La frontera más distante

El rehén

 

Me llamó la atención el anillo que llevaba en el dedo anular de la mano derecha: una gruesa argolla de oro salpicada de pequeños diamantes. Era ostentosa y femenina y, en la mano del hombre que se sentaba en la fila de enfrente, no muy lejos de mí, parecía fuera de lugar. Los mocasines afables. La perfecta raya en el pantalón de lana. El saco de pana. El cuello. El mentón bien rasurado. Sólo desvié la vista cuando me percaté de que lloraba. El sobrecogimiento cuando eso su­ce­de: ver a un hombre llorar. Recargaba la frente sobre los dedos de la mano izquierda, tratando sin duda de cubrirse el rostro, pero eso no impedía que se notara la humedad alrededor de los ojos, el recorrido vertical de las lágrimas. Fingí ver hacia la gran ventana con el hastío de quien espera un vuelo retrasado y, cuando eso no funcionó, abrí un libro. Me pregunté mu­chas veces mientras intentaba leer una de sus páginas sin conseguirlo si había puesto el libro en la maleta de mano para eso, para fingir que no veía a un hombre llorar en un aeropuerto casi vacío al filo de la madruga­da. En realidad no podía ver otra cosa. Me incorporé con la intención de caminar por los pasillos alumbrados y solos y, por eso, me sorprendí cuando, en lugar de avanzar hacia la derecha, di un par de pasos a la izquierda y le rocé el hombro.

–¿Necesita agua? –le pregunté.

El hombre elevó la cabeza y guardó silencio. Me veía, es cierto, pero no me veía. Sus ojos irritados pare­cían recapacitar sobre alguna situación complicada y oscura. Pasaron minutos así. Pasó mucho tiempo. Al final, cuando tuvo que aceptar que había, en efecto, alguien enfrente ofreciéndole agua, sólo asintió con un leve movimiento de cabeza.

Imaginé que conseguir el líquido sería fácil, pero no fue así. Entre más caminaba sobre mosaicos resba­losos y frente a expendios cerrados, sobre cuyos aparadores únicamente podía ver mi propio reflejo, más me convencía de lo absurdo que había sido mi ofrecimiento. No sólo lo había interrumpido mientras llevaba a cabo un acto íntimo y a todas luces doloroso, sino que también lo había obligado a descubrir sus ojos irritados y rotos frente a mí. Me recriminé mi con­ducta y, derrotada, regresé a la sala de espera. Tenía ganas de ofrecerle una disculpa o una explicación, pero dejé de pensar en ello tan pronto como lo vi otra vez. El hombre no se había movido. Ahí estaba su frente, apenas apoyada sobre los dedos de la mano izquierda, y la argolla dorada en el dedo anular de la mano que yacía sobre su regazo.

A unos pasos de él, inmóvil también, sufrí un espasmo. El agua que no conseguí cayó sobre mis zapatos, formando un pequeño charco en la alfombra gastada.

 

 

–¿Necesitas agua? –murmuraba y, ante la respuesta apenas audible, me subía a un pequeño banco de madera, extendía el brazo por sobre mi cabeza y colocaba un vaso de plástico sobre la base de una ventana pequeña y alta que comunicaba el último cuarto de una casa con el patio trasero de otra. Una mano pequeña y huesuda tomaba el vaso a toda prisa en­ton­ces, como si temiera ser descubierto y, segundos después, se podía oír cómo bebía el líquido trago a trago hasta calmarse.

–¿Quieres que haga algo? –le preguntaba entonces, todavía en voz baja. Al inicio solía responder que no, que no quería que yo hiciera algo en especial, pero a medida que pasaban los días y los golpes no cesaban empezó a comunicarse a través de una extraña forma de balbuceo. Preguntaba cosas absurdas. Tenía curiosidad sobre cosas que a mí solían pasarme desapercibidas. Quería que le describiera mi cuarto, los juegos de mesa que me entretenían de tarde, la música que escuchaba por la radio. Con susurros, tratando de evitar que se percataran de que alguien lo consolaba del otro lado de la pared, respondía a sus preguntas en todo detalle. Le contaba más.