Sobre los acantilados de marmol

1

 

 

Todos conocéis la fiera pesadumbre que nos sobrecoge cada vez que rememoramos tiempos de felicidad. De qué modo tan irrevocable se han ido para siempre y cómo estamos separados de ellos más inexorablemente que por todas las distancias. Además, en su resplandor póstumo las imágenes resaltan con mayor atractivo; al volver a pensar en ellas las recordamos como el cuerpo de una amada difunta, un cuerpo que yaciera bien hondo bajo tierra y cuya magnificencia, ahora más espiritual y excelsa todavía, nos hiciera estremecernos cual si viésemos un espejismo del desierto. En nuestros sueños sedientos palpamos una y otra vez cada uno de los detalles, cada uno de los pliegues de las cosas pasadas. Parécenos entonces que nosotros nunca tuvimos llena hasta los bordes la copa de la vida y del amor; ningún remordimiento nos devuelve, empero, las cosas que dejamos de hacer. ¡Oh si en cada uno de los instantes de felicidad fuera ese sentimiento una lección para nosotros!

El recuerdo de nuestros años dichosos se torna más dulce todavía cuando lo que acabó con ellos fue un horror repentino. Entonces es cuando caemos en la cuenta de que para nosotros los humanos es ya una gran suerte el mero hecho de pasar la vida en el seno de nuestras pequeñas comunidades, cobijados bajo un techo apacible, entregados a gratas conversaciones y saludados mañana y noche con cariño. Ay, siempre nos percatamos demasiado tarde de que ya con esas cosas se derramó copiosamente sobre nosotros el cuerno de la abundancia.

Así es también como yo vuelvo con mis pensamientos a los tiempos en que vivíamos en la Gran Marina; el recuerdo es quien saca a la luz el encanto que poseyeron. Es cierto que algunas inquietudes, algunos pesares parecían ensombrecernos a veces aquellos días y que, sobre todo, estábamos en guardia frente al Guardabosque Mayor. De ahí que viviésemos con cierta austeridad y nos vistiésemos con ropas sencillas, aunque ningún voto nos obligara a hacerlo. Ahora bien, dos veces al año, una en primavera y otra en otoño, nos entregábamos a los goces de la vida.

En otoño empinábamos el codo como personas sabias y hacíamos los honores a los excelentes caldos que se cosechan en las laderas meridionales de la Gran Marina. Cuando escuchábamos en los huertos, entre las hojas rojizas de las vides y los oscuros racimos de las uvas, las chanzas y gritos de los vendimiadores, cuando en los pueblos y aldeas empezaban a chirriar las prensas y alrededor de las casas de labranza flotaba cual un velo efervescente el olor del mosto nuevo, cuando eso ocurría, bajábamos a las casas de los taberneros, toneleros y vinateros y en compañía de ellos bebíamos de las panzudas jarras. En aquellos sitios encontrábamos siempre compañeros divertidos, pues es aquél un país rico y hermoso, de manera que en él florece el despreocupado ocio y son moneda corriente el ingenio y el buen humor.

Noche tras noche celebrábamos así alegres banquetes. Durante esas semanas los guardas de las viñas se visten con disfraces y, armados de carracas y escopetas, andan merodeando por los huertos desde el alba hasta la anochecida y mantienen en jaque a los codiciosos pájaros. Al atardecer regresan con perchas de codornices, tordos manchados y papahigos; poco tiempo después aparecen en la mesa sus capturas, servidas en grandes platos y dispuestas sobre un lecho de pámpamos. Con el vino nuevo nos gustaba comer también castañas asadas y nueces recién cogidas, pero, sobre todo, las magníficas setas —la blanca trufa, el delicado níscalo, la encarnada Amanita caesarea— que en los bosques de aquel país se rastrean con la ayuda de los perros.

