A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell. El lugar por el que Robert Walser
había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau,
no lejos de nuestro instituto. Murió en la nieve. Hay fotografías
que muestran sus huellas y la posición del cuerpo en la nieve. Nosotras no
conocíamos al escritor. Ni siquiera nuestra profesora de literatura lo conocía.
A veces pienso que es hermoso morir así, después de un paseo, dejarse caer en
un sepulcro natural, en la nieve de Appenzell, al
cabo de casi treinta años de manicomio en Herisau. Es
una verdadera lástima que no hubiésemos conocido la existencia de Walser, habríamos recogido una flor para él. También Kant,
antes de morir, se conmovió cuando una desconocida le ofreció una rosa. En Appenzell no se puede dejar de pasear. Si se miran las
pequeñas ventanas con franjas blancas y las laboriosas e incandescentes flores
en los balcones, se advierte un remanso tropical, una lujuria sofrenada, se
tiene la impresión de que dentro sucede algo serenamente tenebroso y un poco
enfermizo. Una Arcadia de la enfermedad. Podría parecer que allí dentro hay paz e idilio de muerte, en la pureza. Una exultación
de cal y flores. Fuera de las ventanas el paisaje nos reclama; no es un
espejismo, es un Zwang, se decía en el colegio, una imposición.
Estudiaba francés, alemán y cultura general. No estudiaba en absoluto.
De la literatura francesa sólo recuerdo a Baudelaire. Cada mañana me levantaba
a las cinco para ir a pasear, subía muy alto y, al otro lado, veía un espejo de
agua abajo en el fondo. Era el lago Constanza. Miraba el horizonte y el lago;
aún no sabía que también en ese lago habría un colegio para mí. Comía una
manzana y caminaba. Buscaba la soledad y tal vez el absoluto. Pero envidiaba al
mundo.
Sucedió un día durante la comida. Estábamos todas sentadas. Llegó una
muchacha, una nueva. Tenía quince años, los cabellos rígidos como cuchillas,
brillantes, los ojos graves y fijos, sombreados. La nariz aguileña, los
dientes, cuando reía, y reía poco, eran puntiagudos. Una hermosa frente alta
donde podían tocarse los pensamientos, donde generaciones pasadas le habían
transmitido talento, inteligencia, fascinación. No hablaba con nadie. La
apariencia era la de un ídolo, despreciativa. Tal vez por eso deseé conquistarla.
No tenía humanidad. También parecía disgustada. Lo primero que pensé: ha
llegado más lejos que yo. Cuando nos levantamos me acerqué y le dije: «Bonjour». Su Bonjour fue
rápido. Me presenté con mi nombre y apellido, como un recluta, y después de
escuchar el suyo parecía que la conversación había terminado. Me dejó allí, en
el comedor, en medio de las otras chicas que charlaban. Una española me contó
algo con timbre vivaz, pero no le presté atención. Oía un zumbido de varias
lenguas. Durante todo el día la nueva no se dejó ver, pero por la noche estaba
puntual, de pie, detrás de su silla. Inmóvil; parecía velada. A un gesto de la
directora todas nos sentamos y, después de un instante de silencio, reapareció
el zumbido. Al día siguiente fue ella la que me saludó primero.
Cada una de nosotras, si tiene un poco de vanidad, se construye en la
vida que lleva en el colegio su propia imagen, una especie de doble vida, se
inventa un modo de hablar, de caminar, de mirar. Cuando vi
su letra me quedé sin palabras. Nuestras letras eran casi todas similares,
vagas, infantiles, con las «o»
redondas, amplias. La suya estaba completamente elaborada. (Veinte años después
vi algo similar en la dedicatoria de Pierre Jean Jouve en un ejemplar de Kyrie.) Por supuesto, fingí no asombrarme y
casi no la miré.
Pero comencé a practicar a escondidas. Y aún hoy escribo como
Frédérique, y me dicen que tengo una letra hermosa e
interesante. No saben cuánto la he estudiado. En aquella época no estudiaba, y
nunca estudié, porque no tenía ganas; recortaba reproducciones de los
expresionistas alemanes y crónicas de delitos. Y las pegaba en un cuaderno. Le
di a entender que me interesaba el arte. Y así fue como Frédérique
me concedió el honor de dejarse acompañar por los corredores y mientras
paseaba. En la escuela era —parece inútil decirlo— la mejor. Creo que ya
sabía todo, por las generaciones que la habían precedido. Tenía algo que las
otras no tenían; sólo me quedaba justificar su talento como un don de los
muertos. Había que escucharla leer a los poetas franceses en el aula: habían
descendido sobre ella, ella los albergaba. Nosotras, quizá, todavía éramos
inocentes. Y la inocencia, tal vez, tiene en sí cierta tosquedad, pedantería y
afectación, como si todas estuviéramos vestidas de zuavos.
