[...] Seguramente, si yo le daba tantas vueltas al asunto era porque, en cierto modo, necesitaba despreciarme a mí mismo y consideraba que la ocupación de limpiador estaba muy por debajo de mi dignidad. Cuando llegó el momento de la verdad, sin embargo, disfruté de la experiencia, y me resultó especialmente sugestivo toparme con la indignación de los ancianos ya desde el mismo momento en que atravesaba el umbral de la puerta y preguntaba dónde estaba el cubo de fregar. Naturalmente, al principio me dolía toparme con semejante hostilidad, pero me empeciné en seguir adelante. La diversión empezaba cuando oía al anciano de turno llamar por teléfono al servicio de asistencia domiciliaria para quejarse de que le hubieran enviado a un varón. Había algunos que no estaban dispuestos a admitir tal cosa, por mucho ruido que hiciese el funcionario al otro lado del hilo telefónico. Me comunicaban entonces que me habían rechazado, pero yo me mantenía en mis trece e insistía en que tenía perfecto derecho de fregar. De modo que no me achantaba y exigía continuar en la lista de asistentes domiciliarios; tarde o temprano, alguna persona, hombre o mujer, incapaz de levantarse de la cama se avendría a aceptarme como algo natural, agradecidísima de que yo le hiciese la limpieza.
Así
siguieron las cosas por un tiempo: yo subía o bajaba en la lista de
solicitantes de empleo en función de cómo me recibían los ancianos al
preguntarles por la fregona, pues, cuando se ponían como fieras, conseguían
imponer su voluntad y que me diesen de baja. De ese modo fui dando tumbos,
arriba y abajo, al albur de los viejos o según las otras limpiadoras se
hartaban y dejaban el trabajo. Me encontraba en un círculo vicioso de
prejuicios y necesidades.
Y
entonces, de pronto, tuve la suerte de que en este país se gestase cierto
cambio en la forma de concebir los roles y la igualdad de derechos de ambos
sexos. Los psicólogos laboralistas consiguieron abrir una brecha en las
opiniones de los sociólogos y los ancianos, y así obtuve alguna ayuda en mi
lucha en pro de que una persona con apenas treinta años y poseedora de un
título universitario italiano pudiera disfrutar, pese a la autoridad y la
mentalidad de los ancianos, de los mismos derechos que un ama de casa con las
piernas destrozadas a la hora de ganarse la vida realizando trabajos de
limpieza, actividad que, por cierto, cambió de nombre y pasó a denominarse
«aseo de viviendas» y, después, «higiene doméstica».
Trabajar
en el servicio de asistencia domiciliaria no era algo de lo que se pudiese
presumir, pero para mí pesaban más los derechos que la dignidad cuando me ponía
a discutir con el funcionario de detrás de la mesa. Dicho funcionario, que en
realidad era una funcionaria, intentaba amedrentarme para que me largase,
simulando aconsejarme que no me dejase insultar ni tratar de un modo tan
injusto, ya que entonces estaría tan indefenso ante el servicio de asuntos
sociales como ante el departamento de asistencia domiciliaria. Esta vez fui yo
quien no se achantó ni dejó que le tomaran el pelo utilizando la simpatía y la
comprensión. No habría dejado la limpieza de suelos ni aunque me hubieran
ofrecido el decanato de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Islandia.
Por fin,
ahora que los varones podían fregar en pie de igualdad con las mujeres y trabajar
en la limpieza de las casas de los jubilados, acepté, encantado y modesto al
mismo tiempo, la tarea por la que había estado luchando durante meses, en lugar
de aprovechar la ocasión para dármelas de importante y, como suelen hacer
algunos, que gritan para festejar su victoria, vociferar que, por mí, podían
quedarse con las tipas esas de las piernas destrozadas, que yo ya había
encontrado un puesto mucho más digno. Para mí fue un motivo de sincera alegría
descubrir que en mi interior aún albergaba restos de ese deber heredado de la
fe que cantan los trabajadores de la viña del Señor. Así, corresponde a cada
persona aceptar con alegría cualquier trabajo que se le ofrezca, aunque le sea
desconocido, en cuyo caso no tendrá sino que esforzarse, y cualquier tonto, no
digamos una persona en la plenitud de su inteligencia, es perfectamente capaz
de aprender poco a poco con la experiencia, pues es cosa sabida que el tiempo
lo puede todo.
Un
domingo, papá y mamá quisieron hablar conmigo, aunque seguramente ya lo habían
decidido la noche anterior. Durante toda la mañana me trataron de un modo
bastante seco. De repente, por la tarde, después de tomarme la tercera taza de
café, los dos se dirigieron a mí al mismo tiempo, diciéndome que teníamos que
hablar de una cosa, y era que yo debía tomar inmediatamente alguna clase de
determinación, que ellos no tenían fuerzas ni capacidad para dedicarse a
cuidar, como si se tratase de un crío, a un hombretón que vivía encerrado en el
sueño de hacerse famoso sin mover un dedo, y que nunca llegaría a ser
catedrático de universidad, así que debía empezar a tomarme la vida en serio y
buscar en otros terrenos, pues, aunque en realidad éstos no ofrecían grandes
posibilidades, eran mil veces mejores que dedicarse eternamente a la asistencia
domiciliaria.