Mientras el vino era dulce y conservaba el color de la miel, permanecíamos sentados en paz y concordia a la mesa, entretenidos en apacibles charlas; el brazo de uno reposaba a menudo sobre los hombros del vecino. Pero tan pronto como el vino empezaba a realizar su trabajo y a desprenderse de sus ingredientes terrenales, en nosotros se despertaban con toda su potencia los espíritus vitales. Entablábanse entonces brillantes duelos en los cuales el arma decisiva era la carcajada; en ellos se enfrentaban espadachines que se señalaban por ese modo libre y ligero de manejar los pensamientos que sólo se adquiere en una vida larga y ociosa.

Pero todavía más que esas horas, que se deslizaban rápidas en medio de un humor chispeante, apreciábamos nosotros el regreso silencioso a nuestra casa a través de los huertos y los campos; mientras el rocío matutino iba depositándose ya sobre las hojas multicolores, nosotros caminábamos sumidos en las profundidades de la borrachera. Una vez cruzada la Puerta del Gallo de la pequeña ciudad, veíamos brillar a nuestra derecha la orilla del lago, mientras que por la izquierda se alzaban, resplandecientes a la luz de la Luna, los acantilados de mármol. Entre esos dos puntos se extendían las colinas plantadas de vides en cuyas laderas se perdía el sendero que nosotros teníamos que recorrer.

A aquellos caminos van ligados recuerdos de unos despertares lúcidos, sorprendentes, que a la vez que nos llenaban de temor nos procuraban alegría. Era como si de los hondones de la vida emergiésemos a la superficie. Parecida a uno de esos golpes que nos sacan violentamente del sueño, caía allí en las oscuridades de nuestra embriaguez una determinada efigie; acaso la de uno de los espantapájaros que los campesinos de aquellas tierras colocan sobre altos palos en sus huertos; o tal vez la de un búho posado en lo alto de un granero, cuyos ojos amarillos permanecían muy abiertos; o, en fin, la de un meteoro que cruzaba la bóveda celeste chisporroteando. Pero en todos los casos nos quedábamos parados, como si nos volviésemos de piedra, y un escalofrío súbito nos recorría la sangre. Luego nos parecía que se nos habían otorgado unos sentidos nuevos para contemplar aquellos campos; los ojos con que mirábamos parecían estar dotados del poder de ver las luminosas venas de oro y de cristales que discurrían muy por debajo de la tierra transparente. Y entonces ocurría que se aproximaban a nosotros, como sombras grises, los genios del lugar, los cuales lo habitaban desde el inicio y tenían en él su morada ya desde mucho antes de que tañesen las campanas de la iglesia del monasterio y de que el arado roturara los campos. Aquellos genios se nos acercaban azorados, sus rostros aparecían toscos, como tallados en madera, y su expresión era alegre y terrible a la vez, en una coincidencia insondable; en aquellas tierras de viñedos nosotros los contemplábamos con el corazón lleno de espanto y, al mismo tiempo, de profunda emoción. A veces parecía que iban a hablarnos, mas pronto se disipaban cual si fueran humo.

En silencio recorríamos luego el corto camino que llevaba a la Ermita de las Rudas. Una vez encendida la lámpara en la biblioteca, nos mirábamos a la cara y yo notaba la intensa y radiante luminosidad que resplandecía en el rostro de mi hermano Otón. Mirando en tal espejo me percataba de que nuestro encuentro con los genios del lugar no había sido una alucinación. Sin intercambiar una sola palabra nos dábamos un apretón de manos y yo subía entonces al herbario. Tampoco más tarde hablábamos nunca entre nosotros de aquellas cosas.

Una vez arriba, permanecía largo rato sentado junto a la ventana abierta, muy sereno, y sentía en mi corazón cómo iban desenrollándose del huso de la Vida los dorados hilos de su tela. El Sol se alzaba luego sobre Alta Plana y los campos se iluminaban con su resplandor hasta las fronteras de Burgundia. Blancos y rojos brillaban entonces los salvajes peñascales y ventisqueros y en el espejo verde de la Marina se dibujaban temblorosas las altas orillas.

