de un perro que le lamía el semen—, todos habían sido fruto de la
casualidad, la imprudencia o la brutalidad de las costumbres, nunca de una
voluntad ajena y decidida a hacer daño. De modo que detuvo sus pasos, respiró
hondo durante medio minuto, escuchó el profundo silencio que acuchillaba el
bosque y habló en voz alta por primera vez desde que una hora y media antes
saliera caminando del hotel:
—No hay nada, no hay nadie. No hay nada que temer.
Su voz le sonó poco convincente. Advirtió sorprendida que el
corazón le latía más deprisa y que la palabra miedo se instalaba en su cabeza,
como un inquilino indeseable al que no lograba desalojar. Recordó lo que tres
semanas antes había escrito en su diario: «Pero el miedo no es un sentimiento
inocente», y supo que en la soledad del bosque no le resultaría fácil
expulsarlo.
Había iniciado la marcha después del desayuno, con el tiempo
programado para subir hasta las cornisas de las pinturas rupestres del Yunque,
tomar allí la comida fría que le habían preparado en el hotel y que llevaba en
la pequeña mochila y estudiar los últimos detalles que aún necesitaba para
completar sus cuadros. Antes de regresar tendría tiempo todavía para pensar en
su relación con Marcos, serenamente, ante aquel horizonte irrepetible donde se
podía creer que no existen los ríos contaminados ni hay humo negro en el cielo
ni basuras ensuciando los campos. Se había calzado las cómodas botas de
goretex, se había vestido el pantalón de loneta, una camisa clara de corte
masculino y una gorra, y había comenzado a caminar. Todo estaba tan bien como
otras veces, así que ahora no podía dejarse influir por aquel absurdo temor.
Aunque en medio del bosque y en completa soledad puede aparecer el miedo, ella
era una chica fuerte, se dijo, independiente, que vivía sola en Madrid desde la
muerte de su padre y abría la puerta sin preguntar antes quién llamaba, que
había demostrado ser inmune a esa pusilanimidad de dobles cerrojos y temor a
las sombras, de miradas de desconfianza y de derrota de muchas mujeres que
pensaban que el timbre de la puerta sólo suena para anunciar amenazas. Llevaba
más de noventa minutos de marcha y podría regresar sin arrepentirse demasiado,
pero de algún modo adivinaba que si retrocedía en ese momento hacia el hotel,
ya nunca más se atrevería a salir sola a caminar, porque sabía de la maldad con
que a menudo actúa la memoria. Se ajustó sobre los hombros los tirantes de la
pequeña mochila, bebió un poco de agua de la cantimplora y reemprendió la
marcha con paso decidido.
Cinco minutos más tarde, el camino, hasta entonces una pista
forestal por la que podían circular vehículos, desembocó en un claro. A partir
de allí se bifurcaba en dos vías. La de la izquierda, más ancha, bajaba hacia
el pantano. Sin detenerse tomó la de la derecha, que ascendía a las cuevas con
las pinturas. Al salir del claro y reanudar el paso por el sendero estrecho y
empinado volvió a notar en la nuca la sensación de silencio, como si alguien la
observara desde muy cerca para confirmar que tomaba el camino que desde que
salió del hotel había previsto. De nuevo volvió a dudar si debía regresar y de
nuevo apretó el paso hacia arriba, aun sabiendo que a partir de allí ya era muy
improbable que se cruzase con alguien, que muy poca gente y en contadas
ocasiones tomaba aquella vereda difícil y solitaria, porque preferían merodear
por las navas y colinas para contemplar la abundante caza mayor de la Reserva
que pacía por las cercanías del pantano y se dejaba fotografiar desde lejos,
casi doméstica, sin asustarse demasiado. Una gota de sudor le cayó por la
frente y se deslizó entre sus cejas buscando la nariz. Se la limpió con la
manga y, sin saber por qué, quizá para observar la posición del sol, miró hacia
el cielo. Bajo el limpio azul de la mañana dos milanos planeaban muy altos en
el aire, lentos y satisfechos, digiriendo la caza de ratones o serpientes o
carroña que ya habrían hecho al amanecer. Siempre la había sorprendido y
admirado la riqueza y variedad de aves —el milano con cola de pez y falsa
indolencia, el águila tripona y mayestática, el pulcro alimoche con una
servilleta blanca al cuello, la esquiva cigüeña negra con el pico lleno de
ranas, el buitre que hace de cada carroña un festín lujurioso e higiénico, el
halcón de hierro que siempre ataca el cráneo de sus víctimas, la urraca
insolente, el azor silencioso cortando el tul del cielo con la afilada tijera
de sus alas, la oropéndola que agita una campanilla en su garganta, la perdiz
que mueve sus alas a chasquidos, como si al volar se le rompieran los
huesos...— que allí encontraba, mucho más que la flora o los animales de tierra.
