Todos los cuentos

Mundo

 

Yo tenía quince años cuando me enteré de que el demonio se llamaba nylon y a él, y sólo a él, deberíamos achacar los malos tiempos que se avecinaban. Me dijeron también que el mundo era cruel y pernicioso. Pero eso lo sabía ya, mucho antes de atravesar la herrumbrosa verja del jardín, escuchar sorprendida el lamento de los goznes oxidados y preguntarme, bajo un sol de plomo y con el cuerpo magullado por el viaje, cuántas chicas de mi edad habrían franqueado aquella misma verja y escuchado el chirriante y sostenido auuuu..., un saludo que tenía algo de consejo o advertencia.

El conductor del coche de alquiler acababa de enjugarse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros y miraba hacia la abultada baca del Ford como si tomara aliento para emprender la parte más molesta de su cometido. Mi padre había apalabrado hasta el último detalle. Me conduciría a mi destino, acarrearía el equipaje a través del jardín hasta el portón de madera y entonces, sólo entonces, podía volver al coche y regresar al pueblo. Y aunque al principio el chófer protestó –se necesitaba por lo menos la fuerza de dos hombres para mover la pesada carga–, el tintineo de unas monedas primero y un expectante silencio después –el momento, imagino, en que mi padre tras rebuscar en sus bolsillos daba al fin con uno de esos billetes que por las noches gustaba de contar, doblar, desdoblar o mirar al trasluz– terminaron por disipar sus reticencias. Yo no asistí al pacto. Me hallaba en la habitación de al lado, en el dormitorio, sentada sobre la cama, sin acertar a pensar en nada en concreto, acariciando –aunque es posible que tampoco me diera cuenta– el traje de novia que había pertenecido a mi madre, y evitando mirar hacia la pared, donde estaban las fotografías de la boda, algunos grabados, un espejo. Pero sí podía oírlos. Y el propietario del coche terminó diciendo: «Bueno. Por tratarse de usted». Y luego: «Saldremos temprano, a las siete. No me gustaría sufrir una avería en la carretera bajo este sol de justicia».

No sufrimos ninguna avería pero tampoco nos libramos del sol, que cayó a plomo sobre el coche durante las cuatro horas que duró el trayecto. Yo iba detrás, tal y como había dispuesto mi padre, mirando a ratos a través de la ventanilla abierta pero contemplándome sobre todo en el retrovisor, el pelo despeinado por el aire, la cara bañada en sudor y los ojos vidriosos, pestañeando ante el polvo del camino, hasta que alcanzamos la carretera y el conductor, después de advertirme de que a partir de ahí la calzada no presentaba ningún problema y muy pronto entraríamos en la ciudad, encendió un cigarrillo y despreocupadamente empezó a cantar: Yo me quería casar... Pero se interrumpió de golpe y volvió a su mutismo. A través del espejo le noté confuso, molesto consigo mismo, sin saber si excusarse o no, fingiendo un ataque de tos que nos salvó a los dos de cualquier comentario. Estaba sudando, casi tanto como horas después, cuando acababa de acarrear mis enseres hasta el portón de madera, yo accionaba la campanilla y él, sabiendo que no tenía por qué permanecer allí un minuto más, pero al tiempo buscando una frase adecuada a las circunstancias, sólo acertó a pronunciar: «Bueno, pues nada, que le vaya bien». Y de nuevo confuso, molesto ante su redoblada torpeza, cabeceó a modo de despedida, deshizo el camino del jardín y, fuera ya de mi alcance, cerró la verja de golpe. Lo oí todo con nitidez. El golpe, los pasos, pero sobre todo el eco de los goznes oxidados. Un chirrido que ahora se traducía en palabras. Porque aquel auuuu que momentos atrás me pareciera un saludo, un consejo, una advertencia, se había transformado en adiooos. Un adiós sostenido, irrevocable, contundente.

