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Nunca he visto un mapa de la ciudad. En cuclillas, detrás de
la barra, la mujer busca uno en el interior de una caja. Tiene que haber algo
por aquí, dice, aunque hace años que no veo ninguno. Ya casi no viene gente de
fuera a la ciudad. Su cabello es lacio, castaño, está sujeto en una cola de
caballo. Desde arriba puedo mirar el hueco que se forma entre el suéter y su
pantalón. Se asoma un tatuaje cerca de la cintura –un águila o un jeroglífico
oriental fragmentado geométricamente con tinta negra–.
Vuelve a meter en la caja los objetos que había extraído. Se incorpora y
despliega el mapa sobre los azulejos blancos y azules de la barra. Coloca una
taza sobre cada uno de los extremos para fijarlo. No hay más comensales. Aunque
es extraño, no le doy importancia.
La ciudad no es muy grande. Los arrecifes y un acantilado
ocupan el área septentrional. Al sur está la frontera con Hanning.
Una breve cadena montañosa la amuralla al este en un semicírculo tres veces
cerrado por los canales concéntricos de la ciudad. Estamos aquí –señala un
punto al noroeste–. En la península del país. En el
último resquicio del El bosque es todo esto –añade mientras recorre el contorno
del bosque con el dedo índice–. Nota que la línea que
describe con el dedo es redundante en el mapa, busca la taza y la sujeta con
ambas manos.
Tiembla ligeramente. Mientras bebe me mira como si quisiera
preguntarme algo. Hay un pequeño lago en el bosque, dice. En verano, cuando era
niña, casi no salíamos de ahí. Ahora la gente no va mucho. Hay menos familias.
Pocos niños. Los padres conviven menos con sus hijos. Es algo malo. Los jóvenes
son más solitarios, tienen menos curiosidad, menos dudas. Son más serios, más
independientes. Supongo que esto no es tan malo (que sean independientes,
quiero decir). Yo he trabajado desde los quince años y no me arrepiento. Ya no
sé lo que digo, disculpe. En todo caso es probable que el hielo no se haya
derretido.
Después de terminar la frase mueve la quijada de un lado a
otro. ¿Cuántos años tendrá?, ¿veinte, veinticinco? Me pregunta si es la primera
vez que estoy aquí aunque conoce la respuesta. Levanto la vista del mapa y
asiento con un gesto. ¿Usted tiene hijos? Niego con la cabeza. Lo siento, debo
parecerle indiscreta.
Viene tan poca gente a este lugar. Silencio. En sus ojos se
reflejan los ventanales que están a mis espaldas. Sonríe, vuelve a tomar la
taza con ambas manos y da un sorbo. Tiene las uñas muy cortas. Ya he puesto el
agua en el fuego, dice. Sus clavículas sobresalen de la elipse del suéter –un
suéter ligero de gimnasta, de bailarina–. Es extraño,
¿no cree? ¿Qué cosa? Lo que acabo de decir. Que puse el agua en el fuego,
sonríe.
Al fondo de la cocina hay una puerta. En el umbral veo a un
niño rubio y harapiento. Parece que acaba de despertar. Mira hacia el suelo.
Camina despacio con la mano derecha apoyada en la pared. Probablemente es su
hijo. La mujer eclipsa una parte del bosque al colocar la taza sobre el mapa.
Se dirige hacia el niño. Lo toma en sus brazos. El niño tiene la mano cubierta
de tizne. Se frota las mejillas. Se limpia en el suéter a la altura del
estómago. Ella lo reprende. Lo lleva hasta una pileta de agua y humedece una
toalla. Intenta limpiarle el rostro, pero el niño se resiste. Se apoya en ella.
Forcejean. Le limpia el rostro y las manos sólo a medias. La abraza, se acerca
a su oreja y murmura algo. Ella le da un beso en la cabeza. Impide que se lleve
las manos a la cara. Él le dice unas palabras que no alcanzo a escuchar. Lo
acaricia y le responde que más tarde. Le da un beso en la mejilla y lo baja.
Sin levantar la vista, el niño traza medios círculos con la punta del pie.
Parece aburrido. La respuesta de la mujer ha postergado sus planes hasta un
tiempo remoto, incalculable.
