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Cambridge, abril de 2003
En matemáticas, las
revoluciones son silenciosas. No hay choque de ejércitos ni cañones. Sólo
merecen breves notas de prensa lejos de la portada. Son poco
atractivas. Igual que el frío y húmedo lunes por la tarde del 7 de abril de
2003 en Cambridge, Massachusetts.
Jóvenes y viejos atestaban la
sala de conferencias del MIT (Massachusetts Institute
of Technology). Había gente
sentada en el suelo, de pie en el
fondo de la sala y hasta en los pasillos. El ponente, el
matemático ruso Grigory Perelman,
vestía una arrugada chaqueta oscura y zapatillas deportivas, y paseaba de un
lado a otro mientras era presentado. Barbudo y calvo, con gruesas cejas y ojos
muy negros, comprobó el micrófono e inició un discurso vacilante: «No se me da
bien hablar linealmente, así que intentaré sacrificar la claridad en aras de la
agilidad». Las risas recorrieron la audiencia, y la conferencia dio comienzo.
Tomó un enorme pedazo de tiza blanca, y escribió una corta ecuación matemática
que tenía veinte años de antigüedad.1 La ecuación, conocida como flujo de Ricci, trata la curvatura del espacio como si fuera un tipo
exótico de calor, semejante a la lava fundida, que fluye desde las regiones más
curvadas y mira de extenderse sobre las regiones de menor curvatura.
Perelman invitó a
la audiencia a imaginar nuestro universo como un elemento del gigantesco
conjunto abstracto de todos los universos matemáticamente posibles.
Reinterpretó la ecuación como una descripción del movimiento de estos universos
potenciales, que comparó con saltos de agua cayendo por enormes precipicios
dentro de un paisaje gigantesco. Al moverse cada elemento, la curvatura dentro
del universo que representa varía, aproximándose a un valor fijo en algunas
regiones. En la mayoría de casos, los universos adquieren bellas geometrías,
unas semejantes a la geometría euclídea estándar que
estudiamos en la escuela y otras muy diferentes. Pero algunas trayectorias
cuesta abajo son problemáticas: los elementos que fluyen por ellas desarrollan
regiones matemáticamente malignas que se despegan, o aún peor. Pero no importa,
afirmó el ponente, podemos desviar estas trayectorias; y esbozó cómo.
La audiencia había acudido
atraída por un artículo que Perelman había colgado en
un portal de Internet en noviembre. La sección final de dicho artículo
sintetizaba un argumento que, de ser válido, demostraría una de las más
famosas, esquivas y bellas conjeturas de toda la matemática. Enunciada
en 1904 por Henri Poincaré, el matemático más
destacado de su época y uno de los más brillantes de todos los tiempos, la
conjetura de Poincaré es una osada especulación sobre
nada menos que la forma de nuestro universo. Pero no deja de ser una
especulación. El reto de demostrarla o refutarla, como un canto de sirena, ha
ejercido tal atracción sobre los matemáticos que la ha convertido en el
problema más famoso no sólo de la geometría, sino de la topología y quizá de
toda la matemática.2
En mayo del
2000, el Clay Institute,
una institución dedicada a la promoción y divulgación del conocimiento
matemático, incluyó la conjetura de Poincaré entre
los siete problemas del milenio, y ofreció un premio de un millón de dólares a
quien diera una solución.