Yo soy un extraño bucle

Las raíces físicas de la consciencia

 

Comencé a reflexionar sobre qué era mi mente y, por analogía, sobre qué eran las mentes en general a una edad muy temprana. Recuerdo que trataba de comprender cómo surgían en mí los juegos de palabras que elaboraba, las ideas matemáticas que se me ocurrían, los errores que cometía al hablar, las curiosas analogías que me venían a la cabeza, y así sucesivamente. Me preguntaba qué se sentiría siendo chica, un hablante nativo de otro idioma, Einstein, un perro, un águila o, incluso, un mosquito. En general, fue una época feliz.

Al cumplir los 12 años, sin embargo, una oscura sombra se abatió sobre mi familia. Mis padres, mi hermana Laura, de siete, y yo tuvimos que afrontar la dura realidad de que algo no funcionaba bien en nuestra hermana menor, Molly, que entonces sólo tenía tres años de edad. Nadie sabía en qué consistía el problema, pero lo cierto es que Molly no era capaz de comprender el lenguaje ni de hablarlo (y así ha sido hasta hoy, sin que ninguno de nosotros sepa por qué). Se desenvolvía en el mundo con toda facilidad, incluso con gracia, pero no empleaba palabra alguna. Era muy triste.

Durante años, nuestros padres exploraron todos los caminos, incluso la posibilidad de algún tipo de intervención quirúrgica en el cerebro y, al tiempo que su búsqueda de alguna clase de remedio o, al menos, de una explicación al problema se hacía más desesperada, mis propias y angustiadas reflexiones acerca del mal de Molly y la aterradora idea de que alguien abriera el cráneo de mi hermanita y hurgara en la misteriosa sustancia que había en él (una alternativa que, a la larga, mis padres nunca intentaron), me animaron a leer un par de libros de divulgación sobre el cerebro humano.1 Esta circunstancia tendría una enorme trascendencia en mi vida, pues me llevó a considerar, por primera vez, las raíces físicas de la consciencia y del hecho de ser –o de tener– un «yo», una estremecedora cuestión que me pareció turbadora y que me dejó literalmente sobrecogido.2

En la época en que concluían mis años de instituto, me topé con las misteriosas revelaciones metamatemáticas del gran lógico austriaco Kurt Gödel y, a la vez, aprendí a programar en el único ordenador de que disponía la Universidad de Stanford, un Burroughs 220 ubicado en el oscuro sótano del decrépito Encina Hall. Me convertí de inmediato en adicto a ese «Cerebro Electrónico Gigante», cuyas luces anaranjadas parpadeaban creando extraños y mágicos patrones que revelaban sus «pensamientos» y que, a petición mía, descubría bellas y abstractas estructuras matemáticas y componía caprichosos y absurdos pasajes en diversos idiomas extranjeros que yo estaba, por aquel entonces, estudiando. Me obsesioné también con la lógica simbólica, cuyos arcanos símbolos danzaban formando extraños patrones musicales que reflejaban verdades, falsedades, hipótesis, posibilidades y contrafactualidades, y que –estaba seguro– permitían vislumbrar, allá en el fondo, las raíces ocultas del pensamiento humano. Como resultado de ese incansable elucubrar en torno a los símbolos y a sus significados, a los patrones y a las ideas, a las máquinas y a la mente, a los impulsos neuronales y a las almas mortales, mi cerebro adolescente terminó hecho un buen lío.