Aunque hablase las lenguas de los
hombres y de los ángeles, si no tuviese dinero, soy como campana que tañe o
címbalo que vibra. Aunque tuviese el
don de la profecía y conociese todos los misterios y toda la
ciencia, aunque tuviese tanta fe que pudiese mover las montañas, si no tengo
dinero, nada soy. Aunque distribuyese todos mis bienes entre los pobres, y
entregase mi cuerpo a las llamas para que lo consumiesen, si no tengo dinero,
nada me aprovecha. El dinero es paciente, es servicial; el dinero no es envidioso,
no es jactancioso, no es insolente; es decoroso; no busca su interés; no se
irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra con la injusticia, se alegra con
la verdad. Todo
lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta... Ahora, subsisten la
fe, la esperanza y el dinero; pero el más importante de los tres es el dinero.
Primera
carta a los corintios, 13 (adaptada)
I
El reloj dio las dos y media. En la pequeña trastienda de la librería del
señor McKechnie, Gordon Comstock, el último miembro de la saga de los Comstock,
que a sus veintinueve años se le veía bastante avejentado, estaba recostado
sobre el escritorio y mataba el aburrimiento jugando con un paquete de
cigarrillos Player's Weights de cuatro peniques, que abría y cerraba con el
pulgar.
El sonido de las campanadas de otro reloj más lejano, el del
Prince of Wales, un pub situado al otro lado de la calle, sacudió el aire
estancado de la tienda.
Gordon hizo un esfuerzo, se enderezó en la silla y se guardó
el paquete de cigarrillos en el bolsillo interior de la chaqueta. Se moría de
ganas de fumar, pero sólo le quedaban cuatro pitillos. Era miércoles y no
dispondría de dinero hasta el viernes. La perspectiva de verse privado de
tabaco aquella noche y durante todo el día siguiente se le antojaba un
fastidio.
Malhumorado de antemano por las horas sin fumar que le
esperaban, se levantó y se encaminó hacia la puerta; su figura era pequeña y
frágil, de huesos delicados y movimientos nerviosos y desabridos. A su chaqueta
le faltaba el botón de en medio y del codo de la manga derecha estaba muy
desgastada; sus pantalones de franela, de confección, estaban manchados y
deformados, y a sus zapatos, incluso mirándolos desde arriba, se notaba que les
hacía falta suelas nuevas.
Al ponerse de pie, las monedas resonaron en el bolsillo de
sus pantalones. Sabía con exactitud cuánto dinero tenía: cinco peniques y
medio, en monedas de un penique, medio penique y un Joey.*
Se detuvo a pensar, sacó del bolsillo el diminuto Joey y lo contempló. ¡Qué
cosa tan espantosa e inútil! Y qué idiota había sido al aceptarla. Fue el día
anterior, cuando compró los cigarrillos. «No le importa que le dé una moneda de
tres peniques, ¿verdad, señor?», le espetó con un gorjeo aquella pequeña bruja
de la tienda. Y,
naturalmente, él no se había negado: «No, claro que no», le contestó. ¡Qué
imbécil, qué maldito imbécil!
Sintió náuseas al pensar que sólo tenía cinco peniques y
medio por todo capital, tres de ellos inservibles. ¿Cómo iba a comprar nada con
un Joey? No es una moneda, sino una
sorpresa que sale de una tarta. A menos que la des con otras monedas, te
sientes un auténtico idiota cuando la sacas del bolsillo. «¿Cuánto es?»,
preguntas. «Tres peniques», responde la dependienta. Y
después de rebuscar hasta en el último rincón de los bolsillos, te topas con
esa cosa ridícula y absurda, que sin ayuda de nadie se adhiere a la punta de tu
dedo como un confeti. La dependienta suspira con desdén; se percata al instante
de que es la última moneda que te queda. Observas la mirada fugaz que dirige a
la moneda y sabes que se está preguntando si todavía llevará adherido algún
trozo de puding de Navidad. Y entonces sales por la puerta con ademán airado y
la nariz apuntando al cielo, sabiendo que nunca más regresarás a esa tienda.
¡No!, no se gastaría el Joey. Dos peniques y medio, ¡dos míseros peniques y
medio hasta el viernes!
