inmediatamente
El amor estaba en el aire, y los dos lo atravesamos de
camino hacia
–Estarás
nervioso –dijo Andrea, a unas dos caladas de camino.
–Sí –contesté–. Lo estoy. Es la primera vez que asisto a la
lectura de un testamento. Ni siquiera sabía que aún se hicieran esas cosas, que
se leyeran testamentos. Pensaba que, no sé, que eso sólo pasaba en las
películas. ¿Crees que acudirán todos de punta en blanco?
–¡Qué más da! –saltó Andrea. Arrojó el cigarrillo al suelo y
lo aplastó con el tacón del zapato, como en un paso de baile nuevo y desganado–. Mira –dijo, haciendo visera un momento con la
mano sobre los ojos, como si de hecho mirara algo. Volví la cabeza–.
Digo «mira» –añadió, ahuecando la
–Es que, de
hecho, no es mi padre –repuse.
Tres coches
pasaron de largo.
–¿Cómo que no es tu padre? –preguntó
Andrea–. ¿Pero qué dices? ¿Se puede saber qué quieres
decir? Es tu padre biológico y quien te ha criado, además de tu madre, y con
quien has vivido en la misma casa durante dieciocho años. Él es quien trincha
el pavo el día de Acción de Gracias, además, cuando lo conocí hace tres años y
dije un placer conocer a tu padre, él ni parpadeó siquiera. ¿Cómo puedes decir
que no es tu padre? ¿A qué viene eso?
–Yo qué sé
–contesté, y llegamos a
–¿Por qué te comportas de este modo? –preguntó
Andrea–. Nunca te habías comportado así. Normalmente
eres… no sé. Normalmente vamos a comer a algún bar, sacamos dinero del cajero
automático, no sé, eres una persona normal. ¿Qué te…?
–En un bar
no hay ocasión de comportarse así –repliqué.
–Calla, por
favor –rogó Andrea. Se frotó con la yema del dedo el párpado inferior, pero no
lloraba, simplemente daba un último retoque a su propio retrato pintado a dedo.
Ya estaba, asunto concluido–. Esto es peor que la
última vez.
–Creo que
mejor que vaya a eso yo solo –dije, acomodándome un poco más en el asiento–. Mejor que desandes la media manzana y vuelvas a
casa, que yo iré donde sea en este taxi. Luego vuelvo, o qué sé yo.
–Pero
¿qué…? –Andrea se quedó plantada en la esquina y se frotó de nuevo el párpado,
pero esta vez sí lloraba. Quién sabe por qué lloraría cuando llegamos a la
esquina de siempre y estábamos ya prácticamente dentro del taxi.
–Me voy –dije y cerré
–No se
preocupe –contestó y me miró por el espejo retrovisor, sonriendo cortésmente.
Sus ojos viraron de mi reflejo al reflejo del tráfico a nuestras espaldas con
el propósito de incorporarse a la circulación, y nos incorporamos, y fue
entonces, en ese instante, cuando, inmediatamente, me enamoré del taxista.
–He
cambiado de opinión –dije. Decidí entonces que no era momento de contárselo, aún
no. Su número de taxi era el 6J108. Vi que de nombre
se llamaba Peter, y el apellido daba la impresión de que alguien, en algún
lugar de Europa supongo, hubiera dejado caer el antebrazo sobre el teclado de
la máquina de escribir–. Lléveme a Penn Station. Tengo que ir a un
sitio. –Sentí el peso de la mentira que le había contado a Andrea, enorme e
inmerecida, y me juré que nunca volvería a hacer nada semejante. Pero no
contarle a Peter todo lo que albergaba en mi corazón no era mentir, ¿no? Era
ser oportuno, simplemente. Cuestión de tacto, nada más–.
Si le digo la verdad, no tengo que ir a ningún sitio. Sólo que creo que
debiera.
–Bien
–respondió. A Peter le daba lo mismo, y por ello lo quise aún más. Giramos a la
izquierda.
–Qué
luceros tan bonitos tiene –observé.
–Sí
–convino Peter–. Tiene una luz muy bonita. Desde que
la arreglaron.
–¿Ah, se los ha operado? –dije–.
Me parece muy bien. Algunos piensan que operarse de la vista es un acto de
vanidad, pero a mí no me resulta más vanidoso que comprar un jersey. Curioso
que estemos aquí hablando de jerséis, porque una vez perdí uno en un taxi. Era
de color azul, un azul muy bonito. Andrea y yo –
–¡Mierda! –exclamó Peter. Alguien que iba por delante había
hecho algo.
–Perdone
–me disculpé–. No quisiera distraerle. En resumidas
cuentas, que perdimos el jersey.
–Si no le
importa –dijo Peter, aproximándose a
El reloj
Peter se
volvió para mirarme y vi lo que le debía.
