Tirana memoria

Diario de Haydée

Viernes, 24 de marzo

 

Hace una semana se llevaron preso a Pericles. Yo creí que hoy lo pondrían en libertad, tal como sucedió en ocasiones anteriores, cuando luego de una semana de encierro volvía a casa. Pero ahora la situación es distinta. El coronel Monterrosa me lo confirmó este mediodía, en su despacho, con expresión compungida, porque él le tiene respeto a Pericles: «Doña Haydée, lo siento, pero la orden del general es terminante: don Pericles permanecerá detenido hasta nuevo aviso». Yo intuí que el general padecía otro enojo, otro miedo, desde que supe que a mi marido no lo encerraron en la habitación cercana al despacho del coronel Monterrosa, que es el jefe de la policía, sino que se lo llevaron a una de las celdas ubicadas en el sótano. Entonces, en ese primer día, el coronel me dijo que lo lamentaba, que la decisión de tratar con mayor rigor a Pericles procedía expresamente de arriba. En los encierros anteriores, mi marido podía ser visitado por algunos amigos, a quienes el coronel autorizaba, y siempre almorzábamos y cenábamos juntos en esa habitación, adonde yo llevaba la comida que preparábamos con María Elena. Ahora Pericles permanece completamente aislado en la celda y únicamente le permiten subir a la habitación una vez al día, a la hora de almuerzo, para que se encuentre conmigo. Pero yo no debería quejarme: la situación de don Jorge y de otros presos políticos es mucho peor.

Luego de hablar con el coronel Monterrosa regresé a casa y llamé por teléfono a mi suegro, para preguntarle si conoce las razones por las que Pericles no será puesto en libertad. Mi suegro me dijo que el general tiene sus motivos, que lo mejor que yo puedo hacer es esperar. No insistí. Mi suegro es hombre de pocas palabras, fiel al general y le molestan los artículos en que Pericles critica al Gobierno; en cada ocasión en que le he preguntado por qué se han llevado preso a mi marido, él sólo me ha respondido que todo desacato debe ser castigado.

Después llamé a casa de mis padres para contarles la mala noticia. Mi mamá me preguntó cómo se lo ha tomado Pericles. Le dije que me pareció que ya se lo esperaba, que su único comentario fue: «Se ve que el hombre tiene ahora mucho miedo». Mi marido nunca dice el general, ni el señor presidente, ni el brujo nazi, como lo llaman mi padre y sus amigos, sino que nada más le dice «el hombre». Mi mamá me preguntó si llegaríamos a cenar a su casa con Betito. Le dije que sí; Betito es el nieto favorito de mi madre y el más joven de mis hijos.

A la noche vinieron de visita los Alvarado, nuestros vecinos. Lamentaron que Pericles no haya sido puesto en libertad, aunque ellos son muy cuidadosos a la hora de expresar opiniones políticas. Raúl es médico, pero lo que en realidad le apasiona es la astronomía; tiene un telescopio y cuando se va a producir un fenómeno especial, de los que siempre está enterado, como una lluvia de estrellas, por ejemplo, invita a Pericles a pasar la noche en vela. Rosita, su mujer, me trajo unas revistas femeninas que ha sacado del Círculo de Buenos Vecinos, un club patrocinado por la embajada americana del que ellos son miembros, al cual yo quiero afiliarme, y que a Pericles no le hace ninguna gracia.

 

Sábado, 25 de marzo

 

Escribo este diario para paliar mi soledad. Desde que nos casamos, ésta es la primera vez en que he permanecido separada de Pericles más de una semana. Cuando era adolescente, escribí diarios, una docena de los cuales yacen apilados en mi baúl de los recuerdos; era la época en que me pasaba los días en mi habitación, leyendo novela tras novela, en un mundo de fantasía. Luego vinieron el matrimonio, los hijos, las responsabilidades.

