Adverbios

inmediatamente

 

El amor estaba en el aire, y los dos lo atravesamos de camino hacia la esquina. Lo inspiramos, sobre todo yo: el aire también venía cargado de olores y pájaros, pero era el amor, estoy seguro, lo que bajaba dando tumbos hasta mis pulmones, vecinos y confidentes del corazón. Andrea era alta y gruñona. Yo, algo más bajo que ella. Andrea fumaba cigarrillos. Yo trabajaba en una tienda que vendía cosas. Durante todo el tiempo que duró nuestro amor, siempre nos acercábamos caminando hasta la misma esquina, calle Treinta y siete con cómo se llama… Tercera Avenida, de Nueva York, porque allí era más fácil encontrar taxi.

            –Estarás nervioso –dijo Andrea, a unas dos caladas de camino.

            –Sí –contesté–. Lo estoy. Es la primera vez que asisto a la lectura de un testamento. Ni siquiera sabía que aún se hicieran esas cosas, que se leyeran testamentos. Pensaba que, no sé, que eso sólo pasaba en las películas. ¿Crees que acudirán todos de punta en blanco?

            –¡Qué más da! –saltó Andrea. Arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el tacón del zapato, como en un paso de baile nuevo y desganado–. Mira –dijo, haciendo visera un momento con la mano sobre los ojos, como si de hecho mirara algo. Volví la cabeza–. Digo «mira» –añadió, ahuecando la palma de la mano sobre mi coronilla–, pero es sólo una forma de hablar. Mira, estoy procurando mostrarme amable, pero ahora mismo tengo la cabeza a pájaros, ¿entiendes? Me tienes asustada con tu comportamiento. Despierto esta mañana y me dices buenos días, y te digo buenos días, qué te apetece hacer hoy, y me dices pues creo que tengo que hacer una cosa, qué cosa, pregunto, y me sueltas: acudir a la lectura del testamento de mi padre, pero de qué estás hablando, salto, y entonces vas y me dices que tu padre ha muerto. Esta mañana me lo dices. El hombre se muere hace dos semanas y me lo cuentas esta mañana. Quiero pensar que su muerte te habrá dejado trastornado, pero está resultándome muy pero que muy, muy, muy, muy, muy difícil.

            –Es que, de hecho, no es mi padre –repuse.

            Tres coches pasaron de largo.

            –¿Cómo que no es tu padre? –preguntó Andrea–. ¿Pero qué dices? ¿Se puede saber qué quieres decir? Es tu padre biológico y quien te ha criado, además de tu madre, y con quien has vivido en la misma casa durante dieciocho años. Él es quien trincha el pavo el día de Acción de Gracias, además, cuando lo conocí hace tres años y dije un placer conocer a tu padre, él ni parpadeó siquiera. ¿Cómo puedes decir que no es tu padre? ¿A qué viene eso?

            –Yo qué sé –contesté, y llegamos a la esquina. La calle era una franja amarilla, de equis metros de anchura, compuesta de taxis y más taxis y algún que otro automóvil intercalado que no era un taxi, de modo que toda ella parecía una mazorca de maíz casi intacta. Alcé la mano y un taxi se detuvo. Abrí la portezuela trasera y Andrea se quedó mirándome sin moverse. Metí una rodilla en el vehículo, como sentándome, casi hincándome de rodillas como si el taxista, a quien en breve conoceréis, acabara de acercarme a la acera para que le pidiera matrimonio a aquella joven alta y gruñona. Pero ella no me habría dado el sí, me di cuenta. Nunca me daría el sí.

            –¿Por qué te comportas de este modo? –preguntó Andrea–. Nunca te habías comportado así. Normalmente eres… no sé. Normalmente vamos a comer a algún bar, sacamos dinero del cajero automático, no sé, eres una persona normal. ¿Qué te…?

            –En un bar no hay ocasión de comportarse así –repliqué.