Pero no tuve tiempo de preguntarme nada. De admirarme de que las verjas herrumbrosas pudieran hablar o de atribuir al calor una ilusión de los sentidos. Enseguida la despedida que me espetaba la cancela se mezcló con el saludo que una voz, desde lo alto, se empeñaba en repetir, y al que yo contesté con una frase aprendida. Y, tal como se me había dicho que iba a ocurrir, no vi a nadie, pero sí tuve la sensación de sentirme observada, no por un par de ojos, sino por cientos, por miles de ojos ocultos tras las celosías de las ventanas. Y esperé. No mucho. Sólo unos segundos. Pero el pesado portón no se abrió como yo había imaginado –con una llave también herrumbrosa, una vuelta, dos, tal vez hasta quince vueltas–, sino que de pronto me encontré ante un corredor fresco y umbrío, un juego de poleas maniobrando en silencio, y, al fondo, una silueta oscura que avanzaba hacia mí, con la frente muy alta y los brazos extendidos.

–Bienvenida, hija. Bienvenida seas.

Y enseguida, como también yo avanzara hacia ella, olvidada del viaje, del bochorno, de cualquier otra cosa que no fuera el agradable frescor que se respiraba en el pasillo, la voz añadió:

–Pero, Carolina, ¿cómo has venido tan ligera? ¿No has traído nada contigo?

Y fue entonces cuando contesté algo que durante mucho tiempo me sería celebrado, algo a lo que, en aquellos momentos, no concedí la menor importancia, pero que aún ahora, a pesar de los años, recuerdo como si fuera ayer y no puedo menos que reírme.

–Afuera –dije ingenuamente– he dejado el mundo.

 

 

Se lo había oído muchas veces a mi padre. Lo importante en la vida era entrar con buen pie. En el trabajo, en el matrimonio, en cualquier empresa que se acometiera. Pero, ¡oh amigos! (porque a mi padre, que casi nunca hablaba conmigo, le gustaba perorar algunas noches de invierno al calor de la lumbre, junto al párroco, la bibliotecaria, el farmacéutico, cualquiera de las escasas visitas que se decidían a atravesar los campos y llegar hasta La Carolina, la casa más alejada del pueblo), ¿cómo se conseguía tan rara y especial habilidad? Y entonces, después de remover las ascuas en silencio, recordaba en voz alta algunas ocasiones de su vida en las que había conseguido lo que había conseguido gracias a ese don, a ese aprovechamiento de la oportunidad, para terminar enumerando (y se refería a peones, a jornaleros, a vecinos) una larga lista de todos aquellos que jamás conseguirían lo que se propusiesen. Pero de reojo me miraba a mí. Y yo sabía entonces lo que el farmacéutico, el párroco o la bibliotecaria estaban pensando (porque de lo que no había ninguna duda es que no se entra en la vida con buen pie cuando tu nacimiento trae consigo la muerte de tu madre) y me apresuraba a rellenar las copas, a dejar la botella a su alcance y a retirarme al dormitorio.

Pero aquel día caluroso de agosto yo había entrado en mi nueva vida con buen pie. A madre Angélica le había hecho mucha gracia mi respuesta. No tuvo ningún reparo en confesármelo enseguida cuando, con ayuda de otras hermanas, entramos el baúl y, poco después, ya solas ella y yo, en su despacho de superiora: «Hacía tanto tiempo que no escuchaba esa palabra, que por un momento pensé...». Y se puso a reír. «Nunca hubiera creído que los jóvenes de hoy usaran aún ese término. Pero mira, aquí debe de estar...» Acababa de calarse unas gruesas gafas de carey y extendía sobre la mesa un manojo de llaves sujeto a un cordón que llevaba prendido de la cintura. Las pasó una a una hasta dar con la que estaba buscando. Una llave plana, achatada, muy semejante a otras, pero que no debía de usar con frecuencia porque ahora su rostro se había iluminado y, sin dejar de sonreír, abría un armario macizo y tosco, y se hacía con un libro.

–Mundo, mundo... Aquí está: «Baúl». Así de simple. Veamos ahora en una enciclopedia. Mundo: «Orbe»... No interesa...