Esta mañana, antes de que mi padre partiera hacia la finca, conversamos largamente. Le pregunté si se le ocurre una manera de presionar al general para conseguir la libertad de Pericles. Me dijo que en unos días habrá una reunión de la Asociación de Cafetaleros con el embajador americano, que él pondrá sobre la mesa el caso de Pericles como una muestra más de las violaciones a la libertad de prensa, que el dictador no se conforma con mantener preso a don Jorge, el dueño del Diario Latino donde publica mi marido, y con haber cerrado el Club de Prensa desde enero, sino que ahora también arremete contra los columnistas. Pero me advirtió que el brujo nazi ya está enloquecido y no escucha a nadie, «ni siquiera a tu suegro», me dijo. Mi papá respeta a mi suegro, aunque a veces lo llama «el coronel cascarrabias» y no le gusta su absoluta sumisión al general.

Al mediodía le llevé libros y tabaco a mi marido. Comimos en silencio. Luego le conté asuntos de familia; él me dijo que está harto de la falta de luz natural, de la humedad. No me gusta su palidez ni esa tos que se le está haciendo crónica. Me repitió que «el hombre» se siente cercado, desconfía de todos, de otra manera no lo hubiera mandado a esa celda del sótano, no lo mantuviera arrestado.

A media tarde pasó por la casa Clemen, mi hijo mayor. Está indignado porque su padre aún permanece en la cárcel. Le conté que su abuelo me ha recomendado esperar, que nada se puede hacer. Clemen es explosivo, poco prudente; estuvo lanzando insultos contra el general, llamándolo «dictadorzuelo de mierda», diciendo que ya nadie lo quiere en este país, que debe dejar el poder y largarse. Le recomendé que moderara su lengua. Me prometió que mañana domingo vendrá a almorzar con su mujer y los niños.

Hacia el final de la tarde llegó Carmela para que tomáramos un cafecito en la terraza; es mi mejor amiga desde la época del colegio. Trajo un delicioso pie de limón. Lamentó que Pericles aún no haya salido en libertad y me advirtió que otra vez circulan rumores sobre un golpe de Estado.

Hace un rato, cuando me disponía a sentarme a escribir, llamó mi hermana Cecilia. Le conté lo de Pericles, pero enseguida nos quedamos hablando sobre su calvario, porque la pobre está peor que yo: su marido, Armando, se ha convertido en un alcohólico consuetudinario, y cada vez que agarra la borrachera se vuelve agresivo, violento; nunca la ha golpeado, porque teme a mi padre, pero siempre se mete en graves problemas y termina en la casa de las mujerzuelas. Ellos viven en la ciudad de Santa Ana, donde nosotras nacimos y estudiamos, donde yo me casé con Pericles, donde está la vieja casona que dejó mi abuelo y que mi padre ha transformado en planta procesadora de café.

 

Domingo, 26 de marzo

 

Patricia habló por teléfono temprano en la mañana desde Costa Rica. Le dije que su padre aún permanece en la cárcel. Guardó un largo silencio. Ella es la más juiciosa de mis tres hijos, la que más se parece a Pericles, la más cercana a él. Me preguntó cómo anda de ánimo su padre. Le respondí que el ánimo no es el problema, sino la tos. Me contó que su marido padece también un fuerte resfrío. Patricia y Mauricio se casaron el 1 de diciembre pasado en San José; nosotros viajamos a la boda. Me pidió que la llame en el momento en que Pericles sea puesto en libertad. Pobre de mi hija: es la primera vez en que ella está lejos cuando su padre permanece preso.

Después fui a misa de ocho, como todos los domingos. Recé para que mi marido salga pronto de la cárcel, aunque él no crea en la religión ni en nada que tenga que ver con los curas. Siempre ha respetado mis creencias, así como yo respeto las suyas. A la salida de la iglesia, me quedé platicando un rato con Carmela y otras amigas. Me pidieron que las acompañara al Club, pero yo tenía varios asuntos pendientes en casa, sobre todo porque María Elena se ha ido a su pueblo. Un fin de semana cada mes ella va a casa de su familia, en las faldas del volcán, cerca de la finca de papá.

