El hijo del coronel
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I

Un bikini amarillo<= /span>

 

 

Nos llevar&aacu= te;n las ondas. Nos llevarán las ondas…

Nos llevar&aacu= te;n las ondas no con bolsas repletas,

no con sacos de o= ro ni tanques ni aviones.

 

Nos llevar&aacu= te;n con lo que siempre llevamos:

un morral, un cay= ado y unas tablas de amor...

 

José Mor= eno Villa

 

Agazapado, atento a cada uno de tus gestos y mane= ras, dueño de tus pensamientos y ocultándote los suyos, supiste que había otro en ti. Y siempre sospechaste que ése comprend&iacu= te;a mejor tus acciones y pasos y motivos. Por ello –y no tanto debido al entrenamiento militar, como decías a tus más íntimos–, al despertar procurabas de inmediato tomar el control de tu cuerpo y tu vigilia, convencido de que entre el yo que regresa del sueño y las palabras a las que se recurre para entenderlo y ubicarse en la corriente de= la vida aflora, por lo común, un instante de duda o desconcierto. Porqu= e en ese lapso, desprevenido, el que se reinstala en la vigilia puede ser víctima de celadas y violencia, bien del otro que se encierra en él mismo o bien de los otros que son los demás. Y para quedar= en guardia permanente contra ese tipo de acechanzas, tú, Marcelo Azuara, entonces con el grado de sargento en el ejército estadounidense, meses después de haberte enlistado c= omo voluntario que buscaba escalar grados y posiciones, fuiste adiestrado duran= te meses en el Centro de Entrenamiento para Operaciones en la Selva que funcion&oa= cute; en el fuerte Sherman de Panamá. A partir de= esos meses, recurriendo a tu fortaleza y perseverancia, llegaste pronto a ser capitán de las Fuerzas Especiales en la guerra de Vietnam, donde realizaste sobre todo actividades de infiltración e inteligencia valiéndote de una capacidad que te permitía pasar desapercibi= do, ser casi invisible, por lo menos hasta que entrabas en acción. A ese adiestramiento, sin embargo, le concediste tanto más valor cuanto potenció tu lucha contra el otro, el que hasta entonces, en el Aguje= ro del fuerte Sherman, había sido juez implacable, voz que a cada instante se dirigía a ti desde tus adentr= os, para señalar tus errores e imponerte conductas o ideas.

Por eso, durante las contadas ocasiones en que a = lo largo de tu vida posterior a la guerra llegaste a sentir que al despertar n= o se arraigaba en ti, con dominio completo, tu preparación militar, procurabas antes de abrir los ojos, mientras un punto azul de luz ampliaba = su brillo en el fondo de tu mente, buscar la referencia de aquella vieja canción que en 1968, a lo largo de dos días, atronara en el Agujer= o, una y otra vez, según el plan de instrucción que pretend&iacu= te;a quebrar tu cordura y tu paciencia. Pues sabías que al permitir que e= sa música regresara a tu me­mo­ria, coronel, me expulsarí= ;as de ti y yo procuraría volver de inmediato al silencio y la paz: un l= ugar anterior a tus maquinaciones y palabras.

En el momento en que la pieza comenzó a escucharse en el Agujero tú estabas desnudo, con los ojos vendados, = en un cubo de dos metros por lado y tres de profundidad, situado en un extremo= del fuerte. El hueco se hallaba con las paredes recubiertas de cemento y sendas coladeras en los rincones. Lo coronaba una reja metálica en cuyos flancos cuatro bocinas repetían a todo volumen y sin cesar esa melodía que en otras circunstancias y pocos años atrás= te había parecido una tonada alegre y pe­ga­josa. Y tú, Marcelo Azuara, creíste primero que se tra­taba de una broma y no de algo relacionado con tu entrenamiento. Después supusiste que tal vez era más bien el capricho de alg= uno de tus superiores, tras enterarse de tu historial como empleado de tu padre= en la tienda de música en Chicago. Al final, sin embargo, debiste conve= nir conmigo en que el adiestramiento estaba planeado sin resquicios para la improvisación: desde las enseñanzas de supervivencia y técnicas de combate en la jungla, operaciones de búsqueda, ex= ploración y rastreo, misiones de demolición, emboscadas, búsqueda de fuerzas guerrilleras, combate cuerpo a cuerpo, hasta las clases de la histo= ria reciente de Vietnam y su geografía, el estudio de la estrategia y las tácticas de combate del Vietcong, al igu= al que su armamento y sus técnicas de propaganda comunista. «Luego entonces…», te dijiste parodiando al viejo maestro de matemáticas en la secundaria de Ciudad Valles y esperando que yo contestara, pues aún manteníamos el diálogo que esa no= che iba a romperse para siempre. Porque yo había enmudecido, cánd= ido y asustado en el Agujero, preguntándome qué tenían que= ver las técnicas de supervivencia o de combate cuerpo a cuerpo con esa canción, mientras tú, desdeñando mi cobardía, caías en cuenta de que tus superiores poco sabían de ese calor húmedo y sofocante que te resultaba familiar y hasta ligeramente men= or que el que habías experimentado junto a mí a lo largo de tu infancia y nuestra adolescencia en la Huasteca.<= /o:p>