Siempre las había considerado la mejor prueba de que aquella comarca se
conservaba pura, limpia a pesar de todo, incontaminada. A las aves nadie podía
acotarlas en el cielo y si permanecían en El Paternóster era porque encontraban
un hábitat que en otros lugares había desaparecido. Se podía crear
artificialmente una reserva para los jabalíes o los ciervos cerrando un espacio
con alambre, pero nadie podía acotar una zona en el aire donde vivieran y se
reprodujeran las rapaces. Por suerte, pensó, todavía no era tan conocida que se
llenara cada domingo de excursionistas, aunque en aquel momento seguía
sintiéndose inquieta y le hubiera gustado oír unas voces cerca, gritos de
niños, risas, incluso el borboteo de una radio transmitiendo un partido de
fútbol. Había oído decir que la Reserva estaba a punto de ser declarada parque
natural o algo parecido, y se preguntó si entre las futuras ventajas se
mantendría aquel privilegio de caminar por los senderos, sola y libre, sin
excesivas trabas ni rutas impuestas. Oyó un pequeño ruido a sus espaldas, como
el chasquido de una ramita seca al romperse, y sintió renacer el miedo, pero se
repitió que tampoco aquello era un motivo para creer en el peligro. Al
contrario, el bosque se volvía amenazador cuando lo envolvía un silencio total,
no cuando se llenaba de sonidos. Tenía de nuevo seca la garganta y se detuvo
para beber otro trago de la cantimplora anatómica que llevaba colgada al
cinturón, adaptada a la forma de la cadera. El agua aún fresca y agradable se
deslizó por su garganta arrastrando las partículas de polvo tragadas en la
caminata. De los prodigios del bosque aquél era sin duda el mejor: la
sensibilización de todos los sentidos aletargados en la ciudad, la consciencia
de todas las partes de su cuerpo, aun las más íntimas o pequeñas. Mientras
cerraba la cantimplora recordó que en ningún otro sitio había gozado tanto
haciendo el amor como en mitad del bosque, sobre la hierba o en la tienda
plantada junto a cualquier recóndito brazo del pantano donde se bañaba desnuda
al terminar, cada poro erguido como un volcán sintiendo el contraste del agua
fresca. Se acordó de él, de su negativa a acompañarla aquel fin de semana para
hablar ellos dos solos de todo lo que no funcionaba, sin hacerse reproches, sin
pedir consuelo. Agachó la cabeza para colgar la cantimplora en el cinturón y al
levantarla vio la figura surgida del horror que se abalanzaba hacia ella con un
cuchillo en la mano, una de esas oscuras navajas de pastor que siempre parecen
recién afiladas sobre una piedra de granito y que al cabo del tiempo pierden la
línea recta de su filo para ahondarse allí donde han tenido más uso,
adquiriendo así una terrible eficacia para hacer daño. Dio un grito e intentó
defenderse levantando los antebrazos. El dolor en la muñeca le llegó a la
cabeza una décima de segundo antes que el dolor en el pecho izquierdo, donde
sintió con nitidez cómo se clavaba el acero rasgando la carne tierna y
esponjosa. La navaja salió de su pecho para tomar empuje y buscar la base del
cuello. Estremecida por un escalofrío de angustia y de dentera, oyó el roce del
metal contra los tendones y cartílagos de la tráquea y notó cómo unos hilos se
le cortaban dentro, al tiempo que su segundo grito quedaba convertido en un
gorgoteo animal. La sorprendió el calor que la inundaba, humedeciendo la piel
de su pecho y abrasando su garganta como si hubiera tomado algo muy caliente y
viscoso que le provocaba unos irresistibles deseos de vomitar. Entonces supo
que iba a morir y que lo había sabido desde que abandonó el claro y tomó el
sendero hacia las cuevas. Estiró los brazos hacia su verdugo y le agarró la
ropa con sus últimas fuerzas, aunque de aquel modo dejaba definitivamente al
descubierto su pecho para nuevas heridas del cuchillo. El pinchazo del alfiler
en el dedo corazón le hizo daño y, sin saber por qué, lo apretó aún más, como
si aquel dolor pequeño y tan definido pudiera hacerle olvidar el dolor de la
garganta. Sintió que caía hacia atrás y que se iba hundiendo en un río
escarlata hasta no sentir nada.
