La «Revolución bolivariana» es un poderoso proyecto que
avanza en varios países de América Latina. El «socialismo del siglo xxi» representado por Hugo Chávez
compite con el socialismo democrático de Chile o Brasil. Debido a Chávez,
muchos jóvenes universitarios desde el Cono Sur hasta México han vuelto a creer
fervorosamente en el gran
mito histórico del
siglo xx: la revolución. Pero
a pesar de Chávez –que sólo la respeta formalmente y trabaja para desmembrarla– la democracia sin adjetivos sigue siendo la única
legitimidad admisible en el continente.
El poder y el delirio es un libro escrito
desde una posición democrática y liberal que no excluye sino que, por el
contrario, alienta la posible convergencia con la tradición socialdemócrata de
Occidente. Por eso mismo, esta obra no puede comulgar con ningún intento de
desvirtuar o destruir el orden democrático en nombre de la revolución.
El libro nació en una visita a Caracas poco después del
histórico domingo 2 de diciembre de 2007, día en que la mayoría de los votantes
venezolanos respondió (con su abstención o su negativa) a la reforma de la
Constitución propuesta por Chávez. Tras escuchar la versión de la oposición a
través de diversos representantes (empresarios, analistas, académicos, ex
funcionarios, profesores, clérigos, periodistas, humoristas, economistas,
políticos, ex políticos, politólogos, estudiantes, escritores, ex militares,
taxistas) regresé a México cargado de materiales de toda índole: biografías de
Chávez, compendios de entrevistas, historias de Venezuela, colecciones
biográficas diversas, revistas, ensayos políticos, recortes de periódicos,
direcciones de Internet, discos compactos. Trabajé esos materiales durante
varios meses y escribí los primeros capítulos. En julio de 2008 visité por segunda
ocasión Caracas, esta vez para charlar con colegas historiadores, visitar
sitios emblemáticos y, sobre todo, para recoger, con respeto y cuidado,
testimonios de la
«Revolución bolivariana»: la voz de sus políticos, ex
políticos, candidatos, filósofos, representantes sociales y aun de quienes la
critican por no ser suficientemente revolucionaria. En una palabra, quise
conocer la «narrativa» chavista. De vuelta en México
cerré el ciclo y concluí esta obra.
El resultado es un libro de un género que se ha denominado
«historia del presente», en el que confluyen enfoques diversos: historia,
reportaje, biografía, entrevista, coloquio, crónica, análisis ideológico,
ensayo. Si bien he querido comprender antes que juzgar, tras recabar los
elementos empíricos de cada caso no me he abstenido de ejercer la crítica.
Como biógrafo, he tomado
absolutamente en serio a Chávez y he querido comprenderlo. Advertido por todo el mundo de que es un
«encantador de serpientes», sin pertenecer a esa variedad ni temer el encandilamiento,
intenté verlo. No tuve éxito, pero logré conversar con algunos de sus ministros
y allegados. Todos fueron diligentes y amables. Por lo demás, estando en
Caracas es imposible no ver a Chávez: lo vi declarar
por televisión y gobernar por televisión; lo vi en
Internet y leí escrupulosamente sus discursos. Al observarlo, recordé la
descripción que me hizo mi amigo, el escritor Paul
Berman, tras charlar con Chávez en 1999: «es radiactivo, tiene diez veces más
energía que un humano normal. Lo mismo se decía de Mao. Estos hombres no se
sienten humanos. Se sienten dioses». Esquivando la terminología psicoanalítica
(un biógrafo no es un psiquiatra a distancia) arribé a algunas teorías sobre su
personalidad.
Como historiador de las
ideas y crítico de las ideologías totalitarias, procuré adentrarme gracias a la
obra de mis admirados amigos Teodoro Petkoff y
Américo Martín, en un aspecto central del drama venezolano: su compleja
relación –plena de esperanzas y desilusiones– con la
tradición socialista y en particular con la Revolución cubana. Estoy persuadido
de que la izquierda democrática venezolana (representada por esos y otros
legendarios ex guerrilleros que no han perdido la fe socialista pero que
defienden con la misma convicción la democracia) tuvo el mérito mayor de haber
sido precursora de la autocrítica socialista, que arribó tardíamente a Europa, a fines de los años
setenta. Pero esa misma clarividencia vuelve más grave su posición actual:
enfrenta a un régimen revolucionario (o la máscara de él) sin tolerancia a la crítica y
sin capacidad autocrítica. Sin embargo, la crítica debe seguir, la crítica es
imprescindible. En este libro, un crítico del poder del siglo xix salió en mi auxilio: Karl Marx. Con
ese bagaje, y a partir de la propia concepción supuestamente «plejanovista» de Hugo Chávez sobre el «papel del individuo
en la historia», traté de insertarlo en la tradición ideológica y política que,
a mi juicio, le corresponde: la del culto –más fascista que comunista–
al héroe. Me temo que no es
la que a él le habría gustado: sus remotos ancestros
intelectuales no son los que él cree.