Por eso, al comenzar tu estancia en el Agujero, h= asta te pareció entretenido que cada cierto tiempo, sin que pudieras ver = los rostros de quienes se divertían en la superficie accionando las mangueras en lapsos que variaban caprichosamente, se te empapara con agua de mar. Y en cuanto a la pieza musical, la reconociste desde el primer compás. Pocas eran tan singulares como ésa. En un santiamén tu memoria y entrenamiento de encargado en una tienda de discos te retribuyeron con la información del caso: en 1960 la tonada había estado entre los cien éxitos de ese año que, dur= ante el mes de agosto, la tuvo en el quinto lugar de la lista de popularidad. No mucho después de esa inferencia, además, mientras sobre tu cu= erpo se evaporaba el agua recién recibida, ya habías descubierto –aunque más bien yo lo había calcu= lado– que la canción duraba alrededor de dos minutos con veinte segundos, y que todo indicaba que quien estaba al mando del fonógrafo tardaba tr= es o cuatro segundos en conseguir que recomenzara la pieza. Ese dato te pareció de una utilidad primordial, pues cuando habías sido a= rrojado al Agujero tenías claro que si querías sobrepasar a los compañeros que te habían antecedido manteniéndote controlado, debías idear una manera de medir el paso del tiempo y entretenerte, por lo que me puse a llevar la cuenta: con los dedos de la ma= no derecha las unidades y con los de la izquierda las decenas. Y mientras me esforzaba= en controlar nuestras manos, seguir la marcha de los números e imponerm= e al ruido y a la oscuridad, a la monotonía y a los chorros de agua salada que te salpicaban caprichosamente, tú imaginabas lo que había sucedido con quienes habían pasado por esa fase del entrenamiento: un sargento y un cabo a los que habías visto desde una ventana en tu barraca, preguntándote qué les habría podido ocurrir mientras eran arrastrados a la enfermería veinticuatro horas luego de que se les ordenara reportarse ante el coronel que, días despu&eacut= e;s, a la medianoche, te despertó, Mar­celo Azua= ra, y te ordenó con gestos que lo siguieras, indicándote que lo hicieras sin vestirte, descalzo y en silencio hasta que, tras caminar algun= os cientos de metros, en la orilla de un agujero situado en un extremo del fue= rte, te pidió que te desnudaras por completo y te dejaras caer en el huec= o. Por eso, en una situación que al principio te pareció diverti= da e intrigante, aunque en verdad estuvieras convencido de que apenas empezaba, = tras recordar un episodio de alguna vieja película vista en el cine Valle= s, donde un prisionero de guerra concentraba su atención en el conteo de sus pasos para no rendirse ante sus captores alemanes, luego de entender la situación y haber escuchado varias veces el intenso ruido de la música, tramaste tu solución: hacerme sumar dos minutos y veintitrés segundos cada que empezara esa pieza cantada por el tal <= span class=3DSpellE>Brian Hyland; y adem&aacu= te;s imaginar el relato que en ella se hacía de una muchacha que llega a = la playa decidida a vestir por primera vez un bikini que el vocalista y los co= ros, circundando sin descanso tu cabeza, atronando en el Agujero, describí= ;an como: «an itsy bitsy teenie weenie yellow polka-dot bikini».

De modo que más de treinta y ocho añ= ;os después de haber estado en el Agujero como sargento del ejérc= ito esta­dounidense, la mañana de Navidad de 2007, ayer, ya con el g= rado de coronel en retiro y hasta condecorado como héroe de guerra, t&uac= ute;, Marcelo Azuara, te reconociste primero como un = peso sin control, un fardo sobre una su­perficie a la que tomaste inicialmen= te como cama y luego sentiste inusitada y tiesa, con lienzos que te raspaban la piel y olían a fármacos, lo que muchos podrían haber tomado como una pesadilla y tú, en todo caso, enfrentaste con plena entereza. «La mayoría son putos y = culeros, unos pinches pussies c= on pantalones pero con unos güevos ansina, de este tamañito; pero ‘onde van a poder quebrar a un boina verde», le = pudiste haber dicho a tu mujer en ese momento, de tenerla a tu lado. Pero antes de inquietarte por su suerte, seguiste aferrado a una de las reglas principale= s de tu entrenamiento: nunca abrir los ojos de golpe ni moverte de inmediato; sólo hacerlo hasta luego de haber reconocido, valiéndote de oído y olfato, la situación, confrontándola despu&eacu= te;s con tu experiencia más reciente, cerciorándote de que ese otr= o, yo, el juez metiche que te ha hablado desde adentro, elusivo, cada vez más débil y resignado, seguía en letargo.

Así, entre olores y rumores que te hicieron suponerte hospitalizado, tú, Marcelo Azuara, coronel en retiro de las Fuerzas Especiales del ejército de los Esta= dos Unidos de América, aunque mucho se te dificultara, favoreciste una rendija en tus ojos para analizar el perímetro. Entonces te diste cu= enta de que algo pegado a tu párpado derecho te impedía una visión satisfactoria y eficaz del entorno. Por eso –igual que aquella vez que un estallido sacudiera en Saigó= n el vehículo en que te trasladabas, o como la tarde que en Nicaragua padecieras una emboscada junto con las fuerzas contrainsurgentes a las que llevabas armas por carreteras y caminos apenas imaginables que bajaban desde Texas, donde te pertrechabas con el auxilio del organismo de inteligencia m= ilitar al que servías, o tal cual ese día que en Brownsville fuiste secuestrado por los gatilleros de los traficantes que victimándote pretendían saldar cuentas con un grupo rival–, te forzaste a recordar la canción del bikini para favorecer tu estado de máxima alerta. Así tornaste a visualizar a una muchacha que tu imaginación había vuelto fantasmagórica con el paso del tiempo, creyendo a veces que en realidad habías sido testigo del hecho cantado por Brian Hyland: ¿Lon= g Beach?, ¿Boca Ratón?, ¿Isla del = Padre?