Pasé el resto de la mañana preparando un arroz con pollo y una ensalada de remolacha. Betito se había ido a nadar al Club y volvió un poco antes de las doce, para acompañarme al Palacio Negro, que es como llamamos a la sede de la policía. A Betito no lo dejan pasar a la habitación donde yo me encuentro con Pericles, sino que tiene que permanecer en la sala de espera. Es la orden del general: yo soy la única persona autorizada para ver a mi marido durante media hora al día. Pericles estaba de muy buen humor: supuse que tendría alguna buena noticia, pero no comentó nada. Yo estoy advertida de que nunca debo hablar de política durante mis visitas, porque las paredes oyen.

Clemen, Mila y mis tres nietos llegaron a la una en punto. Los niños son muy inquietos y mal educados. Marianito tiene cinco años, pero es un pequeño demonio; los gemelos, Alfredito e Ilse, tienen apenas tres años y parece que van por el mismo camino. Pericles pierde fácilmente la paciencia con ellos: no le gusta su carácter destructivo, caprichoso, berrinchudo. Dice que Clemen y Mila no son la mejor pareja. «Qué otra cosa podía salir de un liviano y una resbalosa», se quejó una vez con rabia luego de que los niños se metieran a su biblioteca y despedazaran varios de sus libros; yo le censuré semejante expresión. Esta tarde, desde que llegaron, recorrieron la casa llamando al abuelito. Cuando está tranquilo, Marianito es un niño muy tierno, dulce, y parece el retrato de Clemen a esa edad.

En la sobremesa, mientras Mila salía al patio en busca de los niños, que jugaban con Nerón, nuestro viejo perro, le pregunté a mi hijo qué pasaría con su padre si éste permanece detenido mientras se produce un golpe de Estado. Clemen dijo, terminante, que sería lo mejor, la forma más expedita para que Pericles recobre su libertad. Luego le pregunté qué pasaría con su abuelo, el coronel Aragón, que siempre ha sido tan fiel al general. Me respondió que eso dependería de la actitud que asuma su abuelo a la hora del golpe. Yo no comparto la seguridad de Clemen, la idea de que el mejor camino para que Pericles vuelva a casa sea un golpe de Estado. Me da miedo; preferiría estar junto a mi marido si algo así fuera a suceder. Yo no entiendo gran cosa de política, pero mi hijo es bastante atolondrado. Y el general tiene doce años de controlar este país con puño de hierro.

En la tarde fui al Club. Me enteré de que Betito había estado tomando cervezas con sus amigos del colegio, a escondidas, por supuesto, porque él sólo tiene quince años. Al regresar a casa lo reñí, le dije que debe tenerme respeto y no aprovecharse de la ausencia de su padre para hacer tonterías por las que éste lo castigaría en el acto. Pericles es muy estricto; hace años tuvo problemas con Clemen por ese mismo motivo.

Después de la cena, hablé por teléfono largo rato con mi suegra, Mama Licha, como le decimos todos. La pobre padece una artritis que le dificulta caminar. Me dijo que cada día le pregunta a mi suegro cuándo pondrán en libertad a Pericles y que el coronel sólo le contesta con un carraspeo de fastidio. Mi suegra adora a mi marido, su primogénito. Me preguntó por Patricia, se quejó de que ni Clemente ni Betito la hayan ido a visitar en las últimas dos semanas. Mis suegros viven en la ciudad de Cojutepeque, a cuarenta kilómetros de distancia, donde el coronel es gobernador.

Más tarde, mi mamá llamó para decirme que acababan de regresar de la finca, donde almorzaron con varios matrimonios amigos, incluidos míster Malcom, el encargado de negocios inglés, y su señora. Supongo que los hombres, como siempre, se la pasaron comentando con emoción los hechos de la guerra en Europa, y luego haciendo burlas del general y de su esposa; mi papá dice que los ingleses no se explican cómo el brujo nazi puede permanecer aún en el poder, por qué los americanos no hacen un esfuerzo definitivo para quitarlo. Mi mamá me preguntó si había alguna novedad sobre Pericles.