            –Calla, por favor –rogó Andrea. Se frotó con la yema del dedo el párpado inferior, pero no lloraba, simplemente daba un último retoque a su propio retrato pintado a dedo. Ya estaba, asunto concluido–. Esto es peor que la última vez.

            –Creo que mejor que vaya a eso yo solo –dije, acomodándome un poco más en el asiento–. Mejor que desandes la media manzana y vuelvas a casa, que yo iré donde sea en este taxi. Luego vuelvo, o qué sé yo.

            –Pero ¿qué…? –Andrea se quedó plantada en la esquina y se frotó de nuevo el párpado, pero esta vez sí lloraba. Quién sabe por qué lloraría cuando llegamos a la esquina de siempre y estábamos ya prácticamente dentro del taxi.

–Me voy –dije y cerré la puerta. Andrea se quedó mirándome por la ventanilla como quien mira a la nada, tal vez. El taxista me preguntó que dónde me llevaba y contesté que a la Setenta y nueve, tras lo cual me disculpé por haberle hecho esperar de ese modo en la esquina y dije que le daría un par de dólares de propina o lo que fuera.

            –No se preocupe –contestó y me miró por el espejo retrovisor, sonriendo cortésmente. Sus ojos viraron de mi reflejo al reflejo del tráfico a nuestras espaldas con el propósito de incorporarse a la circulación, y nos incorporamos, y fue entonces, en ese instante, cuando, inmediatamente, me enamoré del taxista.

            –He cambiado de opinión –dije. Decidí entonces que no era momento de contárselo, aún no. Su número de taxi era el 6J108. Vi que de nombre se llamaba Peter, y el apellido daba la impresión de que alguien, en algún lugar de Europa supongo, hubiera dejado caer el antebrazo sobre el teclado de la máquina de escribir–. Lléveme a Penn Station. Tengo que ir a un sitio. –Sentí el peso de la mentira que le había contado a Andrea, enorme e inmerecida, y me juré que nunca volvería a hacer nada semejante. Pero no contarle a Peter todo lo que albergaba en mi corazón no era mentir, ¿no? Era ser oportuno, simplemente. Cuestión de tacto, nada más–. Si le digo la verdad, no tengo que ir a ningún sitio. Sólo que creo que debiera.

            –Bien –respondió. A Peter le daba lo mismo, y por ello lo quise aún más. Giramos a la izquierda.

            –Qué luceros tan bonitos tiene –observé.

            –Sí –convino Peter–. Tiene una luz muy bonita. Desde que la arreglaron.

            –¿Ah, se los ha operado? –dije–. Me parece muy bien. Algunos piensan que operarse de la vista es un acto de vanidad, pero a mí no me resulta más vanidoso que comprar un jersey. Curioso que estemos aquí hablando de jerséis, porque una vez perdí uno en un taxi. Era de color azul, un azul muy bonito. Andrea y yo –Andrea es la chica que le ha hecho esperar porque estaba cortando con ella– empezábamos a salir por aquel entonces. Hará unos tres años. De hecho, habíamos tomado un taxi en la misma esquina donde acabo de conocerle, Peter. Íbamos charla que te charla, camino de una fiesta. Creo que era una fiesta, el caso es que empezamos a besarnos, y ya se sabe cómo terminan esas cosas.

            –¡Mierda! –exclamó Peter. Alguien que iba por delante había hecho algo.

            –Perdone –me disculpé–. No quisiera distraerle. En resumidas cuentas, que perdimos el jersey.

            –Si no le importa –dijo Peter, aproximándose a la acera. Comprobé con consternación que ya habíamos llegado. Bajé la ventanilla para poder ver mejor. Penn Station dio un bandazo a la izquierda, y por un momento pensé que se había desatado otra catástrofe, pero sólo era yo, dando un bandazo a la derecha: Peter pretendía aparcar en el espacio que de milagro había quedado libre al otro lado de la calle, como un grano de maíz incrustándose entre dos dientes separados–. Tengo que tomar un café, así que pararé aquí, si no le importa.

