Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y de guerra

Tecnología como entorno

 

Nada nos libera tanto como la tecnología. Nada nos esclaviza tanto como la tecnología. La tecnología puede democratizar a las sociedades. La tecnología crea un abismo insuperable entre ricos y pobres. La supervivencia de nuestra especie depende de la tecnología. La tecnología será responsable de la extinción de la humanidad.

Independientemente de cualquier virtud o defecto que podamos adjudicar a la tecnología, es innegable que el bienestar económico de las sociedades a menudo está relacionado con la cantidad de tecnología que éstas producen, consumen y exportan. Los países que tienen un acceso limitado a la tecnología o que dependen de tecnologías de importación a menudo se encuentran en desventaja económica con respecto a aquellos ricos en tecnología. La tecnología puede ser considerada como una autopista hacia la realización completa del ser humano o como un laberinto de espejos. Los diversos sistemas políticos y económicos deben su éxito o fracaso, en gran medida, a la tecnología, en particular a la tecnociencia aplicada a la guerra y la industrialización.

A partir de la segunda mitad del siglo xx los mitos y fantasías tecnoculturales parecen haber secuestrado el imaginario popular. Las leyendas contemporáneas son en gran parte historias de ciencia ficción matizadas por el énfasis en los prodigios sobrehumanos realizados por personajes afectados por fenómenos u obsesiones tecnológicas. Batman, Iron Man, Hulk, el Hombre Araña, los Cuatro Fantásticos y muchos otros superhéroes y villanos del cómic y el cine deben sus poderes a su inusual habilidad para crear aparatos tecnológicos o a haber sido víctimas de accidentes tecnológicos. Estos relatos, originalmente destinados a un público infantil y adolescente, se han tornado entretenimiento masivo y planetario que obviamente es una proyección de los delirios tecnoculturales de nuestra era. Los superhéroes llegan a la pantalla grande en 1941 con Las aventuras del capitán Marvel, la adaptación de un cómic a un serial de matiné. A ésta siguieron otras películas basadas en personajes de historieta como Superman, Batman, Capitán América y The Phantom. Al término de la era de los seriales, los filmes de superhéroes desaparecieron de la pantalla salvo por unas cuantas iniciativas de ciertos estudios hollywoodenses. Sin embargo, a finales de los años noventa da inicio la edad de oro del género y a partir de ella comienza a darse un énfasis extraordinario en el lado oscuro de estos personajes, así como en sus recursos y dependencias tecnológicas. Esta tendencia se convierte en una auténtica obsesión de la cultura durante los años de la guerra contra el terrorismo. Es en este tiempo cuando Estados Unidos vive bajo el temor de los ataques masivos por fundamentalistas infiltrados en la sociedad, que aparece tras una renovada euforia patriótica, un desconcierto masivo ante la revelación de que el gobierno mintió para justificar guerras de agresión y, más tarde, un estado de negación de la realidad en el que una sociedad hundida en una de las guerras más costosas de su historia, es ignorada en la realidad pero es canalizada hacia formas de entretenimiento popular como las muy taquilleras cintas: Dark Knight y Iron Man. Ambos filmes son obsesivos catálogos de fantásticas tecnologías policiacas y bélicas, que atribuyen a estos héroes sus súper poderes y están cargados de referencias a la guerra. Los dos justicieros son concebidos como «plataformas de combate», un término al que regresaremos más adelante, como hombres protegidos por exoesqueletos metálicos y provistos de una serie de armas ingeniosas incorporadas a su uniforme. Quizá nada representa mejor la ansiedad de nuestra era que estos sueños de invulnerabilidad. La tecnología es imaginada esquizofrénicamente como la solución a los problemas, como la protección ante las fuerzas del mal, las que también deben su origen a los poderes del mal.