Raúl y Rosita vinieron un rato en la noche. Escuchamos la radio, tomamos chocolate y unas galletitas de vainilla muy sabrosas. Raúl tiene su consultorio de médico cirujano, pero también da clases en la universidad, donde, según dijo, el ambiente está caldeado y se preparan nuevas protestas contra el general. Ambos están preocupados porque Chente, su hijo mayor, estudiante de medicina, al parecer se está involucrando en la preparación de las protestas y se niega a acompañarlos a la playa durante estas vacaciones de Semana Santa.

 

Lunes, 27 de marzo

 

Es extraño cómo a veces siento nostalgia de la adolescencia mientras escribo este diario. Entonces recuerdo que en octubre pasado cumplí cuarenta y tres años, que tengo tres hijos y tres nietos, y que me he puesto a escribir como sucedáneo a las conversaciones con mi marido. Necesité de la soledad, de la prolongada ausencia de Pericles, para abrir este hermoso cuaderno y comenzar a deslizar el bolígrafo sobre sus hojas color hueso. Lo compré hace nueve años, en Bruselas, cuando ya nos habíamos instalado en la casa del Boulevard du Régent; entonces, en las mañanas, luego de que Pericles salía hacia la embajada y Clemen y Pati hacia el liceo, yo me iba a vagabundear un par de horas por la ciudad con Betito, quien a sus cinco años era muy chico para meterlo a un kinder en una lengua extraña. Compré este cuaderno en una tienda en los alrededores de la plaza Ste. Catherine. Lo vi en la vitrina, me encantó la ilustración en su tapa dura, y de inmediato me dije que lo compraría para escribir mis impresiones como extranjera en esa ciudad, una ilusión que me hice desde que cruzábamos el Atlántico en el barco. Pero nunca escribí en él hasta ahora.

Esta mañana, María Elena regresó de su pueblo más tarde de lo usual; por lo general a las ocho ya está en casa, pero hoy llegó casi a las once. Me explicó que Belka, su hija, sufre una fuerte gripe y tuvo que llevarla muy temprano a la clínica; Belka es una niña de seis años, vivaz y encantadora, que vive con los padres y hermanos de María Elena y a la que nosotros sólo tenemos oportunidad de ver cuando visitamos la finca de papá; la familia de María Elena siempre ha trabajado para mi familia. Le pedí que terminara de cocinar las albóndigas y el arroz que ya estaban en el fuego, mientras yo acomodaba las demás viandas en la cesta que diariamente le llevo a Pericles: el termo con café; huevos duros, leche y pan dulce para el desayuno, y los sándwiches de jamón y queso para la cena. Lo importante es que por nada del mundo tenga que probar la sucia comida del palacio.

Mi marido estaba muy molesto este mediodía: se ha enterado de que el general no lo mandó encerrar por su artículo crítico sobre las violaciones que perpetró a la Constitución para reelegirse como presidente de la república, sino que alguien le fue con el chisme de que Pericles ha aceptado formar parte del grupo de don Agustín Alfaro, el líder de los cafetaleros y banqueros que ahora adversan al general, la mayoría de los cuales son amigos de papá. Le dije que eso es una tontería, el mismo general sabe que éstos no simpatizan con las ideas de Pericles, a las que tachan de comunistas. Pero los chismes son los chismes. Y no sería la primera vez que eso sucede: hace unos años, cuando comenzaba la guerra en el Pacífico, el general encerró a Pericles una semana, sin motivo aparente, aunque después supimos que alguien le fue con el chisme de que mi marido propagó las versiones de que el general había diseñado un plan para el abastecimiento de submarinos japoneses en la playa de Mizata y otro plan para el desembarco de tropas japonesas en California, y que tales versiones habían predispuesto al Gobierno de Estados Unidos contra «el hombre». Esa acusación también era una tontería, pues todo mundo sabía entonces de las simpatías del general con los alemanes y los japoneses, y sobre esos planes de apoyo.