En el puntiagudo aguilón de nuestra Ermita comenzaban su jornada los colirrojos trayendo comida a su segunda pollada, que piaba de hambre; era aquél un piar que se asemejaba al ruido de los cuchillos cuando se los afila. Ringleras de patos se alzaban de los cañaverales de las orillas del lago y los pinzones y los jilgueros picoteaban en los huertos los últimos granos de uva que quedaban en las vides. Luego oía abrirse la puerta de la biblioteca y mi hermano Otón salía al jardín a mirar las azucenas.


 2

 

 

En primavera, por el contrario, empinábamos el codo como locos, tal como suele hacerse por aquellas tierras. Nos poníamos encima unas blusas multicolores, como las de los payasos, cuyas telas rasgadas brillaban cual plumas de pájaros, y nos cubríamos el rostro con unas caretas rígidas en las que sobresalía el pico de un ave. Luego caminábamos haciendo cabriolas, como si estuviéramos locos, y agitando los brazos a manera de alas bajábamos a la pequeña ciudad, en cuya Plaza Mayor se había plantado el alto Árbol de los Locos. Allí se celebraba a la luz de las antorchas el desfile de máscaras; los hombres iban disfrazados de pájaros y las mujeres usaban como disfraces los magníficos trajes de siglos pretéritos. Con una voz de falsete que imitaba, desfigurándolo, el sonido de los relojes de música nos gritaban ellas chanzas, a las que replicábamos nosotros con agudos chillidos de pájaros.

Pronto nos sacaban de las tabernas y bodegas las marchas tocadas por las emplumadas bandas. Los «jilgueros» tocaban flautas, de sonido delgado y penetrante; los «mochuelos», zumbadoras cítaras; los «urogallos», roncadores contrabajos; y la banda de las «abubillas» acompañaba sus desvergonzadas coplas con chillones organillos de mano. Mi hermano Otón y yo nos uníamos a los «picos negros», que marcaban el ritmo golpeando con cucharones cubas de madera, y dictábamos sentencias burlescas. Al beber había que poner cuidado, pues el vino teníamos que sorberlo de los vasos con unas pajas, a través de los orificios de la nariz abiertos en los picos de las caretas. Cuando la cabeza corría peligro de empezar a echar humo, nos refrescábamos lanzándonos a incursiones por los huertos y por los fosos de la muralla que rodeaba la ciudad; también nos agitábamos en las pistas de baile o nos acomodábamos en el cenador de un restaurante, al aire libre. Allí nos quitábamos las caretas y en compañía de un amorcillo fugaz dábamos buena cuenta de una ración de caracoles condimentados al estilo de Burgundia, que se nos servían en una enorme cazuela ventruda.

Hasta el amanecer resonaban por todas partes durante aquellas noches los estridentes chillidos de los «pájaros»; se los escuchaba tanto en las callejuelas oscuras como en la Gran Marina, tanto en los bosquecillos de castaños como en los viñedos; también llegaban chillidos desde las góndolas adornadas con farolillos venecianos que se deslizaban sobre la oscura superficie del lago, e incluso desde donde se elevaban en los camposantos los altos cipreses. Y como eco y réplica de tales chillidos se oía también siempre un grito asustado que huía. Las mujeres de aquel país son hermosas y están repletas de aquella dadivosa fuerza que el Viejo Petardero llama «la virtud que hace regalos».

Es cosa que vosotros ya sabéis: no son los dolores de esta vida, sino que son su exaltación y su fiera plenitud las que nos ponen al borde de las lágrimas cuando las recordamos. Muy dentro de mi oído permanecen aquellos juegos de voces y, sobre todo, el grito sofocado lanzado por Lauretta cuando se topó conmigo junto a la muralla. Aunque su blanco miriñaque con bordados de oro disimulaba sus formas, y aunque llevaba oculto el rostro por una máscara de nácar, en la oscuridad de la avenida de árboles yo la reconocí enseguida por su forma de mover las caderas al andar, y entonces me escondí taimadamente tras un árbol. Luego le di un susto imitando la risotada del pájaro carpintero y salí en persecución de ella agitando mis anchas y negras mangas. En la parte de arriba, en el sitio donde se alza entre los viñedos la Piedra de los Romanos, di alcance a la agotada criatura y temblando la estreché en mis brazos mientras inclinaba sobre su rostro el pico de mi máscara, de vivo color rojo. Y cuando como en sueños, y hechizado por un poder mágico, la sentí reposar así en mis garras, de mí se apoderó un sentimiento de lástima y sonriendo me subí hasta la frente la careta de pájaro.

