Presentación
Este libro pone el punto final, o quizá
sólo suspensivos, a una trama que inició en 1984, cuando tuve=
que
presentar en
En la parte correspondiente a la justificaci&oacu=
te;n
del tema enumeré todos los lugares comunes acerca del Ateneo de
Entonces salió a la luz Se llamaba Vasconcelos, de Jos&eacu=
te;
Joaquín Blanco, con dedicatoria a Carlos Monsiv=
áis:
«To a never m=
aster from an ever
fan». El manuscrito había sido supervisado por algunos de mis
autores favoritos de esa época, los cuales hacían las veces de
brújula para orientarme en la vida nacional: José Emilio Pach=
eco,
Carlos Pellicer, Héctor Aguilar Camín y
Elena Poniatowska, entre otros. El libro no
sólo despertó mi simpatía, aún condescendiente
hacia Vasconcelos, sino que me incitó a =
leer
su obra. Comencé por sus memorias, que me entusiasmaron lo suficiente
para hojear algunos de sus estudios filosóficos. Un texto lleva a ot=
ro,
y excluye a muchos más, hasta que llega el momento de buscar una mor=
ada.
La mía fue La sombra del cau=
dillo,
pero antes de llegar a él tuve que realizar un recorrido que se
prolongó más de dos décadas. Trataré de hacer u=
na
síntesis.
Concluí mi tesis de doctorado bajo la
dirección del antropólogo Guillermo Bonf=
il,
a quien conocí y traté en Valle de Bravo, nuestro refugio, do=
nde
lloramos juntos la muerte de Carlos Pereyra, el filósofo. En el jura=
do
estaban las historiadoras Mary Kay
Vaughan –cuyas 17 cuartillas con observac=
iones
guardo como un tesoro–, Margarita Carbó, Pilar Gonzalbo y
Gloria Villegas. Todo iba muy bien hasta que esta última
«descubrió» en el acta de examen que mi título er=
a en
pedagogía y no en historia, como ella suponía. Aclaré =
la
confusión diciendo una verdad «sospechosa», que hab&iacu=
te;a
estudiado pedagogía y por tanto no era historiadora. Yo misma estaba
confundida entre las dos profesiones, y debo a la facultad no haber tenido =
que
tomar ninguna decisión precoz. Si a algún profesor le
pareció un exceso que la asignatura Literatura Norteamericana Moderna
que cursé «fuera equivalente» a Sistemas Educativos
Contemporáneos, a la que no asistí, nunca manifestó su
extrañeza. Realicé mis estudios de posgr=
ado,
y antes los de licenciatura, en los limítrofes entre la
pedagogía, la historia, las letras y la filosofía, y eso que =
la
pose de la interdisciplinariedad aún no estaba de moda. Tampoco esta=
ba
el límite de los 30 años para obtener el doctorado, de modo q=
ue a
mis 33 yo era una académica joven. Como tal, tenía que produc=
ir.
En aquella época, principios de los novent=
a,
dejar que la tesis de doctorado reposara en un cajón, en lugar de
publicarla de inmediato, no era una fatalidad. Había tiempo para que
«la vaca» madurara antes de comenzar a ordeñarla.
Comencé por escribir un artículo para una revista con arbitra=
je
estricto y unos meses después recibí dos dictámenes: u=
no
favorable, en inglés, y otro tan extenso como mi manuscrito. Tras
regañarme por el tratamiento irreverente que di al tema, la
formación de los intelectuales del Ateneo=
, el
árbitro aconsejó que, ya que el artículo estaba
«bien escrito» y se refería a un asunto
«sabroso», lo publicara en alguna otra revista menos rigurosa q=
ue a
la que yo aspiraba. En lugar de desentrañar la duda de por qué=
; un
texto asequible no es «científico», lo cual me hubiera
ahorrado restas y sumado puntos en el Sistema Nacional de Investigadores,
seguí el consejo y trepé hasta
En los últimos 10 años el Ateneo ha sido mi preferencia, si no mi prioridad. Su
embrujo me llevó a varios archivos de México, España y
Estados Unidos; me reunió con Adolfo Casta&ntil=
de;ón,
un ateneísta contemporáneo, e inspiró bromas de Eduardo
Casar. Sobre todo, me impulsó a escribir este libro. La trama es sim=
ple
y puede ser ubicada dentro del género de «la educación
sentimental»: unos jóvenes comienzan a frecuentarse en torno a=
una
revista, Savia Moderna; hacen su
primera gran aparición en la escena pública mediante una prot=
esta
literaria; participan en algunos asuntos políticos; éstos los
dividen y por último crean juntos el Ateneo de
Lo que hace distinta esta historia de cualquier o=
tra
son las personas, cerca de cincuenta entre las que sobresalen Alfonso Reyes,
Pedro Henríquez Ureña, Antonio Ca=
so,
Nemesio García Naranjo, Jesús T. Acevedo y José Vasconcelos; el entorno, la capital del país y=
de
Sin la literatura, esta narración hubiera =
sido
muy aburrida o, peor aun, hubiera resultado inverosímil. Es ella la =
que
transforma los actos individuales en experiencias genéricas. Los
primeros tienen tiempo y espacio, son mortales y fastidiosos, repiten la
torpeza de lo cotidiano. Nada hay de prodigioso en que algunos jóven=
es
literatos, o con pretensiones de serlo, se encuentren mutuamente, compartan
penas y alegrías, lecturas e ideales, y se complazcan con el recuento
diario de su amistad. La magia comienza cuando Dioniso=
bendice esos días que fueron alcióneos=
span>,
Sócrates los preside y organiza, Alcibíades los trastorna,
Próspero les da sentido continental y Ariel, encanto. La presencia
indispensable de Euforión advierte sobre=
la
potencia de esas horas; también indica su fugacidad. Calibán
es la asechanza perpetua de la incivilidad. ¡Todo un parnaso literari=
o en
el que estaba representado tanto lo más antiguo, como Platón,
hasta lo más nuevo, Nietzsche en especia=
l,
así como el indispensable Shakespeare y =
la
vertiente latinoamericana de los personajes de La tempestad.
