Las raíces físicas de la
consciencia
Comencé
a reflexionar sobre qué era mi mente y, por analogía, sobre qué eran las mentes
en general a una edad muy temprana. Recuerdo que trataba de comprender cómo
surgían en mí los juegos de palabras que elaboraba, las ideas matemáticas que
se me ocurrían, los errores que cometía al hablar, las curiosas analogías que
me venían a la cabeza, y así sucesivamente. Me preguntaba qué se sentiría
siendo chica, un hablante nativo de otro idioma, Einstein, un perro, un águila
o, incluso, un mosquito. En general, fue una época feliz.
Al cumplir los 12 años, sin embargo, una oscura sombra se
abatió sobre mi familia. Mis padres, mi hermana Laura, de siete, y yo tuvimos
que afrontar la dura realidad de que algo no funcionaba bien en nuestra hermana
menor, Molly, que entonces sólo tenía tres años de
edad. Nadie sabía en qué consistía el problema, pero lo cierto es que Molly no era capaz de comprender el lenguaje ni de hablarlo
(y así ha sido hasta hoy, sin que ninguno de nosotros sepa por qué). Se
desenvolvía en
Durante años, nuestros padres exploraron todos los
caminos, incluso la posibilidad de algún tipo de intervención quirúrgica en el
cerebro y, al tiempo que su búsqueda de alguna clase de remedio o, al menos, de
una explicación al problema se hacía más desesperada, mis propias y angustiadas
reflexiones acerca del mal de Molly y la aterradora
idea de que alguien abriera el cráneo de mi hermanita y hurgara en la
misteriosa sustancia que había en él (una alternativa que, a la larga, mis
padres nunca intentaron), me animaron a leer un par de libros de divulgación
sobre el cerebro humano.1 Esta circunstancia tendría una enorme
trascendencia en mi vida, pues me llevó a considerar, por primera vez, las
raíces físicas de la consciencia y del hecho de ser –o de tener–
un «yo», una estremecedora cuestión que me pareció turbadora y que me dejó
literalmente sobrecogido.2
En la época en que concluían mis años de instituto,
me topé con las misteriosas revelaciones metamatemáticas