Más tarde, ha dicho ella.
El niño camina de regreso hacia la puerta del fondo. Esta
vez se apoya con la mano izquierda. Se demora en la textura de la pared, en las
grietas, en los pequeños orificios y salientes. A ratos sigue con las yemas de
los dedos la línea horizontal que divide el yeso del azulejo del muro. Llega a
la puerta pero no traspasa el umbral. Titubea. Se vuelve y se miran. Ambos
sonríen. Como si firmaran un acuerdo con ellos mismos de testigos. Ella lo mira
marcharse. Él sujeta el picaporte con ambas manos. Busca el borde de la puerta
con la mano izquierda. Entra en la habitación y cierra. Ella observa por unos
segundos más la puerta cerrada. Se vuelve y me sonríe. Su sonrisa es la de la
hija mayor que cuida de su hermano pequeño. La de la madre joven que piensa que
su hijo es especial. La sonrisa de una mujer hermosa.
La tetera comienza a silbar. La mujer se aproxima hacia la
estufa y gira la perilla para obstruir la salida del gas. El silbido desciende
hasta convertirse en lamentos sordos, gemidos de metal. Retira la tapa de una
jarra de porcelana amarilla. Vierte el agua. Inserta un filtro de acero que
contiene hojas de jazmín. Queda sujeto por un pequeño gancho al extremo de la
cadena que lo sostiene. Pone de nuevo la tapa y coloca la jarra con el té sobre
una bandeja en la que hay una taza de cristal, un plato en miniatura y una
servilleta.
Retiro el mapa de la barra y vuelvo a la mesa. La mujer me
trae un calentador con dos velas circulares debajo. Las enciende. Un minuto
después regresa con la bandeja. Apago momentáneamente el resplandor de las
velas al colocar la tetera sobre la base de metal. El té permanecerá caliente,
calculo, al menos una hora. Durante ese tiempo intento memorizar la ruta hacia
los canales –los nombres y la orientación de las calles–.
Registrar un camino preciso con un destino preciso. Una ruta trazada en la
mente que después se ejecute como una orden limpia e irrevocable. Sin
imprevistos.
Los vestigios del castillo están marcados como un sitio de
interés para los visitantes. De ahí se desprenden algunas veredas hacia el
bosque y otras hacia los canales y el centro de la ciudad. Unas líneas
punteadas indican su trayectoria y extensión. Entre los primeros dos canales
hay un área de restaurantes, el museo de Rhada y un
faro que es a la vez un mirador. En el lado oeste hay un parque con un lago que
en esta época puede ser una trampa, según ha dicho la mujer de la barra. Con la
excepción del punto que señala el embarcadero no hay otras indicaciones sobre
el tercer canal. Es ahí donde deben estar los barcos encallados. Lo deduzco por
las cartas de Banner.
Al reverso del mapa está el resumen de la historia de la
ciudad. Parte del texto es ilegible, parece tan viejo como Rhada
misma. Alcanzo a leer algunas frases y deduzco. La ciudad está inmersa en un
pasado de hegemonías superpuestas y épocas de bonanza que es difícil asociar
con lo que veo. El texto habla de un clima extraordinario, de pinturas famosas
y escritores. De invasiones. De defensas heroicas. De una historia que se mide
por fechas y nombres de batallas –la de los juglares, del ciprés, del mar de fuego–. La geografía de Rhada –su
altitud, su bosque, su proximidad al mar– resulta
privilegiada a los ojos de sus habitantes. Sin embargo lo que hace excepcional
a una ciudad no es su historia ni su descripción. Es el 15 instante en que
coinciden todos sus tiempos y espacios, y alguien es capaz de percibirlo.
La mujer de la barra ya no está. Debe haber ido tras el
niño. Vuelvo al mapa. Para llegar al tercer canal hay que rodear el bosque o
cortar por una tangente. Según lo dicho por Banner,
antes los autobuses hacían este recorrido. Ahora hay que hacerlo a pie o en
bicicleta acorde con los señalamientos. El que un habitante me lleve en su auto
no es una opción. Casi no hay autos en Rhada. Casi no
hay habitantes. Si no nieva puedo llegar allá en tres horas. Dejo el mapa y el
dinero del té sobre la mesa. Salgo.
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