Al regresar a casa, llamé a mi suegra para contarle lo que me dijo Pericles, con el propósito de que ella se lo comunique al coronel, quien tiene acceso privilegiado al general. Mama Licha me dijo que lo haría sin dilación, que no es posible que su hijo esté preso por chismes estúpidos y que ya es hora de que sea puesto en libertad. Mi suegro pertenece a la vieja guardia militar, quienes apoyaron al general para que diera el golpe de Estado hace doce años y desde entonces le ha sido leal; tanto mi marido como mi suegra lo llaman «coronel», nunca por su nombre propio, al grado que yo misma desistí hace muchos años de llamarlo don Mariano o suegro, y sólo lo llamo coronel.

A media tarde fui a la mercería de las Estrada. Le voy a tejer un suéter a Belka; la pobrecita seguramente pasa frío y por eso padece tanto de gripe. La mayor de las Estrada, Carolina, fue mi compañera de colegio. Me ofreció una madeja de lana de un rojo carmesí muy hermoso; luego preguntó por Pericles, me dijo que no es posible que se cometan tales atropellos contra la gente decente, que ya nadie está de acuerdo con los caprichos de ese brujo. Luego pasé por la tienda de Mariíta Loucel, ubicada en el mismo edificio Letona, junto a la mercería de las Estrada. Para mi sorpresa me encontré a mi sobrino Jimmy, el hijo de Angelita, la prima hermana de Pericles. Mariíta y Jimmy hablaban en francés, en voz baja, sigilosos. Cuando me vieron entrar, guardaron silencio un instante, como si los hubiese sorprendido in fraganti, pero enseguida me saludaron, preguntaron por Pericles y comentaron los chismes del momento con aparente normalidad. Pero a mí me quedó cierta sospecha, aunque Dios me libre de pensar mal, que Mariíta es incluso un año mayor que yo y Jimmy tiene la misma edad de Clemen. A lo que me refiero es que a Mariíta se le conoce por sus posiciones contrarias al general, en tanto que Jimmy es capitán del Regimiento de Caballería.

Al salir del edificio Letona, me encontré con el maestro César Perotti. Me preguntó por Pati, lamentó una vez más que la boda de ella se haya realizado en San José de Costa Rica y no aquí, donde él gustoso hubiera participado interpretando sus mejores canciones. El maestro Perotti fue profesor de piano y de canto de Pati; siempre elogió la disciplina y las virtudes musicales de mi hija, a quien dio clases dos veces por semana durante cinco años. A veces me cuesta entenderle esa mezcla de italiano y español que habla tan atropelladamente. Pero en esta ocasión se abstuvo de sus gestos grandilocuentes, y ahí mismo, en la calle, en voz baja, me dijo que no me atormente por Pericles pues pronto las cosas cambiarán, que en todos los hogares de bien que él visita para impartir sus clases la gente expresa su rechazo hacia el general, que una situación así no puede durar mucho tiempo. En la Plaza Morazán tomé el taxi de don Sergio, el taxista de confianza de Pericles, un hombre silencioso como pocos en su oficio.

Fuimos a cenar con Betito a casa de mis padres. Les conté lo que me había dicho Pericles. Papá dijo que ese brujo nazi es un pícaro, y que como ahora quiere apropiarse de las ideas socialistas para perpetuarse en el poder, teme que mi marido desenmascare su farsa; luego volvió a vociferar contra el aumento en el impuesto a las exportaciones de café, un tema que lo saca completamente de sus casillas y que me hace temer que le dé un ataque mientras come; también se refirió a los rumores sobre un gran descontento entre los oficiales jóvenes del ejército por los bajos salarios. Después estuvimos hablando de la nueva casa que mis padres están terminando de construir en la colonia Flor Blanca. Mi papá quisiera traer mampostería directamente desde Italia, la tierra de su padre, pero no será posible por la guerra y tendrá que conformarse con lo que encuentre en el almacén de los Ferracuti. A mí me encanta la nueva casa, pero lamento que esté ubicada en las afueras de la ciudad, por lo que ya no será tan fácil ir caminando.