Era la hora solitaria de después de comer, en la que pocos
clientes entraban en la librería, si es que entraba alguno. Estaba solo con
siete mil libros. Contiguo a la trastienda, el habitáculo, pequeño y oscuro,
que olía a polvo y a papel húmedo, se hallaba abarrotado de libros, la mayoría
viejos e invendibles. En las estanterías superiores próximas al techo se
encontraban los volúmenes en cuarto de enciclopedias desfasadas, apiladas de
costado como ataúdes en una fosa común. Gordon apartó las cortinas azules y
polvorientas, que hacían las veces de puerta a la sala contigua. En esta
estancia, mejor iluminada que la anterior, se hallaba la sección de préstamos.
Era una de esas bibliotecas de «a dos peniques, sin depósito» que tanto gustaba
a los lectores tacaños. Por supuesto, sólo había novelas, ¡y qué novelas! Pero
eso era lo que el público esperaba.
Un total de ochocientos volúmenes forraban tres de las
cuatro paredes de la habitación, hilera tras hilera de llamativos lomos
rectangulares, como si las paredes hubiesen sido construidas con ladrillos de
diversos colores dispuestos en vertical. Los libros se hallaban colocados en
orden alfabético: Arlen, Burroughs, Deeping, Dell, Frankau, Galsworthy, Gibbs,
Priestley, Sapper, Walpole... Gordon los contempló con un odio sereno. En esos
momentos detestaba todo tipo de libros, en especial las novelas. ¡Qué espanto
pensar en toda esa masa de basura húmeda y sin sentido amontonada en un mismo
sitio! Puding, puding pringoso. Ochocientas porciones de puding emparedándole
bajo una bóveda hecha de un conglomerado parecido al puding. La idea le
resultaba agobiante. Se encaminó hacia la parte delantera de la tienda, que
daba a la calle, atusándose el pelo con movimientos mecánicos; después de todo,
podía haber alguna chica al otro lado de la puerta acristalada. Gordon no era
especialmente atractivo. No llegaba al metro setenta y, como solía llevar el
pelo demasiado largo, daba la impresión de tener la cabeza ligeramente
desproporcionada con relación al cuerpo. Siempre fue consciente de su pequeña
estatura. Cuando notaba que alguien lo miraba, se erguía muy tieso, sacando
pecho, con un aire de indiferencia que a veces conseguía engañar a gente poco
sagaz.
Sin embargo, nadie miraba el escaparate. A diferencia del
resto de las salas de
la librería, la zona principal era elegante y lujosa.
Contenía unos dos mil volúmenes, sin contar los del escaparate. En la parte
derecha había una vitrina que albergaba los libros infantiles. Gordon apartó la
mirada de una espantosa sobrecubierta, con ilustraciones al estilo de Arthur
Rackham, en la que unos niños, cual pequeños elfos, saltaban, como la Wendy de
Peter Pan, por un prado de campanillas azules. Contempló la calle a través de
la puerta acristalada. Hacía un día desapacible y el viento soplaba con fuerza.
El cielo tenía un color plomizo, el adoquinado de la calle parecía cubierto de
lodo. Era 30 de noviembre, día de San Andrés. La librería McKechnie
se hallaba situada en la esquina de una especie de plazoleta, de forma
irregular, en la que confluían cuatro calles. Desde la puerta podía verse, a la
izquierda, un olmo robusto, ahora sin hojas, cuyas numerosas ramas, a
contraluz, entretejían encajes de color sepia. Enfrente y próximas al Prince of
Wales, había unas enormes vallas publicitarias con anuncios de alimentos y
medicamentos, que a todas luces te exhortaban a destrozarte las entrañas con
tal o cual basura sintética; toda una galería de monstruosas caras de muñecas,
inexpresivas y rosadas, rebosantes de estúpido optimismo: «Salsa QT»;
«Crujientes cereales Truweet, los niños los reclaman a voces para el desayuno»;
«Borgoña Canguro»; «Chocolate Vitamalt»; «Extracto de carne Bovex...» De todos
aquellos carteles, el de Bovex era el que más le irritaba: un tipo con gafas y
expresión ratonil, con el pelo brillante como el charol, sentado a una mesa de
café, sonriendo abiertamente ante un tazón blanco de un caldo con Bovex.
«Roland Butta disfruta de su comida con Bovex», rezaba el eslogan.