Al principio no entendí muy bien por qué la abadesa se tomaba tanto trabajo en verificar algo tan sencillo. Pero con el tiempo, con aquellos años que tan lentamente transcurrieron, comprendería que a madre Angélica le gustaba leer, trajinar con libros, acariciar sus cubiertas y aprovechar cualquier ocasión para darle la vuelta a la llave y hacerse con aquellos tesoros que la vida de oración y recogimiento aconsejaba guardar sobre seguro. Entonces no podía saberlo. Entonces apenas si sabía que no debía dejarme impresionar por la vida de durezas y privaciones, que las superioras suelen exagerar para medir el ánimo de novicias y postulantes, que la vida en el convento no sería peor que un retorno a La Carolina, y que tenía que mostrarme dispuesta y obedecer en todo, no fuera que madre Angélica se arrepintiera de su decisión y a mí no me quedara más remedio que deshacer el viaje. Por eso recuerdo tan bien mi primer día en el convento. Palabra por palabra, silencio por silencio. La expresión de madre Angélica cuando le entregué el sobre. El leve temblor de sus manos y la rápida composición de su figura. Un ligero estremecimiento cuando, con los dedos jugueteando aún con el papel, la superiora mencionó al padre José. «El padre José», dijo lentamente, «nos ha hablado mucho de ti.» Y, en el breve silencio que siguió luego, mis mejillas encendidas, los ojos bajos, un remolino interior que amenazaba con delatarme, un nudo en la garganta que sólo se deshizo cuando la superiora prosiguió impertérrita. «De tu vocación.» Y entonces, súbitamente tranquilizada, asistí a la enumeración de privaciones y sacrificios, de horarios y tareas, tal como esperaba, tal como se me había dicho que sucedería. Pero la voz de la superiora era mucho más amable que la del padre José imitando la voz de la superiora. Y, fuera de aquel instante en el que sus manos temblaron levemente al tomar contacto con el sobre –con un temblor que yo conocía bien, el mismo con el que mi padre la noche anterior había contado billete tras billete o untado de cola el ribete del envoltorio–, todo en sus maneras parecía celebrar mi llegada. «Esto no es el castillo de irás y no volverás», decía ahora, risueña, como si durante largo tiempo hubiera esperado a pronunciar esta frase o recordara una vez, hacía ya mucho, cuando otra superiora pronunció esta frase. Y después: «Eres muy joven y te quedan algunos años para profesar. Pero no vamos a hacer ningún distingo. Tu vida será exactamente igual que la nuestra. Es mejor así. Desde el principio. Y si cunde el desánimo, ya sabes. Para ti las puertas están aún abiertas». Y yo asentía. Y ahora seguía la mirada de madre Angélica a través de una ventana entornada que daba a un huerto y observaba a una monja con mandil, arrodillada, recogiendo tomates, arrancando lechugas. Como doña Eulalia. De pronto me acordé de doña Eulalia y sus palabras al despedirme junto al coche. «Pobre niña, a ti también te han engañado.» Pero qué podía saber doña Eulalia de quién engañaba a quién, de cómo era yo, de lo que era capaz de imaginar aunque fuera en sueños.

–Sí. Eres muy joven aún... O tal vez no. Tal vez hayas llegado a la edad adecuada. Aquí no se envejece, ¿sabes?

La abadesa no esperaba ninguna respuesta. Acababa de abrir la ventana de par en par y parecía como si aquel huerto recoleto, rodeado de un muro, invadiera de pronto el oscuro despacho. En aquel momento la monja del mandil se había puesto a saltar. Ahora madre Angélica sonreía.

–Es madre Concepción. ¿Cuántos años dirías que tiene? Ni ella misma lo sabe. Entró aquí muy jovencita, como tú, mucho antes de que me hiciera cargo del convento. Por eso todas la llaman madre Pequeña.

Y luego, como si el exceso de luz la desviara de su cometido, volvió a entornar la ventana y me pidió la llave del mundo.