La
hora espera, 1
Partita, primera cuerda
Si el reloj se detuviera en el aire,
suspendido de pronto, si lograra hacer un retrato de su carátula en el punto
más alto, en la inflexión de la parábola que recorre su vuelo, sus manecillas
se detendrían en una hora precisa.
No sólo eso.
Las manecillas permanecerían, sí, en la posición
exacta de la hora en la que el hombre lanza el reloj al mar desde la punta del
muelle, para darle la espalda a ese tiempo, aunque pendientes también las
manecillas de su propia maquinaria descompuesta.
Congeladas en una hora las manecillas, en unos
minutos precisos, el instante que, ahora que se desprende del objeto largamente
atado a su muñeca, el hombre da la espalda al mar y a ese tiempo que vuela
interrumpido pretende, por fin, olvidar.
Mi nombre es, mi nombre hasta hoy era Lena Shul-Dunaluft y soy violinista,
no relojera.
La historia de ese hombre, la voz de Nicolás Shul-Dunaluft, mi abuelo, siempre
se me ha antojado como el sonido de la cuerda más grave de mi violín, el
instrumento que llevo atado a mi espalda junto con la urna en la que yacen sus
restos mortales, equipaje único en este viaje de una jornada al puerto.
Aquí, adonde hoy todos ellos regresan, exhumados de
distintos puntos del orbe, para descansar por fin en paz.
Aquí, adonde yo viajo por vez primera y ellos, los
míos, lo hacen por vez última.
Aquí, terruño de mi concepción.
Nunca conocí a mi abuelo, mi madre me habló poco de
él y tuve noticia reciente de sus últimos pasos por el puerto por el que ahora
yo me paseo, aquí de donde partió cuando se casó por vez primera con una mujer
hasta hoy desconocida.
Una mujer cuyo nombre, Lena Shul,
es, también hasta hoy, casi idéntico al mío, Lena Shul-Dunaluft.
Aquí volvió mi abuelo, sin ella, cuando estalló la
guerra.
Y de aquí se marchó para siempre Nicolás Shul-Dunaluft, solo, sin mi
abuela embarazada, su segunda mujer, nunca su segunda esposa, la dependienta de
la pensión Las Palomas, hoy derruida.
Ahora, hoy, recorro esos últimos pasos, vengo al
final del muelle, mi primera escala antes de llegar al cementerio.
Es temprano aún, los entierros tendrán lugar por la
tarde, hacia el ocaso.
Suena, resuena la primera cuerda de mi violín, la voz
de ese hombre, mi abuelo, Nicolás Shul-Dunaluft, cuya historia, el lapso de su existencia que me
compete, termina aquí, antes de que llegue al malecón y se interne en el mar,
sobre el mar, a lo largo del muelle.
Allí, alcanzado el extremo, la punta, sin más tiempo
que lo ocupe colgado de su muñeca, mi abuelo se retira, luego de tomar la
decisión, de encarar el olvido de aquel tiempo pasado, tras lanzar su reloj de
pulsera, descompuesto, al mar, gesto más dramático que simbólico.
El hombre se retira, pienso, y lo engulle la ciudad
en la que ahora vive, el puerto que pronto abandonará, según él, para siempre,
ignorante del retrato del reloj que vuela por el aire, allí, en el punto más
alto de la parábola que recorre antes de caer al mar.
Antes de hundirse.
Un retrato que imagino muchos años después, ahora,
durante uno de mis primeros momentos en el puerto del que siempre tuve noticia
y al que nunca antes había viajado.
Mi nombre era Lena Shul-Dunaluft y, como el propio violín que empuño y cuyas
cuerdas hago sonar, me siento más un instrumento que una protagonista de esta
historia, animada por cuatro voces ajenas a mi propia voz, la primera de ellas
la voz de mi abuelo, la más grave, la voz de Nicolás Shul-Dunaluft.
La imagen del reloj desprendido del hombre que se ha
retirado, que ha tomado la decisión de marcharse, de irse para siempre del
puerto, su patria chica, y dejar a una mujer embarazada, muestra las manecillas
fijas en una hora que comienza a ser olvidada.
Pero no muestra lo que en realidad, aquí de nuevo, me
importa.
Un suceso del que nadie en tierra se enterará.
Un lance quizás inexplicable y a la vez sin mayor
trascendencia, un hecho que nada cambia ya que nadie lo atestigua, tan sólo mi
mirada ubicua, entre ayer y hoy, ante el reloj recuperado.
Un reloj no del todo vencido por los elementos,
devuelto a mí tanto por el azar y la red de un pescador, como por simple
genealogía.
Un reloj y una hora, mi herencia.
Más allá del retrato imaginario que lo detiene en el
aire, que suspende por partida doble una hora olvidada, cuando el reloj cae por
fin al agua, se zambulle como un clavadista inanimado y comienza a hundirse, la
maquinaria revive de pronto, súbita.
El segundero se anima de nuevo, recorre la
circunferencia sobre la que se marca el tiempo.
La manecilla que anuncia los minutos avanza.
La hora cambia.
Aunque nada cambie, nada en realidad, cuando el reloj
alcance el fondo, no muy lejos de la punta del muelle desde donde fue lanzado,
y se detenga de nuevo para siempre o hasta que los elementos terminen de
consumirlo.
O hasta que las redes del azar los rescaten y los
hilos de la genealogía me lo devuelvan, traigan a mí esa hora que espera, la
pesca del día.
Pero quizá cuente más esa primera cuerda, lo que
tenga que decir la voz de Nicolás Shul-Dunaluft, mi abuelo, que la glosa que yo pueda hacer de su
diario, de la descripción del retrato de su reloj recuperado un minuto y más de
medio siglo después.
El reloj que, tras su vuelo por el aire y su
zambullida en el mar, se animó de nuevo para pasar de las 7:59, hora en la que
mi abuelo emprendió su viaje al eterno exilio, a las 8:00, hora en la que tomó
la decisión de no volverse, de no mirar atrás.
El momento de la hora por fin transcurrida, el final
de su espera, cuando mi abuelo se decidió a dejarlo todo, a abandonarme incluso
a mí, que ya me gestaba en el interior de mi madre y en el de mi abuela, dueña
de un nuevo apellido y nada más que eso.
Le cedo, pues, la voz a Nicolás Shul-Dunaluft, la cuerda más grave del violín que soy yo en esta
partita que interpretan un puño, un arco y unos dedos
que, nunca ajenos sobre mi mástil, me rebasan.