Había oído un disparo aquella mañana y desde que vivía en el
bosque sabía que los disparos eran sinónimo de sangre. Dentro de su madriguera
había escuchado también el grito de una mujer y, un poco más tarde, alejándose,
el ruido entrecortado de aquella máquina en la que se subían los humanos. Luego
se quedó quieta, comprobando el silencio, la ausencia de toda vibración en la
superficie de la tierra. Durante varias horas permaneció inmóvil en su
oscuridad, resistiendo el hambre que le producía saber que no muy lejos de allí
había carne.
La rata asomó por la hura el hocico negro, espiando el
paisaje solitario que contemplaban sus pupilas diminutas. Todo seguía en su
sitio, los árboles y el sol, los insectos y el polvo. Avanzó un paso hacia
fuera y levantó la cabeza. Hasta su nariz llegó el levísimo y perfumado olor a
sangre con el que había estado soñando desde que oyó los disparos. Sin embargo,
todavía no se decidió a avanzar. Le llegaba con nitidez un eco de voces humanas
que debían de estar más abajo, en el claro del bosque, pero desde aquella
distancia no la inquietaban demasiado. Al hombre le temía por las máquinas de
matar que utilizaba, no por su presencia. Desarmado era el depredador más torpe
de todos los depredadores, con una vista de topo, un olfato muy corto y una
ridícula lentitud en sus movimientos. Recordó un perro de la ciudad donde había
vivido: siempre era más rápido que sus congéneres, a las que desnucaba de un
golpe seco contra el suelo. Luego, ni siquiera se las comía. Mientras los
hombres del claro no la descubrieran no tendría por qué preocuparse.
Volvió a observar alrededor y luego miró al cielo. Allí
estaban sus principales enemigos, el buitre puntual con los cadáveres y las
rapaces siempre hambrientas. Sin embargo, nada volaba arriba. Con un impulso
decidido salió de la madriguera y se deslizó hasta el tronco de un pino. No
podía esperar a la noche. Como ella, una legión de depredadores nocturnos
habrían escuchado el disparo y olido la sangre y estarían en sus refugios
esperando la llegada de la oscuridad para abalanzarse sobre los restos de la
presa o sobre los animales más pequeños que acudirían a su reclamo.
Una ráfaga de brisa le trajo el olor con mayor intensidad.
Ahora venía mezclado con un aroma a mil flores que ya había olfateado en algunas
de las ropas y en restos que abandonaban los humanos en su paso por el bosque.
Volvió a mirar hacia el cielo antes de acercarse con una rápida carrera a la
comida. Se agazapó entre unas jaras y observó. Allí estaba el cuerpo, grande y
tierno, suficiente para alimentarla durante todo un año si no fuera porque los
cadáveres de los humanos se descomponían con excesiva rapidez, exhalando un
tufo que ni ellas mismas eran capaces de soportar. Ninguna palpitación delataba
la presencia de vida, no podía ser una trampa. Las moscas, las mejores
emisarias de la muerte, ya estaban procreando sobre sus labios. Ante la visión
de la comida y el intenso olor a sangre, el hambre se le hizo insoportable.
Confiada, avanzó hasta el cuerpo y dio una vuelta a su alrededor, estremecida
de gula y de placer, como un mendigo invitado a comer a palacio que ante la
visión de tantos manjares no supiera por dónde comenzar.