–¿Qué
crees que piensan nuestros conocidos cuando me preguntan a qué te dedicas, con
tantos años de educación a cuestas, y yo les respondo: «Trabaja en la
asistencia domiciliaria»? –preguntó papá casi sin atreverse a mirarme a los
ojos.
–No sé
para qué preguntan nada, si todo el mundo lo sabe –respondí yo, sin poder
aguantarme la risa ante lo embarazosa que parecía resultarle aquella situación.
–Tienes
que empezar a mirar a la realidad cara a cara –dijo mamá.
Sólo
respondí que agradecía aquel consejo tan original, pero que había heredado de
ellos el rasgo de que, cuando se me metía algo en la cabeza, no dejaba que nada
alterase mi decisión, y que por eso no había abandonado el rumbo elegido y
hasta me llamaba a mí mismo, con humildad y buen humor, «doctor en fregonas».
Con aquello terminó la conversación, sin haber avanzado un solo paso.
[...]
–Qué bien,
llegas justo a tiempo.
Puse cara
de expectación.
–Quizá
puedas meter un poquitín de ese sol italiano tuyo en el cubo de fregar de
nuestros clientes –añadió.
Me sentí
pletórico de una inspiración hasta entonces desconocida para mí, una
combinación de alegría y ridículo, no en relación con los demás, sino conmigo
mismo. De modo que, tras rellenar los impresos de acuerdo con las instrucciones,
le entregué mi nueva solicitud, en la que hice constar que podía ampliar mis
tareas en el servicio de asistencia domiciliaria, que, por ejemplo, podía
contartles a enfermos crónicos, ciegos, inválidos o paralíticos cosas acerca de
países lejanos, de mis propias aventuras amorosas, de hombres y mujeres llenos
de sensualidad, pobreza y suciedad, de los inolvidables tragos en tabernas
diversas, todo aquello, en fin, que les encanta oír a las personas obligadas a
llevar una existencia monótona. También añadí que podía leerles a los ancianos
libros de reciente publicación.
A la mujer
no debió de parecerle suficiente echar una ojeada rápida a los papeles que yo
había rellenado, así que, con todo detenimiento, los examinó junto con el resto
de la documentación.
–¿Sabrías
contar cosas sobre Capri? –preguntó.
–Naturalmente
–respondí.
No pareció
muy impresionada con mi respuesta; probablemente dudaba de su veracidad, pues
yo le había contestado sin pensar.
–Bueno –se
limitó a decir–, no tengo ni idea de tu capacidad para hablar de las maravillas
de Capri, pero he decidido examinar tus conocimientos profesionales.
Pensé que
la historia iba a repetirse y que no me ofrecerían nada.
–¿Sabes
retorcer bayetas? –me preguntó con expresión maliciosa, o, al menos, eso me
pareció.
–¿Quieres
que lo haga como mi madre, como las mujeres en general, como las extranjeras o
como los hombres? –le pregunté yo.
–Como tu
madre, aunque seas más bien un dulce papaíto que una auténtica ama de casa –me
respondió tajante e irónica.
Asentí con
la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo.
–Habrá que
examinarte con bayeta de fregar normal y corriente, y tendrás que meterla en el
agua con las manos –continuó, tan fría como antes–. Aún no conocemos la mopa,
como en Estados Unidos, aunque ya hemos encargado una remesa.
Pedí
mentalmente a Dios que me ayudara a retorcer la bayeta de la forma adecuada,
para que aquella mujer quedara conforme. Dios me respondió con un zumbido en
los oídos, que interpreté como que no me protegería por buena voluntad ni por
darme una alegría, sino porque en su caso lo hacía siempre sin más, hubiera o
no oraciones o presiones de por medio.
–Aguarda
un momento –dijo la mujer.
Hasta
aquel momento siempre la había visto sentada, con la parte inferior de su
cuerpo oculta tras la mesa, de modo que llegué al extremo de pensar en ella
como en un busto, pues sólo había podido verle la cabeza y el torso. Pero
entonces surgió de repente, del lado de la mesa donde se encontraba el monitor
del ordenador, si bien no se levantó. Así pude comprobar que no estaba sentada
en una silla de oficina normal y corriente, sino en una silla con ruedas que la
mujer propulsaba con un pie. Condujo la silla a una velocidad de vértigo hacia
la puerta, la cual abrió gritando:
–¡Rósbrún!
Dicho
esto, se dio la vuelta, regresó a su mesa, desapareció a medias tras ella y
dijo que enseguida acudiría el experto de la oficina de empleo. Asentí, y
entonces volvió a desplazarse entre las mesas a todo correr. Me causó gran
sorpresa la agilidad y la velocidad con las que conducía. Al principio
únicamente le vi una pierna, que manejaba a modo de timón moviéndola hacia los
lados, pero después reparé en la otra, de la que se valía para propulsar el,
por así llamarlo, patinete, que a todas luces no era un de ésos último modelo
con batería. No llevaba zapato ni calcetín en el pie de esa pierna, y éste
tenía una forma tan extraña que sus dedos parecían dedos de la mano pero
recortados por la penúltima falange, con los muñones unidos formando una
especie de pezuña.