En la noche, Betito entró a mi habitación para entregarme una circular del colegio en la que solicitan la presencia de Pericles para tratar problemas relacionados con la conducta de mi hijo. Le pregunté si no le da vergüenza provocar semejante situación ahora que su padre está detenido. Me dijo que no ha sido su culpa, que el inspector le tiene ojeriza. Pericles es extremadamente riguroso en lo concerniente a la disciplina y le enerva que ninguno de nuestros dos hijos varones haya heredado esa virtud; sólo Pati se le parece en ello.

 

Martes, 28 de marzo

 

Como todas las mañanas, escuché en la radio los programas de Clemen. Mi hijo es locutor, lee las noticias en la YSP, pero también tiene una vena artística, actoral, por lo que participa en dos radioteatros. Pericles fue redactor jefe de esa emisora y le consiguió el empleo a Clemen. Yo doy gracias a Dios de que mi hijo parece que finalmente ha sentado cabeza. No quiso entrar a la universidad pese a las presiones de su padre, mucho menos a la escuela militar donde lo quería enviar su abuelo el coronel; intentó trabajar con papá en la administración de la finca y en la empresa exportadora de café, pero Clemen nunca ha sabido manejar el dinero y mi papá terminó echándolo de mala manera. Ahora por gracia de Dios ya lleva dos años en la radio.

Mi mamá me llamó después del desayuno para recordarme que en la tarde tendría lugar el té de despedida de soltera de Luz María, la hija de Carlota de Figueroa, que no se me fuera a olvidar; y pasó por casa a media mañana para que fuéramos juntas a buscar los regalos. Yo aproveché para entrar al almacén La Dalia a comprar los puros cubanos que le gustan a Pericles; don Pedro, el dueño del almacén, tan amable, me regaló un Habano especial para que se lo llevara a mi marido.

Llegué al Palacio Negro un poco antes de mi hora de visita, con el propósito de entrevistarme con el coronel Monterrosa. Don Rudecindo, así se llama el hombre, es un militar de origen humilde, como el general, y con muy mala fama, pero que a mí siempre me ha tratado con amabilidad. Le dije que ya era hora de que pusieran en libertad a mi marido, que él no ha cometido ningún crimen sino que sólo expresó sus ideas en un artículo. Don Rudecindo me dijo que él nada podía hacer y me aconsejó que tratara de hablar personalmente con el general; también me dijo que quizá lo mejor es que mi marido permanezca encerrado porque corren rumores de que los comunistas están preparando una conspiración contra el Gobierno y así Pericles no se verá involucrado. Las malas lenguas dicen que el general nunca le perdonará a mi marido el haberlo traicionado, el haberse convertido en un agente comunista. Pero la gente sabe que el general acusa de comunista a todo aquel que se opone a su Gobierno. No le conté a Pericles lo que me aconsejó don Rudecindo: de sobra sé que mi marido consideraría la peor traición que yo le pidiera el mínimo favor a «el hombre». A la salida del palacio le entregué unas monedas al sargento Machuca, quien se encarga de comprar los periódicos temprano en la mañana para entregárselos a Pericles.

La despedida de soltera de Luz María fue en el Casino. Mi hermana Cecilia vino de Santa Ana con un vestido nuevo, color verdeceledón y el corte muy elegante; ella es la mejor amiga de Carlota y por nada del mundo se perdería el té para la hija de ésta. Hubo un pastel de frambuesa exquisito; después algunas nos quedamos jugando canasta. Mis amigas me expresaron su pesadumbre por la situación de Pericles; contaron también nuevos chistes sobre doña Concha, la esposa del general, una mujer ordinaria e inculta que tiene cada ocurrencia y es la hazmerreír de la sociedad. Hubo también una discusión sobre si el doctor Arturo Romero es el político más guapo e inteligente del momento; don Arturo es un ginecólogo muy educado, suave, graduado en París y se perfila como el líder de la oposición al general. Carlota dijo que esta mañana se encontró al doctor en amena charla con Mariíta Loucel en la tienda de ésta, que hablaban en francés y detuvieron la conversación cuando ella entró; recordé a Jimmy y a Mariíta, aunque nada comenté. Mi hermana estuvo inquieta toda la tarde; vino de Santa Ana con Armando y éste se fue directo al bar Lutecia, donde le gusta beber hasta enceguecerse.