Y entonces también Lauretta comenzó a sonreír y colocó suavemente su mano sobre mi boca, tan suavemente que lo único que yo oía en aquel silencio era su respiración, que pasaba por entre los dedos de su mano.


 3

 

 

Pero de ordinario vivíamos muy retirados, día tras día, en nuestra Ermita de las Rudas. La Ermita se levantaba al pie de los acantilados de mármol, en medio de una de esas islas rocosas que acá y allá interrumpen las tierras cubiertas de viñedos. El jardín de la Ermita estaba tallado en la roca y dividido en estrechas terrazas; junto al muro irregular que lo cercaba habían brotado esas hierbas silvestres que crecen en las grasas tierras de viñedos. A comienzos de la primavera florecían allí los azules racimos de perlas del jacinto Muscari y en otoño el alquequenje alegraba nuestros ojos con sus frutos, que brillaban cual rojos farolillos venecianos. Y durante todas las estaciones del año tanto la casa como el jardín tenían como orla las matas de color verde plateado de las rudas, que, cuando el Sol se hallaba en su punto más alto, desprendían un olor penetrante que ascendía en remolinos.

Al mediodía, cuando el mucho calor recocía las uvas, había dentro de la Ermita un frescor reconfortante, pues no sólo ocurría que los suelos se hallaban cubiertos de mosaicos al estilo del sur, sino que además algunas de las habitaciones estaban excavadas en la roca viva. Sin embargo, lo que a mí también me gustaba hacer a aquella hora era tumbarme en la terraza; allí oía, medio dormido, los cristalinos cantos de las cigarras. Luego invadían el jardín esas mariposas que llevan el nombre de «podalirios» y se acercaban volando a las flores, parecidas a platos, de las zanahorias silvestres, mientras en los acantilados tomaban el sol sobre las piedras los lagartos perlados. Y, por fin, cuando la blanca arena del Sendero de las Serpientes centelleaba incandescente a causa del intenso calor, por él empezaban a arrastrarse lentamente las víboras lanceoladas y pronto quedaba cubierto de ellas el camino, que semejaba una cinta llena de jeroglíficos.

Nosotros no sentíamos ningún miedo de aquellos animales, que en gran número tenían su cobijo en las grietas y hendiduras de la Ermita de las Rudas; antes al contrario, de día nos encantaban los coloreados brillos de su piel y de noche esos finos y sonoros silbidos con que acompañan sus juegos amorosos. A menudo pasábamos por encima de ellas y al hacerlo nos levantábamos ligeramente los vestidos; y cuando recibíamos a algún visitante al que le causasen pavor, las apartábamos del camino con el pie. Pero siempre recorríamos el Sendero de las Serpientes llevando a nuestros huéspedes cogidos de la mano; a menudo notaba yo entonces que también a ellos parecía transmitírseles un sentimiento de libertad y de danzarina seguridad, el mismo que nos sobrecogía a nosotros en aquel camino.

Muchas eran sin duda las cosas que contribuían a hacer tan confiados a aquellos animales, pero de no ser por Lampusa, nuestra vieja cocinera, difícilmente hubiéramos llegado a conocer su comportamiento. Durante todo el verano Lampusa colocaba cada atardecer, delante de la cocina excavada en la roca, una escudilla de plata llena de leche para las víboras y luego atraía a los animales lanzando unos gritos apagados. Entonces podía verse brillar por doquier en el jardín, con las últimas luces del día, un dorado remolino que aparecía tanto en la oscura tierra de los bancales de azucenas como en los macizos de color verde plateado de las rudas y también en las matas de los saúcos y de los avellanos. Luego los animales se acercaban a la escudilla, formaban a su alrededor el signo de una llameante corona de fuego y aceptaban la dádiva.