El objetivo de este libro no es definir lo que es la tecnología ni redescubrir su evolución ni recorrer la interminable lista de invenciones y descubrimientos que han transformado a las civilizaciones. Tampoco nos concierne aquí estudiar las transferencias, intercambio, robo o efecto de estímulo tecnológico entre los pueblos. De lo que trata este ensayo es de reflexionar en torno a la condición que produce la saturación de tecnologías populares en una sociedad y en particular en un tiempo de guerra. Este libro es un recorrido por las obsesiones, fantasías, promesas y realidad de la influencia de la tecnológica en la cultura, por la forma en que nuestras tecnologías de comunicación e información nos van moldeando y rediseñando.

El primer capítulo está dedicado al culto de la alta tecnología, un extraño fervor que, retomando las palabras de Lipovetsky: «no es tanto un signo de ambiciones de clase como salida del mundo de la tradición».1 Trataremos ahí la relación entre tecnología y estética, entre la función y el estatus que ofrecen ciertos dispositivos y la poderosa influencia que tienen en la cotidianidad nuestras extremidades artificiales. El capítulo dos trata acerca de la forma en que nos apropiamos de la tecnología al personalizarla, al identificarnos con productos y servicios que nos permiten imprimir en ellos nuestros gustos y deseos, desde los teléfonos celulares hasta nuestras recorridos por el espacio físico y virtual. El tercer capítulo es un salto histórico de 20 mil años, para reconocer los restos de aquellos objetos prehistóricos de manufactura humana que son los antecedentes de nuestras «tecnologías intelectuales», como las denominó el sociólogo Daniel Bell, y que corresponden a los artículos y creaciones que tienen como objetivo extender nuestras capacidades mentales y no físicas: desde las figurillas talladas en piedra hace milenios hasta el World Wide Web. El cuarto capítulo está dedicado a las formas de comunicación que ofrecen las tecnologías digitales (correo electrónico, mensajes de texto, foros de chat y demás) y a la manera en que influyen en lo que se comunica y cómo se comunica, poniendo en evidencia la certeza mcluhaniana de que los medios no son nunca canales pasivos. También ahí hablaremos de las amenazas y la percepción de amenazas que han desatado las comunicaciones electrónicas. El quinto capítulo presenta una mirada y una reconsideración del valor de ciertos productos, usualmente estigmatizados, de la cultura popular, como los videojuegos y las series de televisión, que usualmente tendemos a descalificar como chatarra. En este mismo capítulo hay una consideración del efecto que ha tenido la cultura digital sobre la lectura y lo que este fenómeno puede significar. El sexto capítulo es una selección de sitios en Internet y empresas clave que han revolucionado la manera en que nos informamos, nos divertimos, nos comunicamos. Éstos son recursos que se han vuelto referencias obligadas en nuestro quehacer diario, ya sea el buscador Google, la Wikipedia o las inescapables redes sociales como Facebook o MySpace. El séptimo capítulo trata acerca de la relación entre la guerra y la tecnocultura. Aquí se explora el lado más oscuro de las mentes creadoras: el uso de la tecnología para someter, manipular, deshumanizar y eliminar a nuestros semejantes. Se hace aquí un recorrido por los horrores de la tecnocultura bélica, desde la colonización del mundo por parte de las potencias europeas, durante el Renacimiento hasta la ciberguerra. El último capítulo es una consideración de la paradoja que representa vivir en una mediósfera aleph, en la que todo parecería estar al alcance de la mano, al tiempo en que gradualmente perdemos el control de nuestro andar por el extraño laberinto cibernético que hemos construido.

No cabe duda de que nos encontramos en un momento crucial de cambio. Internet y las tecnologías de comunicación, representación y entretenimiento están cambiando de manera radical la forma en que nos relacionamos con el entorno, el trabajo, nuestros semejantes y la lectura. Más importante aún, la red y las prótesis electrónicas con las que nos comunicamos, informamos y divertimos están aprovechándose de la plasticidad de nuestro cerebro para reconectarlo de manera silenciosa, y casi como las esporas espaciales del filme Invasores de cuerpos (Don Siegel, 1956), convertirnos en algo diferente: probablemente una especie de superhéroe tecnocultural, sobreinformado, siempre en línea y provisto de nuevos e insólitos poderes.