Nosotros. La juventud del Ateneo de México. De Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes a José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán.
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Presentación

 

 

Este libro pone el punto final, o quizá sólo suspensivos, a una trama que inició en 1984, cuando tuve= que presentar en la Facul= tad de Filosofía y Letras de la UNAM un proyecto de tesis de doctorado para mantener la b= eca que me mantenía a mí. La guía para elaborar el proyecto tenía varias páginas y muchos rubros, entre otros la definición del «problema» a estudiar, su delimitación, las preguntas y los conceptos pertinentes y la bibliog= rafía adecuada. En realidad el Ateneo de la Juventud no era ningún problema para nadie, pero lo elegí como objeto de estudio de mi tesis. A partir de esto, cumplir con los otros requisitos fue más fácil.

En la parte correspondiente a la justificaci&oacu= te;n del tema enumeré todos los lugares comunes acerca del Ateneo de la Juventud, su contribución al despertar de la Revolución, sus aportes al pensamien= to mexicano contemporáneo y la magna labor que realizó en el ámbito educativo y en el renacimiento cultural del México posrevolucionario. Todo esto es cierto, pero no fue por ello que deseaba estudiarlo. Poco antes había leído (si dijera releído diría una mentira) Ulises cr= iollo, de José Vasconcelos; Pasado inmediato, de Alfonso Reyes, y El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzm&aacut= e;n. Yo tenía 24 años, era una lectora golosa y no conocía a «nuestros clásicos». No es que fuera una ignorante, o lo= era al estilo de mi época y mi generación. Me explico: para nosot= ros, los estudiantes universitarios de los años setenta del siglo xx (una década especialmen= te politizada en la que uno se autodefinía agresivamente) estos autores representaban algo así como unos enemigos ideológicos a vence= r. No habíamos leído sus obras, pero ya teníamos todas las justificaciones, las teorías y los prejuicios, éstos antes que todo, para cuestionarlas. Un «señorito porfiriano», dijo un académico en ciernes respecto de Guzmán; un «aristócrata de la palabra», comentó otro en relación con Reyes. Acerca de Julio Torri no se decían grandes cosas, aunque las pequeñas eran tremendas, que si se paraba al pie de las escaleras de= la facultad para ver las piernas de las muchachas, que si sus clases eran soporíferas, que si había atesorado una colección formidable de libros y objetos eróticos. Pero el centro de las deliberaciones era Vasconcelos, cuyas batallas = históricas, por la educación, por la democracia y, al final de su vida, por el Paraíso, incitaban todo tipo de insolencias. Algunas, hay que reconocerlo, académicamente ingeniosas: intelectual orgánico = de la reacción, ideólogo de la clase media desplazada por la Revolución. Y mientras en la academia discutíamos qué categoría teórica era la más apropiada para caracterizar a estos personajes, algunos de sus libros circulaban por todo el país (lo cu= al nunca sucederá con los nuestros) y eran conocidos por «los lec= tores comunes».

Entonces salió a la luz Se llamaba Vasconcelos, de Jos&eacu= te; Joaquín Blanco, con dedicatoria a Carlos Monsiv= áis: «To a never m= aster from an ever fan». El manuscrito había sido supervisado por algunos de mis autores favoritos de esa época, los cuales hacían las veces de brújula para orientarme en la vida nacional: José Emilio Pach= eco, Carlos Pellicer, Héctor Aguilar Camín y Elena Poniatowska, entre otros. El libro no sólo despertó mi simpatía, aún condescendiente hacia Vasconcelos, sino que me incitó a = leer su obra. Comencé por sus memorias, que me entusiasmaron lo suficiente para hojear algunos de sus estudios filosóficos. Un texto lleva a ot= ro, y excluye a muchos más, hasta que llega el momento de buscar una mor= ada. La mía fue La sombra del cau= dillo, pero antes de llegar a él tuve que realizar un recorrido que se prolongó más de dos décadas. Trataré de hacer u= na síntesis.