Veníamos de todo el
mundo, en especial de Estados Unidos y de Holanda. Había una
chica de color, como se dice hoy, una negrita, de pelo rizado, una muñeca que
en Appenzell todos admiraban. El padre la trajo un día. Era
el presidente de un Estado africano. Se había elegido a una chica de cada
nación para hacer escolta frente a la entrada del Bausler
Institut. Había una pelirroja belga, una rubia suiza,
la italiana, la chica de Boston: cada una aplaudía al presidente; estaban
alineadas con sus banderas en la mano, y en verdad formaban el mundo. Yo me
encontraba en la tercera fila, la última, cerca de Frédérique.
Con la capucha del duffle coat en la cabeza. Delante
—si el presidente hubiese tenido un arco, la flecha le habría alcanzado el
corazón— la directora del colegio, la señora Hofstetter,
alta, maciza, llena de dignidad, con la sonrisa hundida en la gordura. Al lado su
marido, el señor Hofstetter, flaco, pequeño y tímido.
Izaron la bandera suiza. Para la jerarquía, la negrita se convirtió en la más importante.
Hacía frío, llevaba un abrigo acampanado azul con el cuello
de terciopelo azul. Debo confesar que en el Bausler Institut el presidente negro impresionó. El jefe de Estado
africano confió en la familia Hofstetter. Alguna
muchacha suiza no apreció la pompa con la que se recibió al presidente. Decían
que cada padre debía ser igual a los demás. En un colegio, siempre se encuentra
alguna alumna subversiva escondida. Son las primeras señales de sus
pensamientos políticos, o lo que podría llamarse una idea general respecto de
todo. Frédérique tenía en la mano una bandera suiza,
pero parecía sostener una estaca. La niña más pequeña hizo una reverencia y
ofreció un ramo de flores silvestres. No recuerdo si la negrita encontró alguna
vez una amiga. A menudo la veíamos de la mano de la directora, que la llevaba
de paseo, ella, la
señora Hofstetter, personalmente.
Tal vez tenía miedo de que nos la comiéramos. O de que no se mantuviese pura. Nunca
jugó al tenis.
Día a día Frédérique se alejaba más. A veces
iba a verla a su cuarto. Yo dormía en otra casa, ella estaba con las mayores.
Por una diferencia de pocos meses fui obligada a quedarme con las pequeñas. En
mi habitación había una alemana cuyo nombre he olvidado —tan poco interés
tenía—, que me regaló un libro sobre los expresionistas alemanes. El armario de
Frédérique estaba ordenadísimo, y yo en cambio no
sabía cómo doblar los jerseys para que ni un centímetro estuviera fuera de
lugar, y tenía muy poca vocación por el orden. Aprendí de ella. Al dormir en
dos casas diferentes, parecía que estuviéramos separadas por una generación. Un
día encontré en mi casillero una carta de amor, era de una niña, de una niña de
diez años que me pedía convertirse en mi protegida, formar pareja conmigo.
Siguiendo el primer impulso contesté que no, de mala gana, y aún hoy lo siento.
Lo sentí también entonces, al instante, después de haber contestado que no
quería una hermana, que no me interesaba proteger a una pequeña. Había empezado
a ser grosera porque Frédérique me rehuía y tenía que conquistarla, porque hubiera sido
demasiado humillante perder. Miré a la pequeña demasiado tarde, después de
haberla ofendido. Era verdaderamente agradable, atractiva; había perdido una
esclava sin haber logrado ningún placer.
Desde aquel día la pequeña no volvió a dirigirme la palabra ni a
saludarme. Como puede verse, yo aún no había aprendido el arte de mediar, aún
pensaba que para obtener algo había que ir derecho al objetivo, cuando sólo las
distracciones, las vaguedades, la distancia nos acercan al blanco, el blanco es el que nos alcanza. Y, sin
embargo, con Frédérique usaba una táctica. Tenía
cierta experiencia en la vida de colegio. Yo llevaba interna desde los ocho
años. En los dormitorios es donde se conoce a las verdaderas compañeras,
delante de los lavabos, en las horas de recreo. Mi primera cama en un colegio
estaba rodeada de cortinas blancas y la cubría una colcha de piqué blanco.
También la mesilla de noche era blanca. Un falso cuarto seguido de otros doce.
Una especie de casta promiscuidad. Se oyen las respiraciones. Mi compañera de
cuarto en el Bausler era una alemana, aplicada y
mala, como pueden serlo las chicas estúpidas. Su cuerpo, en la cándida ropa
interior, era más bien hermoso. Ya era casi opulenta, pero yo sentía cierta
repugnancia si inadvertidamente la tocaba. Tal vez por eso me levantaba muy pronto
por la mañana para dar un paseo. Alrededor de las once, durante las lecciones,
me dominaba el sueño. Miraba hacia una ventana, y la ventana me devolvía la
mirada haciéndome adormecer.
