1
Su nombre no le gustaba, encadenada desde su bautizo
a él. ¿Por qué sus padres, influenciados por el abuelo, la nombraron Artemisa?
Esa pregunta le crecía como los pechos. Lo invertía, lo partía, lo volteaba.
Asimetría. Artemia. Artista. Arista. Arte y misa. Risa meta. Aparte de cuidar
no mancharse la falda al menstruar, su nombre era su principal preocupación
adolescente. «Así me trata. Trama seis», escribía en su cuaderno. Cuando logró
entrar a la preparatoria número uno, Gabino Barreda, entre decenas de
estudiantes, al llegar a clases, iniciadas en junio, éstos le parecían
fanáticos del clásico Poli-UNAM sin partido de por medio. Ahí copió de largos
pizarrones el horario matutino, sin tanto entusiasmo, pues llevaría doce
materias. Empezó a sufrir once, con el falso pendiente de no tener profesor de
literatura. Su grupo, conformado por una treintena de adolescentes, en su mayor
parte jovencitas, obtuvo el obligado paseo de iniciación por patios rodeados de
arcadas y murales de Orozco. Estaban en el plantel más importante de
–Menos mal –suspiró Artemisa, provocando más las
risas de sus compañeras que de los hombres.
Otro día, cuando sus compañeros varones habían
desaparecido de clase en clase para irse al billar de Dimas, situado frente al
colegio; y las compañeras se habían marchado para contemplarse en los espejos
del baño o beber café en su salón, Artemisa indagó con la profesora de
Etimologías Grecolatinas acerca de su nombre. Feliz por la curiosidad
adolescente aplicada a su odiada materia, la profesora, tras enormes lentes
blancos de plástico, le habló de la hermana gemela de Apolo –Diana, le pusieron
los griegos, Artemisa los romanos–, la diosa de los
pies ligeros, quien convirtiera a Orión en constelación al arrojarle un
escorpión azul por atreverse a retarla a lanzar el disco. Apenas nacida, en
aquel océano de sangre y placenta del cual acababa de surgir, Artemisa ayudó a
su madre, Leto, en el parto de su hermano gemelo. Tan
cruel visión del lado siniestro del nacer, le quitó para siempre el deseo de
ser madre. Su padre Zeus, le otorgó hijas simbólicas, un séquito de ninfas,
sesenta oceánidas y veinte asias. Su castidad se
convirtió en la luna de fría luz y es la esencia de
Esa plática, en el pasillo de arcos y barandal de
hierro, bautizado por el alumnado Zona Rosa, barrio de vanguardia, dentro del
antiguo San Ildefonso, la confortó por llamarse así: Artemisa. La odiosa clase
de Etimologías se convirtió en su favorita; le descubría los tentáculos de las
significaciones: Mnemósine, fuente donde flotan
partículas de vidas ya consumadas. Madre de las nueve musas, una
titán más vieja que el tiempo, significó «memoria». Memoria pura, lista
para reencarnar. En su manantial se bañan las almas después de cruzar el Leteo,
río del olvido y regazo donde vuelve todo a la vida. Y ese semestre, para no
olvidarse, Artemisa se juró que si tuviera hijas las llamaría también con algún
nombre sustancial de diosa, semidiosa, ninfa o musa. Le gustaban Casandra, la
adivinadora, o Eurídice, quien descendió al Hades
infernal.
Aceptó su nombre de diosa.