Concluí mi tesis de doctorado bajo la dirección del antropólogo Guillermo Bonf= il, a quien conocí y traté en Valle de Bravo, nuestro refugio, do= nde lloramos juntos la muerte de Carlos Pereyra, el filósofo. En el jura= do estaban las historiadoras Mary Kay Vaughan –cuyas 17 cuartillas con observac= iones guardo como un tesoro–, Margarita Carbó, Pilar Gonzalbo y Gloria Villegas. Todo iba muy bien hasta que esta última «descubrió» en el acta de examen que mi título er= a en pedagogía y no en historia, como ella suponía. Aclaré = la confusión diciendo una verdad «sospechosa», que hab&iacu= te;a estudiado pedagogía y por tanto no era historiadora. Yo misma estaba confundida entre las dos profesiones, y debo a la facultad no haber tenido = que tomar ninguna decisión precoz. Si a algún profesor le pareció un exceso que la asignatura Literatura Norteamericana Moderna que cursé «fuera equivalente» a Sistemas Educativos Contemporáneos, a la que no asistí, nunca manifestó su extrañeza. Realicé mis estudios de posgr= ado, y antes los de licenciatura, en los limítrofes entre la pedagogía, la historia, las letras y la filosofía, y eso que = la pose de la interdisciplinariedad aún no estaba de moda. Tampoco esta= ba el límite de los 30 años para obtener el doctorado, de modo q= ue a mis 33 yo era una académica joven. Como tal, tenía que produc= ir.

En aquella época, principios de los novent= a, dejar que la tesis de doctorado reposara en un cajón, en lugar de publicarla de inmediato, no era una fatalidad. Había tiempo para que «la vaca» madurara antes de comenzar a ordeñarla. Comencé por escribir un artículo para una revista con arbitra= je estricto y unos meses después recibí dos dictámenes: u= no favorable, en inglés, y otro tan extenso como mi manuscrito. Tras regañarme por el tratamiento irreverente que di al tema, la formación de los intelectuales del Ateneo= , el árbitro aconsejó que, ya que el artículo estaba «bien escrito» y se refería a un asunto «sabroso», lo publicara en alguna otra revista menos rigurosa q= ue a la que yo aspiraba. En lugar de desentrañar la duda de por qué= ; un texto asequible no es «científico», lo cual me hubiera ahorrado restas y sumado puntos en el Sistema Nacional de Investigadores, seguí el consejo y trepé hasta la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), en la ladera sur-poniente del Castillo de Chapultepec. Me recibió Carlos Aguirre, en aquel entonces director de Historias, quien después de= leer el dictamen aprobó la publicación del artículo. M&aacu= te;s aún, me presentó a Antonio Saborit, y él favoreció varias experiencias clave en mi formación: las primeras visitas de Roger Chartier y Robert Darnton a México, las sesiones y tertulias del Seminario de Estudios Culturale= s y la búsqueda del documento pertinente o de la referencia bibliográfica exacta. Hace tiempo que no veo a = Toño, pero cuando escribo dialogo con él.

En los últimos 10 años el Ateneo ha sido mi preferencia, si no mi prioridad. Su embrujo me llevó a varios archivos de México, España y Estados Unidos; me reunió con Adolfo Casta&ntil= de;ón, un ateneísta contemporáneo, e inspiró bromas de Eduardo Casar. Sobre todo, me impulsó a escribir este libro. La trama es sim= ple y puede ser ubicada dentro del género de «la educación sentimental»: unos jóvenes comienzan a frecuentarse en torno a= una revista, Savia Moderna; hacen su primera gran aparición en la escena pública mediante una prot= esta literaria; participan en algunos asuntos políticos; éstos los dividen y por último crean juntos el Ateneo de la Juventud, una asociación cultural que al paso del tiempo se convertiría en = toda una leyenda, primero generacional y después nacional. En medio de to= do esto, deciden que las humanidades son su vocación y desarrollan el oficio de escribir.

Lo que hace distinta esta historia de cualquier o= tra son las personas, cerca de cincuenta entre las que sobresalen Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Ca= so, Nemesio García Naranjo, Jesús T. Acevedo y José Vasconcelos; el entorno, la capital del país y= de la República de las Letras mexicana, y la época, el principio del siglo xx y el fin de la era porfiriana.= Esta combinación permitió el nacimiento de «Nosotros», palabra emblemática para designar al grupo de íntimos que dio vida y perpetuidad al Ateneo. Para que esto último sucediera hubo dos ingredientes decisivos, la lectura y la amistad. Por eso digo que este libro es la crónica de una amistad literaria, el registro de dos formas de diálogo: el más sereno que se establece con los textos y el impetuoso que se da entre los amigos, = en especial cuando éstos están «aprendiendo a ser». = En ambos hay fantasía, deseo y amor; también hay hábitos, buenos y malos, así como desencuentros y frustración.

