... –Y por si fuera poco, el Jefe
está, precisamente ahora, en África. Los servidores no saben cómo transmitirle
la noticia, te lo digo yo. Tampoco a Él saben cómo transmitirle la noticia. Es una mala
noticia, está claro que lo pondrá de mal humor. Pobres, están asustados –se oyó
bajo el tifón la voz del viejo–. Ahora es el momento.
La gran oportunidad para la conspiración. Para la traición. Para que los
subalternos cojan el timón. Un momento perfecto, te lo aseguro. Pero no lo
harán. Ya los eligen precisamente así –seguía hablando el viejo abogado
arrastrando las erres y con juvenil desenvoltura en su estilo de antes de la guerra–. A partir de mañana, una nueva estrategia. Vuelve
el Jefe. Visita a tal o cual hospital, instrucciones inestimables, asambleas, entrevistas
con los que se saquen vivos de los escombros. El cuidado paternal de los padres
de la nación, agárrate. Mañana vuelve a funcionar otra vez el molino de palabras.
Ya habían llegado frente al bloque
que buscaban y que ahí estaba, el terremoto no lo había derrumbado, al
contrario, se veía muy sólido. Subieron por la escalera a oscuras tropezando
con los montones de argamasa y de hierros. De vez en cuando, Tolea encendía una cerilla, de todas las viviendas salían
voces, la gente no se había acostado todavía, aterrorizada por lo sucedido.
Finalmente, llegaron a la última planta, la décima, en aquellas alturas tenía
su jaula la pianista.
Una vivienda elegante y pequeña. En torno a unas velas
rezaban seis o siete
personas. Absoluto recogimiento mientras la radio transmitía en francés
noticias del terremoto de Bucarest. No, la emisora nacional aún no había dado
la noticia, pero en el extranjero ya habían confirmado que efectivamente había
sucedido lo que habían experimentado unas horas antes, que las estaciones sismográficas habían registrado un grado muy alto en la escala Richter.
Permaneció en el umbral rehusando la
invitación que le susurró la figurita de porcelana llamada Paulina, la
pianista, de que se quedara con ellos.
–Mire, están diciendo que aún va a
haber una serie de temblores más pequeños, más vale que estemos juntos.
Sí, incluso él sentía el escalofrío;
una especie de extraña inducción del peligro flotaba en el ambiente, una
migraña obsesiva había acaparado los pensamientos y el cuerpo, en el que había
entrado profundamente la trepidación cósmica, la tos traumática de la tierra
enferma que había hecho estremecerse las murallas chinas de los pequeños
refugios ilusorios. Miraba desde el
umbral al grupo de jubilados, como si estuviera viendo a sus
padres y a sus tíos y tías tiempo ha desaparecidos.
La verdad era que no tenía ningunas
ganas de quedarse solo. Temblaba, el temblor de los muros y de la tierra se le
había metido dentro, pero no, no sentía la tentación de unirse a esos viejos
que imploraban la misericordia divina ni quería quedarse bajo ningún techo,
cualquiera que fuese, prefería callejear por el páramo nocturno de la ciudad. Estaban
tan concentrados en sí mismos y en la voz del lejano locutor que seguramente ni
notaron cuando cerró con suavidad la puerta.
Se asió con la mano derecha a la
baranda de la escalera.
Puso la gruesa suela del zapato sobre el primer escalón de
bajada. Un escalón normal, como en la subida. Buscó las cerillas que siempre llevaba
consigo. El fuego ancestral, la salvación. La primera no se encendió,
naturalmente. Lo intentó con dos más, lo logró. Bajo la pequeña llama de
fósforo miró el hueco de la escalera, sí estaba en orden, como en la subida. Dio un paso a
tientas sin volver a encender más cerillas, otro paso más, escalón tras
escalón.
Calma, las voces se habían atenuado,
de tanto en tanto parecía haber una vaga sordina. Planta 9, planta 8, 7, 5.
Cuando iba por la quinta planta, se
entreabrió una puerta. La oscuridad era total, pero sintió que en algún lado se
había abierto una puerta y se detuvo.
–¿Hay alguien en la escalera?
–preguntó una mujer.
–Sí, estoy bajando.
Pausa. Oscuridad magnética, la voz. Honda y
despaciosa.
–¿Tiene por casualidad una cerilla?
Impenetrable oscuridad, el latido de
la oscuridad, de las paredes y de las rodillas. Los dedos se atenazaron a la
baranda fría de la
escalera. La voz había enmudecido. Honda, joven, clara, un
chorro abrasador.
–Sí que tengo –contestó–.
Sí, tengo cerillas –repitió.
–El piso de la derecha. El primero
junto a la escalera. A
la derecha.
Una voz honda que llenaba de vaho
caliente la oscuridad.
Un paso atrás. La cerilla no se encendió. Otra. Dio la vuelta
con la cerilla delante de los ojos hacia la primera puerta a la derecha. Logró ver:
óvalo blanco blanquísimo, ojos grandes grandísimos, entre castaño y verde, y
el pelo, el pelo rojo, corto tieso rojo. Una gruesa
bata parecida a un albornoz y un hombro blanco blanquísimo. La cerilla se
consumió pero ya estaba en el umbral. La mano lo tocó, los dedos se enlazaron
en los suyos. Un tirón y adentro.
–En la escalera hay corriente. Las
cerillas se apagan.
Sí, había corriente en la escalera y
era imposible mantener encendida la llama.
La voz clara,
honda, dedos delgados, huesudos, poderosos, pelo corto, tieso, rojo, echando
lumbre. Intentó encender otra cerilla.
–No, aquí no.
Voy a buscar una vela.
Y lo llevó de
la mano a remolque por un estrecho recibidor hasta el dormitorio. Pasó a otra
habitación, a buscar velas.
–No, no
encuentro ninguna. Enciende una cerilla, por favor.
La cerilla se
encendió pero se apagó enseguida. Otra, una llama mínima recortó una pequeña
zona de penumbra. Se miraron. Diríase que sonreían. Pálidos y emocionados. Sí,
era delgada y alta. La bata blanca se movía levemente sobre las piernas
enfundadas en medias negras. El rostro oval, pálido y alargado y los ojos grandes grandísimos
y el corte de
pelo varonil. La cerilla se apagó quemándole los dedos. Fue a encender otra
pero la palma fría y suave de la mujer le cubrió la mano. Los dedos atenazaron
fuerte muy fuerte y luego se soltaron. Los botones, la cremallera, la bufanda,
la correa, los pantalones, el abrigo, el jersey, la camisa. Los labios
pegados a los suyos, inmóviles, sin besar. Lisos, vibrantes. La respiración
joven, lenta, los pezones tiesos. Pechos fríos y lisos, lengua fuerte, larga,
impaciente.
Las manos de ella palpaban febriles,
el cuerpo le temblaba. La voz reposada, el cuerpo asustado. Los dedos de ella
se deslizaban veloces por la espalda del desconocido, por el pecho, por las
caderas y más abajo. Alta y joven y desnuda, pegada al cuerpo extraño del
extraño. Excitada y ansiosa, exigía confirmación, alianza. Un breve escalofrío,
había tocado el sarmiento enclenque y esmirriado y lo abarcaba en el hueco de la mano. Sólo entonces
besó la boca del hombre, un beso imperioso, sin pasión, una especie de pacto de
urgencia. Sostenía con la mano, como si fuera un tubo de reanimación, a la pitón. Tensa a más no
poder. La apretaba fuerte, muy fuerte.