Estudiar al Ateneo imp=
lica
necesariamente introducirnos en su universo literario, en el que los libros=
son
los astros y se producen miles de referencias cruzadas entre sí. En =
este
cosmos, lo más incidental fue el estallido de
Los ateneístas descubrieron juntos, a vece=
s a
trompicones, los referentes literarios y filosóficos de su ép=
oca.
Estos hallazgos tuvieron fecha y circunstancias, pero trascendieron estos
límites por los efectos cabalísticos de la palabra escrita. C=
omo
tantos otros jóvenes de distintas épocas y latitudes, buscaron
amparo en uno u otro personaje sacado de las páginas inmortales. Sin
embargo, ello no los convierte en personas irreales; sólo son m&aacu=
te;s
inaprensibles. La imagen, difundida por los propios protagonistas, de un gr=
upo
de jóvenes reunido en el taller de un arquitecto para leer en voz al=
ta El banquete, cambiando de lector p=
ara el
discurso de cada convidado diferente, mientras afuera llueve, o aquella de =
una
reunión presidida por un busto de Goethe=
en la
biblioteca de una casa en la colonia Santa María
Es común que los historiadores y exégetas se refieran al contexto social del Ateneo como si hubiera sido ajeno a la gente. Utilizan
frases al estilo de «en el esplendor del Porfiri=
ato»,
como si una dictadura tuviera luz, o «en el marasmo previo a
Leí en tiempo el adelanto, nunca concluido,
del libro que Elias iba a dedicar a Mozart, como un ejemplo de las tensiones que caracter=
izan
la vida de los artistas en la sociedad cortesana. La lectura hizo que yo
intentara trazar las limitaciones de la posición de los escritores e=
n la
sociedad mexicana de principios del siglo xx
y, al mismo tiempo, ahondara en las aflicciones que esta dependencia les
causaba. Aunque apenas comenzaban su carrera, casi todos los ateneís=
tas
estaban obsesionados por el sentimiento de una existencia social fallida. E=
sto
no era una pose, sino una realidad hiriente y atravesada no sólo por=
la
sucesión generacional y la vocación parricida. El esfuerzo pa=
ra
ejercer el oficio de una manera independiente del patronazgo, de los padres,
del Estado, de las generaciones precedentes y de crear espacios para un
«modo de producción intelectual» alterno al establecido =
a lo
largo de casi un siglo de vida independiente, señala y marca el derr=
otero
del núcleo fundador del Ateneo de
El descubrimiento y el registro de las tensiones
entre las expectativas y lo posible hicieron inevitable que la cuesti&oacut=
e;n
política fuera una parte integral de esta narración. El tema =
de
la sucesión, otra vez. Y al igual que en materia generacional, en el
relevo presidencial hubo un gran salto: del «señor general
Bernardo Reyes», padre de Alfonso, a «Panc=
hito»,
como se le decía a Francisco I. Madero. Tan extenso, como el vuelco =
que Vasconcelos, un arribista llegado a última hor=
a al
parnaso, le dio al «sentir» de su generación. Entre uno y
otro extremo, los afanes de Nemesio García Naranjo, Antonio Caso y
Rubén Valenti, por mencionar sólo=
tres
nombres, para maquillar y rejuvenecer un esqueleto. Pero entonces nadie
sabía qué iba a suceder después, y lo importante era
sobrevivir el presente. El éxito era la supervivencia, y no todos lo
obtuvieron. Detrás de la longevidad y las glorias de algunos
ateneístas están las muertes precoces y las derrotas de muchos
más. Hubo también un juego de exclusiones, de purgas internas=
y
castigos, que, nos guste o no, debe ser contemplado. Aunque nos desagrade p=
or
lo mucho que vemos de nosotros mismos en este espejo.
Entre los biógrafos circula una leyenda: lo
que hace a los escritores del pasado más vivos para nosotros es la l=
atitud
de su sufrimiento. A mí, las tragedias de nuestros antepasados me
conmueven, para qué negarlo, pero me entusiasman más sus
comedias. En todo caso, ambas están presentes en la vida de los otro=
s y
en la nuestra. Como dijo Robert Guittings,
el biógrafo tiene que sufrir, no tediosa sino intensamente, tanto las
fallas como las experiencias, triunfantes o desastrosas, del sujeto cuya vi=
da
trata de recrear.1 Y esto implica benevolencia, en las buenas y =
en
las malas.
En términos cronológicos, la saga se
desarrolla en sólo cinco años y ocho meses, del 31 de marzo de
1906, año del nacimiento y la muerte de Savia Moderna, a noviembre de 1911, cuando Vasconcelos
fue electo tercer y último presidente del Ateneo de
Al igual que en la lectura, en la escritura uno
rememora con mayor precisión las circunstancias en las que un texto =
fue
escrito y las sensaciones que invocó, y no el contenido de és=
te.
Recuerdo que al redactar algunas de estas páginas alcancé la
máxima conjunción, pensar, sentir y escribir, y que és=
ta
se produjo en medio de un gran amor. Cyrill