Sin la literatura, esta narración hubiera = sido muy aburrida o, peor aun, hubiera resultado inverosímil. Es ella la = que transforma los actos individuales en experiencias genéricas. Los primeros tienen tiempo y espacio, son mortales y fastidiosos, repiten la torpeza de lo cotidiano. Nada hay de prodigioso en que algunos jóven= es literatos, o con pretensiones de serlo, se encuentren mutuamente, compartan penas y alegrías, lecturas e ideales, y se complazcan con el recuento diario de su amistad. La magia comienza cuando Dioniso= bendice esos días que fueron alcióneos, Sócrates los preside y organiza, Alcibíades los trastorna, Próspero les da sentido continental y Ariel, encanto. La presencia indispensable de Euforión advierte sobre= la potencia de esas horas; también indica su fugacidad. Calibán es la asechanza perpetua de la incivilidad. ¡Todo un parnaso literari= o en el que estaba representado tanto lo más antiguo, como Platón, hasta lo más nuevo, Nietzsche en especia= l, así como el indispensable Shakespeare y = la vertiente latinoamericana de los personajes de La tempestad.

Estudiar al Ateneo imp= lica necesariamente introducirnos en su universo literario, en el que los libros= son los astros y se producen miles de referencias cruzadas entre sí. En = este cosmos, lo más incidental fue el estallido de la Revolución. Lo demás fue premeditado o más bien dispuesto por las lecturas q= ue los ateneístas hicieron en compañía y los manuscritos = que intercambiaron. En ese universo nada es insustancial: los párrafos aprendidos de memoria, el número de lecturas de un mismo texto, los juegos de voces y las palabras inventadas. Tampoco lo son los sobrenombres = que utilizaban para llamarse entre sí y los que creaban para expresar, y= a la vez encubrir, sus deseos. Rastrear estos enigmas me llevó muchos años de búsqueda de fuentes, pero sobre todo de lectura e interpretación. Casi puedo repetir el contenido de algunos de los te= xtos clave en esta investigación, y aún me resultan enigmáticos.

Los ateneístas descubrieron juntos, a vece= s a trompicones, los referentes literarios y filosóficos de su ép= oca. Estos hallazgos tuvieron fecha y circunstancias, pero trascendieron estos límites por los efectos cabalísticos de la palabra escrita. C= omo tantos otros jóvenes de distintas épocas y latitudes, buscaron amparo en uno u otro personaje sacado de las páginas inmortales. Sin embargo, ello no los convierte en personas irreales; sólo son m&aacu= te;s inaprensibles. La imagen, difundida por los propios protagonistas, de un gr= upo de jóvenes reunido en el taller de un arquitecto para leer en voz al= ta El banquete, cambiando de lector p= ara el discurso de cada convidado diferente, mientras afuera llueve, o aquella de = una reunión presidida por un busto de Goethe= en la biblioteca de una casa en la colonia Santa María la Ribera, muestran sólo una de las facetas de esta generación. Las otras tienen escenarios distintos, las antesalas para pedir un empleo, los foros públicos y privados de la política, las redacciones de los periódicos, la Escuela Nacional de Jurisprudencia y los bajos fondos de = la capital. Tienen también tramas diferentes, a fin de cuentas má= ;s decisivas en la vida de nuestros héroes que lo que ellos mismos quisieron reconocer. En el trasfondo de unas y otros, la ciudad de México. Sólo en ella es posible imaginar a los ateneís= tas e ir tras sus huellas.

Es común que los historiadores y exégetas se refieran al contexto social del Ateneo como si hubiera sido ajeno a la gente. Utilizan frases al estilo de «en el esplendor del Porfiri= ato», como si una dictadura tuviera luz, o «en el marasmo previo a la Revolución», como si ésta hubiera avisado que ya venía. Otros citan o describen los grandes acontecimientos de la época y dejan a la imaginación del lector sus relaciones con los seres humanos. Lo peor= es cuando estos últimos aparecen movidos, como si fueran marionetas, por los dramas nacionales, ya sea la crisis económica, las luchas intest= inas o los intereses del poder. Al ver esto, confirmo la sabiduría de una sugerencia de Norbert Elia= s: «aquello de lo que no se sabe hablar hay que buscarlo».