En la noche llamé a mi suegra para preguntarle si tenía noticias del coronel. Me dijo que éste le explicó que el general está ahora muy enojado, colérico, porque asegura que muchos de sus ex colaboradores conspiran contra él, pagados por un grupo de ricos y por los gringos, por lo que sería inconveniente sacarle el tema de Pericles, incluso contraproducente. Mamá Licha dijo que ojalá esta tormenta pase rápidamente para que el general entre en su periodo místico y ordene la puesta en libertad de mi marido. A veces no sé si mi suegra habla en serio o en broma. El general es teósofo, realiza sesiones espiritistas, cree en los médicos invisibles y exige que sus allegados lo llamen «maestro». Al principio la gente mostró respeto ante sus excentricidades, pero luego de que comenzó a dar sus conferencias todos los domingos desde el paraninfo de la universidad, y que retransmite por radio, nos dimos cuenta de que «el hombre» no está en sus cabales. Desde hace meses, esas conferencias son la comidilla para la chanza en las sobremesas del Club y del Casino el domingo en la tarde.

Mi hermana se ha quedado a dormir en casa de mis padres; Armando no ha aparecido ni aparecerá como no sea completamente borracho. Mi papá está que trina del enojo; la enviará mañana con su chófer de regreso a Santa Ana. Yo siempre le recuerdo a Cecilia que dé gracias a Dios porque sus hijos no han heredado la tara de su padre: Nicolás Armando es el empleado de más confianza de papá en el negocio del café, está muy bien casado y es un hombre responsable; también Yolanda y Fernandito son muy buenos muchachos.

 

Miércoles, 29 de marzo

 

Los amigos de Pericles llamaron esta mañana como si se hubiesen puesto de acuerdo, uno tras otro, haciendo las mismas preguntas, recibiendo las mismas respuestas. El primero fue Serafín, quien por ahora dirige el Diario Latino mientras don Jorge permanezca preso; después habló Mingo, el pobre me contó que el domingo y el lunes estuvo tirado en cama por un ataque de migraña; y por último el Chelón, el marido de Carmela. Los tres lamentaron una vez más la imposibilidad de visitar a Pericles a causa de la orden del general de mantenerlo aislado.

Serafín dice que siente un poco de culpa porque él también debería estar detenido, como responsable del periódico, aunque el artículo lo haya escrito Pericles. Le respondí tal como le dijo mi marido a don Rudecindo, cuando llegó apresado al palacio: a quien las autoridades deberían haber encerrado es a don Hermógenes, el censor, por no poner atención en su trabajo. «Ese tu viejo es incorregible», comentó Serafín, riéndose, porque el pobre don Hermógenes a veces parece empleado de Pericles, del miedo que le tiene. Y tanto Serafín como yo sabemos que ni él ni el censor tienen vela en el entierro, que la cuestión es entre el general y mi marido. Antes de colgar, me dijo que debemos estar atentos, en la ciudad circulan rumores y mucha gente tiene los ánimos crispados.

Mingo está preocupado porque a Pericles lo han encerrado en la celda del sótano. Hace años, Mingo estuvo detenido un par de días, en la habitación cercana a la del director; en esa época era el dueño del periódico Patria, en el que mi marido comenzó a trabajar cuando regresamos de Bruselas, luego de su renuncia como embajador. Mingo es un poeta muy sensible, de salud precaria, y aún recuerda con escalofríos el momento en que se lo llevaron detenido; pero el general le tuvo mucha consideración, porque entonces Mingo también practicaba la teosofía, aunque ahora ha regresado a la religión. Le dije que no se preocupara por el ánimo de Pericles, que éste es duro, resistente, no en balde se graduó como subteniente en la escuela militar; luego le pregunté por Irmita, su mujer, quien padece una enfermedad crónica en los pulmones, una especie de asma que asegura haber adquirido cuando vivió con Mingo en Ginebra.