Mientras obsequiaba con leche a las víboras, Lampusa sostenía en sus brazos, lo hizo ya desde muy pronto, al pequeño Erio, quien acompañaba con su vocecita los gritos de ella. Más que asombrado me quedé un atardecer al ver al niño, que apenas podía tenerse en pie, sacar a rastras de la cocina la escudilla. Una vez que la tuvo fuera, se puso a golpear su borde con una cuchara de madera de peral; enseguida comenzaron a deslizarse de las grietas de los acantilados de mármol, resplandecientes, las rojas serpientes. Y como si me hallara soñando despierto, oí reír al pequeño Erio; estaba de pie entre los animales, sobre la apisonada tierra del patio delantero de la cocina. Las víboras jugueteaban a su alrededor y, erguidas a medias, movían con rápidos balanceos sus pesadas cabezas triangulares por encima de la cabeza del pequeño. En aquel momento yo me encontraba en el balcón y no me atreví a llamar a mi Erio; lo vi como si él fuera un sonámbulo que caminase por crestas abruptas. Pero entonces divisé a la vieja delante de la puerta de la cocina; Lampusa estaba allí de pie, con los brazos cruzados y una sonrisa en el rostro. Al verla se apoderó de mí el magnífico sentimiento de la seguridad en medio de un peligro llameante.

Desde aquel atardecer fue Erio el que, golpeando la escudilla de plata, nos avisaba de la hora de la cena. Cuando oíamos aquel sonido dejábamos el trabajo para recrearnos con la contemplación del obsequio que hacía a los animales. Mi hermano Otón se apresuraba a salir de su biblioteca, y yo, del herbario, y ambos nos instalábamos en el balcón; también Lampusa dejaba de lado sus tareas en el fogón y miraba al pequeño con una expresión de orgullo y ternura. Todos solíamos embelesarnos entonces con el celo desplegado por Erio en mantener el orden entre las víboras. Al poco tiempo ya sabía llamar a cada una por su nombre y, vestido con su chaquetilla de terciopelo azul con bordados de oro, daba saltitos a su alrededor. También cuidaba Erio de que todas las serpientes tuvieran su porción de leche y hacía sitio junto a la escudilla a las rezagadas. Para ello golpeaba en la cabeza, con su cuchara de madera de peral, a algunas de las que estaban bebiendo; y, cuando las golpeadas no dejaban libre el puesto con bastante celeridad, las agarraba por la nuca y con todas sus fuerzas las echaba a un lado. Aunque tratase con mucha rudeza a los animales, éstos siempre mostraban con él una completa mansedumbre, incluso cuando mudaban de piel, momento en el que son muy susceptibles. Los pastores, por ejemplo, no permiten que sus ganados pasten durante esa temporada en las cercanías de los acantilados de mármol, pues la picadura de una víbora derriba con la fuerza del rayo aun al más fuerte de los toros.

La serpiente favorita de Erio era la más grande y hermosa de todas, a la que mi hermano Otón y yo llamábamos Grifona; de las leyendas contadas por los viñadores dedujimos que aquel animal llevaba viviendo en las grietas de los acantilados desde hacía muchísimo tiempo. El cuerpo de las víboras lanceoladas es de un color rojo metálico y en el dibujo de su piel aparecen con frecuencia algunas escamas dotadas de un brillante resplandor de latón. Grifona, en cambio, tenía un hermoso brillo dorado, puro y sin manchas, un brillo que en su cabeza tendía también hacia el verde, como ocurre en las joyas, y eso incrementaba aún más su luminosidad. Cuando se enfurecía podía abombar el cuello y formar con él un escudo que en el momento del ataque refulgía cual un espejo de oro. A lo que parecía, las demás serpientes le tenían un gran respeto, pues ninguna se acercaba a la escudilla hasta que el dorado animal había saciado su sed. Entonces veíamos a Erio juguetear con Grifona mientras ella, como si fuera un gato, restregaba su alargada cabeza contra la chaquetilla del pequeño.

Una vez acabado aquello, Lampusa nos traía para cenar dos vasos de vino corriente y dos rebanadas de pan negro y salado.