Frédérique no sólo estaba en una casa diferente durante la noche, sino que
también, durante el día, en una aula diferente. A la mesa nos sentábamos cerca,
pero la podía ver. Y ella finalmente me miraba. Puede que también yo fuera
interesante. Me gustaban los expresionistas alemanes y la vida, los delitos que
aún no había conocido. Le conté que a los diez años había insultado a una madre
superiora diciéndole «vaca». Qué palabra más simple, me avergoncé de mi
simplicidad cuando se lo conté. Fui expulsada del colegio. «Pida perdón»,
dijeron. No me disculpé. Frédérique
se rió. Tuvo
la amabilidad de preguntarme por qué lo había hecho. Y poco a poco empecé a
hablarle de mí cuando tenía ocho años. Entonces jugaba con los chicos a la
pelota y me metieron en un colegio lúgubre. En el fondo de un lúgubre corredor
estaba la capilla. A
la izquierda, una puerta. Dentro, una madre superiora, diáfana, delicada, que
se hizo cargo de mí. Me acariciaba con sus manos ligeras y suaves y yo me
sentaba al lado de ella como si fuese una amiga. Un día desapareció. En su
lugar apareció una opulenta suiza del cantón de Uri.
Ya se sabe, el nuevo poder odia a las favoritas del anterior. Un colegio es
como un harén.
Frédérique me dijo que yo era una esteta. Una palabra nueva para mí, pero que
enseguida adquirió sentido. Su caligrafía era la de una esteta, eso lo
comprendí. Su desprecio hacia todo era el de una esteta. Frédérique
ocultaba su desprecio tras la obediencia, la disciplina; era respetuosa. Yo aún
no sabía fingir. Era respetuosa con la directora Frau Hofstetter
porque la temía.
Estaba pronta a inclinarme delante de ella. Frédérique nunca tuvo necesidad de inclinarse, porque su
manera de respetar a los otros inspiraba respeto. Y yo lo observaba. En cierta
ocasión, tal vez para distraerme de las atenciones que tenía con Frédérique, acepté una cita con un muchacho de un colegio
cercano, el Rosenberg. Una cita breve. Me vieron. La señora Hofstetter
me llamó a su despacho. Era ancha como un armario, con traje de chaqueta azul,
camisa blanca y un alfiler. Me amenazó. Le dije que era sólo un pariente. En
realidad: la madre del
pariente le había escrito justamente recomendando que
estuviesen atentos para que no le viese. Fingí llorar. Ella se conmovió.
¿Adónde había ido a parar toda la fuerza que tenía a los ocho años, la
seguridad, el autocontrol? A los ocho años no había ninguna chica que me
preocupase. Eran todas iguales, todas detestables, mezquinas. Todavía hoy no
logro expresar con palabras que me había enamorado de Frédérique;
es una frase muy fácil de decir.
Ese día tuve miedo de ser expulsada. Una mañana, el desayuno era
fragante, mojé el pan en la
taza. La directora, después de golpearme la mano con que
mojaba el pan, me hizo poner de pie. A los ocho años habría tomado la taza y la
habría lanzado sobre la cara de la directora. ¿Cómo se permitía ofenderme? Frédérique comía con los codos pegados al busto. Nunca uno
de sus codos se apoyó en la mesa. ¿Despreciaba también la comida? Era tan
perfecta. Cuando caminábamos juntas, ahora todos los días, nosotras dos, solas,
algunas veces andaba delante de mí y yo la miraba. Todo en ella
era exacto, armónico. A veces me ponía la mano sobre el hombro y parecía que
aquello debía durar así eternamente, entre los bosques, en las montañas, por
los caminos; une amitié
amoureuse, dicen
los franceses. Aludió a un hombre. Yo no tenía argumentos sobre el tema, sólo
un pariente. Y una gobernanta. Pero no era lo mismo. Una gobernanta, una monja,
una compañera de colegio forman parte de una unidad. Frédérique
aludió a un hombre como a una parábola cumplida. Por la noche, cuando volví a
mi cuarto con la alemana, reflexioné. Nosotras tal vez somos expertas en
mujeres, nosotras que hemos pasado los mejores años en los colegios. Y cuando
salgamos, ya que el mundo
está dividido en dos, masculino y femenino, conoceremos también el masculino.
¿Tendrá alguna vez la misma intensidad? Me preguntaba si conquistarlo sería tan
difícil como con Frédérique.
A pesar de los paseos diarios con Frédérique,
las confidencias, la ternura, sentía que todavía no la había conquistado. Mi
parangón era la
fuerza. Debía conquistarla, ella debía admirarme. Frédérique a nadie concedía su presencia, y a veces
prefería estar sola a estar conmigo. Y yo me aburría. No leía, me miraba al
espejo, me cepillaba el pelo, cien cepilladas, fingía gusto por la naturaleza. Había
observado que Frédérique no se miraba en el espejo.
Cómo me apasionaba con ella por los árboles, las montañas, el silencio y la literatura. La
vida, para mí, se estaba haciendo un poco larga. Ya había pasado casi siete
años en el colegio y aún no había terminado. Cuando se está allí dentro, una
imagina cosas grandiosas sobre el
mundo, y cuando se sale, a veces desearía volver a oír el
sonido de la campana.