–Tome –dije
abriendo la cartera y le tendí un dinero. Fue un poco aventurado no fijarme en
qué billete le daba, pero quería hacerle saber que, por mi parte, la vertiente
mercantil de nuestra relación quedaba zanjada de una vez por todas–. Tome –repetí, por si no me había oído con el ruido
del camión de la basura que pasaba junto a nosotros–.
Ya. Ya sé que es más de
Peter
estaba ya fuera, mirando a un lado y otro de la calle, a la espera de que me
apeara
No os
aburriré con la descripción de Sal's. Peter abrió
–Dos cafés
–pedí al camarero de turno, y nos trajeron sendos cafés a la vez, exactamente
al mismo tiempo.
–Hummm… –masculló Peter. Parecía desconcertado.
–Entiendo –dije–. ¿Resulta apabullante, verdad? Perdone, ya me callo.
Hable usted. ¿Leche?
–Voy mal de
tiempo –dijo Peter, que lo prefería solo. Tomé nota para futuros cafés compartidos–. Tengo algo así como un horario que cumplir.
–Entiendo.
Si prefiere, nos lo tomamos con calma. Yo seguramente debería tomar un tren en
algún momento e ir a ver a mi padre y contarle lo ocurrido.
–Bien –dijo
él, pero noté que algo no iba bien. Peter miraba por encima de mi hombro,
agitando ligeramente la mano encogida en un puño, como si escribiera algo en el
aire.
–Supongo
que podría decírselo en una carta –convine–, si eso
facilita las cosas. –Llegó la cuenta y arrojé otro billete sobre ella sin echarle
un vistazo siquiera–. Pero, a decir verdad,
–Ya, hummm, bueno… –dijo Peter y apuró el café de un trago. Se
hacía el duro por si acaso, me di cuenta. Por si yo lo rechazaba. Deslicé la
mano sobre la mesa, por encima del billete, que entonces me fijé era de cinco
dólares, y quise tomarle la mano, adorablemente nervuda. Él la retiró y se puso
en pie de un respingo, como mordido por una serpiente.
–¿Pero de qué va –saltó–, de
maricón o qué?
–No, si
tanto le molesta –contesté. Permanecí allí sentado, levantando la vista hacia
él como si admirara un volcán, mi Vesubio, mi Mauna Loa, arrojando lava de amor
sobre esta fea, feísima ciudad–. Etiquetas, Peter.
Eso no son más que etiquetas, ¿entiende?
–¿Cómo demonios sabe mi nombre? –preguntó y retrocedió cinco
pasos. Tropezó con alguien, se volvió enseguida y amagó
una disculpa con
–¡Peter! –exclamé, pero Peter se iba de Sal's
sin mí. Atravesé a la carrera aquel tugurio infecto. ¿Qué pintaba yo en aquel
lugar? ¿Por qué no había mostrado un poco más de consideración para con Peter,
una ensalada, un sushi? Dinero no me faltaba. Estaba
dispuesto a gastármelo todo en él, mi Fuji, mi Etna, ¿qué más me daba a mí el
dinero? Mi padre no había fallecido, pero cuando lo hiciera, a buen seguro que
algo me tocaría, además, para ese entonces ya me habrían ascendido a encargado,
estaba convencido. Saldríamos adelante. La jungla inmobiliaria no podría separarnos–. ¡Peter!
Pero Peter
había llegado ya al taxi y miraba el suelo, sacudiendo la cabeza con un ademán
de cansancio y desprecio hacia sí mismo. Víctima seguramente de la negación, la
extenuante negación, o quizás hastiado ante la vista de todo aquel chicle
pegado en
–¡Peter!
Sin una respuesta, saltó al taxi con sus vaqueros negros y
se incorporó a la circulación, no sin antes, seguro, mirar por el retrovisor el
reflejo del tráfico que bullía en torno a ambos.
–¡Te quiero! –le dije a voces. Peter pasó de largo junto a
mí, y tras él un autobús con una estela de humo negro, como en las apariciones
de la reina malvada. Por un momento Penn Station se agitó convulsionada, una Penn
Station efervescente y gaseosa, pero en cuanto la
humareda se hubo disipado, el edificio apareció perfectamente erguido, tan
ufano como la verdad troquelada en caracteres perfectamente claros: 6J108.
Daría con él, mi volcán Santa Helena, lo encontraría dondequiera que fuera. Era
un punto de referencia. Agité los brazos en el aire, mostrando al tráfico mi
vértigo jubiloso: «Peter, Peter, Peter». Me quedé en la acera agitando los
brazos, moviéndolos como si fueran banderas, haciendo señales con ellos. Lo
llamé a voces, mi volcán activo, mi agujero en la acera que conducía al centro
de