Lo que en nosotros vive

Vámonos de aquí

Estoy a bordo de las veintidós mil toneladas de orgullo de la marina mercante española, el Marqués de Comillas de la Compañía Transatlántica. Agosto de 1940. Con lo que ha quedado de la familia, desde la cubierta de primera clase de la mole de hierro, miro el ajetreo del muelle asomando los ojos por entre los barrotes de la barandilla a cuyo pasamanos aún no llega mi cabeza de ocho años. A la emoción de estar embarcado se une otra satisfacción: saber que en uno de los bolsillos de mi pantalón corto, sujeto por una cadena de oro prendida a una de las presillas del cinturón, llevo el imponente reloj de oro de mi abuelo, el de los días de fiesta, un Longines pesadísimo, con sus dobles tapas y su caja de música, que da las horas como el Big Ben de Londres. Esa misma madrugada, al acabar de hacer las maletas en el hotel, me lo ha puesto mi abuela con toda clase de explicaciones acerca del cuidado que debía tener. Había temor en aquellos días a que en los registros de los equipajes, en la aduana de salida, se requisasen los objetos de valor que no fuesen de uso personal. Así que ahí estaba yo, orgulloso portador de un reloj de oro, contentísimo de haber subido a un transatlántico por primera vez, y verdaderamente ufano esperando el momento de verlo por fin separarse del muelle. Vamos a estar muchos días sin ver tierra; nos vamos a América.