En los ojos de los gatos

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Su nombre no le gustaba, encadenada desde su bautizo a él. ¿Por qué sus padres, influenciados por el abuelo, la nombraron Artemisa? Esa pregunta le crecía como los pechos. Lo invertía, lo partía, lo volteaba. Asimetría. Artemia. Artista. Arista. Arte y misa. Risa meta. Aparte de cuidar no mancharse la falda al menstruar, su nombre era su principal preocupación adolescente. «Así me trata. Trama seis», escribía en su cuaderno. Cuando logró entrar a la preparatoria número uno, Gabino Barreda, entre decenas de estudiantes, al llegar a clases, iniciadas en junio, éstos le parecían fanáticos del clásico Poli-UNAM sin partido de por medio. Ahí copió de largos pizarrones el horario matutino, sin tanto entusiasmo, pues llevaría doce materias. Empezó a sufrir once, con el falso pendiente de no tener profesor de literatura. Su grupo, conformado por una treintena de adolescentes, en su mayor parte jovencitas, obtuvo el obligado paseo de iniciación por patios rodeados de arcadas y murales de Orozco. Estaban en el plantel más importante de la Escuela Nacional Preparatoria, lo que había sido el Colegio de San Ildefonso. Lo más interesante para Artemisa: la visita al conservado salón Generalito, con sus altas sillas labradas y alfombras rojas, guiados por el profesor Donat, estudiante de arquitectura, quien pagaba sus estudios dando clases de historia. Luego de explicarles rituales coloniales y que ahí se reunían obispos, cardenales y frailes para condenar herejes, Donat levantó una trampilla, al fondo del salón. Un metro cuadrado de oscuridad. Descendieron con linternas por la pequeña escalera marina a las catacumbas, cuya exploración se cortaba en cierta zona, debido a una inundación de pestilente agua oscura. Durante la Colonia esas catacumbas se prolongaban hasta la Antigua Escuela de Medicina, antes Palacio de la Inquisición. Los arcos, cuya baja curvatura obligaba a Donat y sus alumnos al avance inclinado, el olor a humedad y encierro de lo viejo, fascinaron a Artemisa. Su rostro era cruzado por telarañas de seda que despegaba con repugnancia gozosa. Donat continuó: interrogados sin tortura, los herejes eran conducidos por esos recintos hacia los calabozos. Luego salían en otro palacio para ser torturados. Así los obligaban a admitir y detallar cómo los demonios se apoderaban de sus cuerpos. Llegaron, cien metros más adelante en el túnel principal, a la desviación cancelada por un grosero muro de tabique con el sello de la Compañía de Luz y Fuerza. Aún sobrevivía la inscripción en latín, incompleta, tallada en el cenit del arco: Sub forma viri... mulieris.. mortem... Ahí se llevaba a las mujeres de cuerpo bellísimo, acusadas de ser un demonio, un súcubo lascivo de apariencia femenina. Curiosa, Artemisa le preguntó si les hacían algo diferente a ésas. Él respondió que tortura sin derecho a salvarse por confesión; y que se les aplicaba sobre sus rostros seductores la Máscara de Bélial, demoniaca representación fundida en hierro con clavos en su interior, para destruir súcubos al primer golpe de mazo. Exceso mantenido nada más medio siglo, ya que a finales del xvii, aseguró Donat, se les mataba por ahorcamiento común, al igual que a sus gatos, ya que podían pasar sus almas pecadoras a esos animales.

–Menos mal –suspiró Artemisa, provocando más las risas de sus compañeras que de los hombres.

Otro día, cuando sus compañeros varones habían desaparecido de clase en clase para irse al billar de Dimas, situado frente al colegio; y las compañeras se habían marchado para contemplarse en los espejos del baño o beber café en su salón, Artemisa indagó con la profesora de Etimologías Grecolatinas acerca de su nombre. Feliz por la curiosidad adolescente aplicada a su odiada materia, la profesora, tras enormes lentes blancos de plástico, le habló de la hermana gemela de Apolo –Diana, le pusieron los griegos, Artemisa los romanos–, la diosa de los pies ligeros, quien convirtiera a Orión en constelación al arrojarle un escorpión azul por atreverse a retarla a lanzar el disco. Apenas nacida, en aquel océano de sangre y placenta del cual acababa de surgir, Artemisa ayudó a su madre, Leto, en el parto de su hermano gemelo. Tan cruel visión del lado siniestro del nacer, le quitó para siempre el deseo de ser madre. Su padre Zeus, le otorgó hijas simbólicas, un séquito de ninfas, sesenta oceánidas y veinte asias. Su castidad se convirtió en la luna de fría luz y es la esencia de la Diosa Blanca, modelo de valquirias, amazonas o desnudas hechiceras corriendo como lobas en noches medievales. Es Morgana la hermana incestuosa del rey Arturo y su cinturón de invisibilidad, modelo del de castidad. Es Circe, maga poderosa, capaz de convertir a hombres en cerdos.

Esa plática, en el pasillo de arcos y barandal de hierro, bautizado por el alumnado Zona Rosa, barrio de vanguardia, dentro del antiguo San Ildefonso, la confortó por llamarse así: Artemisa. La odiosa clase de Etimologías se convirtió en su favorita; le descubría los tentáculos de las significaciones: Mnemósine, fuente donde flotan partículas de vidas ya consumadas. Madre de las nueve musas, una titán más vieja que el tiempo, significó «memoria». Memoria pura, lista para reencarnar. En su manantial se bañan las almas después de cruzar el Leteo, río del olvido y regazo donde vuelve todo a la vida. Y ese semestre, para no olvidarse, Artemisa se juró que si tuviera hijas las llamaría también con algún nombre sustancial de diosa, semidiosa, ninfa o musa. Le gustaban Casandra, la adivinadora, o Eurídice, quien descendió al Hades infernal.

Aceptó su nombre de diosa.