Introducción
Vivir
con la diferencia
La sociedad multicultural parece haber sido
abandonada nada más nacer. Considerada inviable, ha sido olvidada a su suerte,
y su muerte, como consecuencia de este rechazo, se proclama a voces por todas
partes. Su cadáver yace en medio de las múltiples ansiedades que despierta la
«guerra contra el terror». La indiferencia institucional y el resentimiento
político son los criminales sanguinarios que se encuentran detrás de su
fallecimiento. Ambos han sido alimentados por la destrucción de los estados del
bienestar y el menoscabo del bien común, por la privatización y la mercantilización. El
poder imperial resurgente de Estados Unidos ha convertido el multiculturalismo
en un aspecto más de la confrontación entre civilizaciones integrales e
incompatibles, y ha transmitido una negatividad añadida a un proceso
poscolonial ya de por sí delicado. En toda Europa, triunfan en las encuestas
los partidos políticos que expresan el rechazo popular hacia la inmigración. La
xenofobia y el nacionalismo prosperan. En Gran Bretaña, las dificultades que
surgen de lo que se percibe como la obligación poco realista, e incluso
desagradable, de compartir pacíficamente un mismo espacio con extranjeros o
extraños vienen a confirmar de alguna manera la realidad de estas tristes
tendencias. Parece así que cualquier deseo de combinar la diversidad cultural
con un orden cívico acogedor (que esté dispuesto, por ejemplo, a traducir sus
propios conceptos locales a otros idiomas o a ver la inmigración como un valor
potencial y no como una clara derrota) debe ser objeto de sorna y ridículo.