Como historiador, he
querido asomarme al pasado de Venezuela, más torturado y violento, me parece,
que el de muchos países de nuestra convulsa región. Con la ayuda (y a la
escucha) de mis colegas (los historiadores Germán Carrera Damas y Elías Pino
Iturrieta, y el polígrafo, editor y diplomático Simón Alberto Consalvi), recorrí la historia desde tiempos de Bolívar
hasta el Pacto de Punto Fijo. Estoy convencido de que la Venezuela chavista ha desvirtuado, falsificado y utilizado la
historia a extremos pocas veces vistos, aun para un observador que viene de
México, país que, junto con Cuba, hasta ahora tenía el campeonato
latinoamericano en distorsión histórica. Para demostrar la distorsión que
Chávez ha hecho de Bolívar, me ha sido muy útil la obra de otro gran autor del siglo xix: el propio Bolívar.
Como demócrata, decidí
rendir un homenaje razonado a quien considero la figura democrática más
importante del siglo
xx en América Latina: Rómulo
Betancourt. Dediqué un capítulo a recorrer su vida. Lo hice guiado por las
ideas y recuerdos de su biógrafo, el combativo periodista y brillante
historiador Manuel Caballero. Para completar el cuadro, recabé testimonios
históricos inéditos u olvidados. Uno en especial me honra: la carta de doña
Virginia Betancourt sobre el ocaso de su padre.
Como crítico del poder,
intenté develar –invocando las ideas de Octavio Paz y las teorías de Richard M.
Morse– la naturaleza histórica de la Revolución
bolivariana, su vínculo con la tradición revolucionaria de Occidente (en
particular con Cuba) y el designio que, en mi opinión, mueve a su líder. No es
un designio que cabe desprender del ideario de Bolívar. Mi visión de éste como
un republicano clásico no concuerda con la versión oficial de un Bolívar
revolucionario y socialista, de un Bolívar «chavista».
Mi versión no sólo contradice esas invenciones sino que procura demostrar que
el régimen chavista es una restauración de la más
antigua, corporativa y rígida tradición política ibérica: justamente aquella
contra la que Bolívar
luchó.
En varios apartados del
texto declaro mi reconocimiento a la vocación social del régimen. No obstante,
pongo en duda la eficacia de las medidas instrumentadas y doy razones para
reprobar el abuso político de los programas sociales. Finalmente, sostengo que
más allá de su alcance social y su retórica, el régimen de Chávez se centra en
Chávez. Su hechizo popular
es tan aterrador como su tendencia a ver el mundo como una prolongación,
agradecida o perversa, de su propia persona. Es un venerador de héroes y un
venerador de sí mismo.
* * *
¿Por qué escribe un
mexicano sobre Venezuela? Para conocerla y para conocerse. Hugh Thomas me dijo
una vez: «Quien sólo conoce España no conoce España». Algo similar ocurre con
México: de tanto buscar en el alma nacional se pierde perspectiva y sentido de
las proporciones. El autoconocimiento, sin referencias externas o comparativas,
conduce al solipsismo. Es mejor buscar el adentro en el afuera, sobre todo en
un afuera tan afín como Venezuela.
