I
Un bikini amarillo
Nos llevar&aacu=
te;n las
ondas. Nos llevarán las ondas…
Nos llevar&aacu=
te;n las
ondas no con bolsas repletas,
no con sacos de o=
ro ni
tanques ni aviones.
Nos llevar&aacu=
te;n con
lo que siempre llevamos:
un morral, un cay=
ado y
unas tablas de amor...
José Mor=
eno
Villa
Agazapado, atento a cada uno de tus gestos y mane=
ras,
dueño de tus pensamientos y ocultándote los suyos, supiste que
había otro en ti. Y siempre sospechaste que ése comprend&iacu=
te;a
mejor tus acciones y pasos y motivos. Por ello –y no tanto debido al
entrenamiento militar, como decías a tus más íntimos–,
al despertar procurabas de inmediato tomar el control de tu cuerpo y tu
vigilia, convencido de que entre el yo que regresa del sueño y las
palabras a las que se recurre para entenderlo y ubicarse en la corriente de=
la
vida aflora, por lo común, un instante de duda o desconcierto. Porqu=
e en
ese lapso, desprevenido, el que se reinstala en la vigilia puede ser
víctima de celadas y violencia, bien del otro que se encierra en
él mismo o bien de los otros que son los demás. Y para quedar=
en
guardia permanente contra ese tipo de acechanzas, tú, Marcelo Azuara, entonces con el grado de sargento en el
ejército estadounidense, meses después de haberte enlistado c=
omo
voluntario que buscaba escalar grados y posiciones, fuiste adiestrado duran=
te
meses en el Centro de Entrenamiento para Operaciones en
Por eso, durante las contadas ocasiones en que a =
lo
largo de tu vida posterior a la guerra llegaste a sentir que al despertar n=
o se
arraigaba en ti, con dominio completo, tu preparación militar,
procurabas antes de abrir los ojos, mientras un punto azul de luz ampliaba =
su
brillo en el fondo de tu mente, buscar la referencia de aquella vieja
canción que en
En el momento en que la pieza comenzó a
escucharse en el Agujero tú estabas desnudo, con los ojos vendados, =
en
un cubo de dos metros por lado y tres de profundidad, situado en un extremo=
del
fuerte. El hueco se hallaba con las paredes recubiertas de cemento y sendas
coladeras en los rincones. Lo coronaba una reja metálica en cuyos
flancos cuatro bocinas repetían a todo volumen y sin cesar esa
melodía que en otras circunstancias y pocos años atrás=
te
había parecido una tonada alegre y pegajosa. Y tú,
Marcelo Azuara, creíste primero que se
trataba de una broma y no de algo relacionado con tu entrenamiento.
Después supusiste que tal vez era más bien el capricho de alg=
uno
de tus superiores, tras enterarse de tu historial como empleado de tu padre=
en
la tienda de música en Chicago. Al final, sin embargo, debiste conve=
nir
conmigo en que el adiestramiento estaba planeado sin resquicios para la
improvisación: desde las enseñanzas de supervivencia y
técnicas de combate en la jungla, operaciones de búsqueda, ex=
ploración
y rastreo, misiones de demolición, emboscadas, búsqueda de
fuerzas guerrilleras, combate cuerpo a cuerpo, hasta las clases de la histo=
ria
reciente de Vietnam y su geografía, el estudio de la estrategia y las
tácticas de combate del Vietcong, al igu=
al que
su armamento y sus técnicas de propaganda comunista. «Luego
entonces…», te dijiste parodiando al viejo maestro de
matemáticas en la secundaria de Ciudad Valles y esperando que yo
contestara, pues aún manteníamos el diálogo que esa no=
che
iba a romperse para siempre. Porque yo había enmudecido, cánd=
ido
y asustado en el Agujero, preguntándome qué tenían que=
ver
las técnicas de supervivencia o de combate cuerpo a cuerpo con esa
canción, mientras tú, desdeñando mi cobardía,
caías en cuenta de que tus superiores poco sabían de ese calor
húmedo y sofocante que te resultaba familiar y hasta ligeramente men=
or
que el que habías experimentado junto a mí a lo largo de tu
infancia y nuestra adolescencia en
Por eso, al comenzar tu estancia en el Agujero, h=
asta
te pareció entretenido que cada cierto tiempo, sin que pudieras ver =
los
rostros de quienes se divertían en la superficie accionando las
mangueras en lapsos que variaban caprichosamente, se te empapara con agua de
mar. Y en cuanto a la pieza musical, la reconociste desde el primer
compás. Pocas eran tan singulares como ésa. En un
santiamén tu memoria y entrenamiento de encargado en una tienda de
discos te retribuyeron con la información del caso: en 1960 la tonada
había estado entre los cien éxitos de ese año que, dur=
ante
el mes de agosto, la tuvo en el quinto lugar de la lista de popularidad. No
