Vivir es deslizarse, repetiste,
captar nuestra existencia
de soslayo
o verla desde lejos, en lo alto,
con la perplejidad del que contempla.
Los que te conocieron aseguran
que tu viviste así, que no hubo nada
ni nadie que pudiera desviarte
ni un ápice siquiera de ese trazo
que le diste por fin a tu camino.
Esa senda emboscada conducía
a una casa perdida entre los páramos.
Sobre aquel pedregal erosionado,
bajo la ardiente luz de los veranos,
una sombra precisa dibujaba
el estupor final de tu extravío.
En ese santuario estableciste
una visión del mundo peligrosa.
Rogabas a los dioses con frecuencia
que no nos castigaran con desgracias
(capaces en su ardor de
destruirnos)
sin antes enseñarnos lo importante:
la frágil transparencia de la vida.
Entra
la luz de la mañana y llena
de
limpia claridad toda la estancia.
Sigo
mirando y al hacerlo pienso
que
de esa realidad no soy consciente:
que
pasa sin que yo pueda hacer nada.
Y,
sin embargo, sé que está ahí,
latente,
a mis espaldas,
como
siento detrás el agua inmóvil
que
brilla en la piscina o esos árboles
de
troncos retorcidos donde viven,
su
vida vegetal dulce y secreta,
ignotos
animales de lo oscuro.
Una
mujer me habla y no la escucho,
aunque
sepa, en rigor, qué es lo que dice.
Grita
un niño en la calle y su chillido
encuentra
en mi silencio una respuesta.
Estoy
contra la luz y si me ciega
es
sólo porque tengo la memoria
de
su hiriente fulgor. Se ha proyectado
mi
sombra frente al muro,
allí
donde el olvido se escinde en dos mitades.
Los
contornos son nítidos; la precisión, extrema.
Recortan
sobre el blanco su luz negra.
Hago
un gesto. Por enésima vez tomo la senda
que
sale de mí mismo y en mí mismo
se
cierra, aunque sea en falso. Soy el sujeto
que
en su pasividad se hace materia.
Un
ficticio dolor recorre ahora
su
infinito trazado sinuoso.
Tengo
miedo a saber y, al mismo tiempo,
a
no reconocerme en lo sabido;
a
comprender por fin y a negar ese hecho
como,
llegado el caso, se negara
la
evidencia fatal de lo terrible.
He dejado la casa.
Se queda allí encendida
la ventana a poniente, el río desangrándose
a la hora rojiza de las últimas vísperas,
el viento batallando detrás de las persianas
en su eterno combate contra el día y la noche.
Dentro vive el vacío de las viejas estancias,
el silencio ominoso de las paredes blancas.
Quiero creer, no obstante,
que he traído conmigo
una parte siquiera
de su antigua memoria.
Retengo todavía algunas cosas:
la luz anaranjada del cuarto de los libros
que ilumina los versos de un antiguo poema,
el silencio levísimo que suplanta en
precario
el llanto y el dolor de nuestros hijos,
el sopor de la siesta serenado en el sexo,
las dudas suspendidas al filo del insomnio,
la conciencia de estar ocupando en el tiempo
lo que el tiempo consiente como vil simulacro
de esa vida más alta que, nos dicen, existe.
En las salas cerradas, no escucho esa palabra
que fue suma o señal de otros tantos
silencios.
Pertenezco a ese sitio donde fue pronunciada,
al lugar desolado donde habita la sombra
de unos años dejados a merced del olvido.
Dentro, las llamas de la hoguera,
sus formas cambiantes,
el crepitar ardiente de las ramas
—húmedas, verdes—, el sonido
lejano y ancestral que nos recuerda
un tiempo de intemperies y de bosques.
Dentro, una conversación
en la que alguien
susurra una verdad y, así, declara
un callado dolor,
una pena enterrada
en la región inhóspita
de la melancolía.
Dentro, la comida humeante,
el vino que refleja el color de los mares
cuando atardece en Grecia,
la carne que concilia
al hombre o la mujer que acaso fuimos
en un día que ya hemos olvidado.
Dentro, la luz
—de la lámpara, de la amistad, del fuego—,
el sueño cobijado entre los muros.
Fuera, la noche.