Se alzó sobre sus patas traseras y apoyó las manos sobre la
frente del cadáver, hasta que los pelos de su bigote rozaron las pupilas frías
y dilatadas por el espanto, pero se retiró enseguida, asustada por la
insoportable fijeza de de aquellos ojos abiertos tan cerca de los suyos. Sobre
la piel quedó la huella de tierra de sus tres diminutos dedos.
Agazapada junto al cuello volvió a espiar alrededor,
temerosa de la llegada de rivales más fuertes. Segura entonces de que aquel
botín no tenía que compartirlo aún con nadie, corrió hasta los pies. Se detuvo
junto a la suela y despreció el olor a lagartijas que desprendía. Trepó a una
de las botas y desde allí contempló la perspectiva del inmenso cuerpo que tenía
para ella sola. Si pudiera, lo arrastraría hasta esconderlo en su madriguera.
Durante un segundo envidió a las hormigas, no por su fuerza, sino por su tenaz
y organizado trabajo en grupo para llenar sus despensas. Pero aquél era un
atributo de su raza, la feroz lucha entre sí para arrebatarse el territorio y
la comida. De un brinco saltó hasta las rodillas y avanzó lentamente sintiendo
bajo sus patas los muslos tersos y carnosos que ya hubiera mordido si no se lo
impidiera la fuerte tela de loneta. Un olor a orín tiró de ella hacia arriba.
Avanzó unos pasos y olisqueó la entrepierna, donde una mancha oscura le acentuó
la salivación. Lamió la humedad del pantalón y rozó la panza contra él,
borracha de placer. Luego continuó su recorrido. Llegó hasta el pecho, empapó
su hocico en la sangre de la primera herida y levantó la cabeza saboreándola.
Era menos densa que la de los ciervos, más dulce. Iba a comenzar su festín cuando
vio el cuchillo clavado en el cuello, un poco más arriba. Ciega de deseo, sin
mirar nada más, sin atender otra llamada que la desordenada voz de su barriga,
hundió los dientes afilados en la carne desgarrada junto al acero y mordió un
pequeño trozo. Nunca había comido una carne tan suave, tan tierna. Tragó sin
masticar y volvió a desgarrar como un carnívoro, apoyándose en las
ensangrentadas patas delanteras para arrancar mejor su comida. Todo aquello era
suyo, su descubrimiento y su propiedad. Sintió un odio de glotón contra las
moscas que se posaban en las heridas para robarle su minúscula ración de
alimento. Entonces escuchó los pasos que venían hacia allí y, sin dejar de
masticar, se irguió sobre las patas posteriores. Desde que salió de la
madriguera había oído sus voces, lejanas, pero ahora uno de ellos se estaba
acercando. Vio la figura inmensa y enemiga que dudaba en su trayectoria y se
detenía con la cabeza agachada, tal vez buscando también algo con que
alimentarse, pero luego miró al frente y continuó avanzando. Ya no cabía duda:
venía hacia ella y la obligaría a huir y abandonar su festín. Siempre era lo
mismo. Como la lucha por el alimento, aquél era el permanente destino de su
raza: tocar el paraíso para ser expulsadas inmediatamente de él; querer ser
como las águilas y vivir como los topos. Mordió con avidez dos pedazos y llenó
con ellos las bolsas interiores de sus mejillas. Luego, con los carrillos
hinchados, dio un brinco y corrió a esconderse de nuevo bajo la tierra.
El grupo de muchachos de doce a catorce años llegó al claro
con las bicicletas de montaña. Allí se detuvieron, las dejaron tiradas en la
tierra sedienta tras cuatro años de sequía y entre risas y exclamaciones
buscaron la sombra de los pinos para comer los bocadillos que traían en sus
pequeñas mochilas multicolores. A esas alturas de octubre quedaban pocas tardes
largas para hacer una excursión así por el monte. Comieron entre bromas y
bebieron —disimulando el desagrado— un vino duro como madera que uno de ellos
había sustraído de su casa. Al terminar la merienda alguien sacó un paquete de
cigarrillos y algunos fumaron reteniendo la tos en la garganta. Durante unos
minutos discutieron sobre la posibilidad de reemprender enseguida la marcha
para intentar llegar a las cuevas o esperar un tiempo para digerir la comida. Y
como en igualdad de condiciones siempre triunfaba la pereza, los más diligentes
aceptaron media hora de descanso para dedicarla a esas diversiones de la
infancia donde tan a menudo se mezcla y confunde la crueldad con el juego.