Leí en tiempo el adelanto, nunca concluido, del libro que Elias iba a dedicar a Mozart, como un ejemplo de las tensiones que caracter= izan la vida de los artistas en la sociedad cortesana. La lectura hizo que yo intentara trazar las limitaciones de la posición de los escritores e= n la sociedad mexicana de principios del siglo xx y, al mismo tiempo, ahondara en las aflicciones que esta dependencia les causaba. Aunque apenas comenzaban su carrera, casi todos los ateneís= tas estaban obsesionados por el sentimiento de una existencia social fallida. E= sto no era una pose, sino una realidad hiriente y atravesada no sólo por= la sucesión generacional y la vocación parricida. El esfuerzo pa= ra ejercer el oficio de una manera independiente del patronazgo, de los padres, del Estado, de las generaciones precedentes y de crear espacios para un «modo de producción intelectual» alterno al establecido = a lo largo de casi un siglo de vida independiente, señala y marca el derr= otero del núcleo fundador del Ateneo de la Juventud. Algunos, Caso y Vasconcelos, principalmente, querí= ;an ser filósofos en una época en la que éstos no existían en México; otro, Henríquez Ureña, pretendía ser un humanista moderno dentro de un entorno en el que ni= el acceso a las humanidades ni su conocimiento y difusión resultaban posibles. Al mismo tiempo, Reyes, el «poeta niño», madur= aba para convertirse en el ideal de su generación. A distancia, aparte y apartado, Guzmán iba y venía, mientras que el ejemplo de Rica= rdo Gómez Robelo y el enigma de Jesús= T. Acevedo alertaban a los demás sobre los riesgos de la desesperación. Un ministro, Justo Sierra, y un mecenas, Jesús Valenzuela, protegían, el primero desde su despacho en el Ministerio= de Instrucción y el segundo desde la cama en la que desfallecía,= los afanes de sus sucesores, saltándose a los que, por edad, les correspondía este derecho. Sus razones tendrían estos grandes para ver en los más jóvenes la posibilidad de cumplir la prom= esa incumplida del progreso, la máxima de aquel tiempo.

El descubrimiento y el registro de las tensiones entre las expectativas y lo posible hicieron inevitable que la cuesti&oacut= e;n política fuera una parte integral de esta narración. El tema = de la sucesión, otra vez. Y al igual que en materia generacional, en el relevo presidencial hubo un gran salto: del «señor general Bernardo Reyes», padre de Alfonso, a «Panc= hito», como se le decía a Francisco I. Madero. Tan extenso, como el vuelco = que Vasconcelos, un arribista llegado a última hor= a al parnaso, le dio al «sentir» de su generación. Entre uno y otro extremo, los afanes de Nemesio García Naranjo, Antonio Caso y Rubén Valenti, por mencionar sólo= tres nombres, para maquillar y rejuvenecer un esqueleto. Pero entonces nadie sabía qué iba a suceder después, y lo importante era sobrevivir el presente. El éxito era la supervivencia, y no todos lo obtuvieron. Detrás de la longevidad y las glorias de algunos ateneístas están las muertes precoces y las derrotas de muchos más. Hubo también un juego de exclusiones, de purgas internas= y castigos, que, nos guste o no, debe ser contemplado. Aunque nos desagrade p= or lo mucho que vemos de nosotros mismos en este espejo.

Entre los biógrafos circula una leyenda: lo que hace a los escritores del pasado más vivos para nosotros es la l= atitud de su sufrimiento. A mí, las tragedias de nuestros antepasados me conmueven, para qué negarlo, pero me entusiasman más sus comedias. En todo caso, ambas están presentes en la vida de los otro= s y en la nuestra. Como dijo Robert Guittings, el biógrafo tiene que sufrir, no tediosa sino intensamente, tanto las fallas como las experiencias, triunfantes o desastrosas, del sujeto cuya vi= da trata de recrear.1 Y esto implica benevolencia, en las buenas y = en las malas.

En términos cronológicos, la saga se desarrolla en sólo cinco años y ocho meses, del 31 de marzo de 1906, año del nacimiento y la muerte de Savia Moderna, a noviembre de 1911, cuando Vasconcelos fue electo tercer y último presidente del Ateneo de la Juventud. Es = decir, que este libro termina donde comienzan la mayor parte de los estudios sobre esta generación. De ahí el subtítulo La juventud del Ateneo de México: no sólo porque refiere a la etapa previa a la madurez, sino debido a que prioriza a las personas sobre sus obras. Si alguna palabra resulta apropiada para nombrar = el tema central ésta es formación, pues remite a algo siempre en proceso, nunca acabado del todo, indefinido. Sólo designa una intención, un esfuerzo que igual puede ser voluntario que no serlo, = como este libro.

Al igual que en la lectura, en la escritura uno rememora con mayor precisión las circunstancias en las que un texto = fue escrito y las sensaciones que invocó, y no el contenido de és= te. Recuerdo que al redactar algunas de estas páginas alcancé la máxima conjunción, pensar, sentir y escribir, y que és= ta se produjo en medio de un gran amor. Cyrill Connolly dice que sólo amamos una vez, pues sólo una vez se está perfectamente equipado para amar. Entonc= es, mi equipaje está listo.