¿Por qué escribe este
mexicano sobre Venezuela? Rastreando en mi propia historia intelectual encontré
un inocente episodio venezolano. Hace casi cuarenta años, mientras preparaba su
biografía, le pedí a mi maestro Daniel Cosío Villegas
que me narrara su vida estudiantil. Recordó la celebración del Congreso
Internacional de Estudiantes, del que fue presidente. En abril de 1921, el
joven estudiante y poeta Carlos Pellicer (que en 1919, viviendo en Caracas,
trató infructuosamente de organizar una federación estudiantil) había sido el
primero en prender la alarma sobre el encarcelamiento de cerca de setenta
estudiantes por parte de Juan
Vicente Gómez, «el más vergonzoso de los tiranuelos». Para
entonces, José Vasconcelos (rector de la Universidad) había hecho ya declaraciones
tremendas contra el dictador. Los periódicos de México se sumaron a la campaña:
llamaron «monstruo» a Gómez y
publicaron cartas de jóvenes venezolanos deseosos de asilarse en la patria de
«Benito Juárez y Amado Nervo». En su papel de presidente electo de los
estudiantes, Cosío Villegas recorrió varias ciudades
de México llamando a los estudiantes a defender a sus «hermanos venezolanos»:
«En México, país de libertad, no podemos ver con calma un atentado como el que
acaba de cometer el presidente Gómez […] las clases estudiantiles condenamos
enérgicamente la villanía del déspota venezolano».
Tras tomar posesión de su
presidencia estudiantil (en septiembre de ese año) su primera acción fue poner
un telegrama al presidente Álvaro Obregón: «Rogámosle
con todo encarecimiento acordar lo conducente para que nuestros hermanos, los
estudiantes venezolanos, vengan a continuar sus estudios a las escuelas
mexicanas».
La anécdota, claro, es
intrascendente. Y pensada en términos marxistas, la «conciencia de clase»
estudiantil es risible. Pero la solidaridad de esos estudiantes mexicanos con
los venezolanos, su defensa de la libertad, su rechazo a la tiranía, no era una
broma. Y en mi caso personal tocaba la cuerda más sensible: el recuerdo del
movimiento estudiantil de 1968. Cuando a principios de diciembre de 2007
conversé en Caracas con los valerosos estudiantes que habían impulsado la
participación democrática y el voto adverso a la propuesta de Chávez, cerré el
círculo: recordé el grano libertario del pequeño movimiento de 1921, encabezado
por mi maestro, y lo vinculé con el del 68, en el que participé. Fueron
nuestras escuelas de libertad.
* * *
¿Por qué, como
latinoamericano, escribo sobre Venezuela? Porque el ácido del autoritarismo
ideológico avanza, a punta de petróleo, dólares y propaganda, sobre la tenue
superficie democrática de nuestra región. Chávez se presenta a sí mismo como el
heraldo del futuro, del «socialismo del siglo xxi»,
la nueva encarnación de la esperanza continental. Pero a partir de la
experiencia totalitaria del
siglo xx
(reflejada ya, embrionariamente, en usos y costumbres del régimen venezolano)
el futuro que anuncia no es sino una máscara del pasado, del pasado más oscuro
y cerrado.
¿Qué explica la tenaz
persistencia del mito revolucionario? La intolerancia a la crítica y la falta
de autocrítica. Tras la liberación de Europa del Este, la desaparición de la Unión Soviética y
el ascenso, no menos sorprendente, de la economía de mercado en China, la
izquierda radical latinoamericana se ha rehusado a debatir la inmensa
significación de esos hechos. Si estas tres mutaciones no modificaron sus
ideas, es razonable pensar que nada las hará cambiar. Ningún dato contrario la
perturba, porque para «probar» su credo recurre siempre al territorio
irrefutable del futuro. Hoy ese credo –«coriáceo y resistente», lo calificó
Octavio Paz– tiene un nueva
deidad para quemarle incienso: el comandante Chávez.
Este libro sobre Venezuela
es un alegato directo contra ese nuevo culto «bolivariano» y contra la mentira
ideológica que lo sostiene. Es también una apuesta por la sensatez de la
izquierda democrática en América Latina. Si la democracia venezolana contribuyó
a su propio fin, la democracia latinoamericana (más expandida ahora que nunca
en su historia) no puede cometer, no va a cometer, el mismo error. La salida
está a la vista.
Octavio Paz la delineó en 1989: «Debemos buscar la
reconciliación de las dos grandes tradiciones políticas de la modernidad, el
liberalismo y el socialismo. Es el tema de nuestro tiempo».
Conservo la esperanza de
que, al leer este libro, el lector dotará de un nuevo sentido esas palabras,
entenderá su bondad y sabiduría, y comprenderá que el actual régimen de
Venezuela representa no la reconciliación sino el divorcio de esas dos grandes
tradiciones.
Cuernavaca, 16 de
septiembre de 2008