            El reloj del taxi no había sido ajustado al horario de verano: marcaba las cuatro y cuarto cuando de hecho eran las cinco y cuarto. Seguramente Peter no habría tenido tiempo de cambiar la hora, o quizá fuera complicado, los relojes de los coches suelen serlo. No le di importancia. No debe dársele importancia a esas cosas, desde luego que no, porque encontrar fastidioso lo que de humano tiene un ser humano es encontrar fastidioso a todos los seres humanos, o al menos a aquellos que no saben cómo manipular un reloj. Si de verdad estás enamorado, tienes que amar al otro por entero. Cuando te propones embarcarte en un viaje para toda la vida con otra persona, no debe importarte si ésta cree partir una hora antes que tú, siempre que en verdad, en el mundo real, los dos emprendáis el viaje exactamente al mismo tiempo.

            Peter se volvió para mirarme y vi lo que le debía.

            –Tome –dije abriendo la cartera y le tendí un dinero. Fue un poco aventurado no fijarme en qué billete le daba, pero quería hacerle saber que, por mi parte, la vertiente mercantil de nuestra relación quedaba zanjada de una vez por todas–. Tome –repetí, por si no me había oído con el ruido del camión de la basura que pasaba junto a nosotros–. Ya. Ya sé que es más de la cuenta. Me encantaría tomar un café con usted.

            Peter estaba ya fuera, mirando a un lado y otro de la calle, a la espera de que me apeara del taxi y le acompañara. Al salir del vehículo, todo me pareció feo, los pegotes de chicle en la acera, la atmósfera llena de humos. Dicen que cuando estás enamorado de verdad, el mundo se torna sedoso y sublime, pero por lo que a mí respecta –con Peter, y, supongo, en una época más ingenua de mi vida, con Andrea y Bob Dylan–, lo que se torna es mugriento, y el objeto amado contrasta de forma brutal con el entorno. Eso es el amor, algo bonito en una calle fea, y ¿acaso no hay que recogerlo porque se presente en un taxi? Dicen que las cosas son de quien las encuentra, y yo deseaba que alguien me encontrara y me recogiera. Percibí, con ese contraste brutal, todos y cada uno de los detalles de la vestimenta de Peter, mientras él me indicaba cortésmente con la cabeza que lo siguiera y enfilaba hacia Sal's, un tugurio cutre y mugriento. Vaqueros negros. Una chaqueta así como verde oliva, con un siete en uno de los codos zurcido con cinta aislante. Bonito, bonito, bonito.

            No os aburriré con la descripción de Sal's. Peter abrió el camino en dirección a un apartado y yo, tras dudar de si osaba a sentarme a su lado en lugar de enfrente, opté por tomar asiento frente a él. Mejor darle espacio. No quería que el hecho de que, al parecer, yo ya no viviera en la Treinta y siete con la no sé cuántos supusiera la obligación de vivir juntos. Ya encontraría yo un estudio, algún alojamiento que alquilar mensualmente. Podrá sonar absurdo, pero cuando se vive en Nueva York, las decisiones inmobiliarias a menudo consiguen que cualquier otro problema que pueda surgir en una relación pase a un segundo plano y hacer que las cosas se pongan feas, feas.

            –Dos cafés –pedí al camarero de turno, y nos trajeron sendos cafés a la vez, exactamente al mismo tiempo.

            Hummm… –masculló Peter. Parecía desconcertado.

            –Entiendo –dije–. ¿Resulta apabullante, verdad? Perdone, ya me callo. Hable usted. ¿Leche?

            –Voy mal de tiempo –dijo Peter, que lo prefería solo. Tomé nota para futuros cafés compartidos–. Tengo algo así como un horario que cumplir.

            –Entiendo. Si prefiere, nos lo tomamos con calma. Yo seguramente debería tomar un tren en algún momento e ir a ver a mi padre y contarle lo ocurrido.

            –Bien –dijo él, pero noté que algo no iba bien. Peter miraba por encima de mi hombro, agitando ligeramente la mano encogida en un puño, como si escribiera algo en el aire.