mucho después de esa inferencia, además, mientras sobre tu cu=
erpo
se evaporaba el agua recién recibida, ya habías descubierto
–aunque más bien yo lo había calcu=
lado–
que la canción duraba alrededor de dos minutos con veinte segundos, y
que todo indicaba que quien estaba al mando del fonógrafo tardaba tr=
es o
cuatro segundos en conseguir que recomenzara la pieza. Ese dato te
pareció de una utilidad primordial, pues cuando habías sido a=
rrojado
al Agujero tenías claro que si querías sobrepasar a los
compañeros que te habían antecedido manteniéndote
controlado, debías idear una manera de medir el paso del tiempo y
entretenerte, por lo que me puse a llevar la cuenta: con los dedos de la ma=
no derecha
las unidades y con los de la izquierda las decenas. Y mientras me esforzaba=
en
controlar nuestras manos, seguir la marcha de los números e imponerm=
e al
ruido y a la oscuridad, a la monotonía y a los chorros de agua salada
que te salpicaban caprichosamente, tú imaginabas lo que había
sucedido con quienes habían pasado por esa fase del entrenamiento: un
sargento y un cabo a los que habías visto desde una ventana en tu
barraca, preguntándote qué les habría podido ocurrir
mientras eran arrastrados a la enfermería veinticuatro horas luego de
que se les ordenara reportarse ante el coronel que, días despu&eacut=
e;s,
a la medianoche, te despertó, Marcelo Azua=
ra,
y te ordenó con gestos que lo siguieras, indicándote que lo
hicieras sin vestirte, descalzo y en silencio hasta que, tras caminar algun=
os
cientos de metros, en la orilla de un agujero situado en un extremo del fue=
rte,
te pidió que te desnudaras por completo y te dejaras caer en el huec=
o.
Por eso, en una situación que al principio te pareció diverti=
da e
intrigante, aunque en verdad estuvieras convencido de que apenas empezaba, =
tras
recordar un episodio de alguna vieja película vista en el cine Valle=
s,
donde un prisionero de guerra concentraba su atención en el conteo de
sus pasos para no rendirse ante sus captores alemanes, luego de entender la
situación y haber escuchado varias veces el intenso ruido de la
música, tramaste tu solución: hacerme sumar dos minutos y
veintitrés segundos cada que empezara esa pieza cantada por el tal <=
span
class=3DSpellE>Brian Hyland; y adem&aacu=
te;s
imaginar el relato que en ella se hacía de una muchacha que llega a =
la
playa decidida a vestir por primera vez un bikini que el vocalista y los co=
ros,
circundando sin descanso tu cabeza, atronando en el Agujero, describí=
;an
como: «an itsy bitsy teenie weenie
yellow polka-dot bikini».
De modo que más de treinta y ocho añ=
;os
después de haber estado en el Agujero como sargento del ejérc=
ito
estadounidense, la mañana de Navidad de 2007, ayer, ya con el g=
rado
de coronel en retiro y hasta condecorado como héroe de guerra, t&uac=
ute;,
Marcelo Azuara, te reconociste primero como un =
peso
sin control, un fardo sobre una superficie a la que tomaste inicialmen=
te
como cama y luego sentiste inusitada y tiesa, con lienzos que te raspaban la
piel y olían a fármacos, lo que muchos podrían haber
tomado como una pesadilla y tú, en todo caso, enfrentaste con plena
entereza. «La mayoría son putos y =
culeros, unos pinches
Así, entre olores y rumores que te hicieron
suponerte hospitalizado, tú, Marcelo Azuara,
coronel en retiro de las Fuerzas Especiales del ejército de los Esta=
dos
Unidos de América, aunque mucho se te dificultara, favoreciste una
rendija en tus ojos para analizar el perímetro. Entonces te diste cu=
enta
de que algo pegado a tu párpado derecho te impedía una
visión satisfactoria y eficaz del entorno. Por eso –igual que
aquella vez que un estallido sacudiera en Saigó=
n
el vehículo en que te trasladabas, o como la tarde que en Nicaragua
padecieras una emboscada junto con las fuerzas contrainsurgentes a las que
llevabas armas por carreteras y caminos apenas imaginables que bajaban desde
Texas, donde te pertrechabas con el auxilio del organismo de inteligencia m=
ilitar
al que servías, o tal cual ese día que en Brownsville
fuiste secuestrado por los gatilleros de los
traficantes que victimándote pretendían saldar cuentas con un
grupo rival–, te forzaste a recordar la
canción del bikini para favorecer tu estado de máxima alerta.
Así tornaste a visualizar a una muchacha que tu imaginación
había vuelto fantasmagórica con el paso del tiempo, creyendo a
veces que en realidad habías sido testigo del hecho cantado por Brian Hyland: ¿Lon=
g Beach?, ¿Boca Ratón?, ¿Isla del =
Padre?