Gordon dejó de observar la lejanía. Su
propio rostro, reflejado sobre el polvoriento cristal, le estaba mirando; no
tenía buena cara. Aún no había cumplido los treinta, pero su deterioro era
evidente: muy demacrado y con amargos surcos irreversibles. Tenía bastante
frente –lo que la gente denomina «una buena frente»–, y el mentón pequeño y
puntiagudo, lo que confería a su rostro una forma periforme en lugar de
ovalada; el pelo era color gris ratón y desmarañado; el gesto, adusto y de
pocos amigos, y los ojos, entre avellanados y verdosos. Volvió a mirar a la lejanía. Detestaba
los espejos. Fuera, todo se veía lúgubre y ventoso. Un tranvía, como un
estridente cisne de acero, se deslizó chirriando sobre el adoquinado, y el aire
que levantó a su paso despertó a las hojas pisoteadas. Las ramas del olmo se
agitaban, inclinándose hacia el este. El cartel de la Salsa QT estaba
desgarrado por un lado, y una tira de papel ondeaba caprichosamente como una
pequeña banderola. A la derecha, en una calle transversal, los chopos desnudos,
dispuestos en hilera sobre el adoquinado, se arqueaban por el azote del viento.
Un viento descarnado y desagradable, que amenazador. Eran los primeros gruñidos
de la furia invernal. Los dos primeros versos de un poema forcejeaban por ver
la luz en la mente de Gordon:
«Cortante, el viento...» ¿amenazador?; no, mejor
amedrentador. «El viento amedrentador...» ¿sopla?; no, mejor «barre», «los
chopos...» ¿maleables?; no, mejor desnudos.
Un poco forzado el «cortante y amedrentador». No importa.
Los «chopos desnudos». Bien.
Cortante y amedrentador el viento barre
los chopos desnudos...
Es bueno, pero va a ser difícil encontrar algo que rime con
«barre», aunque siempre podía recurrir a forzar un infinitivo, «barrer»; desde
Chaucer, todo poeta que se precie ha buscado palabras que rimaran fonéticamente
con «er». Pero la inspiración se esfumó. Gordon jugueteó de nuevo con
las monedas del bolsillo. Dos peniques y medio y un Joey, dos peniques y medio.
Estaba demasiado malhumorado para pensar en rimas y adjetivos. Con sólo dos
peniques y medio en el bolsillo, toda inspiración era imposible.
Posó de nuevo su mirada sobre los carteles publicitarios.
¡Malditas anuncios nauseabundos! Tenía sus razones para detestarlos. Maquinalmente
volvió a leer los eslóganes: «Borgoña Canguro, el vino para los británicos»; «La Salsa QT hace sonreír a
su maridito»; «Camine todo el día con una pastilla de Vitamalt»; «¿Es usted
inteligente? Es porque toma Caspax»; «Cereales Truweet, los niños los reclaman
a voces para el desayuno»; «¿Piorrea? ¡Yo no!»; «Roland Butta disfruta de sus
comidas gracias a Bovex».
¡Ah, un cliente!, al menos en potencia. Gordon se puso
rígido. Si se quedaba de pie junto a la puerta, tenía una visión parcial del escaparate
y no corría el riesgo de ser descubierto; así que se dedicó a observar al
posible cliente.
Se trataba de un modesto caballero de mediana edad, con
traje negro, bombín, paraguas y maletín. Tenía pinta de abogado provinciano o
de secretario municipal, y echaba tímidas ojeadas al escaparate con grandes
ojos claros y mirada de culpabilidad. Gordon siguió la dirección de sus ojos.
¡Así que era eso! Había descubierto esas primeras ediciones de D.H. Lawrence
expuestas en el rincón más alejado del escaparate; sin duda, anhelaba una pizca
de obscenidad. Habría oído hablar de Lady Chatterley. No le gustó la cara del caballero: pálida,
velluda, de facciones duras y severos contornos. Por la pinta, galés;
protestante no anglicano, en cualquier caso. Tenía, junto a las comisuras de
los labios, las típicas bolsas de los disidentes. Seguro que en su localidad
era el presidente de la Liga de la Castidad o pertenecía al Comité de
Vigilancia de las Playas. Se lo imaginaba calzado con zapatillas deportivas y
linterna en mano, persiguiendo a las parejas que se besaban en el paseo
marítimo. Y ahora estaba en Londres de juerga. Gordon deseaba que el hombre
entrase. Le vendería un ejemplar de Mujeres
enamoradas. ¡Qué chasco se llevaría!