            –Supongo que podría decírselo en una carta –convine–, si eso facilita las cosas. –Llegó la cuenta y arrojé otro billete sobre ella sin echarle un vistazo siquiera–. Pero, a decir verdad, es la mar de sencillo. Asombroso, ¿no le parece?, que algo que sucede tan a menudo pueda resumirse en dos simples palabras.

            –Ya, hummm, bueno… –dijo Peter y apuró el café de un trago. Se hacía el duro por si acaso, me di cuenta. Por si yo lo rechazaba. Deslicé la mano sobre la mesa, por encima del billete, que entonces me fijé era de cinco dólares, y quise tomarle la mano, adorablemente nervuda. Él la retiró y se puso en pie de un respingo, como mordido por una serpiente.

            –¿Pero de qué va –saltó–, de maricón o qué?

            –No, si tanto le molesta –contesté. Permanecí allí sentado, levantando la vista hacia él como si admirara un volcán, mi Vesubio, mi Mauna Loa, arrojando lava de amor sobre esta fea, feísima ciudad–. Etiquetas, Peter. Eso no son más que etiquetas, ¿entiende?

            –¿Cómo demonios sabe mi nombre? –preguntó y retrocedió cinco pasos. Tropezó con alguien, se volvió enseguida y amagó una disculpa con la mano. Era un desconocido. Había chocado con un extraño–. ¿Cómo demonios sabe mi nombre?

            –¡Peter! –exclamé, pero Peter se iba de Sal's sin mí. Atravesé a la carrera aquel tugurio infecto. ¿Qué pintaba yo en aquel lugar? ¿Por qué no había mostrado un poco más de consideración para con Peter, una ensalada, un sushi? Dinero no me faltaba. Estaba dispuesto a gastármelo todo en él, mi Fuji, mi Etna, ¿qué más me daba a mí el dinero? Mi padre no había fallecido, pero cuando lo hiciera, a buen seguro que algo me tocaría, además, para ese entonces ya me habrían ascendido a encargado, estaba convencido. Saldríamos adelante. La jungla inmobiliaria no podría separarnos–. ¡Peter!

            Pero Peter había llegado ya al taxi y miraba el suelo, sacudiendo la cabeza con un ademán de cansancio y desprecio hacia sí mismo. Víctima seguramente de la negación, la extenuante negación, o quizás hastiado ante la vista de todo aquel chicle pegado en la acera. El mundo se le venía abajo, también a él, pero mi amor deseaba echar a correr. Peter rehuía el compromiso, como buen soltero, pretendía pasar la vida eternamente a rebufo, recogiendo al primer extraño que le echara el ojo.

            –¡Peter!

Sin una respuesta, saltó al taxi con sus vaqueros negros y se incorporó a la circulación, no sin antes, seguro, mirar por el retrovisor el reflejo del tráfico que bullía en torno a ambos.

            –¡Te quiero! –le dije a voces. Peter pasó de largo junto a mí, y tras él un autobús con una estela de humo negro, como en las apariciones de la reina malvada. Por un momento Penn Station se agitó convulsionada, una Penn Station efervescente y gaseosa, pero en cuanto la humareda se hubo disipado, el edificio apareció perfectamente erguido, tan ufano como la verdad troquelada en caracteres perfectamente claros: 6J108. Daría con él, mi volcán Santa Helena, lo encontraría dondequiera que fuera. Era un punto de referencia. Agité los brazos en el aire, mostrando al tráfico mi vértigo jubiloso: «Peter, Peter, Peter». Me quedé en la acera agitando los brazos, moviéndolos como si fueran banderas, haciendo señales con ellos. Lo llamé a voces, mi volcán activo, mi agujero en la acera que conducía al centro de la Tierra. Yo sabía que si continuaba agitando los brazos el tiempo que fuera preciso, terminaría por parar junto a mí y me llevaría donde yo quisiera.