Sacaron un tubo de pegamento que llevaban para arreglar los pinchazos y tres de
ellos fueron a buscar dos palos que terminaran en horquilla. Otros despejaron
de hierbas y piedras un círculo de medio metro de radio que rodearon con pasto
y palitos secos.
Sólo entonces se dispersaron alrededor para buscar los
escorpiones bajo las piedras. Era una hora temprana de la tarde, un buen
momento para descubrirlos, pero también el más arriesgado en el caso de que
alguien sufriera una picadura, porque con el calor aumentaba la virulencia del
veneno. Poco después trajeron los dos primeros alacranes metidos en dos jarros
de cristal y los arrojaron dentro del círculo. Los escorpiones, más asustados
que enfurecidos, iniciaron una loca carrera para salir de la pista, limpia de
piedras y de hierbas, donde les era imposible encontrar una sombra o un refugio
frente a aquellas inmensas figuras que los miraban desde lo alto. Sus intentos
de huir eran infructuosos, porque con los palos ahorquillados los devolvían una
y otra vez al centro del círculo. Además, uno de los muchachos prendió fuego —a
pesar de la expresa prohibición de las señales— a la pequeña barrera de pasto y
ramitas secas que habían hecho alrededor. Asustados por el humo, los animales
se quedaron quietos, en actitud engañosamente sumisa. Bajo aquella inmovilidad
era fácil adivinar que todo su sistema de vísceras y glándulas estaba
trabajando de forma frenética para estimular y producir mayores dosis de
veneno.
Era el momento de comenzar el juego. Los dos chicos que
tenían los palos inmovilizaron a los escorpiones contra el suelo sujetándolos
con las horquillas. Un tercero destapó el tubo de pegamento y con todo cuidado
—pero con una precisión y un pulso que indicaban que no era la primera vez que
lo hacía— les puso en el afilado y curvo aguijón una gota de cola que no tardó
en solidificarse. Levantaron los palos y los dejaron libres. Los animales
permanecieron en aquella quietud de araña, calculando qué estrategia era
necesaria, todavía asustados por los movimientos de aquellas figuras gigantes y
por el olor a quemado que salía de la barrera del círculo, pero sin duda
confiando en el poder de su veneno y en la inquebrantable decisión de su
carácter. El muchacho que había usado el pegamento acercó entonces la mano
hacia ellos. Los dos escorpiones se pusieron en formación de defensa, aguijón
junto a aguijón, para cubrirse las espaldas contra un enemigo inmenso y
sustentado por huesos y tendones mil veces más poderosos que su frágil
caparazón. Cuando el dedo llegó junto a ellos levantaron el vientre del suelo y
lanzaron contra él los aguijones, que, como esos peculiares garrotes de algunos
pastores que terminan en una pesada bola, no podían herir como aguja y sólo
golpear como un diminuto puño. Golpearon varias veces contra el dedo, entre las
risas nerviosas que venían de lo alto, antes de detenerse a descansar,
desconcertados por la dura protuberancia que estorbaba en su telson. Otros
muchachos se atrevieron entonces a excitarlos con el dedo, a jalearlos, a desafiarlos
hasta que estuvieron exhaustos, uno junto a otro, conscientes ya de la burla a
la que habían sido sometidos. Dos chicos los cogieron en la palma de la mano,
los acercaron a su rostro y luego los dejaron caer contra la tierra para
reventarlos de un pisotón. No satisfechos todavía con el juego, como si se
hubieran enfrentado a dos adversarios poco fieros, fueron a buscar bajo las
piedras a otra pareja. Se dispersaron alrededor del claro y dos minutos más
tarde resonó el grito de uno de ellos y la precipitada carrera hacia el refugio
contra el miedo que siempre otorga el grupo. Los demás pensaron que le habrían
picado al introducir la mano bajo una piedra, pero al llegar junto a ellos
dijo:
—Hay una mujer muerta.
Estaba tan pálido que todos supieron que no era una broma.
Luego, llevándose una mano al cuello, explicó:
—Tiene un cuchillo clavado en la garganta.