Al Chelón le dije que si él había llamado era porque no tenía nada que hacer, que seguramente estaba de vago en espera de que la inspiración lo iluminara para pintar su próximo cuadro. Nadie está mejor enterado que él sobre los acontecimientos, gracias a Carmela, mi mejor amiga, con quien hablamos a diario. Luego le conté que mi suegra está esperando que al general le entre el periodo místico para que ponga en libertad a Pericles y que como él, el Chelón, es también un místico que cree en las fuerzas invisibles, debería invocar a esas fuerzas para que se le metan al general y le saquen todo el resentimiento que tiene contra mi marido. El Chelón es un pan de Dios, un artista, pero nada tiene que ver con la política.

No hubo novedad en la visita a mi marido. Le entregué los libros que me había pedido. Me dio una carta para Serafín, quien mandó a recogerla a casa en cuanto le avisé. A Pericles le conté que mi papá sigue presionando al abogado Molina, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, un timorato sometido al general, para que defina su situación jurídica, pues es ilegal mantener a alguien detenido tantos días, y bajo un régimen indefinido, por una supuesta violación de la ley de imprenta. Y es que el abogado Pineda, quien representa a mi marido y al periódico, se ha enfrentado a un muro infranqueable en los tribunales. «Perdóneme la expresión, doña Haydée, pero con este brujo la ley vale un carajo», me dijo la vez pasada con pesadumbre. Yo le pedí que siguiera presionando, que no se diera por vencido, aunque dentro de mí sé que Pericles no saldrá libre hasta que le pase la calentura al «hombre».

Clemen vino a casa después del mediodía, achispado, hablando hasta por los codos, como cuando le circula más alcohol del debido en la sangre y está a punto de cometer una tontería. Me aseguró que algo se está cocinando, que ahora sí el general se tendrá que largar, que le quedan pocos días en el poder pues los gringos ya se hartaron de él. Por un momento temí que Clemen tuviera alguna información precisa sobre una conjura o incluso que estuviera involucrado en ella, porque con los tragos se va de la lengua y podría terminar en la cárcel como su padre; hasta entonces no me enteré de que venía de un almuerzo ofrecido por la embajada americana a los periodistas nacionales. Le preparé un café muy fuerte, pero luego comenzó a cabecear y se quedó dormido en el sillón. Pobre mi hijo, tan parecido al tío Lalo. Lo dejé dormir aunque su ausencia pudiera causarle problemas en el trabajo; cualquier cosa es mejor que verlo bebido.

Cuando bajara la resolana, a media tarde, yo tenía pensado ir al banco y luego visitar a Carmela, pero preferí quedarme en casa hasta que Clemen despertara; no me gusta la idea de dejarlo a solas con María Elena. Después de hora y media volvió en sí, se quejó de que no lo hubiera despertado y salió a toda prisa hacia la radioemisora. Yo rogué que no se le ocurriera detenerse en el camino a quitarse la sed con una cerveza. Las razones por las que tenemos los hijos que tenemos siempre han sido un enigma para mí: ¿quién me iba a decir, cuando apenas era un bebé, que Clemen tendría tan pocos rasgos de carácter míos, de Pericles o de sus abuelos, y que más bien heredaría todo lo bueno y todo lo malo del tío Lalo, el menor de los hermanos de mi padre, simpático y tarambana, juerguista y faldero? Yo acepté la voluntad de Dios y me adapté; para Pericles ha sido más difícil. Mi papá dice que como al tío Lalo lo mataron unas semanas antes de que naciera Clemen, el espíritu de aquel se metió en éste.